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𝟎𝟏.

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Capítulo Uno, Ecos del pasado.
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Pum. Un golpe. La sangre se escurrió a través de mi rostro, y supe que había entrado en contacto con mi boca cuando saboree su característico sabor metálico. No era la primera vez que ocurría, y yo, aunque me negase a creerlo y pensase que las cosas podrían cambiar, sabía que no sería la última. También sabía que nadie, por mucho que gritase y pidiese ayuda, vendría a mi rescate.

En esos momentos de dolor y sufrimiento, me limitaba a soñar con estar en otro lugar siendo otra persona. Era la única manera de evadirme de aquella realidad a la que me habían condenado. Una que, desde luego, yo no quería vivir.

Soñaba con ser libre, pero cada puñetazo, cada patada, cada insulto y comentario despectivo hacia mi persona me recordaba lo poca cosa que era, y que no merecía nada más que mi humillación. También me recordaba que de aquella miserable vida sólo me salvaría la muerte, pues en aquel mundo no había lugar para que gente como yo viviese en paz.

El Dios que regía y gobernaba aquel mundo solo aceptaba y quería a los más perfectos y a los más devotos, y eso había sido así desde el principio de todo, desde que prefirió la ofrenda de Abel a la de Caín. La actualidad no era muy diferente, pues los Hijos de Caín, pecadores desde el momento en el que inspiraban su primer aliento, estaban destinados a pudrirse y a servir a los favoritos, los Hijos de Abel. 
Y para mi desgracia, yo era una de ellos. Yo era una Hija de Caín.

Pum. Un puñetazo.
Muy bien hija, sigue amasando así —me dijo mi madre viendo cómo hacía el pan.

Pum. Un bofetón.
Te quiero mucho, mi vida. No lo olvides.

Pum. Un rodillazo.
Mi madre me dio la espalda, y dejó que me llevasen.

Pum. Un codazo.
Tú no eres mi hija, eres un monstruo.

Caí al suelo de rodillas, sin fuerzas para levantarme ni tampoco para mirar a mi "amo" a la cara. No podía hacer nada más que permanecer inmóvil, a la espera de recibir un último golpe.

—Eres escoria, niñata. No vales para nada, ni siquiera para fregar un mísero plato —gruñó el hombre y, tras darme una mirada gélida, me escupió a la cara llenándola con su asquerosa saliva.

—Vamos a llegar tarde a la ópera, cariño. Déjala ya, no merece la pena seguir malgastando nuestro tiempo en ella —exclamó la mujer desde el pasillo, mientras se ponía sus pendientes lujosos de diamantes.

Cuando ambos salieron de la casa, y oí cómo cerraban con llave, pude respirar tranquila. Se había acabado el dolor por aquel día.

No fui capaz de levantarme. Simplemente me quedé tumbada en el suelo, sin mover ni un músculo, mientras la saliva del "señor" se mezclaba con la sangre que se escurría de mis heridas. Con la manga de mi camiseta intenté limpiar mi magullado rostro. Para ayudarme, tomé un trozo de vidrio roto por la pelea y, cuando me vi reflejada en él, mi mente terminó por abandonarme.

El sacerdote asintió con la cabeza y supe que era la hora de entrar. Me acerqué al portón de la Iglesia, con los ojos casi cerrados por el miedo y rezando para poder pasar. Sin embargo, antes de poder llegar a pisar el suelo sagrado, paré en seco.

Algo se interponía entre la entrada y yo.

—¿Cariño? ¡No seas tonta! ¡Entra! —exclamó Mabel desde la distancia, con una risa nerviosa.

Volví a intentarlo, pero no podía. Era incapaz de entrar. Lo intenté una y otra vez, cada vez más desesperada. Golpeaba el muro imaginario más y más fuerte, mientras los centinelas se acercaban a mí.

Las lágrimas se acumularon en mis ojos mientras varios brazos tiraban de mí hacia el exterior del recinto sagrado y no fue hasta que ella me dio la espalda, permitiendo que me llevasen aquellos hombres desconocidos, que cayeron y resbalaron por mis mejillas.

Pataleé, grité y lloré, pero parecía que nadie me oía. Luché con todas las fuerza que me quedaban, y eso pareció molestar enormemente a los centinelas.

—¡Estate quieta, pecadora! —exclamó el más fuerte de ellos.

No paré. No callé. No dejé de luchar por mi libertad hasta que su puño terminó en mi rostro.

Me había golpeado con toda su fuerza, incrustado su anillo en mi ojo izquierdo. Un anillo con púas que desgarró tanto mi globo ocular como la piel del alrededor.

Cuando volví a la realidad, no pude evitar apartar la mirada de mi reflejo, pues desde aquel día una gran cicatriz adornaba mi cara, cortando en diagonal al ojo dañado, que se había quedado blanco e inservible, recordándome quién era y a dónde pertenecía.

Mi vida se terminó aquel día, cuando el brazalete característico en los Hijos de Caín aprisionó mi muñeca, adornándola para siempre.

Intenté levantarme de nuevo, ignorando el dolor pulsatil que recorría cada parte de mi cuerpo. Para cuando conseguí mantenerme en pie, ya era de noche y todo estaba en silencio. Un silencio pacífico, que se acabaría en un par de horas.

Aunque yo, en aquel momento, no lo sabía.

Conseguí llegar hasta mi habitación, y cuando me aseguré de haber echado el cerrojo, me dejé caer sobre la dura cama, agotada, y dejé que el sueño se apoderase de mí.

Siete caras desconocidas se hicieron visibles en la oscuridad y soledad de mi cuarto. Siete caras que desprendían un aura maligna y unos deseos incontrolables de venganza.

Me estaban llamando, gritaban mi nombre y pedían mi auxilio. ¿Quiénes eran aquellos seres?

Antes de poder preguntarles nada, se desvanecieron ante mí, dejando que la oscuridad se apoderase de nuevo de la habitación.

Desperté acalorada, entre sudores y jadeos, y mi madre entró en el cuarto, asustada, temiendo que pasase algo grave. Le conté mi sueño, y ella simplemente dijo que me calmase, que había sido una pesadilla.

Aunque su rostro mostraba de todo menos tranquilidad.

Aquel recuerdo hizo que me removiera incómoda en la cama, con una presión en el pecho que se iba haciendo cada vez más grande.

—¿Qué se supone que estás haciendo, inútil? —exclamó mi madre, furiosa, mientras se acercaba a la cocina.

—La c—comida, mi señora. S—se me ha resbalado el plato —el joven tragó con miedo la poca saliva que le quedaba—. No volverá a ocurrir —prometió, aún asustado.

—Más te vale... La próxima vez lo limpiaras con la lengua.

Mi madre salió de la cocina, a zancadas. Con una simple mirada me advirtió. No debía entrar ahí bajo ningún concepto.

Pero no quería dejar al chico solo, pues al dirigirle una última mirada, mi corazón se encogió. Estaba llorando, y yo no podía ayudarle.

Mi respiración empezó a acelerarse, no podía parar de dar vueltas por la cama. La oscuridad se cernía sobre mí con cada recuerdo que surcaba mi mente.

—Morrigan... —una voz me llamaba, cada vez más cercana—. Morrigan...

—¿Quién es? —contesté, temerosa, saliendo de mi cuarto con delicadeza, tratando de no hacer mucho ruido—. ¿Mamá?

—Morrigan... —volvió a llamarme aquella voz.

Recorrí cada rincón de la casa, con sigilo y cuidado, buscando a la persona que repetía mi nombre una y otra vez.

Un grito rompió el silencio. Provenía de la cocina. Fui corriendo hasta allí, esperando que fuese mi madre o algún siervo jugándome una mala pasada. Una simple broma de niños.

Al llegar, todo parecía estar en su sitio, y el silencio había vuelto a apoderarse del lugar. Supe que aquella voz misteriosa se había ido al descubrir mi nombre escrito en la pared, con la sangre de mi sirvienta, que yacía muerta en el suelo.

El sueño por fin me alcanzó, y, tras calmar mi agitada respiración, caí en los brazos de Morfeo.

No podía moverme. Unos brazos invisibles me aprisionaban contra la pared, impidiendo mi huída.

Tampoco era capaz de gritar, pues era como si estuviese presa en el cuerpo de un extraño. Mi cuerpo había dejado de pertenecerme, y por mucho que luchase contra aquella fuerza externa, no conseguía nada.

Era una mera observadora, que no pudo hacer nada hasta que una luz brillante acompañada de un sonido ensordecedor fueron expulsados hacia el exterior de mi cuerpo.

Nunca supe qué había sido aquello, ni tampoco si había sido real o un mero sueño.

Opté por dejar de intentar conciliar el sueño, pues por más que lo intentara, solamente había conseguido dormir un par de horas seguidas.

Un nuevo día comenzaba. Un nuevo día igual de miserable que los anteriores.  Pero al abrir la puerta, todo se vino abajo.

El olor del humo inundó mis fosas nasales y las llamas me rodearon en cuestión de segundos. Unos gritos desgarradores me perforaron los tímpanos. Podía sentir como la muerte se apoderaba del ambiente.

Me tapé la nariz y la boca como pude, ignorando el calor abrasador que se hacía más y más intenso a medida que avanzaba por el largo pasillo. Al llegar al salón, todo era un caos.

Las llamas envolvían todo el cuarto e iban creciendo por segundos. Lo que más llamó mi atención, pese a todo el destrozo que había provocado el fuego, fue la ausencia del techo. Las vigas habían ido a parar encima de mis amos, y estos, pedían auxilio como tantas otras veces lo había pedido yo.

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