Capítulo 3 "Los accidentes no existen"
Carlos es el primero en abrir los ojos cuando su reloj biológico le indica que es de mañana. El calor de la habitación, el dolor de cabeza y las ganas de vomitar son la combinación perfecta para hacerle saltar de la cama y dirigirse al baño casi corriendo. Deja la puerta abierta. Se arrodilla y sostiene el borde del inodoro. Espera el vómito; pero no sale nada. Tiene solamente la sensación de que va a devolver al exterior todo lo que tiene en su estómago.
La resaca es de las peores de su vida, aunque nunca le había sucedido de esa manera, y menos con una botella. Normalmente la pasa mal; mas es después de consumir un maratón de bebidas alcohólicas fuertes.
Se pone en pie sosteniendo su frente con la mano derecha. Recuesta su espalda a la pared para que su dañado equilibrio no le haga caer. Si le pasa puede estamparse la cabeza contra el lavamanos y luego contra el piso.
Le dirán fenómeno, pero prefiere romperse los huesos del cráneo lo menos posible.
Una vez estuvo hospitalizado por un golpe que recibió. Los médicos, al analizar la herida, dijieron que el objeto utilizado era largo y delgado, como un pedazo de tubería o un bate de béisbol. Tenía suerte de seguir vivo.
Para Carlos era incomodísimo tener la cabeza vendada y estar inmóvil en un hospital. Estaba muy delicado. A veces perdía el conocimiento debido a al daño en su cerebro y a los medicamentos que le suministraban a través del suero. Estuvo cerca de caer en un coma profundo. Luego de aquel terrible suceso empezó a tomar píldoras fortísimas contra las migrañas.
Continúa sostiendo su frente y piensa en que tal vez su cerebro le está haciendo pasar un mal rato con una jaqueca infernal. La luz le molesta tanto que no puede abrir los ojos.
-¿Cómo te sientes?-Samael le pregunta muy preocupado.
Había despertado debido al sonido del corretaje que Carlos armó. Se estruja los ojos y bosteza.
-Como la mierda-frota su frente. Le duele hablar. Cada sonido retumba por el interior de su cráneo-. Necesito mi medicación.
-¿Dónde está?
Carlos frunce el ceño de dolor y deja escapar un quejido.
-Las olvidé en casa.
-Pues estás jodido-Samael siempre ha sido bastante directo-yo aquí no tengo nada de medicina.
Carlos le pasa por al lado y se sienta en el sillón.
-¿No tienes ni aspirinas?-Pregunta.
-No.
-¿Y si te enfermas, que va a tomar?
-Yo nunca me enfermo, Carlos.
-Veo que la tertulia comenzó sin mí-aparece Junior en la sala. Aún está somnoliento. Estira sus brazos. Flexiona la espalda.
-Este idiota no trajo su medicación. Ahora tiene una crisis de migraña y no tengo nada que se la pueda mejorar.
A Carlos le duele tanto la cabeza que está a punto de soltar un par de lágrimas.
Junior no dice nada. Mete su mano derecha en su bolsillo y le lanza a Samael un bote de blanco lleno de pastillas. Samael lo garra en el aire.
-Dale una con un poco de agua-orienta y se dirige al baño.
Lo siguiente que se escucha es el sonido del chorro de orine al chocar con el interior del inodoro, seguido de un gemido de alivio.
Samael observa la etiqueta y lee el nombre del medicamento.
-Parece mentira que Junior te cuide más que tú mismo.
-¡No me jodas que tú no eres mi madre, ni un carajo!-responde Carlos muy alterado.
-Y alégrate que no lo soy. Te hubiese dado dos buenos golpes ahora mismo por ser tan irresponsable.
Samael va en busca de un vaso. Va al refrigerador por una botella plástica con agua. Llena el vaso y vuelve a donde está Carlos.
Ya Junior salió del baño y está sentado junto a su amigo adolorido. Samael saca una pastilla del frasco.
-¿Dejaste la taza salpicada como siempre?-le pregunta al rubio.
Le ofrece la pastilla a Carlos. Este último se la traga y bebe un trago muy largo.
-No te quejes de mis jugos celestiales.
Samael hace una mueca de asco-Eres una cerda.
Entre ellos esas ofensas solo son motivos de risas.
-Tranquiliza tus hormonas, princesa, que dejé el baño muy limpio.
Pasan unos quinces minutos y Carlos comienza a sentirse mejor. Se acuesta en el sillón para esperar que la migraña pase del todo.
-Voy a ducharme-Anuncia Junior.
Se quita las piezas de ropa que cubren su pecho y espalda. Va y se encierra en el baño.
Samael se queda junto a Carlos para seguír monitoreado su recuperación.
Lo mira fijamente. Es como si fueran niños otra vez porque desde siempre se han cuidado los unos a los otros.
Su mirada se pierde hacia la pared y un recuerdo nuevo lo sacude.
Después de casi dos años de estar metido en la correccional al fin estaba fuera. Sintió el calor del sol besar su piel y la brisa fresca hizo que se movieran sus cabellos. Era el día más lindo. El día que significó su libertad.
Aunque le pareció extraño que no fuesen a recibirlo.
Llegó a su casa y no encontró a nadie en la sala, ni en la cocina. Buscó en las habitaciones. Estaban completamente vacías."¡Mamá! ¡Papá!" Gritó pero no hubo respuestas.
Cuando regresó a la sala había una señora de unos ochenta años parada en la puerta. Era una mujer negra, pequeña, algo jorobada por los años. Su cabello parecía un arbusto de rizos blancos. Se sostenía gracias a un bastón.
Era Marta, la que había sido como una abuela para él todos esos años.
Ella rompió en llanto cuando abrío los brazos para que Samael la abrazara. Él se emocionó y corrió a darle un fuerte apretón.
La señora estaba muy alegre de verlo después de dos largos años; pero también muy triste por la noticia que debía darle.
Samael mientras la abrazaba sintió los latidos de su anciano corazón. También notó que los músculos de su abuela de cariño se tensaron. Él se apartó un poco
-¿Que pasó?
Marta respiró profundamente. Estaba aguantando el llanto extra que quería salir. Samael miró a sus ojos, grises las nacientes cataratas.
Se preocupó un poco más.
-Toma asiento mi niño. Tengo que decirte algo.
-Dime ¿Qué está pasando?¿Dónde están mis padres?-sus pupilas se llenaron de desaparición.
La anciana se acercó al deteriorado y manchado sillón de la casa.
-Por favor siéntate, querido. Lo que tengo que decirte no te lo puedo contar de pie.
Samael se apresuró para tomar asiento.
-Hace unos meses...-Marta comenzó a hablar, pero se calló. -La anciana de ojos grisáceos, tenía un gran pesar en el fondo de su pecho.-Tu madre y tu padre tuvieron una fuerte discusión. La policía tuvo que intervenir.
-Marta no quiero historias, quiero la verdad aunque sea la peor. No me tortures. Lo que fabrica mi imaginación con tus frases a medias puede ser más cruel que cualquier noticia.
La anciana se enojó un poco y dejó salir su carácter de hierro.
-¡Para mí no es fácil decirte esto, así que cállate y escúchame, mocoso!
Samael guardó silencio y bajó la mirada. Siempre había respetado a esa señora.
Ella sirvió de ayuda a su madre en el pasado, prestándole dinero o cuidando de su único hijo para que pudiese lavar, planchar para otros. Así se ganaba el dinero honradamente.
Marta fue además, que ocultaba a Samael el nivel desmedido de violencia que había en su casa. También lo resguardaba de entender que su madre se había convertido en una alcohólica.
Durante el tiempo que Samael estuvo lejos de casa, el vicio de su madre empeoró. Al tener solamente la compañía del salvaje del marido se sentió más miserable que nunca. Sin su querido hijo cerca el alcohol se convirtió en un compañero de lágrimas nocivo.
-Tu madre estaba muy golpeada y adolorida. Tu padre tenía un herida horrible en su brazo derecho. Ella, para defenderse, le aventó un sartén lleno de aceite hirviendo. Los llevaron al hospital-Samael la observaba atentamente. Movía su pierna izquierda ansioso-Sólo tu padre... -La anciana rompió en llanto-Sólo tu padre salió con vida del hospital. Tu mamá falleció a los pocos días.
El alma del chico abandonó su cuerpo. Sus ojos perdieron el brillo. La piel se le tornó un papel en blanco. Su respiración se detuvo un momento y luego se volvió entrecortada. El chico de dieciocho años comenzó a sudar.
-¿Samael?-Marta acercó su brazo para intentar tocarlo.
Él alzó la mano frente a ella.
-Estoy bien.
Y eso lo decía él, que parecía un muerto viviente.
Su alma volvió a su cuerpo de inmediato, con un carga de emociones gigantesca. Era como si mil bombas estallaran en el interior de un volcán activo. Los ojos se Samael recuperaron el brillo, pero era de dolor y rabia.
Las escleras de sus ojos se tornaron rojas al igual que sus mejillas. Samael tenía en su interior el dolor inmenso de haber perdido a la mujer más importante en su vida, pero a la vez lo cubría el manto de los infiernos, la rabia de los demonios, toda la ira que se puede soportar sin que se rompa la piel. Todo esos sentimientos estaban encerrados en un cuerpo joven y delgado. Luchaban a muerte por salir. Él los contuvo. No quería dejar escapar lo peor de sí frente a Marta. Los labios de Samael se abrieron para decir una sola frase:
-Si ese hijo de puta mató a mi madre con los golpes no verá los rayos del sol mañana.
-No digas eso mi niño-la anciana temía que las palabras del jóven fueran a cumplirse-bueno o malo es tu padre.
Samael apretó los labios. Sus fosas nasales se ensancharon. Ardía en rabia.
-Por desgracia.
-Entiende que tú acabas de salir de un reformatorio, si haces otra locura te meterán a la cárcel para siempre.
Samael recordó aquel agujero oscuro dónde estuvo durante veintidós meses. Los guardias no los dejaban vivir en paz. Los golpeaban, a veces sin motivos, solo para demostrar quién estaba al mando. Levantaban a los chicos de madrugada para que hiciesen ejercicios y luego no había descanso hasta la diez de la noche. Los hacían ver las noticias y luego ¡A la cama! Únicamente había respiros en los recreos, el horario de almuerzo y los días festivos. Se dieron casos de abusos sexuales de menores por parte de los guardias, de bullying, suicidios...Era una cárcel. Una cárcel infantil. Samael se juró a sí mismo que no importaba lo que pasará, él no quedaría atrapado en un lugar así otra vez.
-No me meteré en problemas, pero tengo que enfrentar a ese cabrón. De todos modos, no dejaré pasar por alto que le dio una golpiza a mi madre.
-Hijo, no sé con exactitud de que murió ella. Debes ir al hospital a preguntar. Yo no tuve el valor para hacerlo. Estaba muy mal. Nada más que pensaba en su pérdida y en organizar el funeral.
-¿Dónde está ella?
-En el cementerio de las afueras de la ciudad. Cerca de un árbol muy grande.
-Iré a verla, pero necesitaré dinero para flores y el transporte hasta allá. Tendré que pedírselo al padre de Mario.
-No tienes que hacerlo. Ella estaba guardando dinero para que fuese tuyo cuando salieras del reformatorio. Me lo confío para no tenerlo aquí en casa. Tuve que tomar la mitad para hacerle a tu madre un entierro digno. La otra mitad está bajo mi colchón, esperando por ti.
Samael abrazó a la anciana con fuerza. Ella sintió como el corazón del chico iba a todo lo que podía.
-Debo ir a verla. Tiene que saber que estoy bien, que la amo aún y siempre lo haré.
Y Samael lloró. Lloró con ganas. Lloró con toda la fuerza de su alma.
Hundió su rostro en el hombro de Marta. Ella lo abrazó aún más fuerte.
Él chico se sentía vacío y sabía que ese dolor sería incurable.
Samael, luego de visitar a su madre fue hasta el hospital. No tardó en encontrar al doctor que la atendió. Le explicó quién era y que necesitaba entender la causa de la muerte. Él médico le explicó con términos muy científicos y rebuscados. A pesar de que no captó todo los detalles entendió a lo groso la causa de la muerte.
Ella había ocultado durante años que tenía un tumor cerebral. El alcoholismo, las depresiones y el estrés agudizaron el problema hasta que ya no hubo solución.
Carlos se mueve un poco, pero ya no se queja del dolor. Junior ha salido del baño vestido y con los cabellos húmedos. Ninguno dice nada.
Samael piensa en la tumba de su madre, blanca como la nieve más pura. Junior mira al techo e imagina como será su próximo viaje bajo la influencia de sustancias ilegales.
Carlos pide a Dios que su migraña no regrese.
Al cabo de un tiempo los visitantes se van y Samael se prepara para salir a ejercitarse. Se entrega a la ducha durante varios minutos, se viste y sale.
Los niños de unos diez años están jugando con juguetes que hacen en casa: pelotas hechas con calcetines usados y cometas de bolsas negras de basura. Las niñas juegan con los varones muy agusto y comparten con ellos sus muñecas rellenas con trapos. Imaginan que son las madres y ellos los padres.
Hay otras en el barrio, un poco más grandes. Que apenas rozan la adolescencia y ya se creen mujeres de veinte años. Algunas han llevado sus jueguitos de niña grande a niveles muy elevados. Tienen bebés reales que son las pruebas de eso.
Samael no le presta atención al ambiente y comienza a trotar, pasa junto todo al consultorio de Hernández. María, la hija está a punto de entrar al local. Ve a Samael, le guiña un ojo y le sonríe con picardía. "Buenos días vecino". Samael pasa de largo muy rápido y demasiado interesado en ignorarla como para contestar.
Detiene el paso para cruzar las calles y luego lo retoma.
Está sudando, inhalando y exhalando con mucha frecuencia. Se acaba de dar cuenta de que no tomó un botella con agua del refrigerador.
Va por la calle y no nota que se ha alejado de su barrio. Mira todo pero no analiza nada, está enfocado en respirar por la nariz y saltar el aliento por la boca.
Las imágenes del pasado comienzan a atormentarlo de nuevo, como demonios traviesos que vienen juegan y se van. Así el día entero. "Tienes una deuda con el pasado" le avisa su voz interior.
Él sigue corriendo. Se está acercando al barrio bonito donde desayunó ayer."No podrás huir de él para siempre"su conciencia era la peor torturadora. "Sólo dos opciones..." recuerda esa frase que le abrasa la piel de los intentinos "..morir o traer al diablo para que interseda por ti..."
Esas opciones se repiten en su cabeza y el sigue corriendo. Ya no sabe lo que ve, ni lo que hay afuera, ya no siente nada.
Entonces un pequeño estruendo lo hace salir de sí mismo. Mira a su alrededor, no ve nada. Baja la mirada.
-¿Y tú que haces ahí tirada?-Pregunta con el ceño fruncido. Es casi como si pensara que ella se había sentado allí, a jugar un rato.
A la chica en el suelo no le hace la menor gracias. Arruga el semblante enojada. Sus ojos color miel enfocan al hombre que la acaba de chocar. Quiere gritarle palabras prohibidas, pero se controla. No debe sucumbir a la ira. Es uno de los Siete Pecados Capitales. Debe dominar los deseos de mandarlo a la mierda. Eso es lo que debe hacer una buena cristiana.
Finge una sonrisa-Estoy aquí porque usted no miró por dónde iba.
-¿En serio? Perdón-Le ofrece su mano-Estaba entretenido pensando en tonterías.
-No se preocupe.-La chica rechaza su oferta de ayuda y se pone en pie.
Ella comienza a arreglar y a sacudir su blusa blanca desmangada, de cuello de tortuga y la falda rosa que la cubre hasta más abajo de las rodillas. Usa zapatos negros de tacón bajo.
De su cuello cuelga un crucifijo dorado.
Samael observa a la extraña al detalle. Comprueba que no se haya hecho daño.
La chica tiene un sedoso, muy lacio y brillante cabello castaño oscuro. Su corte de impide que las puntas de sus pelos toquen sus hombros. Tiene finos labios rosados. Esos los aprieta. Está enojada y no quiere mostrarlo.
Su cuerpo se ve muy delicado y femenino. Samael no puede quitarle los ojos de encima. Ella es paliducha y delgada. Su cintura está formada por dos curvas bien definidas que terminan en una cadera relativamente ancha para su constitución. No contaba con mucha altura (un metro sesenta cinco como máximo, que resalta junto al metro ochenta del chico), ni con grandes senos, ni exagerados glúteos. Aún así ese conjunto de características armaban a una belleza irrepetible de mujer.
La chica se agacha para recoger unos libros que yacen en el suelo. Samael se apresura a ayudarla. Ahora que la tiene bien cerca observa al detalle el crucifijo que cuelga de su cuello. Es oro real, él lo sabe identificar.
Samael sólo toma un libro muy ancho, de tapas negras. En letras doradas lee "Biblia". Se la entrega a la dueña.
-Lamento lo ocurrido-Se disculpa de nuevo. No sabe que más se puede decir en estas circunstancias.
Ella lo mira y de inmediato desvía la mirada hacia sus sagrados documentos. Quiere comprobar que están bien.
-No pasa nada,-Añade sin mirarlo-los accidentes son así.
-Los accidentes no existen-Afirma él contundentemente. Suena imponente y recio.
Ella se sorprende de la respuesta, por alguna razón.
Sus ojos se encuentran y a Samael se le enciende algo por dentro. "Es jodidamente linda" piensa y sonríe.
Ambos se ponen en pie.
-¿Va muy lejos, puedo acompañarla?
Ella finge otra sonrisa.
-Voy a la Iglesia y no estoy lejos. Gracias de todos modos.
Ella sólo piensa en salir huyendo de esa conversación que le está resultando muy incómoda. Él, su aspecto, sus formas, son algo desagradables. Después de todo, tiene delante, a una de esas personas que son exactamente lo opuesto a todo lo que cree correcto. Al menos en lo físico.
Samael no quiere seguir insistiendo.
-Muy bien, que tenga un buen día señorita.
-Vaya con Dios-contesta ella y da unos pocos pasos.
-No-le dice él sonriendo ampliamente-. Mejor que se quede con usted, para que nadie más la vuelva a hacer caer.
La chica sonríe por puro compromiso. No le contesta. No quiere ser grosera, pero un estúpido la chocó en la calle. Ahora va tarde a la misa y además de hecha un desastre.
Ella camina un poco más y siente un pequeño ardor en su brazo izquierdo.
Samael la mira irse y se da cuenta de la herida.
Al caer, la chica se raspó un poco el codo derecho.
Ella imagina que tiene un pequeño raspón pero no lo menciona para no parar de andar. Realmente no quiere seguir hablando con ese desconocido.
Samael se va trotando. Ahora piensa en que necesita beber algo. Pasa por un puesto callejero y compra una botella plástica con extracto de manzana, otra de agua y unos cigarros. La dependienta le entraga los líquidos en una bolsa de nylon blanca.
Pronto llega a un parque, y se sienta en un banco. Abre la caja. Se fuma tres cigarros, uno a continuación del otro. Está sintiendo como fluye su sangre y que oxigena su cuerpo. Se siente mal por estar en reposo. Está demasiado vigorizado como para no aprovecharlo. Planea acercarse a la playa.
Allá hay un gimnasio al aire libre donde pude dedicarse a hacer repeticiones con pesas enormes y mancuernas. También hay redes para jugar vóleibol sobre la arena, pero esta última opción conllevaría a estar rodeado de personas que tendrían que interactuar con él. Así que la descarta al instante.
Samael llega a la playa y deja caer al piso el quinto cigarro fumado. Enfoca la línea de fuertes tonalidades de azul que delimitan el horizonte. Mira la arena dorada y brillante. Respira aliviado pues no hay demasiadas personas. Encuentra algo más que le llama la atención: nalgas y senos apetecibles que se ocultan bajo delgados bikinis.
Comienza con las repeticiones con una pesa. Cuenta hasta diez y la deja en el suelo.
Una chica pelinegra pasa por su lado acompañada por una de piel oscura. Parecen ser muy amigas. Ambas son extremadamente sensuales. Están conversando tan agusto que ninguna nota las pocas miradas furtivas que les dedica Samael. El sonríe para sus adentros. "Las mujeres son un regalo divino" dice en voz baja y toma la pesa del suelo.
Esclera: parte blanca en los ojos.
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