La vida de Samael había sido una espiral incomodísima de acontecimientos. Cada giro, cada vuelco, cada cambio se habían impregnado en la médula de sus huesos. Estas situaciones habían servido para convertirlo en quién es ahora, con lo bueno y con lo malo.
Primeramente, su llegada al mundo un nueve de enero, veinticinco años atrás. Nació bajo peso, con el cordón umbilical enredado por todo su cuerpo y en un local mugriento y de poca iluminación. Por si eso fuese poco, nació sin la suficiente fuerza para llorar. Tardó bastante en hacerlo. Lo suficiente para que el médico pensara en que había nacido muerto. Su madre se sintió rota por dentro y abandonó la idea de haber hecho, por primera vez, algo bueno en su vida. Cuando estaba a punto de estallar en lágrimas su hijo lloró en su lugar y le devolvió las esperanzas. Aún así los médicos no contaban con que el bebé sobreviviera más de cuarenta y ocho horas. Estaban equivocados, ese pequeño y debilucho trozo de carne logró alcanzar la adultez y convertirse en un hombre fuerte, sano y apetecible para las féminas.
La madre fue una prostituta e inmigrante indocumentada que nunca alcanzó buenos ingresos con su trabajo. No pudo permitirse un parto en un hospital. No tuvo más opción que dar a luz en una clínica clandestina. Un local donde los pobres y los que no tenían documentación legal recibían un servicio de salud nefasto.
El embarazo trajo felicidad a esta mujer; pero por cada alegría llegaban a su vida docenas de problemas. Cuando se enteró que iba a tener un hijo tuvo que dejar de trabajar en las calles y pasar a malvivir con sus ahorros de años. Además, le hacía la carga menos pesada el poco apoyo monetario que le deba su esposo, padre de su hijo y antiguo cliente.
Era un señor de casi cincuenta años (muy mal llevados) canoso, y panzón. Había conocido a la madre de Samael, de madrugada, en una de las esquinas que más visitada por su camioneta.
Él disfrutó de los servicios de aquella chica durante meses. Se convirtió en su favorita. La buscaba. Le hacía regalos. La quería para él. Llegó a amarla, pero cuando se cansó de pagar para tenerla disponible le prometió sacarla de la prostitución y darle una vida mejor si se casaban.
La promesa de la vida mejor dejó mucho que desear, pero si cumplió con lo de sacarla de ese mundo. Lo que ella nunca imaginó que saldría por un hijo.
Mientras el chico crecía veía con ojos llenos de dolor como se iba derrumbando el mundo perfecto que su madre dibujaba para él. Entendió que la comida, la ropa, los zapatos, los caramelos...salían de las horas de esfuerzos que dedicaba su madre a lavar y a limpiar para otros.
Comprendió que los zapatos no lo arreglan los duendes y que el dinero abajo de la almohada cuando pierdes un diente no lo deja el ratón Pérez.
Se dio en la cara con la realidad a tiempo. Eso siempre lo consideró bueno.
La deuda dentro de casa empezó crecer, año tras año, al igual que los problemas por violencia doméstica; del padre hacia la madre. Entonces ella comenzó a beber vino barato. Primero fue con moderación, pero luego se volvió algo incontrolable.
Samael aún la ama. Tiene un tatuaje en honor a su mamá cerca de su corazón. Uno que escenifica a una mujer abrazando a un bebé, y debajo la fecha en que ella partió al más allá. Con este gesto su hijo quería hacerle honor a todos esos años de esfuerzos para poder criarlo lo mejor posible y para darle oportunidades que no tuvo cuando niña .
Fue ardua su labor, pero el ejemplo que veía en su padre y el ambiente del barrio dónde vivían no eran del todo favorables.
Samael nunca fue amante de la escuela; pero sí muy inteligente y habilidoso. Sus notas eran buenas en todas las asignaturas a pesar de que nunca asistía a clases. Prefería pasarse las horas de escuela apostando en peleas de perros, fumando con sus mejores amigos, jugando basketball contra chicos de otros barrios y coqueteando con las niñas. Esto último era su gran talento. Tuvo novias como vellos en el cuerpo. Lo más increíble era que él no las buscaba, venían solas como hormigas al pastel.
Aún recuerda su primera vez con una mezcla enorme de sentimientos. Había acabado de cumplir catorce años. Estaba algo triste porque su madre no tenía dinero para comprarle los tenis que tanto le había pedido. Su profesora de Matemática, (una mujer de veintiocho años, de piel muy blanca, ojos cafés y cabello rizado de igual color) se acercó a él para preguntarle qué le pasaba. Él le contestó que le dolía mucho saber que su mamá no tenía cómo comprarle un regalo. Y que lo que más lo entristecía era él dolor que ella reflejó en sus ojos cuando le dijo que no podía complacerlo en esa ocasión. La profesora le propuso un trato simple "quédate después de clases y nos ponemos de acuerdo". Samael aceptó sin hacer muchas preguntas y sin analizar esa propuesta extraña. Estaba con la mente puesta en los ojos de su madre, rojos por las lágrimas.
Ahora que el tiempo ha pasado, once años para ser precisos, se pregunta ¿qué le pasó por la cabeza a esa muchacha para que le hiciese todo aquello, en tantas ocasiones y escenarios distintos?
El día de colegio término más pronto de lo normal. Ella le dijo a todos que se fueran a sus casas, y que no olvidaran hacer sus tareas. No habían concluido las frases y ya estaba el aula completamente vacía. Todos se habían ido, excepto él. El chico continuaba sentado en su silla.
Nunca se molestó en olvidar la forma en que la profesora se acercó a la puerta. Ella comprobó que no hubiese nadie en los pasillos y cerró con llave. Samael había comenzado a angustiarse y a la vez, a calentarse.
La profesora era bastante ardiente y estaba muy buena, así que la compañía no era del todo desagradable. Más de una vez el adolescente había fantaseado de madrugada con tenerla completamente a su disposición.
Ella llevaba su cabello castaño y rizado sujeto en un moño alto, una camisa blanca, de mangas cortas y una falda larga roja. El estilo de profesora, sin dudas. Luego de cerrar la puerta se apoyó contra ella, pensando aún en lo que haría y silenciando a la voz de su conciencia.
—Así que...tu madre no pudo comprarte esos tenis que tanto promocionan en la televisión—Le dijo tratando de que su voz fuese lo más sensual posible.
Necesitaba sentirse deseada.
—No profesora. Ella estaba muy deprimida por no poder pagar un par para mí y yo me sentí mal por pedírselos en primer lugar—Repitó la explicación de hacía unas horas y le volvió a doler él corazón.
Ella se acercó lentamente.
—Muy mal, mi corazón—Su voz sonó a la lástima, pero sus acciones pedían a gritos algo más—Desde que me lo contaste no he podido pensar en otra cosa.
Se sentó sobre la mesa de nuestro chico. Samael permanecía inmóvil. Él notó el encanje blanco del sostén por debajo de los botones de la blusa. Su profesora se dio cuenta de las mitadas y su emoción aumentó. También su culpa, y su excitación se desbordaron. Tenía una lucha interna entre las hormonas y las neuronas, pero sabemos quiénes ganan casi siempre.
Samael con catorce años contaba con una buena altura y un buen físico. Se había hecho sus primeros tatuajes en los brazos y una ilusión de barba estaba comenzando a brotar de su rostro. Parecía que tenía cuatro años más, pero no era así. Ella sabía muy bien que no.
—No se preocupe profe, yo entiendo que no puedo vivir la vida como si hubiese nacido en cuna de oro.
—Pero no debes dejar tus sueños de lado ¿sabes?—Comenzó a acariciar su rostro.
Él se encontraba nervioso, pero a la vez estaba comenzando a ponerse muy a gusto con la situación. En el fondo sabía que la actitud de su maestra no era normal. Lo corroboró cuando ella se deshizo el moño quitando su hebilla. Sus rizos se liberaron y cayeron sobre sus hombros.
—Yo quiero ayudarte, pero también quiero algo a cambio—Dejó escapar sus verdaderas intenciones.
Juntó las cejas—¿Qué?
Ella se inclinó hacia su rostro y le susurró al oído un serie de frases picantes que pusieron a Samael más duro que la dureza misma. Después de describirle sus fantasías fue abriendo su camisa, despacio, botón por botón; dejando al chico deleitarse mirando ese par de senos turgentes aprisionados contra una pieza de lencería blanca.
Lo que pasó después habría que preguntárselo a las cuatros paredes que cubrieron su pecado.
Al día siguiente Samael fue el primero en llegar al aula, también a petición de su profesora. Al entrar encontró dos cosas que le impactaron. Sobre la mesa de la profesora estaba ella sentada, con las piernas cruzadas, en ropa interior roja y fumándose un cigarrillo mentolado. Había una caja zapatos junto a ella; pero no cualquiera, eran. de la marca que él quería.
—Tú cumpliste tu parte, ahora yo cumplo la mía—Presionó el cigarro en el cenicero.
Dejó salir el humo que contenía su boca. Lo miró de arriba abajo como leona que está a punto de abalanzarse sobre su presa.
Él sonrió de lado y se cruzó de brazos.
—Pensé que el trato era sólo para ayer. Que no se repetiría. Que usted es mi profesora y yo su alumno...
Repitió todas las frases que ella expresó el día anterior. Las había dicho agitada y avergonzada, mientras recogía del frío suelo su ropa, sus zapatos, su sentido común y su ética profesional.
—Sí, pero luego lo pensé mejor. Creí que sería un desperdicio hacerte venir tan temprano simplemente para ver unos zapatos—Llevó sus manos a el tanga y lo deslizó hacia sus pies, de forma muy lenta—¿O me equivoco?
Samael aprendió con catorce años lo que es una mujer con las hormonas por las nubes. Él, se convirtió en su niño mimado y ella en la profesora complaciente. Nadie supo nunca el porqué de esa extraña relación. Todos pensaban que era por lástima.
Pero hubo algo que él nunca supo. Esa profesora además de desearlo y de tener curiosidad sobre como sería acostarse con un niño, tenía mucho despecho hacia su esposo. Estaba casada con un treintañero alto, rubio y bien parecido que la traicionaba con cualquier ser vivente. Había rumores de que el hombre era hasta bisexual. De ser verdad, habían el doble de probabilidades de que existieran candidatos para sus traiciones.
Así que, era una mujer de veintiocho años, hormonada y con sed de venganza.
Una combinación bastante explosiva.
Samael pasa cerca de una tienda, de esas que están abiertas veinticuatro horas. Aún le queda mucho dinero en la billetera y decide entrar para comprar algunas cosas. Se decanta por un bolso de pan, varias barras de mantequilla, un paquete de arroz y dos latas de sardinas. También compra pasta dental. En dos o tres días volvería y compararía algo más. No debe dar a aparentar que posee mucho dinero. No debe llegar con mucha mercancía a su casa.
Cuando paga todo nota que la cuenta no excede de los quince dólares. Pide, entonces, que le añadan a la compra una botella de whisky, seis cervezas enlatadas y tres cajas de sus cigarros favoritos.
Samael no bebe solo. Siempre lo hace en compañía de sus amigos. Y Como sabe que a Carlos le gusta el whisky lo compró para él. Ya lo beberán cuando se junten.
La botella y demás productos no aportan cambios significativos a lo que debe pagar.
Regresa a su casa muy rápido para guardar la compra en el refrigerador. Pone la pasta dental en el lavamanos y la botella entre sus ropas en el clóset. Se quita los zapatos y todo lo que cubre su cuerpo de cintura para arriba.
Decide pasar el resto día viendo todas las basuras que dan en los dos canales que detecta su televisor. Prende un cigarro y se ocupa en fumarlo. Ignora la caja ruidosa por unos minutos. Se recuesta en el sillón y cubre su rostro con su izquierdo antebrazo. Se queja, otra vez, del ardor que le produce su nuevo tatuaje. Se acomoda mejor.
Por su cabeza, pasan de inmediato todas las imágenes del pasado. Lucha por pensar en cualquier otra cosa. Intenta recordar a la camarera rubia; pero ella no le resultó lo suficienmente interesante. Al menos no como para que sus demonios internos se calmen y dejen de joderle la tarde. Ellos son muy fuertes. Ellos son su vida y de eso no puede huir.
Samael estuvo en una correccional desde los dieciséis hasta que alcanzó la mayoría de edad. Eso fue el infierno para él. Estaba acusado de robos, alteración de órden público, coacción, infligir daños y la lista continua.
No es que él fuera el peor de los seres humanos. La policía era tan ineficiente que cuando atrapaban a un sospechoso le atribuía todas las culpas posibles, así cerraban dos o tres casos y era menos trabajo para ellos.
A él lo soltaron relativamente pronto y se libró de la prisión. Sólo le pudieron probar un pequeño robo a una tienda de confituras. Eso sí lo hizo; pero para llevarse una barra de chocolate y regalársela a su madre en su cumpleaños. ¿Se le puede culpar de ser un hijo amoroso?
A esa edad los muchachos se dejan guiar por las modas y por lo que los demás hacen. El del plan inicial fue Diego.
Ese era todo un personaje. Algo así como el líder. Nadie lo nombró jefe, él tampoco se hacía llamar así, pero era cierto que lo que Diego decía se hacía. Cuando tuvo la "genial" idea de formar un pandilla llamada "Los Represivos" algunos del grupo se negaron; (incluído Samael), pero al final cedieron.
Así nació su pandilla.
"Los Represivos", empezó siendo de siete mejores amigos y terminó involucrando a más de doscientas personas, entre chicos y chicas.
A medida que la popularidad de la pandilla iba en aumento también lo hacían los problemas. Las discusiones por el territorio en las calles se volvían cada vez más violentas y las apuestas más serias.
Samael piensa en José en este momento. Era el más tímido del grupo. Perdió a su primera novia en una apuesta contra el líder de "La Desesperanza". Una actitud que ahora parece estúpida y machista. Pero, en aquel momento, eran niños de quince años tratando de ganarse el respeto de los demás a base de malas decisiones. También estaba Mario, el de los concursos de rap. Escucharlo improvisar era alucinante. Inventaba las rimas en el aire. Nunca se trababa en una frase, sin importar lo rápido que la dijese. Era algo así como "El dueño del idioma". Las palabras trabajaban para él.
Mario, claramente, no perdía ni una sola batalla de rap. Hacía ganar mucho dinero a los represivos. Cada vez eran más los que estaban dispuestos a desafiarlo y a respaldar su osadía con jugosas apuestas. Resultado: salían llorando, humillados y sin su paga del mes. Mario también dominaba la pista con el break dance.
Otro de sus camaradas era Héctor, el de las manos más rápidas. Ese era capaz de robarte los calzoncillos sin quitarte el pantalón.
Samael sonrie cuando piensa en sus amigos y en las características que los hacían únicos e inigualable. De repente, una nube oscura pone turbios sus pensamientos. Ya no recuerda la felicidad. No vale la pena agitar esas imágenes porque el recuerdo siempre vuelve a ser muy doloroso.
Una sonrisa recordando no devolverá a Mario, a José, a Diego y a Héctor. Pensar en lo bien que lo pasaban juntos no cambia el hecho de que hace más de cuatro años están muertos. Nada que él haga en la actualidad borrará que fueron acribillados a balazos cuando tenían veintiún o veintidós años. Pasaron juntos a elllos en un auto blindado. Iban encapuchos y armados con AKs-47. Aprovecharon que los chicos estaban entretenidos, jugando un partido de basketball de dos contra dos. De los sietes mejores amigos que integraban la élite de "Los Represivos" quedan Carlos, Junior y él.
La culpa atormenta a Samael día y noche porque era a él al que querían ver muerto los hombres de el Reo. Lo de asesinar a sus amigos fue una acción sanguinaria para hacerlo salir de donde sea que se estuviese escondiendo. Querían, además, recuperar lo que él le había robado al jefe. Pero no apareció nunca.
Samael escucha como tocan a la puerta y sale de su trance de odio a sí mismo. Se incorpora y grita "¡Ya va! ". Cubre su semidesnudez con una camiseta blanca agujereada y se acerca a la puerta. Toma el perrilla con su mano derecha y su navaja con la izquierda. No se confía.
—¿Quién es?—Su voz se escucha muy firme. Nadie responde.
Del otro lado de la puerta dos chicos de su edad guardan silencio para ponerlo más nervioso. Cubren sus bocas para aguantar la risa. Ambos son delgados, tienen tatuajes y los ojos cafés. Uno es pelinegro y se ha dejado crecer un poco la barba. El otro tiene en su cabeza un gorro rojo, pero se ve a simple vista que es rubio.
—¿Quién es?—La voz de Samael suena igual de firme pero ya está sudando y le pasa por la cabeza la idea de que fue encontrado.
"Abre estúpido" escucha detrás de la puerta "somos nosotros". Samael quiere cagarse en todo, pero no lo hace. Guarda la navaja. Abre la puerta y maldice a su amigo Carlos.
—¡Hijo de puta! La idea fue tuya ¿verdad?
—No tengo idea de qué estás hablando—Miente y se ríe a la vez.
Samael gira los ojos, pero no puede evitar sonreír un poco. Chocan los puños. Su amigo bromista entra de largo a la casa.
Con Junior él saludo es diferentes. Llevan sus respectivos brazos derechos hacia atrás. Luego los llevan hacia delante y sus manos se encuentran. forman un apretón mientras se abrazan. Entonces bromea con Junior en tono amenazante. Le dice algo cerca del oído pero se escucha a la perfección.
—La próxima vez que te dejes llevar por este idiota—Se refiere a Carlos— y me hagan otra broma así, te la corto.
El chico asiente con la cabeza y deja ver sus dientes en una sonrisa-Hecho.
—Nosotros no tenemos la culpa de que seas un manojo de nervios-Responde Carlos dejándose caer con todo su peso sobre el sillón. Lo bueno es que es delgado y no daña el mueble cuando hace eso.
—¿Hay algo de alcohol en esta posilga? —Pregunta Junior sentándose civilizamente en una silla.
Junior es un muchacho excelente, pero desde que se dejó llevar por las drogas no ha vuelto a hacer el mismo. Ahora tiene una mirada adormilada que no se le quita, sus ojos se mantienen rojos y con ojeras.
Siempre usa ropa de mangas largas para que no se le vean los pinchazos y un colgante de cordón negro con un crucifijo, que no se quita ni para bañarse.
Está muy delgado. A Samael no le gusta verlo hecho mierda. Tampoco soporta encontrarlo en los callejones intoxicándose con cualquier basura que le venden por ahí.
Junior comenzó a drogarse a los dieciséis por culpa de su tío, que le facilitaba conseguir todo lo que consumía. Pero el tipo no terminó muy bien. Diego mandó a golpearlo para darle una lección. Al tipo le estrellaron la cabeza contra el borde de una acera en medio de la paliza. No se supo exactamente quiénes lo golpearon. Diego nunca lo dijo.
Encontraron al tío de Junior moribundo y falleció pocas horas después en el hospital debido a una lesión cerebral traumática. Habían liberado a Junior de su primer distribuidor, pero ya era demasiado tarde.
Para ustedes aquí no hay nada ¡Váyanse ahora mismo!-Les dice Samael muy animado dirigiéndose a el cuarto.
—¿Crees que me lo creo?-Responde Carlos desde el sofá—No me hagas sacar a la niña y hacerte hablar.
"Niña" es una pistola de nueve milímetros que Carlos siempre trae encima. Desde el asesinato de los cuatro de la pandilla que eran como sus hermanos, adoptó la costumbre de siempre andar armado.
—¡Te he dicho que no digas eso, ni de esa manera!—Protesta Samael con gritos mientras saca la botella de entre la ropa—Así parece que vas a sacar y a mostrar…otra cosa.
—Eso lo piensas tú porque eres maricón—Responde entre risas y le guiña un ojo al rubio.
Junior ríe igualmente.
—Está bien—Le muestra la botella alzándola por encima de su cabeza—Entonces me beberé esto con mi novio.
Los ojos de Carlos se iluminan. Junior lo nota y vuelve a partirse el pecho de risa.
—Por cosas como estas, usted sí que es mi hermano.
Carlos se levanta del sillón y le quita la botella a Samael. Mira la marca. Es la que le gusta. Y se emociona.
—¡Esta es mi favorita! Tú eres un lince A... —Carlos estuvo a punto de meter la pata.
Samael lo mira con cara de asesino. Junior observa todo sin decir media palabra. Carlos sonríe nervioso, rasca su cabeza y regresa la conversación de la botella. Samael relaja la expresión y le sigue la corriente. Hay cosas que es mejor no revolver, ni mecionar, ni recordar.
Los tres se dedicaron a beber y a escuchar sus discos de rap hasta que la noche se volvió más oscura y por ende más peligrosa.
Los chicos vaciaron la botella de whisky y las latas de cerveza. Se fumaron todos los cigarrillos. Sobretodo Carlos y Junior.
Son las once y media de la noche. Ya Samael tiene bajo su cargo a un par de ebrios y adormilados amigos a los que no puede desamparar. Por suerte tiene una solución para momentos como este: deja a los chicos dormir en su cama y pasa la noche en el sofá. Con cuidado los deja sobre el colchón. Ellos quedan profundamente dormidos de inmediato.
Él castaño de los tatuajes. No tiene sueño.
Enciende otro cigarro. Se acerca a fumar cerca de la ventana que da a la calle. No la abre del todo. Sólo lo suficiente para dejar escapar el humo gris.
En la cima del cielo brilla la luna llena. Samael la contempla con dificultad, a través de las rendijas de la ventana. Lo hace en silencio. Mientras, la línea roja de calor en su cigarrillo se acercaba a sus labios y deja atrás las cenizas.
Piensa mientras fuma en la muerte, en sangre, dolor, en alcohol. Analiza la luna y llega a la conclusión de que no es más que una enorme esfera que no es capaz de brillar por sí sola. Y que está llena de agujeros como las calles de su barrio. Piensa que no tiene encantos mágicos. Que sólo está ahí para mantener ciertas cosas en la tierra bajo control: las mareas, por ejemplo.
Samael lanza el cabo encendido a la calle y se deja llevar por las ganas de estirar su cuerpo. Ya se está sintiendo cansado. Tiene que dormir, para salir temprano a correr, boxear, y quizás a nadar. Hace dos meses que tampoco práctica en la cabina de tiro.
Abandona la cercanía a la ventana. Entonces algo lo detiene en seco: un ruido que viene de afuera. Un ruido que representa poco peligro, pero es algo incómodo de escuchar si no estás presente en la acción que lo causa. Escucha a la voz de una mujer pidiendo "más" y a un hombre jadeando. Decide ignorarlo.
Entonces se tira a dormir con el sonido del pasado en su cabeza y los ruidos de gemidos y gritos sexuales provenientes de algún lugar en la calle.
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