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Capítulo 1 "Los Sollozos"

Aquel barrio no pudo ser bautizado mejor. El porqué de ese nombre siempre ha sido bastante evidente. "Los sollozos" es un lugar olvidado por cualquier intento de salvación. Ni los políticos lo mencionan en sus campañas electorales.
Cuando el sitio perdió su esplendor en décadas pasadas, también desapareció de los mapas.
Las calles están carentes de asfalto y los pocos tramos que lo presentan están llenos de grandes agujeros. Por ellas corren ríos  apestosos, y negros.

Las muchas personas que viven en este lugar son en su mayoría son extremadamente pobres. Los niños andan descalzos jugando en la calle y pateando latas vacías de cerveza. Las tiendas siempre están vacías. No entra casi nadie a las que tienen algo que ofertar. No hay dinero suficiente.
Y la poca mercancía que queda, está en muchas ocasiones, en mal estado o a punto de estarlo.
Las calles son el hogar de muchos. A veces hay quien además de verlas como su casa En este lugar olvidado por la humanidad han muerto muchos a la intemperie.
La principal causa de estos cadáveres son las peleas callejeras, pero también la hipotermia, y los atropellamientos a borrachos por estar tirados, durmiendo, en medio del camino.
Existe una calle donde aún la mancha de sangre del economista que se suicidó la semana pasada (se lanzó desde la azotea por problemas en su salud mental), está presente.
También hay otra posible una forma de morir, aunque parezca irónico, y es dirigiéndose a la clínica del señor Hernández.
Él es hombre de cuarenta y cinco años, aunque parece un poco más viejo porque se afeita la cabeza. Cuenta con constitución robusta, un poco de panza y una buena altura. Usa una barba redonda repleta de pelos blancos. La hija no heredó sus ojos almendrados. Los de ella son muy oscuros.

A falta de más personal sanitario, él se encarga de todo. Hay cosas que sabe hacer y que domina a la perfección pero hay otras que no.
Y como aquí nadie tiene un pedazo de cielo, ni oro, ni mucha comida hay quién asume el riesgo de atenderse con él, mientras que otros se dejan morir sin que el doctor Hernández les toque un pelo.
Casi todas las prostitutas que se asoman a las esquinas son las que tienen cierta edad y no las aceptan en burdeles bien pagados. Clientes no les faltan, enfermedades de transmisión sexual tampoco. Las pobres ni siquiera tienen dinero para comprar preservativos, así que sus conductos vaginales son más bien túneles de intoxicación.

Este lugar contaminado, sucio, bajo, marginal que para la mayoría representa el castigo, para alguien es quizá el último intento de superviviencia.

Samael Sánchez cumplirá en un mes los tres años de estar viniendo aquí.
El lujo no era el fuerte de su casa, tan sólo contaba con lo necesario para vivir. Tiene tres divisiones. La primera es una sala-cocina-comedor. Otra es un baño. Y la última, un cuarto sin ventanas. Esa pequeña jaula se la compró a un señor de sesenta y siete años que quería el dinero para darse la "buena vida" bebiendo, fumando y acostándose con jovencitas. Poco después el anciano murió de un cáncer muy severo en el pulmón, del cuál tenía conocimiento desde que cumplió cuarenta.

Samael duerme todos los días sobre una cama de una estructura sólida y un buen colchón; pero con las sábanas amarillentas.
No es de llevar muchas personas a su "hogar". De vez en cuando Junior y Carlos, sus dos mejores amigos, pasan por su casa con dos docenas de cervezas para compartir. Mientras, escuchan un poco de rap y cubren la sala de estar con una cortina de humo de cigarrillos.

Estar en la cama, en silencio, acostado bocarriba y admirando los agujeros del techo siempre ha sido algo que le relaja. Le ayuda a recordar los acontecimientos de su vida. Son muchas las cosas en las que puede pensar. Su existencia no ha sido para nada tranquila. Cree que nunca lo será, y menos después de aquel día.

"¡Mierda, tengo calor!" exclama de repente y sin venir a cuento como si fuese un maldito loco.

Definitivamente este ha sido uno de los peores veranos de todos los veinticinco que ha vivido. Le ocurrió lo peor que puede pasar en estas fechas, y de contra, en ese cuarto que es un caja hermética: el equipo de aire acondicionado se rompió, de nuevo.
No sabe bien que le sucedió a esa chatarra. De un momento a otro murió. Llamó a un técnico hace varias semanas, pero no fue nunca. La profesionalidad tampoco es un fuerte en este lugar, por eso llamó a uno de un barrio cercano.
Su negocio de reparación se estaba promocionando por la radio con la frase "Atenderemos sus problemas en menos de veinticuatro horas ". Un fraude.

Samael lleva más de veintiún días esperándolo. El técnico no aparece y mientras tanto él se asa en su jugo como un pollo en una cazuela.

Su frente se ha cubierto de muchas gotas de sudor. Las aparta de su cuerpo con su antebrazo derecho. Su piel morena brilla y se refleja en ella la opaca luz de la lámpara del techo. "Ahh" gime de dolor debido a que le arden las nuevas heridas que tiene en su brazo izquierdo.
No ha pasado mucho tiempo desde que se hizo ese tatuaje, por eso duele. Ya tiene ciento cincuenta. Y la mayoría están en sus brazos, pecho y espalda.
Aparta las sábanas y se dirige al baño a darse una ducha fría. Tampoco tiene opción, pues no tiene calentador de agua. Al menos, la casa tiene calefacción porque si no fuese así en invierno moriría.

El agua empapa sus cabellos lacios y castaños volviéndolos pesados. Se pegan a su rostro. Los aparta. El líquido resbala por su cuerpo atlético. Sus músculos están muy definidos. Sus brazos tienen catorce pulgadas y media de circunferencia. Su espalda es muy ancha, lo cual le dio la oportunidad a su tatuadora para que experimentara con su arte sin temer por el espacio. Estos dibujos, le sirven además para disimular la cicatriz de quemadura que tiene detrás de su hombro izquierdo.


El agua sigue besando su cuerpo y acariciándolo en el trayecto de cabeza a pies. Samael vierte un poco de shampoo sobre su cabeza y comienza a frotarla vigorosamente. La espuma también recorre su cuerpo y va dejando trazas blancas que luego el agua quita.
Es una guerra de sustancias.

Cuando termina cubre sus genitales enrollando la toalla en su cintura. Al pasar junto al espejo se da tiempo para observarse. Su barba de pelos no tan largos está comenzando a brindar la imagen de descuido. Toma su cuchilla de afeitar de un vaso donde esta le hace compañía a su cepillo de dientes. Abre la llave de agua, moja sus manos, toma el jabón y cubre los pelos con espuma.

Samael no está tan loco como para quitarse esa barba. Hace tres años que se la dejó crecer para que su rostro sea menos reconocible, pero la mantiene bajo control. Corta los pelos con una tijera o, en este caso, deshaciéndose con la cuchilla de los que salen lejos del perímetro aceptado. Enjuaga su rostro. Está mucho mejor ahora.
"Debo comprar una pasta dental"piensa mientras aprieta el tubo usado, para sólo sacarle la mitad de lo que normalmente usa para limpiar su dentura. Termina el cepillado y lanza el tubo vacío a la basura.
Va a la cocina. Abre el refrigerador solo para comprobar que lo único que hay son unas botellas pláticas con agua, una cerveza de lata y la mitad de un limón, que ya está marrón por llevar ahí mucho tiempo.
Una expresión de asco invade su rostro y cierra el refrigerador seguro de que hoy tiene que ir a desayunar algo por la ciudad.
Samael encamina sus pasos hacia su habitación y busca entre sus ropas el conjunto que usará. Se decide por una camiseta blanca, un abrigo gris con capucha, jeans azules y zapatos cerrados negros y de cordones blancos. Busca su billetera. Comprueba que está vacía. No encuentra más opción que dirigirse al baño otra vez. Lleva una silla a rastras. La coloca justo en el centro del baño y contra la pared de losas rosadas, donde faltan seis. Acomoda su pantalón preparándose para subir al asiento. Cuando está a esa alturas toca el muro con la yema de sus dedos.
Está buscando un espacio diferente. Mueve su mano y encuentra lo que busca. Parece estar seguro del lugar. Así que, lo golpea suavemente para escuchar si el sonido que produce es de algo hueco o del hormigón.

Una de las losetas es falsa y desmontable. Con cuidado se dedica a sacarla y la coloca sobre el suelo. Dejó al descubierto una caja fuerte. Toma con su mano derecha la cerradura giratoria e introduce una contraseña. Tres a la derecha, cinco a la izquierda, uno derecha, nueve derecha, nueve izquierda, cero derecha... y continúa con varios números y direcciones.
La caja fuerte se abre sin problemas.
A pesar de que la loseta que cubre esa pequeña puerta no es muy grande el interior de la caja si lo era. Él se había asegurado de preparar todo aquello.
Mete ambas manos y abre poco a poco una bolsa negra de basura. Tiene el cuidado de no romperla.
Cuando todo vuelve a la normalidad (la caja fuerte cerrada, la loseta en su lugar y la silla a la cocina) Samael abre la puerta de la calle para salir en busca de algo que calme su hambre y los gruñidos de su estómago. Cierra la casa metiendo y girando una llave plateada en la cerradura. La guarda en el mismo bolsillo donde está su billetera, que ahora contaba con quinientos dólares. En el otro bolsillo siempre guarda una navaja por si los delincuentes barriales se ponen algo juguetones.
Cubre su cabeza con su capucha y mete sus manos en los bolsillos de sus pantalones.
Camina lento para no tropezarse con ningún vagabundo dormido. Cuando está cruzando la primera calle choca con él un joven negro, sin camisa y descalzo. Se queda cerca. Mira a su alrededor buscando un escondite. Se nota desesperado. Al chico lo viene persiguiendo una patrulla con la sirena encendida y a todo motor. Samael ve la desesperación y el miedo en los ojos de ese chico que le pide ayuda. Él no contesta, solo señala un bote de basura muy grande que había en un callejón. El chicos se va a esconder sin decirle ni gracias.
La patrulla se detiene junto a Samael poco después. El policía al volante baja el cristal de la ventana. Va acompañado de otro que no se molesta en hablar.

—¿Ha visto a un jóven correr por aquí con cara de sospechoso?

—Mire oficial:—reponde él—en barrios como este todos tenemos algo de sospechosos. Deberá ser más específico.

—¡No me haga perder el tiempo! ¿Ha visto a un negro sin camisa correr por aquí, como huyendo?

—Otra vez le digo oficial, esa descripción se puede ajustar a cualquiera por aquí.

El policía lo mira con desprecio. Su compañero en el asiento del copiloto comienza a acercar la mano a su arma. Le avisan con gestos un "No te atrevas a hacerte el gracioso". Samael nota la amenaza, pero guarda la calma como solo él sabe hacerlo.

—Aunque... recuerdo que ahora mismo vi a un muchacho que encaja con la descripción, pero no pude interactuar con él. Siguió de largo y giró a la derecha a dos calles de aquí.

El policía del volante mira hacia el frente y crea en sus ojos una mirada de duda—¿Está seguro?

—No le mentiría a la autoridad. Sin embargo le diré que, mientras hablamos él está cada vez más lejos, a juzgar por la velocidad de su carrera.

El oficial que lleva el control del vehículo sube la ventanilla sin agradecer la "ayuda" y se ponen en marcha. Cuando giran donde Samael les dijo el chico sale de su escondite y también se va y sin expresar ni media palabra de agradecimiento.
Samael ve como se retira y no le da importancia a la descortesía del joven. Él sabe lo que es ser un fugitivo.
También ayudó al muchacho porque era muy probable que lo atraparan y lo redujeran a balazos. La policía a veces es cruel y Samael no quería manchar su recién puesto abrigo, ni su conciencia, con más sangre. Ya había hecho bastante atrocidades. Fue jefe de distribución de distintas sustancias ilegales y de armas. Y cuando alguien se pasa de la raya en ese tipo negocio pues, lo hacen entrar en razón. O en la tumba. Lo que sea más rápido.

Camina por una serie de calles. Por suerte no tiene que hablar más con policías. Sigue con su andar lento. Va dejando atrás "Los Sollozos" poco a poco. Camina más. Iría en taxi pero ninguno llega hasta este lugar.
En el momento en que cambia de barrio sus músculos se sienten más relajados, respira tranquilo y baja su capucha. Su cabello no está del todo seco pero no falta mucho para que lo esté. Camina por la avenida "La Dichosa". Se siente como pez fuera del agua, entre tantos médicos, empresarios, maestros y madres que corren detrás de sus niños, personas que van de tienda en tienda. Los autos son más comunes en las calles que las personas y el que por casualidad no tiene como comprarse uno propio toma un autobús sin ningún problema.
Samael piensa en que este lugar es el ideal para que los delincuentes de "Los Sollozos" vayan a jugar. Recorre una cuadra más y observa el collar de perlas de una señora. Piensa "Sólo ese vale más que mi casa y la clínica de Hernández juntos". Está seguro que no ha sido el único en calcular su valor, basándose simplemente en la vista.
Samael no tiene la necesidad, ni las ganas, ni el tiempo para dedicarse a robarle a señoras cincuentonas. No con una bolsa negra calentita en casa llena con cinco millones de dólares y paquetes de cocaína de la más alta calidad.
Lo mejor para él es mantener un perfil bajo, hacerse pasar por un muerto de hambre y no levantar sospechas. Ser muy llamativo le puede costar la vida.
Antes de entrar a la cafetería, dónde va a desayunar hoy, su mirada se posa sobre la enorme iglesia católica.
Faro y orgullo de la ciudad. Todos los que aspiran a ser o han sido alcaldes han prometido reformas generales, pero al final sólo invierten en poner la Casa de Dios mucho mejor y en robar el dinero que sobre.
Entra al local. Lo recibe una camarera rubia, muy joven y linda con una sonrisa enorme, además de perfecta, en los labios.

—Buenos días señor.

—Buenos días. Mesa para uno, por favor—al menos a sus modales no los había matado.

Ella señala una mesa frente a la ventana.

—Gracias—Dice él de inmediato y se dirige a ese lugar.

—De nada señor. En breve le llevaré la carta.

Cuando Samael le da la espalda para ir hacia su asiento la chica se lo come con la mirada. Lo escanea de pies a cabeza con sus ojos celestes y se lame el labio inferior inconscientemente. Entonces una pareja abre la puerta. "Buenos días" saluda ella a los nuevos clientes. Y se queda a medias y con los deseos de seguir mirando.
Él no acostumbra a ir dos veces al mismo lugar, para evitar acontecimientos como los de la chica. Obviamente, no tiene forma de saber que lo está mirando, pero el solo hecho de imaginárselo lo hace pensar en el peligro. Si se vuelve muy común su visita a un lugar, después cualquiera puede hacer una declaración o un retrato hablado de excelente calidad. Y es mejor precaver.
La rubia de antes le entrega el menú y se retira riendo como una colegiala. Samael gira los ojos sutilmente, pero él también nota que la chica no está nada mal. A parte de ser bonita tiene un cuerpo precioso. El uniforme la cubre casi por completo, pero de todos modos sus curvas reclaman y obtienen su atención.

Hace varias semanas que él no tiene sexo espontáneo y ya extraña el calor de las entrañas femeninas. La chica que le dio su última noche de sexo es María, la hija de el doctor Hernández.
Ella es una joven bastante promiscua pero también bastaste discreta. Al menos, hasta este momento. Tiene su doble vida sexual muy bien escondida de su padre.

Esta no parecía mal muchacha, pero la ridiculez sale de cada uno de sus poros. Él notaba esas cosas.

Abre el menú y de este cae un pequeño trozo de papel con un número de teléfono bastante extenso. Alza la mirada. La chica está roja y mirando a cualquier otro lado. Samael sonríe de lado mientras menea su cabeza. Luego suspira desde el fondo de su pecho. Es casi como si dijera "¡Ay, pequeña! ¿Y ahora, qué voy a hacer contigo?". Ignora el papel y lee el menú. Una hamburguesa y una taza con café le parecen una buena opción.

Al cabo de unos minutos y después de haber pedido su orden, la misma chica se la trae.

—Que le aproveche—Intenta decir de una forma normal, pero un suspiro la delata.

—Gracias.—Responde él sin quitarle la vista de encima.

Cuando ella está a punto de irse la toma del brazo y la hala hacia él. Sus rostros quedan frente a frente a menos de treinta centímetros de distancia.

Samael respira profundamente y siente su aroma.

—Hueles a manzanas maduras.—Le dice y ella queda entre el shock y el nerviosismo.

Ella forcejea un poco pero él sabe que está derretida, que sus piernas están temblando y que su respiración está sufriendo cambios. Fija sus ojos castaños en los de ellas. Las pupilas de la chica se dilatan. Cuando intenta abrir la boca para quejarse él se le acerca un poco más. Ahora están a veinte centímetros de distancia.

—¿De quién es ese número telefónico?—Le susurra secamente y finjiendo enfado.

El cuerpo de ella colapsa un poco más y palidece.

Samael reitera la pregunta—¿De quién es?

La camarera toma aire y piensa en cada palabra que va a decir. Sale una de sus labios:

—Mío.

—¿Y le das tu número a cualquier desconocido que entra por esa puerta?

Ella piensa, se pone más roja esta vez y dice "no".

Samael relaja la expresión para que ella ya no piense que está enojado. Recorre su rostro con la mirada y la suelta. Se acomoda en su silla.

—Necesito que te quedes un minuto.

—No puedo.—Le responde sin haberse recuperado del todo. Continua sonrojada—Estoy trabajando.

—Te daré una buena propina y la compartes con el jefe, así no se enojará contigo.

Ella asiente y se queda de pie junto a él.

—¿Qué fue lo que te llevó a darme tu número?

Es la primera vez en tres años de vivir por allí que una chica le hace algo como eso. De forma tan directa y espontánea.

—No lo sé—responde ella muy apenada—. Quizá porque eres muy guapo y como pediste mesa para uno pensé en que tal vez quisieras una amiga con la cuál conversar luego.

Una amiga que se lo quiere comer con todo y ropas al parecer.

—Pues te equivocas, tengo una novia y la quiero muchísimo. Ella está trabajando y no pudo venir-Miente él descaradamente y se dedica a disfrutar de como el rostro de su camarera se cubre de más vergüenza.

—Entoces lamento lo del papel-Hace un amago para tomarlo.

Samael actúa rápidamente y lo toma primero. Lo aleja del alcance de sus manos.

—Esto es mío. Tú me lo regalaste.

La cara de la chica se pone de todos los colores.

—¿Pero... entonces, tú...? —Intenta preguntarle pero sus pulmones no están funcionando bien y su garganta tiene un nudo.

—Me dijiste que querías ser mi amiga y yo no rechazo a los amigos. Lo que ahora necesito un poco de intimidad para comer. ¿No te molesta?

Ella niega con la cabeza y se va al fondo de la cocina a paso apresurado. Samael termina de comer su hamburguesa y bebe su café de una gran taza blanca. Pide la cuenta y se la lleva un chico. Ya no había rastros de su "amiga".

Sale de aquel local y camina unas cuadras. Se detine. Mete la mano en su bolsillo derecho y saca el papel. Mira el número de teléfono. Sonríe recordando la escena, el rostro de la chica rojo de vergüenza y sus ojos azules con las pupilas dilatadas. También suspira a profundidad al recordar que cuando observó el rostro de ella se le puso muy dura la entrepierna.
Mira el número telefónico por última vez. Arruga el papel en su mano derecha y lo deja caer en el borde de la acera mientras camina. La pequeña bolita rueda hacia una corriente de agua sucia que lo arrastra a la alcantarilla.
Samael piensa antes de regresar a casa, que efectivamente, las amistades de hoy día duran muy poco. Y que la de él con la camarera existió durante media hora, aproximadamente.

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