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Capítulo 20: El triángulo rosa

HIJOS DE LA NOCHE

HIJO DE LA LUNA

CAPÍTULO 20: EL TRIÁNGULO ROSA

Cuando diciembre comenzó y tras haberlo pensado por varios días, decidí armarme de valor para preguntarle a Aylan acerca de su pasado.

A decir verdad, no quise saberlo antes porque no estaba listo, no después de tanta información que me vi en la necesidad de procesar y escribir en una pequeña libreta (en caso de ser descubierta en mi mesita de noche, la justificaría diciendo que eran ideas para una historia tonta sobre criaturas nocturnas); sin mencionar que se trataba de la vida anterior de mi novio, el cual me había dicho varias veces que su transformación tuvo que ser apurada.

Existía el riesgo de que mi visión de él cambiara por completo después de enterarme y él lo sabía, por eso tampoco había tocado el tema hasta que yo lo hice esa última noche en "Claveles Rojos", después de nuestra última clase antes del comienzo de las vacaciones invernales por parte del centro.

Nos sentamos en el mismo sitio en el que estuvimos meses atrás, cuando lo llevé por primera vez y nos organizamos para bailar "Blue and grey". El viento estaba algo fresco, lo cual era sorprendente porque todos imaginamos que ese otoño seguiría siendo igual de caluroso que los anteriores.

Concluí que el cambio climático era una locura.

—Mi historia es, quizá, igual de extensa que la de los tíos Scorpius e Iris —admitió, jugando con los dedos de mi mano derecha.

Le comenté que, si no quería, podía decírmelo otro día. Se negó.

—No hay necesidad de estarlo atrasando. Al final de cuentas, el relato no cambiará y las experiencias que viví seguirán siendo las mismas —su cabeza se apoyó en mi hombro y suspiró—. ¿Recuerdas aquel sueño en el que me contaste sobre Donovan y Alex?

—Claro. En él dijiste una frase de tu tío Scorpius y luego la repetiste hace unas semanas —cuando creí que estaba loco.

—Me preguntaste si yo le confesé mis sentimientos a alguien —mis labios formaron una mueca al recordarlo y asentí.

Él rio al notar que, en ese momento, me pareció incómodo.

—Yo te respondí con un "algo así", ¿no? La verdad es que nunca le dije a esa persona lo que sentía. Aun así, sé que él lo sabía... ¿Entiendes? —En realidad, quise no hacerlo. Era patético ponerse celoso por algo así—. Su nombre era Konrad Brandt y, junto a Iris y un amigo, me salvó.

1941, Alemania.

La época de la Segunda Guerra Mundial fue de las peores para gran parte de la población mundial, en especial la europea. No requiero entrar en contexto para recordar todo lo que sufrimos en aquel entonces, pues con tomar un libro básico de historia universal se encuentra todo lo relevante que nos tocó soportar.

En pocas palabras, aquellos que eran considerados diferentes eran sometidos a tratos inhumanos, como puercos mandados al matadero. La palabra "discriminación" era la que mejor describía lo que predominaba en el pensamiento del bando alemán cuando se trataba de alguien con distinto origen étnico, religión, creencias políticas u orientación sexual.

Esta última fue la razón por la cual gente homosexual, como yo, fue llevada a campos de concentración junto a otros prisioneros.

Antes de la llegada de Hitler al poder, Berlín era considerada una ciudad liberal con muchos locales, cabarets y clubes nocturnos homosexuales, ¡incluso surgieron movimientos para reivindicar nuestros derechos...! Sin embargo, debido a una cruel jugada del destino, todos aquellos que intentábamos vivir lo más normal que se nos fue permitido, acabamos en el ojo del rechazo por parte de la ideología nacionalsocialista cuando se concluyó que, por individuos como nosotros, la tasa de nacimientos disminuía, al igual que los gais perdían la clásica fuerza y masculinidad con la que se nos estereotipaba a los varones.

Cuando cumplí veinte años, fui apartado de mis padres y hermano, por el año de 1941, para ser llevado al campo de concentración Sachsenhausen.

No me pareció del todo difícil desprenderme de mi familia porque la discriminación hacia mi persona existió desde años antes, cuando hice pública mi orientación sexual. Lo difícil fue que las palizas que recibía en casa por parte de mi padre continuaron en ese lugar, más duras y constantes, con normas exageradas que se sumaban al trato de ser un "fenómeno".

Meses después, fui trasladado al campo de Flossenbürg junto a más de cien prisioneros, de los cuales cuatro más tenían el triángulo rosa decorando sus tristes uniformes.

Había escuchado lo que decían de ese lugar, se rumoraba que tenía las mismas pésimas condiciones de vida que mi anterior "hogar" y que todos eran igual de brutales. Era imposible esperar algo mejor.

Fue construido sobre una suave ladera, no muy alejado del pueblo de Flossenbürg, y la ciudad más cercana era Weiden. Era dirigido por los verdes. En otras palabras, la gran mayoría de los decanos y capos provenía de las filas de los criminales comunes.

Era una locura.

En todos los campos nos seguiría la misma suerte de tener un bloque destinado para nosotros, los gais, el cual ocupaba el ala A. Las condiciones eran denigrantes, ya que existían más de doscientos prisioneros y sus normas para dormir no nos permitían un descanso pleno (tener la luz encendida durante la noche y acostarse con las manos afuera de las sábanas, por decir algunas).

Estas cambiaron un año después, cuando separaron a los residentes en grupos más pequeños que distribuyeron en diferentes bloques.

Mi grupo fue encabezado por un guardia, el cual nos dejó frente al jefe de bloque. Unos cuantos de los capos que acompañaban al hombre se nos quedaron mirando, examinándonos, con un simple propósito: saber quién se convertiría en su nuevo amante.

Para mi fortuna o desgracia, yo sabía muy bien que mi aspecto era uno de los mejores y que no iba a pasar desapercibido con mucha facilidad porque, a diferencia de otros, llevaba menos tiempo y lograba conseguir las mejores porciones de comida. Mi poco cabello oscuro resaltaba bajo el sol, el vello corporal no jugó en mi contra y mis costillas todavía no eran del todo notorias.

En conclusión, casi seguía luciendo como el hermoso jovencito al que tanto halagaban antes de ser capturado, con la diferencia de no tener mis ojos brillantes y sonrisas despampanantes que tanto me caracterizaban.

Cuando la inspección visual se acabó, el sargento de las SS y el decano del bloque se quedaron para citarnos las normas especiales para los homosexuales (que ya nos sabíamos de memoria). Sentí a este último barrerme con la mirada junto a los pobres corderos que temblaban de miedo por ser comidos por el lobo feroz.

El decano recorrió un par de metros por detrás nuestra, quedándose a una reducida distancia de mí, tan cerca que pude escuchar su respiración pausada, seguro de sí mismo y con la clásica aura de alguien que sabía poner los pelos de punta sin siquiera hablar.

Una serpiente que podía ahorcar hasta al más valiente de los leones.

—Tú, muchacho —alzó la voz una vez el sargento se marchó, quedándose para otorgarnos nuestras camas.

O una serpiente que era más astuta y benevolente de lo que el resto pensaba.

Fue un delincuente en el pasado, por lo que era robusto y tenía la piel bronceada, ojos azules y cabello rubio opaco. Hasta gente con puestos superiores a él le temían por su gran físico y no se negaban ante un mandato de su parte.

—¿Puedes venir conmigo? —Preguntó.

—Sí —respondí sin pensármelo dos veces.

Sabía lo que me esperaba, la suerte que tuve.

Todo el mundo sabía que, siendo el favorito y protegido de algún encargado, se obtenían mejores condiciones de vida, como más raciones de alimento. Entonces, si estar ahí significaba vivir a base de mi belleza, eso haría, siempre y cuando recibiera lo que esperaba.

Además, en esa ocasión, aquel hombre era más agraciado de lo que pude imaginar. Alejado del resto, no parecía tan intimidante y pude notar pequeñas arrugas bajo sus ojos cuando me sonreía.

—Eres un chico listo —alagó. Debía serlo para sobrevivir—. Eso me gusta —concluyó.

Antes de abandonar el sitio, me dio un par de palmadas en la espalda para darme a entender que fuera a dejar mis pocas pertenencias en mi respectivo casillero para seguirlo y dirigirme hacia lo que el destino preparó para mí.

Para alguien más, fue la hora perfecta para la merienda; para nosotros, no.

A menos que la merienda tuviera un nuevo significado.

Su apellido era Engel. Nunca me confió su nombre de pila porque eso significaba dar un paso más allá (según él) y lo que menos quería era verse envuelto en un escándalo y ser tratado igual que a nuestra pobre minoría.

No reproché porque tampoco quería otro título más allá del de "amante". No quería falsas esperanzas y mucho menos perder los pocos privilegios que tenía.

Estaba bien ocultándome en las sombras con él.

Era algo bruto y divertido cuando bromeaba con el típico sueño romántico que tenían sus compañeros sobre la mujer rubia con tez clara que se deshacía entre sus brazos en medio de un mar de éxtasis. Era el típico matón que, en realidad, era un pastelito.

Yo siempre lo escuché con una sonrisa, desde la comodidad de las sábanas, viendo cómo se preparaba para una nueva mañana ajetreada y preguntándome cómo era posible que gente tan simpática, como él, acabara en un mundo tan oscuro, como la Europa de esos años.

Llegué a apreciarlo.

Incluso meses después, cuando me confesó que no habría un siguiente encuentro porque le pareció más atractivo un joven polaco que llegó días antes, siguió protegiéndome de los malos tratos. No volvimos a ser amantes y, aun si no éramos los mejores amigos o colegas, creo que llegué a ser igual de importante para su vida, como él lo fue para mí.

Éramos confidentes y protectores del otro.

—Puedes seguir viniendo a mí, si necesitas algo —me prometió con suavidad.

—Tú también puedes buscarme cuando quieras hablar con alguien —aseguré sin dudarlo.

Me imaginaba lo difícil que debía de ser el no mostrar su verdadera forma de ser, fuésemos del bando que fuésemos.

Poco tiempo antes de saber de la existencia de Iris, la vida en el bloque cambió más de lo esperado cuando hubo cambio de jefe.

Konrad Brandt, era un sargento con un semblante diferente al del decano Engel: era serio, más alto que el alemán promedio, con labios finos y unos ojos verdes musgo que taladraban hasta el interior de quien se osara a mirarlos directamente. Siempre estuvo preparado para imponer castigos, a pesar de nunca estar presente para contemplarlos.

Jamás se le vio una sonrisa o siendo él mismo quien ejerciera el castigo contra un prisionero.

Un día, surgió la necesidad de hacer una clase de entrevista a los presos para confirmar y/o actualizar la información registrada. Fueron preguntas de todo tipo, incómodas y algo invasivas; no obstante, cuando llegó mi turno y mis ojos titubeantes se encontraron por un segundo con los suyos, creí que todo el mundo dejó de moverse a mi alrededor.

Fue como una chispa, una descarga eléctrica que recorrió todo mi cuerpo, algo que ni en toda mi joven vida me imaginé sentir por alguien en un lugar tan espantoso y que, mucho menos, sería recíproco.

No intercambiamos demasiadas palabras ese día, ni los siguientes; pese a eso, cada que se nos fue posible, compartíamos unas cuantas miradas que nos dejaban muy en claro cómo no pasábamos desapercibido para el otro. Era una tensión que iba más allá de lo carnal, una admiración por la fuerza de uno y el liderazgo del otro, y que me confirmó cuán enamoradizo era, incluso en esa situación.

Era peligroso.

Era prohibido.

Era atrayente.

Apenas tuvimos algunos roces que, por muy tenues que fueron, acabaron provocando un revuelo de sensaciones en mi interior y, estoy seguro, en él también.

Parecía una inquietud hechizante que demandaba la unión de nuestras bocas para detenerla, un animal en nuestro pecho que rugía y se arrastraba por juntarse con el otro y una sensación de sequedad en nuestras gargantas cuando estábamos cerca, aún sin hablarnos o tocarnos.

Sabía que era un joven gay en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, pero él fue el primer hombre que me hizo sentir cómo caía en el pecado al desearlo día y noche.

En un comienzo, pensé que todo era unilateral y que mi pobre corazón se hacía ideas locas por la mínima interacción, hasta que me salvó de ser lastimado por el sargento Fuchs, un señor violento, explosivo y dictatorial que apenas respetaba su figura de autoridad.

Y pensar que todo sucedió por un problemilla con mi uniforme...

—¡Deja en paz a ese hombre! —Llamó, saliendo de su oficina apenas vio lo que sucedía.

Fuchs chasqueó la lengua y me dejó caer sobre la tierra después de haberme estado sujetando del cuello los últimos minutos.

—Lo mejor será que andes con cuidado, pequeña fiera —susurró.

A diferencia de los decanos y sargentos que se encargaban de brindarnos una mejor calidad de vida a sus amantes, Fuchs era de los que abusaban de aquellos que consideraba "dignos" de merecerlo. Era cruel y poco le importaba si lastimaba o no a su compañero, pensaba que se merecía todo por el simple hecho de ser el soldado con mayor tiempo en el campo.

Recuerdo haber tenido que ayudar a uno de los señores que dormían conmigo por lo salvaje que fue con él. Sangraba y tenía moretones por todo el cuerpo, apenas y podía moverse para hacer sus necesidades y comer.

...

Cuando el otoño de 1942 azotó Alemania, pintando sus bellos paisajes de tonos anaranjados, amarillos y marrones, inició una nueva etapa en los campos de concentración: el surgimiento del bloque especial. Estaba dedicado a mujeres de raza judía y gitana que fueron llevadas hasta ahí para cumplir con los deseos carnales de los hombres con la esperanza de ser puestas en libertad después de cierto tiempo.

Gran parte de los prisioneros iban todas las noches, sobreexplotando a las pobres muchachas y con la ilusión de hacer creer que estaban curados para ser liberados (en el caso de los homosexuales) o para dejarse llevar ante sus encantos; unos rechazaron la opción por su religión, otros se apuntaron en las listas y fingieron ir.

Los patéticos hombres, por más escuálidos que estuvieran y teniendo el puesto que fuera, iban y llevaban algunos regalos, como ropa interior de encaje o peluches, prometiéndoles que algún día saldrían con ellas, cuando todo acabara.

Entre sus filas se encontraba una bella joven inglesa que, tenido más de doscientos años para ese entonces, aparentaba estar en el final de sus veintes. Solía llevar el cabello suelto sobre los hombros, un atuendo algo andrajoso que no iba acorde a su hermoso porte y un semblante relajado y confiado, nada parecido al atemorizado que cargaba el resto de las chicas.

Oí hablar de ella en más de una ocasión entre mis compañeros. Era Iris Lilium y la apodaban como "la última flor". Todos aseguraban no recordar nada de lo que hacían una vez entraban a su habitación y que regresaban mucho más descansados, a comparación de cómo llegaron.

Por mi parte, me vio en la necesidad de acudir una noche al pobre burdel para guardar las apariencias y tuve que recurrir a todos los Dioses, Santos y Demonios que me imaginé para que me salvaran de una mala experiencia; sin embargo, cuando estuve a punto de ponerme en marcha para mi "cita", algo en mi interior se removió y la sensación de estar siendo seguido apareció en mí.

Caminé con los ojos en el piso y las manos aferradas a la tela de mis pantalones, indispuesto a encontrarme con el (o la) causante de mi mal presentimiento. El cabello me comenzaba a crecer un poco desde la última vez.

Todo estaba tan oscuro que no me dio cuenta de que, en efecto, una persona estuvo detrás de mí hasta que fue demasiado tarde.

Un Fuchs ebrio se me acercó con cautela, con su aliento chocando con mi nariz una vez le fue posible acorralarme contra una de las paredes. Su mirada estaba en medio de una combinación de furia y desconcierto, y me tomaba sin cuidado y con fuerza de las muñecas.

El intento de instinto de supervivencia se me activó muy tarde y, cuando me di cuenta, lo único que podía hacer era temblar de miedo y sentir cómo el corazón quería salírseme de la boca. No hallé mi voz para gritar.

Los señores Engel y Brandt no estaban cerca, lo confirmé cuando fui capaz de sentir sus labios deshidratados contra mi cuello y una de sus manos rasposas colándose por debajo de mi ropa. Mi cuerpo ardía y mis piernas temblaban, angustiado por no toparme con ninguna figura de autoridad que pudiera ayudarme a salir de esa.

—Quítate —exigí al encontrar un poco de valor en mí y empujándolo lo suficiente lejos para marcar cierta distancia—. Piensa bien en lo que quieres hacer, si no quieres que hable de esto con el señor Engel.

"O con tu jefe", quise decir.

—¿Acaso crees que me importa lo que él diga...? ¿O tu querido perro guardián, el señor Brandt? Eres un desviado, un marica —insultó y quise golpearlo—, igual que ellos.

Eso hizo que entrecerrara mis ojos, incrédulo por el chantaje que se avecinaba y se ocultaba en sus palabras.

Debía de ser astuto y pensar en mí, pensar en que debía de sobrevivir y que no importaba lo que hicieran con aquel par, como cualquiera lo hubiera hecho en mi situación.

No.

No eres cobarde.

No eres como ellos.

No eres como el resto.

Eres más. Eres más. Eres más.

—Mi trabajo aquí es recomponerte por las buenas —me dio un empujón y volví a chocar con la pared. Se acercó a mí y su olor a alcohol fue más intenso— o por las malas... Y viendo tu expresión y considerando la blasfemia que eres, escogerás la segunda.

» Escúchame bien, niño. No sé qué les habrás hecho a ese par para que hayan caído rendidos a tus pies, en la patética imagen de inocente que intentas dar.

» Te has acostado con ellos y quién sabe con cuántos más, ¿verdad? ¿Lo disfrutaste? ¿Disfrutaste ser la mujer de alguien, al menos por unos segundos?

—Soy un hombre —resalté.

Carcajeó, amargo.

—¿Un hombre? —Repitió y apretó su mano alrededor de mi cuello—. ¿Acaso piensas que un hombre verdadero dejaría que otro lo toque, como tú lo permites? No eres más que una damisela en apuros que espera ser rescatada por su príncipe.

» Mírate. Con esas grandes caderas, cintura pequeña y labios gruesos que no usas más que para gruñir cuando te sientes en peligro... Estás tan bien dotado como una buena mujer.

» Una mujer como las que me gustan: orgullosas. De esas que, cuando menos se lo esperan, están indispuestas en la cama de algún hombre que logró someterlas.

—Eres patético —escupí y la intensidad de su agarre me robó el aliento unos instantes.

—Tal vez —consideró tras pensárselo un poco—. ¿Y sabes qué más soy?

—¿Un imbécil? —Logré articular.

—Un canalla, chico —sí, eso era—. Uno que no dudará en decirle a los de altos rangos que el famoso jefe de bloque comparte miraditas y tratos especiales con uno de los presos del triángulo rosa.

Lo sabía.

Era un imbécil.

Me soltó de golpe y limpió sus manos con su chaqueta, como si le hubiera dado asco tocarme y no decirme todo lo que hizo y proponerme ser una nueva muñeca de trapo para su colección a cambio de su silencio.

—No lo haré siempre y cuando vengas conmigo —continuó hablando mientras me esforzaba por dar grandes bocanadas de aire—. ¿Ya has participado en alguna de las investigaciones de nuestro campo...? Por supuesto que no. Eres un privilegiado aquí.

No tuvo que preguntar mi elección porque sabía que no era un cobarde; un tonto que escondía su irracionalidad para pensar en algunas ocasiones, tal vez sí.

—Son muy divertidas —continuó—. He oído que, si tienes suerte, sobrevives.

—Tú acabas de llamarme mujer y resaltaste que de las que te gustan.

—Es diferente. Era para demostrar quién manda aquí.

Sentí pena por su esposa, si es que tenía. A parte de homosexual reprimido e infiel, le tocó estar unida a un imbécil.

Lo seguí por varios callejones estrechos, pasando desapercibidos para su desgracia.

—¿Ya estás temblando? —Preguntó al verme de reojo. Yo me limité a quedarme callado al darme cuenta de ese hecho—. Todavía ni hemos comenzado.

Era obvio que estaba asustado.

Quería salir corriendo y esconderme, pero no quería que el doble de personas saliera lastimado si huía. Tuve que recurrir a todo el coraje que tenía para calmarme y dejar que la pequeña fiera en mí se volviera león para animarme a seguir adelante.

En el momento en el que nos detuvimos, estábamos frente a uno de los pisos destinados para la gente de su rango.

—Te daré una sola oportunidad para demostrarme la razón por la cual el decano Engel te tuvo tanta simpatía —alertó al dejarme pasar, como mínimo, antes que él—; si no me convences, te aseguro que será tu última noche aquí y, aclarando, no porque te dejaré libre.

Me detuvo, anonadado, en medio de la pequeña salita de estar con mis manos apretadas a cada costado y las mejillas más pálidas que las de un fantasma. Fuchs era demasiado contradictorio, ¡toda la gente homofóbica lo era!

¿Acaso pensaba que podía demostrarle a alguien que me daba asco lo que aprendí con un hombre que me inspiraba confianza y protección y que me otorgó muchas risas?

No.

No. No.

Ya estoy aquí.

Ruge. Araña. Muerde.

No quiero que me toque.

No quiero sus labios en mí.

No quiero sus manos en mí.

Mis pies me llevaron hasta la cama mullida a duras penas, lugar donde el sargento me recibió con la misma brutalidad que imaginé.

Él no sabía cuán frágil era mi cuerpo, que no me gustaba que me quitaran la ropa con demanda y apuro, ni que marcaran mi piel en zonas visibles por vergüenza.

No era una muñeca que se hacía y deshacía a su gusto, era un humano al que le dolía y ardía. Un humano que ni siquiera encontraba sus lágrimas para desahogarse.

Apretó, mordió y azotó, contacto que no pedí y mucho menos me gustaron. Soporté sus comentarios obscenos y besos feroces, torturas que me preparaban para ser profanado.

Es por ellos. Es por ellos.

Estuvieron para mí.

Debo soportarlo.

Me ayudaron.

Me oyeron.

Aun si no era lo suficiente valiente como me forzaba a creer, no podía arrepentirme, no para ese punto de la noche.

No. No. NO. NO.

Apaga las luces, Fuchs.

APAGA LAS LUCES, FUCHS.

No quiero que me veas, Fuchs.

NO QUIERO QUE ME VEAS, FUCHS.

No quiero que me toques, Fuchs.

NO QUIERO QUE ME TOQUES, FUCHS.

Y, entonces, el león rugió.

Grité tan fuerte que mi garganta ardió.

Grité tan fuerte que no escuché cómo la puerta de la casita era abierta de golpe por tres personas que acudían a mi ayuda.

Dos hombres y la mujer que salvó mi vida.

No necesité verlos a la cara, no cuando el cuerpo ajeno dejó el mío para ser molido a golpes a unos metros de mí.

—¡Eres un bastardo!

—¡Un animal!

Era hipócrita de su parte el preocuparse por uno de los prisioneros, habiendo tantos en la misma situación; no obstante, un lazo que todavía no logro descifrar hizo que acabáramos siendo importantes los unos a los otros.

Me hice ovillo en la cama y, a un lado de mí, sentí cómo esta se hundía un poco por un segundo peso. Durante los primeros segundos, no pude ni siquiera dirigirle la mirada.

Junto a mí yacía Iris Lilium, la última flor.

No me escandalicé cuando vi sus ojos rojos escarlata, ni cuando se acercó para perforarme el cuello. La acepté en medio del trance de la situación y sin más posibilidades al reconocer que no podría escapar de ese lugar siendo un simple humano.

—Mi tía se infiltró en el campo de concentración gracias a sus poderes y a los de Ethan, los cuales estaban en su forma natural.

No pregunté a qué se refirió con eso y seguí escuchando.

Me hervía la sangre de rabia y maldije al que estaba más que muerto, a tres metros bajo el suelo, por lo poco hombre que fue.

—Hacía pensar a sus visitantes que se acostaba con ellos, cuando eran alucinaciones, ¡sueños! Entre sus visitantes estuvo Engel, al cual confió lo que ella veía y, por alguna razón, le creyó.

» El hilo dorado la llevó a mí pocos meses antes. El problema fue que, claro, era un entorno peligroso y no pudo llevar a cabo su plan hasta tiempo después. Tuve que estar a punto de... Bueno... Eso.

» Después de morderme, Engel y Brandt nos ayudaron a escabullirnos. Fue fácil porque, una vez las estructuras les impidieron acompañarnos más lejos, Iris me explicó nuestros poderes para hacer uso de ellos y escapamos al cuerpo de agua más cercano.

Tomé y besé sus manos al notar lo difícil que era para él hablar de eso.

—Yo me aferré a ella, mi vampiro se aferró a ella —continuó—. Mi estabilidad en esos momentos dependía de mi tía, ¡de un hilo!

—Tuvo que ser una tortura.

Todo.

Desde vivir la época del holocausto y ser incomprendido desde muy joven, hasta no poder amar una persona por la crítica social y sufrir un momento tan traumático, como el que vivió con Fuchs.

Aylan fue muy valiente. Vivió demasiadas cosas en muy poco tiempo.

Ni siquiera me pude imaginar lo que tuvo que estar pasando por su cabeza en sus primeros meses en los que estuvo en el mundo demoniaco.

—Ahora estás bien. Estás con nosotros... Conmigo.

—Lo sé —sonrió, tranquilo.

Me pidió que le diera un abrazo y eso hice. No lloró, aunque sí tembló al encontrarse muy agotado.

Acaricié su espalda y le besé la frente y la punta de su nariz.

—No sé si nuestras almas se toparon antes de conocernos —continuó sin apartarse. Me sentí un poco mal por negarme a la mordida, pues ya no sabríamos eso nunca—, pero creo que soy muy afortunado de tenerte ahora. Tarde o temprano, al fin te pude encontrar.

—Estoy aquí para ti.

—Y yo también lo estoy para ti —se separó unos centímetros para verme a la cara.

La voz de mamá saliendo del edificio, llamándonos para que nos fuéramos subiendo al auto resonó cerca. No nos importó porque estábamos en nuestra burbuja.

En ese momento, creí que nuestro azul y gris se volvieron una combinación de púrpura, rosa y rojo.

—Eres mi universo.

Fue tan cursi que no pude evitar juntar nuestros labios y decirle que él también lo era, que era mi universo y que lo cuidaría para que nunca dejara de brillar.


La historia de Aylan está basada en el siguiente artículo:

Heger, H. (2002, 6 octubre). EL PAÍS: el periódico global. El Paí­s. Recuperado 2 de febrero de 2022, de https://elpais.com/diario/2002/10/06/domingo/1033876360_850215.html

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