Capítulo 7.
DAKOTA.
—¿Dakota?
Levanto la mirada de los documentos que sostengo en mis manos, encontrándome con aquellos conocidos y escalofriantes ojos grises. Levantando una de mis cejas, dejo los documentos en el escritorio nuevamente y le indico con un sutil movimiento de cabeza que entre. Kenya se toma su tiempo en cerrar una de las puertas de mi despacho.
—¿Qué pasa? —pregunto una vez toma asiento en uno de lo dos sillones individuales que hay en frente de mi escritorio. Sus ojos no se apartan de los míos, los cuales están sin las lentillas—. ¿Recibiste el informe sobre el cargamento que iba para Nuevo México?
—Sí, sobre eso... —responde mientras pone aquella expresión que sólo he visto tres veces en mi vida: la primera es cuando el lunático —y ya difunto— Demetrio se metía con alguno de mis cargamentos, la segunda fue la vez que se dio a conocer el SS-DK software, y la tercera... cuando anunció que supuestamente mi madre estaba viva.
Un escalofrío empieza a recorrer mi cuerpo, la tensión y la sospecha no tarda en aparecer.
—¿Qué mierdas pasó con mi cargamento?
Kenya me mira intensamente por largos segundos, algo que personalmente nunca me ayudó en el pasado y ahora mucho menos. Trato de buscar la paciencia que de alguna forma he adquirido con los años y espero a que se digne por hablar. Pero conociéndola como la conozco, estoy segura que se tomará todo el maldito tiempo.
—Algunas malditas costumbres no se olvidan, ¿no es así?
—Mira quién lo dice.
Sonrío ante su sarcasmo, y como presiento que sea lo que tenga que decirme no me gustará ni un poco, prefiero recibir las malas noticias con uno —o tal vez unos cuatro— tragos de Jack Daniels en el sistema. Por lo que bajo esa intensa mirada que me fastidia hasta la médula, me levanto y me acerco al mini bar que personalmente encargué que construyeran en mi despacho. Si lo comparo con el que tenía en la mansión que mandé a volar por culpa de Demetrio, es muy simple y escaso de licor. Pero bueno, no creo que esté bien visto que la esposa del multimillonario y conocido informático, Drey Kirchner, tenga un bar similar a los que tienen los dueños de los clubes en su propio despacho.
Por no mencionar, que soy madre ahora. Por lo que beber, fumar, y consumir mis porquerías es nulo. Algo... intolerable. Así que el consumo de alcohol se redujo a unos cuantos Borbones, vodkas, en raras ocasiones vinos y allá una vez pérdida una o dos cervezas. Ni siquiera menciono los puros, desde mis dos embarazos no consumo absolutamente nada de marihuana. El único vicio que Drey no ha podido quitarme es el cigarrillo, uno también consumido en muy reducidas cantidades.
—¿Piensas pasarte la vida ahí sin decir nada? —gruño ya harta de tanto silencio y misterio. Con vaso en mano, volteo y fijo la mirada en Kenya—. Espero por tu bien y los encargados del cargamento, que no le haya pasado nada a esa droga.
Cuando empiezo a caminar de nuevo hacia mi escritorio, un escalofrío pasa a lo largo de mi espalda y los vellos de mi nuca se erizan. Una mala señal.
—Nos robaron dos de los tres cargamentos, el tercero lo quemaron en medio camino.
Dejo el vaso a medio camino de mi boca. Y levanto la mirada. Kenya no puede esconder el estremecimiento, el mismo que recorrió mi cuerpo, sólo que el de ella es de miedo —tal vez también de resignación— pero el mío... era de pura furia. Una que a medida que pasaba el tiempo y era cada vez más consciente de sus palabras, crecía a pasos agigantados. Trataba de mostrarse indiferente, pero ella sabía como yo, que el cargamento que iba hacia Nuevo México era uno de los más importantes por la calidad y la cantidad de droga que llevaban.
—Llevaba una fortuna en esos camiones —con una peligrosa lentitud bajo el brazo. El seco sonido del vidrio contra la madera de mi escritorio provoca que ella se sobresalte ligeramente, arrancándole una maldición de los labios—, sabes que esa droga ya estaba colocada. Hace meses vengo planeando cómo hacerla entrar a los Estados Unidos.
—Dakota... —se detiene. Tensa la mandíbula con fuerza y pasa una mano por los largos dreads rubios que caen en sus hombros—. ¡Maldición! ¿Tú crees que no sé todo eso? ¡Pero qué se supone que haga!
—¿Me estás jodiendo verdad? —mi voz sale con una inquietante tranquilidad. Kenya se congela al ver la sonrisa que se forma en mis labios—. Acabo de perder más de treinta millones de dólares. ¿Y tú me preguntas esa estupidez?
Kenya se remueve incómoda, sus escalofriantes ojos no se apartan de los míos claramente nerviosa.
—Sabes que no quise decir eso.
—Oh no, sé lo que quisiste decir —al ver sus intenciones de hablar, me adelanto—, quieres que te diga: "¡No te preocupes Kenya, era simplemente droga!" "Como nado en millones de dólares esa pérdida es mínima, no tienes que preocuparte por nada. Ni siquiera por los narcos a los que les tengo que pagar la droga. Tranquila"
—¡Maldita sea, Dakota!
—¡CON UNA MIERDA! —gruño en respuesta a su maldición. Kenya se encoge, ante el inquietante sonido del vidrio siendo destrozado. Ambas midiendo la reacción de la otra nos levantamos, casi al unísono, mientras nos observamos fijamente—. No eres una maldita principiante en este negocio.
Kenya aparta la mirada, incapaz de sostener la mía por más tiempo y aunque su rostro indiferente se encuentre pálido, sus mejillas se sonrojan ligeramente. Sé cuánto odia que se vea reducida a un simple e inútil peón, pero ese es muy su problema. Ha estado conmigo en este negocio desde que Samuel me dio alojamiento en su casa, ella sabe de la mafia mucho más que otra persona. Por lo que no entiendo es cómo pudo suceder esto.
—¿Quién fue? —aunque mi voz salió calmada, el tono lleno de venganza, cualquiera que me conozca lo suficiente; pudo haberlo notarlo. Y ella no demoró en captarlo.
—Vas a volverte loca.
Enarco una ceja en su dirección y la comisura derecha de mi boca se levanta con arrogancia.
—¿Y crees que me importa? En el momento que una persona toma la estúpida idea de intervenir en mis negocios, se convierte automáticamente en un molesto obstáculo —frunce el ceño, una expresión desconfiada aparece en su rostro cuando sonrío—. Y digamos que no tengo la suficiente paciencia para superarlo.
—Dakota...
—Lo que significa —la interrumpo y colocando una larga secuencia de números en un pequeño panel que cualquiera que le prestara la mínima atención creería que se trata de un dispositivo de alarma—, que yo no supero los obstáculos, los destruyo y aparto de mi camino. Y de paso, a los que lo pusieron ante mí.
—¡Qué crees que estás haciendo! —exclama preocupada, siguiéndome a la pequeña bodega de armas que mi amado esposo, a muy regañadientes, creó para mí.
Levanto la mirada, tomo las dos pistolas personalizadas que encargué a mi buena amiga Ayshane, la cual tiene contacto directo con el ejército de Rusia y quien además es la que me promueve de muy buenas armas.
—¿No ves? Voy a ir a matar al imbécil que me robó. Y de paso, a los estúpidos que iban con el cargamento. ¡Poco de inútiles!
Si hay algo que odio y aborrezco con el alma es que alguien crea que puede robarme. ¡A mí! Juro que no sólo mataré al que me robó, sino a los buenos para nada que eran los responsables de llevar mi maldita droga. No soy ninguna principiante, nadie y es que ni siquiera la D.E.A o alguno de esos malditos uniformados pueden interceptar mi droga. Tengo demasiada gente comprada, además de que todo está perfectamente estructurado.
—¡Dakota!
Paso de largo a Kenya, la cual no tarda en seguirme. Al instante la pequeña compuerta que lleva a la bodega de armas, se cierra y la pared vuelve a su normalidad. Me acerco al mini bar, tomo una de las botellas de vodka, que está a medio terminar, y la acerco a mis labios; dándole un tremendo y muy merecido trago. De inmediato siento mi garganta quemar, ni hablar de mi estomago. Bajo la botella, dejándola bruscamente en la encimera de granito, limpio algunas gotas que resbalaron por la comisura de mis labios. Tomo mis armas y empiezo a caminar hacia las puertas dobles de mi despacho.
—¡Escúchame! Dakota, no puedes ir —Kenya con una rapidez que de alguna forma me toma por sorpresa, se interpone en mi camino y haciéndome perder el tiempo.
—¡¿Y por qué mierdas no puedo?! —gruño cada vez más enfadada. Kenya suspira, pasa una mano por sus dreads mientras masculla algo por lo bajo, que no consigo escuchar.
—Dakota... —toma una pausa, vuelve a suspirar—. El encargado de ese cargamento era Wyatt. Y si tengo entendido, es tu hijo. No creo que quieras matar a tu propio hijo.
¡Maldita sea!
Suelto un sin fin de impropios, que muchos hombres se sentirían avergonzados ante mi lenguaje. Pero me vale una mierda. Cada músculo de mi cuerpo se encuentra tenso. Un dolor en las sienes me indican que si sigo apretando con más fuerza la mandíbula, me llevaré una de aquellas majestuosas jaquecas que el mismo diablo envidiaría mi temperamento. Me acerco a mi escritorio y dejo con un golpe brusco las pistolas. Que si no fuera porque en este momento estoy que no me calma nadie, me reiría al ver de reojo a Kenya esconder mis armas en su cinturón.
Camino hasta el mini bar y tomo la misma botella de vodka. Por encima de la misma le regalo una mirada a Kenya, retándola a que me diga algo sobre la cantidad de alcohol que estoy consumiendo. Desde que se convirtió en madre, ha tenido también que bajarle al consumo. Y lo más bizarro es que de alguna manera, que no consigo entender, se ha hecho como una especie de aliada con Drey. Lo que significa que ambos no me dejan beber y fumar a gusto. Mentalmente pongo los ojos en blanco. Estoy segura que ella lo hace para no ser la única desgraciada sin consumir.
—¿Quién fue el imbécil que se creyó con el derecho de robarme? —mi voz suena un poco ronca por el alcohol, y aunque siento una ligera irritación, el calor que baja hasta la boca de mi estomago de alguna forma ayuda a calmar mis nervios.
—No bromeaba cuando decía que te ibas a volver aún más loca.
—Dame su maldito nombre, Kenya —mi tono exasperado junto con mi expresión le indicó muy sutilmente que sino me daba un nombre en este momento; los últimos rastros de mi paciencia se iban agotar.
Su suspiro lleno de resignación me saca de mis pensamientos.
—Vera Banihammad.
Solo ese simple nombre me bastó para hacerme realmente perder la paciencia. Kenya trataba inútilmente de controlarme, algo que nadie consigue, ni siquiera Drey. Mis manos sudaban frío, ansiosas de tener entre ellas el cuello de la puta de Vera. ¡Esa maldita! Juro por mi vida que se va arrepentir el siquiera haber puesto un pie en mi territorio.
—¡Dakota!
—¡¿CÓMO?! ¡¿Cómo es posible que esa infeliz haya podido robarme?! —mis gritos eran capaces de escucharse por toda la mansión. Tiro todo lo que está sobre mi escritorio importándome una mierda su contenido. Señalo a Kenya—. ¡Esto es tu maldita culpa! Te lo dije, te lo repetí más de una vez; no dejes a cargo de mis cargamentos a principiantes, incluso si se trata de mi mismo hijo.
Kenya suspira nuevamente, se pasa ambas manos por el rostro y toma una profunda respiración.
—Primero tranquilízate.
—¿Tranquilizarme? —siseo mientras volteo en su dirección. Kenya retrocede unos cuantos pasos asustada, al ver la expresión asesina que deben reflejar mis ojos negros—. ¡Con una mierda que me tranquilizo! Te vas a encargar de arreglar este asunto, antes de los dos días hábiles que se supone tengo que entregar el dinero. Y si no lo arreglas para ese entonces... en verdad me va a valer una mierda los años que has estado conmigo.
Ella asiente lentamente con una expresión seria. Sabe que no estoy jugando, por mucho que ambas hayamos desarrollado una extraña relación de amigas, en este negocio los amigos y la familia no existen. Bufo por lo bajo, con una nueva botella en mano me acerco hasta la sala de estar que se encuentra en el rincón del despacho. Me tiro sobre el sillón de cuatro personas, uno de los pocos que salió airado por mi arranque de ira. Llevo la botella a mis labios, dándole un buen trago. Frunzo el entrecejo al verla todavía de pie en frente de mí.
—¿Qué esperas, que te lleve de la mano o qué?
Kenya aparta la mirada, su mandíbula se tensa con fuerza. No le gusta que le hable de esa manera, pero si cree que para ser líder de una mafia hay que ser "amable y gentil" es que va lista.
—Llamaron de la Universidad —dice poniendo su mirada nuevamente en mi persona. Levanto una de mis cejas confusa ¿Universidad? ¿Quién... ¡Ah! Cierto, Ariadna entraba hoy.
—¿De verdad? ¿Y para qué?
Me levanto para buscar una caja de cigarrillos, mis mezclados favoritos, los cuales encuentro en un cajón de mi escritorio junto con uno de los encendedores. Tomo ambas cosas y regreso al largo sillón de cuero. Muerdo con los labios uno de los extremos del cigarrillo mientras lo enciendo. Le doy una profunda calada para que termine por encender y la bocanada de aire escapa en una brusca exhalación.
—Al parecer tu hija está siguiendo tus pasos.
Levanto ambas cejas pero al instante vuelvo a fruncirlas, el cigarrillo queda a medio camino de mi boca.
—¡¿Mató a alguien?! —la incredulidad adorna mi tono de voz, ni hablar de mi expresión.
Mierda, si Ariadna mató a alguien su padre se volverá loco.
—No, Dakota —Kenya pone los ojos en blanco, toma uno de los cigarrillos de mi caja y lo enciende. Mi entrecejo se frunce sin entender—. Al parecer tuvo una pelea con otra estudiante. La directora llamó porque uno de ustedes tiene que ir a la Universidad.
¿Ariadna? ¿Peleando el primer día de su maravillosa "vida normal"? Pienso e inevitablemente una carcajada escapa de mis labios. Diablos, eso sí que me hubiera gustado verlo. Quién iba a pensar que mi hija iba a tener más de mí de lo que ella pensaba. Sonrío burlona, vuelvo a darle una calada a mi cigarrillo, suelto el humo por mis fosas nasales.
—Vaya eso sí que es... interesante —digo mientras llevo la botella de whisky a mis labios. Carraspeo mi garganta antes de hablar—. Llama a Drey. Él sabrá qué hacer.
Sostengo la botella en mi mano izquierda, mientras en mi otra mano sostengo el cigarrillo, el cual llevo a mis labios. Una gran nube de humo sale de mis labios, el olor tabaco, mezclado con menta y una pizca de hierba, inunda todo el interior del despacho.
—Dakota, ¿acaso estás drogada? —me pregunta mientras me mira como si yo fuese estúpida. Frunzo el ceño molesta—. Acuérdate que hoy tu amado esposo tenía que viajar a Italia, para una dichosa reunión.
Maldita sea. Lo que me faltaba.
—¿Me estás diciendo que tengo que ir a esa maldita universidad? —pregunto asqueada. Kenya asiente, dándole unas cuantas caladas a su cigarrillo—. Joder, con la suerte que me cargo el día de hoy.
Gruñendo me levanto de mi cómodo sillón, dejo la botella de vodka casi que entera en la barra de granito del mini bar. Claro, no sin antes darle un buen trago. Doy media vuelta, clavando con seriedad mi mirada en los ojos grises de mi mano derecha.
—Quiero que arregles esa mierda antes de que regrese, y si me entero que me han robado un maldito dólar más, me encargaré personalmente te hacértelas pagar.
Suelto el humo de mi cigarrillo en una gran exhalación, lo tiro en el basurero al pasar y salgo del despacho, cerrando ambas puertas con un fuerte portazo.
Qué día de mierda.
—Esto parece una maldito dejá vu... —murmuro por lo bajo al bajar del auto. Un escalofrío me recorre el cuerpo entero, mis ojos no dejan de ver entre repulsión e indiferencia aquella majestuosa Universidad.
Pobres desgraciados los que tienen que pasar horas y horas sentados, oyendo a otros infelices hablar de cosas que la mitad son pura patrañas que no sirven para absolutamente nada. Pero bueno, quién soy yo para opinar, cada quien con su desgracia. Dejo mis lentes oscuros, que tengo que admitir costaron sus cuantos miles de dólares, sobre mis ojos. Odio andar esas malditas lentillas azules, pero no quiero imaginar la cara de Ariadna el verme con los ojos negros en su amada Universidad. No gracias, suficiente con un hijo que no necesito problemas con el otro. Suspiro disimuladamente, taconeando con destreza sobre el pulido piso de mármol me abro paso entre esos largos pasillos hasta llegar a la área de recepción. Y donde afortunadamente está la oficina de la directora —o rectora— de este calvario. Detrás de mis lentes observo a la que se supone es la secretaria, la cual ni siquiera se digna a levantar la mirada de esa maldita computadora.
¿Esta mujer quiere acabar con mi poca paciencia?
Cierro mis ojos por unos segundos, tratando de controlar mi mal genio. Pero es que ese enojo por lo de la maldita de Vera no mengua, de hecho estoy mucho más enojada. ¡Y ésta inútil no ayuda!
—Disculpe —digo entre dientes mientras formo una seca sonrisa en mi rostro, llamando la atención finalmente de la dichosa secretaria; la cual levanta una ceja en mi dirección y me observa como si fuera algún estorbo.
—¿Sí? ¿En qué le puedo ayudar? Para hablar con la rectora necesita una cita previa.
¿Una cita? ¡Ya le haré yo una cita, pero con mi revolver donde me siga mirando con esa amargada y arrogante expresión!
Entrecierro los ojos. Mi mandíbula se tensa mucho más, y si no fuera porque no me gustaría manchar mis tacones —y mi vestido— de sangre, le daría una muy pequeña demostración de lo que le sucede a las personas que tratan hacerme menos. Tomo una profunda inhalación, tratando de tragarme el mal humor, y me acerco un poco más al escritorio. Sonrío, con ese tipo de sonrisas con las que intimido a más de un mafioso y me quito los lentes; clavando mis falsos ojos azules en los suyos. Se estremece ante mi mirada. Aquella arrogante expresión empieza a borrarse de su rostro.
—Soy Amira Kirchner —la pobre inútil abre los ojos alarmada en cuanto escucha mi apellido, su semblante cambia totalmente—, tuve que dejar una importante reunión por un asunto referente con mi hija. ¿Y espera que saque cita?
—S-Sí, sí... —tartamudea y se interrumpe mientras un profundo sonrojo cubre sus huesudas mejillas—. N-No, no, no. Perdóneme señora Kirchner, la directora Lewis la espera. ¿Si quiere...
—No —la interrumpo, tomo el bolso que dejé sobre su escritorio y le doy una última mirada—. Iré yo sola. Si encontré el camino hasta aquí, dudo perderme entre unos cuantos pasos.
Giro sobre mis altos tacones de diseñador, camino lo último que me queda de pasillo para llegar a la dichosa oficina. Frunzo el ceño al escuchar unos gritos y dejo una de mis manos sobre la manilla. Escucho atenta y curiosa, de qué va el asunto.
—¡Quiero a esta muchachita fuera de aquí en éste instante! Y ni siquiera pienses que no haremos algo, me encargaré personalmente que en ninguna otra universidad de prestigio se te acepte.
Frunzo el entrecejo ante aquellas palabras. Trato de escuchar algo más pero todo vuelve a quedar en silencio, pasado unos segundos unos murmullos que no consigo descifrar y escuchar, sin embargo, estoy segura de haber escuchado a Ariadna.
—¿Y qué vas a hacer? No eres más que otra niña tonta que no conoce su lugar. Los McChrystal, son unas de las familias que se encuentran en lo más alto de la sociedad elitista de New York, ¿y tú realmente crees que puedes contra nosotros?
¿McChrystal? Pienso mientras mis cejas se levantan, incrédulas, pero al instante se frunce; peligrando de convertirse en una sola en el momento que proceso sus palabras. A mi mente vuelven los recuerdos del pasado, además de la información que recién Kenya consiguió del maravilloso matrimonio McChrystal. Una sonrisa que no presagia nada bueno se forma en mi rostro. Esa mierda de familia no volverá a intimidar algún miembro de mi familia, y aunque Drey para ese entonces no era nada mío; en el momento que se convirtió en mi esposo su pasado, presente y futuro son mi asunto.
—¿Acaso eres sorda? Vete antes de que llame a los de seguridad para que te saquen.
¡Ya está, es suficiente! ¿Esa estúpida acaba de amenazar a mi hija? ¡¿A mí hija?! Abro la puerta de un tirón y entro a esa oficina de maniáticos. En cuanto mi mirada se topa con el rostro de Ariadna, siento como si un manto rojo cayera ante mis ojos.
Si haberse metido con Drey no fue suficiente, ahora también se metieron con nuestra hija. Ah, ah, ah... Los McChrystal pronto serán una familia sin posición y poder. Porque de eso, pienso encargarme yo. Eso lo juro.
—¿Por qué estamos aquí?
Volteo a ver de reojo a Ariadna, la cual observa confundida fuera de la ventanilla polarizada. Apago el auto, tomo mi bolso, salgo y espero que lo haga ella también. Empiezo a caminar hacia una puerta que sólo cierto personal tiene autorización, Ariadna frunce el ceño y observa con desconfianza de un lado hacia otro mientras camina unos centímetros atrás de mí.
—Esas heridas en tu rostro necesitan ser tratadas —le explico y mantengo la puerta abierta para que ella pase, caminamos unos cuantos pasos más hasta llegar a otra puerta, de vidrio oscuro—, y este lugar es el mejor para tu tratamiento.
Ariadna se mantiene en silencio mientras me sigue. Trago grueso por el enojo que recorre mi cuerpo. Todo su rostro esta arañado, incluso su cuello tiene feos rasguños, algunos tienen sangre seca y están hinchados. Había visto peleas de mujeres, por favor, hasta yo he peleado. Pero nunca de esa forma tan asquerosa, utilizar las uñas es lo más bajo que uno como mujer puede usar. Digo, si fuese una pelea mujer contra mujer. Ya si su vida depende de un hilo o no tiene otra manera de defenderse contra un agresor, es aceptable. Pero una pelea donde ella ni siquiera fue la que empezó, además estoy segura que se contuvo. Porque si ella hubiera peleado en serio, no queda nada de la hija de los McChrystal.
—¡Buenas tardes señora Kirchner! ¿Puedo ayudarla en algo?
Parpadeo saliendo de mis pensamientos, sonrío ligeramente. Jenny, nos regala una cálida sonrisa cuando finalmente entramos en la zona de lujo. La clínica, que yo misma financié, esta dividida en tres categorías: bronce, plata y oro. Es un poco clasista, pero sirve mucho a la hora del tipo de tratamiento que se debe realizar.
—Jen, necesito a Karol. Mi hija necesita algunas curaciones.
Jenny asiente rápidamente, sale detrás del gran escritorio de granito y mármol, y nos guía a un pequeño consultorio, aunque sería mejor decir como una sala. El intenso olor a desinfectante con alcohol baila por todo el lugar.
—En unos minutos vendrá Karol, esperen aquí —dice Jenny antes de indicarle a Ariadna que se suba sobre una camilla, que a pesar de su función es muy cómoda.
Nos regala una última sonrisa antes de dejarnos solas en esa helada sala. Un silencio un poco incómodo empieza a crecer entre nosotras, me acerco hasta un sillón individual donde con cierta pesadez; tomo asiento. Cierro los ojos y masajeo mis sienes, un irritante dolor ha empezado a molestarme.
—¿De verdad no le vas a decir nada a papá?
Suelto un suspiro antes de abrir mis ojos. Unos ojos, casi idénticos a los de Drey me miran fijamente. Frunzo ligeramente el ceño.
—No, Ariadna. Yo no le diré nada —respondo y me encojo de hombros—. Aunque tampoco es que esas marcas vayan a desparecer en un día, tu padre tarde o temprano se dará cuenta. Pero no te preocupes que no será por mí, créeme.
Su ceño se frunce un poco, asiente mientras se queda pensativa un momento. Mis ojos recorren aquel rasguñado rostro, y mi enojo aumenta un poco más, un mechón rubio falso esconde uno de sus ojos. Ojala hubiera sacado el rubio de Drey e incluso el castaño de Sheena, no ese negro como la tinta. Ninguno de mis hijos merece tener algún parecido a mí o algún Anderson. Eso es una maldición.
—¿Crees que papá se enoje? —la voz de Ariadna me saca de mis pensamientos. Levanto una de mis cejas. ¿Drey enojado? Una sonrisa un poco diabólica empieza a crecer en mi rostro. Él estará más que enojado en cuento se entere que la hija de sus "mejores amigos" le hizo daño a la princesa de su vida. Sólo de pensarlo me da cierto regocijo por lo que sucederá.
—Contigo no, eso te lo aseguro —respondo provocando que los ojos verdes azulados de Ariadna brillen curiosos.
No creo que ella sepa lo que su padre es capaz de hacer en cuanto a sus hijos se trata, él puede ser incluso peor que yo. Bueno, tanto así no, pero definitivamente Drey no es un hombre débil, oh no, ya no lo es.
—¡Hola! —una chica una bajita y peliverde, entra como un torbellino a la salita—. ¡Señora Atheris, qué gusto verla aquí!
—¡Hola Karol! —saludo de vuelta.
Karolyne Leiton. Es una chica colombiana que se podría decir "rescaté". Su hermano la obligaba a prostituirse, en un prostíbulo de mala muerte de la zona más horrible de Medellín, por razones de la vida el chico terminó debiendo dinero a tanta gente peligrosa que no le quedó de otra que venirse ilegalmente para los Estados Unidos. Donde siguió haciendo sus mierdas, sin contar que no solo tenía a su hermana bajo su poder sino también a otras cinco chicas; Jenny incluida entre ellas. Y digamos que fue una de esas casualidades de la vida, el imbécil consiguió una gran deuda conmigo, aunque yo sí lo atrapé y lo hice sufrir antes de matarlo.
Una escoria menos para este asqueroso mundo.
Y bueno, me dio un poco de cosa las cinco chicas. Más Karol que lo mucho que tenía cuando la conocí eran catorce años, las otras tenían de quince a diecisiete. Así que me encargué de las cinco chicas, no podía sacarme de la mente que... ¿y si alguna de ellas fuera Ariadna? Internamente me estremezco el solo pensarlo.
—Muy bien Ariadna, esto te dolerá un poco, no puedo utilizar anestesia porque primeramente necesito asegurarme de limpiar y desinfectar cada uno de esos rasguños, antes de pasar al tratamiento —la voz de Karol me saca de mis pensamientos. La observo ponerse unos guantes, tomar un líquido que es como amarillento y mojar gazas con él.
—Joder —gime Ariadna con voz llorosa mientras cierra los ojos con fuerza. Sin embargo, cuando Jenny limpia las más profundas y las que notablemente son mucho más feas, ya no aguanta las lágrimas.
Observo su expresión de sufrimiento, por cada roce en cada una de sus heridas. Cada uno de sus gritos ahogados, sus expresiones y sus gemidos de dolor; se clavan como un cuchillo en mi alma. Prefiero mil veces ser cortada por cualquier arma blanca, que ver alguno de mis hijos sufrir. Sí, sé que a veces soy una grandísima hija de puta, pero cuando se trata de mi familia no soy diferente a toda madre. No... soy peor que eso. Porque mientras las madres luchan con dientes y uñas por defender a sus hijos, yo no sólo los defiendo, sino además me encargo de nunca hacerlos olvidar lo que sucede cuando se meten con mi familia.
Alyssa McChrystal y su adorada hija lamentarán haberse metido con mi hija. Y sé muy bien cómo hacérselas pagar.
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