Capítulo 15.
ARIADNA.
—¿Cenaremos en Le Bernardin?
Papá me da una rápida mirada por medio del espejo retrovisor.
—Sí, ¿por qué? ¿No te gusta?
Ojalá fuera que no me gustara, es que para comer en Le Bernardin hay que pedir mesa desde el siglo pasado. Y no es broma. No es a cualquiera —aunque ellos digan que sí— al que le dan lugar en su extensa y exclusiva lista. Aunque en parte lo entiendo, porque es considerado como uno de los restaurantes más lujosos de Manhattan, visitado mayormente por la élite de New York. Un pequeño suspiro escapa de mis labios. Al final decido no responder, tampoco es como si tuviera algo qué decir. Estoy emocionada, porque realmente desde hace un tiempo he querido visitar dicho restaurante, pero también siento los nervios normales de cada vez que salimos en familia. Estos mas intensos que los primeros cabe mencionar. Estrujando el pequeño bolso de mano entre mis frías manos, me mantengo pegada a la ventana viendo embelesada las luces y los altos edificios. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que venimos a la gran ciudad, porque aunque vivimos en un barrio residencial, rara vez nos dejamos ver en la alta sociedad. A lo largo del tiempo he averiguado una que otra razón, pero tanto mi padre y mi madre son muy reservados. Algo que en parte esperaba de mi madre, pero no por parte de mi padre.
Frunzo el ceño, saliendo completamente de mis pensamientos, al ver una de las camionetas negras detenerse —tal vez unos cinco o seis metros— de la entrada del restaurante.
Llaman demasiado la atención. Pienso y no puedo evitar poner los ojos en blanco mentalmente. Ni siquiera somos la realeza para llevar tanta seguridad. Además, dudo que esa mujer —Vera Banhimmad— sea tan estúpida como para atacar a mi madre en frente de tanta gente. No soy una genio de la mafia, pero hasta yo llegué a comprender que cuando se trata de arreglar los asuntos de la mafia se hace en su propio territorio y no bajo la mirada curiosa de la sociedad. Mucho menos de la élite. Pero bueno, ése es mi pensar. Observo a papá esquivar una larga fila de autos y se estaciona en la entrada del restaurante, donde cuatro de nuestros guardaespaldas esperan pacientemente. Estrujo con más fuerza el bolso entre mis manos al ver la tremenda fila que espera tener la oportunidad de cenar en el Le Bernardin, y que además observan fijamente el auto y a los guardaespaldas.
Maldición.
—¿Qué esperas? —la voz ronca de mi hermano llama mi atención. Levanto la mirada, encontrándomelo en mi puerta y con la mano extendida en mi dirección, esperando que la tome y baje finalmente; ya que soy la última que está dentro de la Range.
Borrando cualquier expresión de mi rostro y tomando una pequeña, pero profunda respiración entre dientes, tomo la mano que Wyatt me ofrece y con su ayuda salgo sin ningún problema. De reojo observo como uno de los guardaespaldas se mantiene seriamente a nuestro lado. Sin poderlo evitar sostengo con un poco más de fuerza mi bolso de mano y la mano que Wyatt todavía entrelazada con la mía. Él me regala una de sus conocidas miradas, las cuales he aprendido a leer como toda una profesional. «Todo está bien» «Yo estoy aquí», es lo puedo sentir que me dicen esos ojos tan parecidos a los míos. Le regalo una pequeña sonrisa que solo él verá.
Cuando finalmente empezamos avanzar, observo a Rodrigo —uno de los guardaespaldas— caminar hacia la Range Rover y hacerse cargo de ella. No sin antes, compartir una que otra palabra con papá. Doy una rápida mirada a mi alrededor, una alta pérgola con el nombre del restaurante en unas brillantes y doradas luces. El grupo de personas entran y salen por unas amplias puertas de vidrio.
Un escalofrío me recorre el cuerpo entero cuando una brisa un poco helada pasa por los altos edificios y las calles transitadas de Manhattan.
—¿Tienes frío? —pregunta Wyatt en un disimulado susurro. Niego y mantengo una expresión neutral, las personas a nuestro lado han empezado a reconocernos, por los menos a nuestros padres que son los que aparecen al ojo público con más frecuencia.
—Vamos —nos llama mamá, dándonos una rápida mirada.
Los cuatro, con miradas de reproche así como otras llenas de incredulidad clavadas en nuestras espaldas, entramos al restaurante pasando de largo la extensa fila. Uno de los meseros en cuanto nos visualiza no tarda en acercarse.
—Bienvenidos sean a Le Bernardin, señor y señora Kirchner —el delgado y alto mesero, el cual con una ensayada sonrisa, nos señala el interior del restaurante—. Su mesa está lista. Si son tan amables de seguirme, con gusto los guiaré a ella.
Reprimo el hacer alguna expresión que me deje en evidencia, pero es que escuchar el tono zalamero de aquel mesero me provoca unas tremendas ganas de ponerle los ojos en blanco. Cualquiera pensaría que tiene en frente al presidente de los Estados Unidos. Lo que me lleva a pensar —y nada tiene que ver al tema— es, ¿Cómo diablos consiguió papá espacio en tremendo lugar? Y aunque me gustaría buscarle una buena respuesta a esa pregunta, temo decir que todo pasa a segundo plano cuando mis ojos verdes azulados se encuentran con el interior bellísimo de aquel restaurante. Todo, pero absolutamente todo, era elegante y hermoso. Los colores rojos jugaban exquisitamente con los colores más oscuros, así como otros un poco más brillantes; como el dorado por ejemplo. Hay cerca de cuatro temáticas diferentes, una parte era un como más moderna, cómoda; con pequeñas mesas y sillones mullidos de cuero. Luego estaba otra, una zona de mesas largas, para ese tipo de cenas en grandes grupos o reuniones, así como eventos. Y las últimas dos zonas que aunque eran muy parecidas, podías notar la diferencia entre ambas, porque una de ellas quedaba cerca de enormes ventanales y de un pequeño porche; donde caía exquisitamente la luz de la luna. Y la otra, era un poco más privada, casi como si sólo personas realmente elitistas pudieran ocupar tales sitios. Algo irónico, teniendo en cuenta que no permitían a cualquiera.
—Gracias —le agradezco con una pequeña y sutil sonrisa a mi hermano, cuando corre la silla para que pueda tomar asiento.
—Gracias, cariño —ahora es mi madre quien le agradece a mi padre, el cual le da un rápido beso en la mejilla a mi madre cuando toma asiento a su lado. A sus espaldas observo a Roy y Lucas, dos de los ocho guardaespaldas que venían en las cuatro camionetas, mantenerse a una distancia más o menos prudente de nuestra mesa.
Un escalofrío recorre mi cuerpo al captar algo que dudo otras personas harían, y es que a pesar de que la zona en la que estamos es la más lujosa del restaurante; la mesa exacta en la que estamos es la que mejor estratégicamente está posicionada. La zona de escape o emergencias, no está tan lejos, Roy y Lucas sus figuras se encuentran camufladas en unos pilares con telas transparentes y doradas que forman parte de la decoración. En resumidas palabras, si alguien quisiera atacarnos primero tendría que pasar por la mitad del restaurantes y si consiguen llegar a nosotros, los dos guardaespaldas serían los primeros en acabar con ellos.
—Buenas noches —salgo de mis pensamientos en el momento que dos meseros, además del que nos acompañó a nuestros asientos, con destreza y cierta elegancia, nos pasan los menús forrados en cuero con el nombre del restaurante en letras doradas y cursivas. Reprimo nuevamente las ganas de enarcar una ceja ante tanta zalamería.
No sé si se deba a que ha pasado un tiempo desde la última vez que salimos todos a cenar, que de repente tantas atenciones me parecen un poco sospechosas y a la misma vez curiosas. Yo sé que papá es un informático muy importante, así como que mamá —dejando de lado que es líder de la mafia— es una de las pocas mujeres empresarias que tienen bajo su poder negocios bastantes... ¿cómo decirlo? ¿Importantes? ¿Multimillonarios? No tengo idea. A ambos los tratan como si los mismísimos reyes de Inglaterra hubieran tocado suelo estadounidense.
Y no es broma.
—¿Decidieron ya? —la voz de papá me saca de mis delirantes pensamientos. Tanto Wyatt como yo asentimos, cerramos la carta y los mismos meseros que los trajeron, se los llevan de vuelta.
Wyatt decide pedir cordero "Duo of Lamb" a término, bañado en salsa de vino tinto y de acompañamiento un puré de patatas de queso de cabra. Yo decido probar la langosta "Lasagna", en mantequilla de trufa. Y mamá se decide por el Salmon; que son rebanadas de salmón escocés, con pequeños rábanos y tomatillo-Mezcal Nage. Papá se lleva su tiempo pero al final se decide por pargo rojo cocido al horno, con unas extrañas salsas de acompañamiento.
—¿Y de beber? —pregunta el mesero anotando todo lo que hemos dicho con una minuciosa seriedad en una pequeña tablet con el logo del restaurante en el dorso.
—Champagne Krug, "Grand Cuvée" —responde papá sin apartar la mirada del delgado mesero.
—¿Edición 163, señor?
—Así es.
—Muy bien... —murmura el mesero terminando de anotar, sea lo que sea que le haya dicho papá. Levanta la mirada y nos regala otra ensayada sonrisa, sólo que esta vez acompañada con una divertida reverencia, mientras se va a dar la orden.
Una música clásica, relajante, marcada por momentos por algún violín o un piano, acompaña el sonido de los cubiertos y las conversiones de las otras personas que decidieron esta noche salir y degustar una deliciosa cena en el Le Bernardin. Me entretengo unos cuantos minutos hablando con Wyatt, pero desisto el sacarle conversación. Digamos que mi hermano cuando está en lugares tan "elegantes" empieza a incomodarse a tal punto que entra en un estado de irritación que no hace sino contagiarlo a uno de malhumor, y si a eso le sumamos que un grupo de señoras —que bien pueden ser mis abuelas— no dejan mirarlo con tal lujuria, que sinceramente no sé cómo Wyatt sigue todavía sentado a mi lado. Y no miento cuando digo que sino estuviéramos en tal lugar, mi hermano hace tiempo se hubiera levantado y largado. Pero ni modo, tendrá que aguantarse.
—Iré al baño, en un momento vuelvo —le susurro a Wyatt, ya que mamá y papá están muy entretenidos hablando con unas personas que no tengo la menor idea de quiénes son, y que se acercaron a nuestra mesa hace unos minutos. Como no siento deseo alguno de interrumpir tan importante charla, me levanto en silencio.
—No te demores —me gruñe de vuelta mi malhumorado hermano.
Aguantando el poner los ojos en blanco de nuevo, tomo mi pequeño bolso y empiezo a buscar el baño de damas, el cual no tardo en encontrar. Empujando la pesada puerta de madera barnizada, entro al baño, ganándome miradas no tan disimuladas de algunas mujeres que se ven un poco ridículas con tantas joyas encima. Ni siquiera me inmuto al sentirme observada, simplemente tomo el pintalabios que metí en mi bolso y retoco mi maquillaje.
—Nadie sabe que aquellos ojos son falsos... —escucho que murmura una de ellas, que me hubiera gustado reír en su demasiado operada cara, pero sería un desperdicio.
Vuelvo a guardar mi pintalabios en mi bolso, lavo mis manos escuchándolas parlotear sobre mi nariz, pómulos, rodillas y no sé qué mierdas más, asegurando que me he hecho más de una operación.
¡Ja! Viejas ridículas.
Ni siquiera les concedo una segunda mirada, porque saldo de ahí con toda la arrogancia que poseo. Manejando como una experta aquellos altos tacones, rodeo algunas mesas hasta llegar a la nuestra, donde unos pequeños aperitivos descansan sobre el impoluto mantel.
—¿Y esto? —levanto una ceja mientras pongo mi bolso de mano en una esquina de la mesa.
—Un pequeño regalo de parte del chef —responde Wyatt a mi lado, prácticamente devorando sea lo que sea aquello.
Hombres, y ese barril sin fondo que tienen por estómago.
—Esto es algo que me ha tenido curiosa hace ratos. ¿Cómo es que conseguiste una mesa —y en la zona elitista, cabe mencionar— en el Le Bernardin, papá? —pregunto, ya siendo incapaz de controlar mi curiosidad.
—Tu padre fue el encargado de recrear todo el nuevo sistema y software, además del programa de seguridad del restaurante —responde mi madre en vez de papá, ya que él está demasiado entretenido devorando el aperitivo que sigo sin saber qué es—. Anteriormente habían tenido muchos problemas con el sistema digital, ya que las reservaciones a veces eran alteradas por terceros. Ahora con el nuevo sistema, si se realiza la mínima modificación el dueño puede ver quién la hizo y porqué. Por no mencionar claro, que uno de los chef de Le Bernardin hizo negocios conmigo. Necesitaba de un inversionista que no sólo no lo estafara económicamente, si no que además le triplicara las ganancias de uno de los restaurantes que pertenecían a su familia.
Abro la boca para decir algo pero mucho me temo que nada sale de ella. Mamá suena tan desinteresada, como si ese tipo de cosas fueran de todos los días, como si ellos estuvieran tan acostumbrados a tratar con gente tan influyente todos los jodidos días que es incluso aburrido.
Mierda. ¿Tendrán mis padres más poder del que yo creía conocer?
Y si como ese pensamiento no fue más que suficiente, a los minutos el Culinary Director, o sea, se podría decir la mano derecha del chef principal y el encargado de manejar todo lo relacionado con la calidad de los platos que se preparan en la cocina a su cargo; se acerca a nuestra mesa acompañado de tres meseros.
—Es un gusto verlos nuevamente —saluda como un tono de voz afectuoso, como si él y mis padres fueran grandes amigos. Con Wyatt compartimos una incrédula mirada—. Si necesitan algo más, saben que nosotros estamos para servirles. ¡Bon appétit!
Y se va por donde vino. En serio... ¡qué demonios con mis padres!
Llevo la copa de vidrio con el delicioso champagne a mis labios, y le doy otro pequeño sorbo, reprimiendo un gemido de deleite cuando mis pupilas gustativas degustan una bebida tan exquisita. Aquello era la gloria en líquido burbujeante, de más de ochenta dólares. Bajo la mirada a mi plato, completamente vacío, con algunas manchas de la mantequilla de trufa. Definitivamente este lugar se ganaba sus cuatro —muy pronto cinco— estrellas. Y aunque me hubiera gustado probar algún postre, me temo que mi límite llega hasta aquí; con unos cuantos tragos extra de champagne. Claro que papá y Wyatt no opinan lo mismo, y ellos sí decidieron pedir postre. Rio entre dientes al ver a mi madre limpiar la mejilla de mi padre con una esquina de la servilleta y reñirlo entre susurros, la punta de las oreja de mi padre se pusieron de un intenso rojo. Wyatt al ver el bochorno de mi padre limpia sus comisuras rápidamente, antes de que mi madre lo vea. Quién iba a pensar que nuestra familia finalmente había podido tener una cena tan... normal. Casi hasta da cierta calidez el estar todos juntos, disfrutando de un pequeño momento en familia. Nunca lo diría en voz alta, pero a veces añoro este tipo de momentos, que son muy —muy— limitados. Las cenas en familia siempre eran un campo de batalla. Por no mencionar que papá casi que todo su tiempo se lo pasa viajando de un país a otro y mi madre, si no está en su empresa está en El Infierno.
Un pequeño suspiro inevitablemente se escapa de mis labios, cuando recuerdos no muy gratos salen a colación.
—¿Ariadna? —la voz de mi hermano me saca de inmediato de aquellos sombríos pensamientos. Sus ojos verdes-azulados están fijos en mi persona.
—¿Qué? —balbuceo mientras mi ceño se frunce—. Disculpa, no te escuché.
—Te preguntaba que si querías un poco más de champagne —dice mientras levanta una ceja en mi dirección. Siento mis mejillas ponerse un poco calientes, signo de que me he sonrojado, pero gracias a mi maquillaje no se nota tanto.
—S-Sí, por favor.
Wyatt frunce el ceño y me observa por largos segundos, pero al final se encoge de hombros y me sirve de ese exquisito champagne.
—Bueno, ya que estamos en esto, porqué no damos un pequeño brindis.
Todos ponemos la mirada en el rostro sonriente de mi padre, el cual termina de llenar la copa de mi madre y alza la suya, mirándonos a cada uno con los ojos llenos de tantos sentimientos, que ni siquiera sabría por dónde empezar.
—Brindo por nosotros. De lo afortunado que soy de tenerlos como mis hijos, por mi esposa que me hace el hombre más feliz del mundo —sus ojos verdes azulados, casi que idénticos a los nuestros, le regala tal mirada a mi madre que inesperadamente le arranca aquella sonrisa tierna que rara vez he visto en su rostro—. Y brindo por este momento, que no terminó en alguna discusión.
Los cuatro reímos, que aunque no deberíamos de reír porque muchas de esas cenas terminaron muy mal, al final quedan en el pasado y disfrutamos de este pequeño lapso de paz.
—¡Salud! —decimos al unísono y rozamos las copas, sellando aquel momento.
Pero como siempre he dicho, el diablo no tarda en aparecer cuando todo está en armonía y paz.
—¡Vaya! Qué grata sorpresa el verlos aquí.
Prácticamente me atraganto con la champagne cuando a mis oídos llega aquella chillona voz que sé; nunca olvidaré.
—Que honor, verte nuevamente. ¿No es así, amigo?
Bajo lentamente la copa, mi mirada pasa de una persona a otra, en especial a los rostros de mis padres. No miento cuando digo que la expresión de papá en este momento es de terror, nunca había visto tal mirada llena de odio. Sus ojos verdes azulados que estaban inesperadamente oscurecidos y sombríos estaban fijos en el alto hombre que estaba al lado de Alyssa McChrystal.
—Jack... —escupe con cierto asco mi querido padre mientras forma una sonrisa de lo más escalofriante—. Tú lo has dicho, amigo. Qué honor.
Wyatt y yo observamos de un lado hacia otro, no sabiendo qué hacer. Mi madre literalmente aniquila con la mirada a Alyssa McChrystal y mi padre, mejor ni lo digo. Es una batalla de miradas en las que mi hermano y yo sólo somos meros espectadores.
—Realmente nos encantaría quedarnos a conversar con ustedes —mi madre forma aquel tipo de sonrisas que no agüeran nada bueno, mientras se levanta lentamente, quedando a la altura de la señora McChrystal—, recordar viejos y tan buenos momentos, con amistades tan...
Con esos falsos ojos azules —que siguen siendo aniquilantes a pesar de estar con las lentillas— les da una rápida y asqueada mirada a ambos desde la punta de sus caros zapatos a sus bien peinados cabellos.
—Encantadoras —sonríe de medio lado. Papá se levanta también y se acerca a su lado, casi al momento pasa uno de sus brazos por la delgada cintura de mi madre; algo que no pasa desapercibido por los ojos grises de Alyssa McChrystal. Que inesperadamente parecen verdes de envidia. Una chispa maliciosa me parece ver pasar por la mirada de mi madre, aunque pueden ser ideas mías.
—Deberíamos reunirnos algún día —dice, el que supongo es Jack McChrystal, el "ex amigo" de mi padre, mientras pasa también uno de sus brazos por la cintura de su esposa—. Mi familia y la tuya, ¿qué les parece?
—Nos encantaría. Pero mi esposo tiene un viaje a España en una semana y otro a Italia en unos cuantos días de diferencia. Pero si se contactan con alguno de nuestros asistentes, podríamos reservar alguna fecha. ¿Tal vez una cena o un almuerzo?
Siempre he criticado la arrogancia de mi madre y esa exasperante mirada que te hace sentir tan insignificante. Pero joder... la mirada que los McChrystal pusieron es para tomarles una fotografía. Wyatt y yo intercambiamos una mirada, ambos a duras penas aguantamos la carcajada.
—Seguro, una cena —masculla el señor McChrystal sin borrar aquella sonrisa, que es más ensayada que la del mesero.
Al final los cuatro comparten unos últimos y fríos saludos, con miradas arrogantes de por medio, y tal vez una que otra de envidia y odio. Wyatt toma mi mano y la deja en su antebrazo, tenso los labios tratando de contener la risa que no sé cómo no solté en frente de ellos. Antes de salir del restaurante doy una rápida mirada sobre mi hombro, aprovechando que otras personas se acercaron a mis padres y están teniendo una rápida conversación, para ver en la dirección que los McChrystal se van. Y no puedo evitar que un escalofrío recorra cada rincón de mi cuerpo al ver a Analy y a Ian, junto con sus padres —ya que el hombre que está a su lado, tiene un gran parecido con él— en una de las mesas que está más cerca del porche y de los enormes ventanales.
Mierda.
Y pensar que mamá estuvo a punto de conocer a los Harris. Que aunque todavía no entiendo mucho cuál es el problema, las palabras de papá no se me olvidan fácilmente.
«—Cariño, por nada del mundo le digas a tu madre que conoces o tienes alguna amistad con alguien de la familia Harris.»
Si bueno, esta vez no sólo hubiera conocido a Ian sino a toda la familia Harris. Otro escalofrío me recorre el cuerpo entero haciendo que Wyatt voltee a verme preocupado. Le regalo una pequeña sonrisa.
Diblos. De la que me salvé.
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