Sorina despierta con un sobresalto. Sus últimos recuerdos son de la batalla. El momento en que percibió las intenciones asesinas de Cardania, su intento desesperado por proteger a Abby. Después el dolor, y luego el vacío. ¿Dónde estaba? Como si le hubieran leído el pensamiento, una luz azul ilumina el espacio. Altas columnas de hielo, cama de alto dosel. Grandes ventanales de cristal y cortinas de seda azul. Sorina se levanta de la cama y agarra una bonita pieza de hielo, es una bailarina finamente tallada. Una pieza que ella misma creó, años atrás, cuando sus poderes empezaron a despertar, mucho antes del corte de alas. La esconde detrás de su cuerpo, en el mismo instante que se abre la puerta de su habitación. Los ojos violetas de Kurapika recorren todo su cuerpo. En dos zancadas está justo frente a ella. La lengua sale y humedece sus labios.

— Te extrañaba amor.

Sorina levanta la pieza de hielo para golpear al recién llegado. Nada sorprendido, Kurapika le detiene el brazo y le tuerce la muñeca hasta que deja caer el adorno que se hace añicos en el suelo. Los labios de Kurapika se cierran sobre los suyos, en un movimiento brusco, desesperado. Con manos brutales, inmoviliza el frágil cuerpo de la chica. Cansado de su resistencia, muerde con dureza el labio inferior de la chica que abre la boca en un jadeo, el fae aprovecha para introducir su lengua y besarla a conciencia. Cuando finalmente la libera, el revés de su mano se bate contra el rostro de Sorina que retrocede tambaleándose hasta apoyarse en las columnas de la cama.

— Un recuerdo de porque perteneces a mí, y no a ese hadita –escupe en el suelo–. Nos veremos esta noche, amor.

Se aleja cerrando la puerta tras de sí. Sorina cae al suelo con las rodillas débiles. En su mano derecha brilla una pulsera plateada con diminutas piedras de ópalo.