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Hija de Atabey

Caían como la lluvia del cielo. Su ensortijado cabello caía sobre su espalda como la nieve lo hacía del firmamento en uno de esos países de hielo. Su cabellera se deslizaba lentamente, dejándole en claro que esta vez como tantas otras, no lograría ser domado. Aquella noche la muchacha había perdido la batalla pero no la guerra contra la maraña de bonitos rizos que enmarcaban su rostro.

Acarició a uno de sus consentidos en la cabeza un momento y se dirigió a su armario a buscar lo que necesitase. El pequeño Mirmo y su pandilla merodeaban por la casa como si fuese suya, especialmente aquel rondaba cerca de las almohadas y de la ropa tendida sobre la cama. Mustasho se regodeaba  en el sillón lila de la habitación mientras Poppi curioseaba la sombra que Negri proyectaba desde la ventana. La joven de ojos marrones amaba a esos cuatro y a Arigato, cómo olvidarlo. Amaba a los 5 caprichosos felinos.

Terminó de arreglarse y salió desganada del piso que habitaba. Al salir Mommo y Appa ya se apegaban a la puerta esperando su regreso y así sería, por eso los amaba, aquellos pequeños siempre estarían allí para ella sin esperar nada a cambio más que un poco de alimento, eso era noble, no como aquellos extraños que muchas veces la gente suele llamar amigos equivocadamente. Sus pequeños no la sofocaban ni abrumaban, sabían exactamente el momento para estar junto a ella.

Bajaba los pocos escalones decorados festivamente por la dueña del lugar. Un sinfín de luces azules y blancas recorrían la baranda, serpenteadas por chispeantes guirnaldas, ¿cuánto tiempo habían estado todas esas encendidas? Ni si quiera eran conscientes que con todas esas chucherías puestas podría ocurrir un accidente, nunca preveían ese tipo de cosas. Resignada cerraba la puerta y empezaba a caminar por las calurosas calles de ese vecindario tan caluroso y pintoresco.

Algo diferente habían dicho el par de costales de hormonas, algo diferente y a ella no le había quedado otra que aceptar. Todas las moradas a su alrededor estaban llenas de lucecitas de colores y estructuras estrambóticas de neón. Pocas eran las personas que escatimaban en gastos en esta época del año, o era la cena empalagosa, los regalos suntuosos, o la decoración más exagerada; cualquiera que no tuviese idea sobre estas fiestas, diría que todos andaban en una especie de competencia pretenciosa.

Habían quedado en el centro histórico de la ciudad hace diez minutos y aún no llegaban. «Solo son diez minutos» se dijo a sí misma mientras contemplaba el bello panorama de la ciudad. Era increíble vivir en un lugar con tantos recuerdos, tanta historia, eso le fascinaba.

— ¡Ey Milo! —gritó una muchacha sonriente.

—Estamos aquí —dijo la otra que la acompañaba, agitando un brazo.

—Pueden regresar y volver un poco más tarde, que no es molestia —respondió Milo con ese tono característico suyo.

—No te enojes gruñona, que ya estamos aquí —contestó la más pequeña sonriente.

—Y bien, cuál es su ‘’algo diferente’’ —preguntó la joven de largo cabello ensortijado, alzando las cejas de una forma curiosa.

—Pues hemos pensado pasar Nochebuena en la Guácara Taína…

—A ver ¿qué ta’ hablando tu mija? —la interrumpió la mayor.

—Pues pasarla allí, el ambiente está bien para la noche y el estilo del lugar te encanta —continuó la otra hermana.

Con una de esas miradas se dispuso a regresarse siendo impedida por los ceños fruncidos de sus hermanas. Unidas era poco probable ganarles la contienda. Ella hubiera preferido pasar aquel veinticuatro en el muelle junto al mar o en su casa, de todas formas a veces se exageraban algunas cosas como siempre. Sin que se lo hubiese propuesto ya la habían arrastrado al lugar, se lo permitía porque estaba con sus hermanas, de otro modo hubiera preferido dormir hasta el medio día siguiente.

La Guácara siempre te deslumbraba, no importaba cuántas veces hubieses estado en aquel lugar, su magia siempre lograba envolvente. Durante todos aquellos años mientras aún se mantenía escondida, el agua había hecho maravillas en sus paredes, las formaciones rocosas eran increíbles. Era una pena que lo hubieran transformado en tan solo un habitáculo nocturno siendo semejante belleza natural.

—No has pensado que simplemente observaremos toda la noche ¿o sí? —rió la menor coqueta, levantándose del lugar que había ocupado.

Milo las miró aburrida, se levantó del lugar y se alejó diciendo un ‘‘Ya regreso’’ con los ojos. Se divertiría un poco, lo haría pero necesitaba dejar por un momento todas esas luces intermitentes. La Guácara tenía muchos pasadizos que subían y bajaban una y otra vez. Las paredes inmóviles hacían retumbar por todas partes el bullicio de la parte central hasta que un ruidito ajeno atrajo su mente de inmediato.

«¿Era esa una rana?» se preguntó cuando una pequeña especie de bola verde aparecía y desaparecía del lugar, las luces no la dejaban distinguir bien pero su oído no se equivocaba, ¡era una rana! Una rana tratando de escapar de las rítmicas pisadas de los jóvenes bailando música sintetizada. Un nudo le atravesó la garganta pero no podía, no podía dejar aquella pequeña así. No era de sus mejores amigas pero tampoco merecía un final trágico como ese, tenía que ayudarla.

***

— ¿I'naru'? Ha vuelto, ha vuelto —dijo una mujer susurrando—, traerle agua pronto.

Parpadeó unas cuantas veces lentamente, aún estaba un poco mareada… ¿Qué demonios había pasado? ¿Se había pasado de copas? Porque lo último que recordaba era una extraña versión de sí misma tratando de salvar a una condenada rana.

Cuando abrió los ojos por completo su vista se vio nublada por el techo de dos aguas hecho con hojas de palma ¿En dónde se había metido? Y lo más importante y lo que empezaba a retorcerle el estómago ¿Cómo?

— ¿I'naru'? —volvió a decir una mujer de bonita cabellera ensortijada como la suya, ¿cómo la de ella? Esa extraña mujer era… Definitivamente, no lo era, no podía. Aún debería estar mareada, eso era—. Bebe esto I'naru', te hará bien.

Tenía la boca amarga y necesitaba beber algo pero aun así rechazó la vasija que le ofrecía, la muchacha puso tanta insistencia que Milo terminó cayendo de la hamaca en que descansaba.

Se arrodilló y masajeó la zona temporal de su cabeza, sacudiéndola un poco. Estaba rodeada de paredes hechas también de hojas de palma o alguna especie de madera y en medio de todo estaba esa mujer. Se frotó los ojos otra vez y allí estaba. Delgada, alta, ojos pequeños y cabello indomable sujetado con coloridas plumas. ¿Se estaba viendo a sí misma? ¿Qué ocurría?

— ¿I'naru'? ¿Estás bien? —preguntó aquella mujer desnuda cubierta tan solo con una especie de falda blanca larga que le llegaba hasta los tobillos, un colgante dorado y un cientos de cuentas rodeando su menuda cintura, sus tobillos y muñecas.

— ¿Quién eres? —cuestionó Milo ésta vez poniéndose de pie, dándose cuenta que estaba vestida de igual forma.

—Bebe un poco I'naru', se nota que no te encuentras bien ¿O es hambre lo que tienes? —dijo la mujer para luego mirarla extrañada y retirarse.

— ¿Quién eres? —preguntó otra vez, algo cohibida por la situación.

— ¿De verdad no me recuerdas I'naru'? Tan pronto has olvidado a tu hermana —dijo apenada—. Sé que ha pasado bastante tiempo, no es poco, pero ¿tan pronto te ha llegado el olvido?

Milo la miro extrañada y vio como sus ojos café como los suyos tomaban un color verdoso como alguna de las plumas que llevaba en la cabeza. La llamaba I'naru' ¿Qué significaba? ¿Era acaso su forma de llamar a los forasteros?

—Ya no recuerdas cómo cambiaban mis ojos, hermana. Como dejaste que tu madre me diera este regalo ¿Qué te ha pasado I'naru'?

— ¿Qué es esto? ¿Por qué me llamas así?

—Tan poco tiempo ha pasado y lo has olvidado todo. ¿Cómo tu madre pudo abandonarte tan pronto? Ahora veo la facilidad con la que nos dejó solos a nosotros. Dime ¿de verdad en tu mente solo deambula la niebla?

Milo no entendía sus palabras, cada vez la mareaban más y más pero allí estaba, escuchándolas y no podía decir nada a pesar de siempre haber sido directa. La mujer la escudriñaba, tratando de escuchar las voces que aullaban en la mente de la que llamaba hermana, pero no escuchaba nada, al parecer el regalo que se le había obsequiado se iba difuminando en el aire cada día, como el humo que se desprendía de la cohoba. Tan lento cómo había llegado se suponía que debía ir, pero aquello no ocurría, sucedía todo lo contrario de hecho.

—Hace tiempo cuando descubrimos la mentira de los falsos dioses blancos, cansados de lo que la hacían a nuestra gente, nuestros hermanos, hijos y hermanas en esos tiempos decidimos hacerles frente. En un areito los yucayeques decidieron unirse como hace mucho tiempo no se hacía y al mando de uno, los naborias estaban listos para acabar con aquellos demonios que solo atormentaron y abusaron de nuestra confianza.

»Pero algo salió mal, mal, mal. Uno que alguna vez fue nuestro, uno de los tantos que hicieron Guatiao, ni bien supo nuestros planes corrió a los brazos de esos malditos demonios, estúpido.

La mujer se había sentado en el suelo, mientras Milo se recostaba en la hamaca y curiosa escuchaba la historia que aquella le contaba, una historia que ella creía conocer, pero la voz de la mujer le decía que aún había más y solo pasaba por su mente que tenía que ver ella en esto.

—Nuestros guerreros empezaron a caer; con nuestros planes descubiertos poco era lo que podíamos hacer y la caída estaba cerca, mi padre lo vio, lo supo en el momento correcto y obligó a un grupo de nuestra gente a huir para guardar lo que quedaba de nuestra herencia. Debíamos ir lo más lejos que pudiéramos, salir de la Isla y tal vez si pudiéramos, llegar a las tierras de las que alguna vez vinimos. Un grupo de naitos, bohiques y naborías salimos de nuestro yucayeque, intentando dejar Quisqueya, la tierra que ellos llamaban ‘‘La Española’’.

»No sabemos qué pasó pero nunca dejamos Quisqueya, pensé que si algún día te encontrábamos nos darías la respuesta, I'naru', y te llamo I'naru' porque ese es tu nombre. I'naru', hija de la gran Atabey. Y hermana de Karaya, mía porque te encontraron junto a un estanque de ranas en la selva, la misma noche de luna llena en que las parteras lograron que saliera del vientre de mi madre.

La historia de aquella mujer, Karaya la que decía ser su hermana no había hecho más que confundirla, pero necesitaba saber más. Para ella hasta ahora toda la sarta de cosas que había dicho no las relacionaban de alguna manera, ella no era ninguna I'naru' lo tenía claro. Definitivamente aquella mujer extrañaba a esa muchacha I'naru', la había perdido en esa guerra que ella decía… La guerra, ella había escuchado esa guerra pero la parte del final no le cuadraba, ese pueblo se había extinguido, la historia lo decía pero allí estaba esa mujer y quien sabe cuántos más vivos.

—No sé qué te haya ocurrido I'naru', pero estás bien eso es lo que importa. Me alegra que hayas regresado y a tiempo —dijo Karaya abrazándola, dejando a Milo  sorprendida.

— ¿A tiempo para qué? —preguntó Milo, frontal como siempre lo era.

—Para ayudar a nuestra gente. Hace un tiempo ya que Atabey no me oye, ni Yaya y Ceiba… Las cosechas no son suficientes, las plantas mueren por la falta la lluvia, el extremo calor solo las agobia. Los animales huyen, ni las iguacas nos acompañan ya. Las mujeres traen solo niños muertos, los que viven se enferman y los hombres sin la fuerza que Ceiba nos daba, no pueden hacer mucho ya.

»Y sé que esto es mi culpa pero perdóname I'naru', sé que no debimos dejarte pero los gritos, esos gritos, si los hubieras escuchado, hubieras hecho lo mismo para proteger a los otros.

Las confesiones de Karaya le parecían cada vez más bizarras, ella no era I'naru', ni la hija de esa Atabey, y mucho menos su hermana. La pobre mujer estaba delirando y no era cortés de su parte dejarla seguir con sus fantasías de una salvadora.

—Te equivocas —dijo Milo de repente, sorprendiendo a Karaya—, no soy I'naru' de la que tanto hablas, te confundes mujer.

La mujer con la gargantilla de lo que era aparentemente oro iba a interrumpirla pero Milo prosiguió—. No sé en qué año este, porque en el que vivo definitivamente no es, pero debo irme de aquí pronto ni si quiera sé cómo llegué aquí, no sé si algo tenga que ver en esto pero si no hubiera ido tras esa rana…

— ¿Rana? —preguntó Karaya intrigada—, ¿una rana te ha traído hasta aquí? —dijo abriendo los ojos de par en par.

—Oh Atabey, gracias —dijo en un suspiro arrodillándose y cruzando los brazos sobre su pecho.

— ¡Karaya! ¡Karaya! —gritó una vieja mujer al entrar.

— ¿Qué ocurre? —preguntó la mujer de los ojos cambiantes.

—Es Liren, la pequeña natiao —respondió desesperada por la carrera hacia donde se encontraban—, su cabeza ha vuelto a arder y vomita sangre por la boca —escupió su mensaje horrorizada.

***

No sabía bien cómo se había dejado convencer, no sabía si aquello iba a sacarla de allí. Nadie en ese lugar había podido y qué la hacía diferente del resto: deseos de intentarlo.

De alguna forma lo hacía también por la pequeña hermana de Karaya, ¿si le hubiese ocurrido eso alguno de los costales de hormonas? Podía ponerse en sus zapatos por un momento, al menos.

— ¿Estás segura que vamos por el camino correcto? —preguntó Milo.

—No lo sé —se sinceró Karaya—, nunca hemos ido tan lejos por temor de encontrarnos con ellos, pero algo muy por dentro me susurra que estamos en lo correcto —agachó la cabeza y siguió caminando.

— ¿Cómo terminaron en esto? —continuó investigando—, sin intentar buscar una salida, un mejor lugar. Están todos enfermos y con hambre ¿por qué no arriesgarse?

—No lo sé, por miedo supongo. El miedo nos está, estaba matando lentamente. La última vez que Ceiba me escuchó dijo que solo la hija de su gran señora, la diosa Atabey nos salvaría de la hambruna, de estos males. Vivimos en una fantasía, una esperanza y nos dejamos al abandono esperando que otro se hiciera cargo de nuestros problemas, lo reconozco.

»Pero también temíamos, no miento. Temíamos de esos demonios blancos, que nos pudieran encontrar y regresar al calvario que nos hacían vivir cuando mi padre aún vivía pero sobre todo temíamos la furia de Atabey por no respetar una vez más los designios que nos daba.

Milo chascó la lengua y se envolvió otra vez con el blanco manto que le habían dado. Era de algo muy parecido al algodón, bonito con todas esas cuentas que le habían incrustado y esas pinturas extrañas de color del achote. Aquella mujer vivía de recuerdos, le apenaba, de verdad hubiera querido que I'naru', la que llamaba su hermana estuviera en su lugar, acompañando a Karaya para salvar a su gente. Milo no era ella, la hija de esa Atabey. Era solo alguien que quería salir de esa especie de sueño y regresar con sus costales de hormonas. Intentar ser lo que Karaya quería no iba a perjudicarla, de hecho podría ser la solución que estaba buscando.

—Iguanaboina está cerca ya, puedo verla desde aquí —dijo Karaya, dejando de caminar por un momento—, debemos acelerar el paso, el bohique dijo que debíamos llegar antes que la luna llegué a lo más alto del cielo.

Ninguna de las dos dijo nada más por un buen rato, de momentos Karaya le contaba sobre Liren, era su media hermana, la única de sangre que tenía y por ella daría la vida. Le contó cómo Atabey le regalo sus ojos cambiantes, cómo de alguna forma I'naru' había intercedido por todos ellos, por todo el pueblo ante su madre y habían bendecido a Karaya con esa dádiva. El pueblo había tenido buenos tiempos desde la bendición a Karaya, aún recordaba cuando se regodeaban comiendo cestos de fruta junto a I'naru',  cuando jugaban cerca al río, cuando trepaban los árboles junto a sus iguacas, todo había sido tan próspero hasta la llegada de los malditos demonios blancos.

Cuando Karaya terminó su historia habían llegado ya a Iguanaboina, la enorme cueva imponente se alzaba frente a sus rostros, como negándoles la entrada. Milo respiró profundamente sin saber bien lo que allí hacía, « Ya estoy aquí, no hay marcha atrás», se dijo y siguió los pasos de Karaya.

—No sé cuál seguir —dijo de repente la mujer de los ojos cambiantes al encontrar que la gruta se dividía en dos caminos.

—Por aquí —respondió Milo con total seguridad, ¿qué hacía? No estaba muy segura, solo seguía lo que algunos llamaban intuición y funcionó o al parecer lo hizo cuando después de tanto andar entre esas curiosas formas de piedra el rostro de Karaya se iluminó por completo.

—Desde aquí voy sola —dijo la mujer.

Milo dio la vuelta para ver lo que le pasaba a esta, primero le pedía su ayuda y ahora la muy condenada le decía que la dejara. Los jueguitos no iban con ella, debía decidirse pensó cuando de pronto vio que los ojos café de la chica se volvieron blancos como la niebla, como el interior de un coco, blanco como las naguas que vestían.

Después de que el ligero aturdimiento se le pasará, disgustada siguió el camino por el que iba Karaya. ¿Quién se creía? Sin ella no hubieran llegado hasta donde estaban no iba dejarla fuera de esto ahora.

Los sonoros pasos de Milo de hicieron notar pronto y sin si quiera haber volteado a mirarla, una ráfaga en aquella gruta iluminada solo por los rayos de la luna la empujó hacia una de las paredes, sin dejarla hablar, manteniéndola quieta, sumiéndola en un profundo sueño.

***

—Lo siento —dijo Karaya —, lo siento, lo siento —repitió por enésima vez más.

—Pues ahórratelos —respondió Milo calmada —no es necesario que gastes esas lagrimitas, las vas a necesitar luego.

Y allí estaba, en un altar, en una cueva que le resultaba familiar. La iban a sacrificar. Sus maracas y güiros, palitos, el soplar caracoles y tambores de caparazón de tortuga, acompañaban el crepitar del fuego depositado en las antorchas. Algunos hombres bailaban con sus cuerpos desnudos decorados con otros símbolos pintados en su piel, no hubiera sido un mal panorama para la joven si aquellos no estuvieron famélicos, o mejor dicho si ella no estuviese a punto de morir.

— ¿Por qué Atabey? ¿a tu hija por qué? —gritó Karaya al pie del altar, dejándose caer en el suelo. Desesperada se jaloneaba los cabellos y las plumas blancas que ahora adornaban su cabeza caían al suelo.

—Deja el lloriqueo y haz lo que tengas que hacer de una vez por todas —dijo Milo, como regañándola.

Karaya se levantó temblando del suelo y tomó el cuchillo de piedra, se limpió las lágrimas del rostro, llevándose la pintura que traía en la cara con sus muñecas, respiró profundamente y alzó el cuchillo tan alto como le permitan los brazos y de nuevo su cuerpo empezó a temblar, los tambores se hacían más intensos y el ritmo comenzó a acelerar. Sus rodillas se volvieron a quebrar y la daga de piedra resbaló de sus manos.

— ¡No puedo! ¡No puedo hacerlo! —chilló cuando de pronto uno de los famélicos hombres dejó su rutina de baile, empujándola y dejándola caer una vez más al suelo desesperada, arañándose los brazos tan profundamente que riachuelos de sangre empezaban a brotar de ellos

—Alguien debe hacerlo —dijo el hombre recogiendo el cuchillo y clavándolo cerca del pequeño tamborcito que tenía la mujer del altar en el pecho.

***

Despertó una vez más, pero ahora todo lo que posaba su vista era de color blanco. Estaba recostada una vez más e intentó levantarse pero un montón de tubos delgados de plástico se lo impidieron. Otro tubo de plástico estaba sobre su boca y su nariz y se lo sacó rápido causando un desbarato con las máquinas a las que estaba conectada.

— ¿Qué haces Milo? —dijo alguien entrando de repente por la puerta blanca, ese alguien era su hermana.

— ¿Qué hago aquí costal de hormonas? —preguntó Milo divertida, aún algo mareada por la situación.

— ¿Qué haces aquí?, ¿’ta de broma tu mija? —dijo la hermana más pequeña al entrar a la habitación —Que hubiera sido de esta navidad sin ti gruñona. Debes dejar los alucinógenos de ranas ¿eh?

— ¿Las de ranas? —preguntó algo desconcertada por la situación —Bien pero solo las de ranas, ‘mija —terminó, riendo de buena gana.

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