Capítulo 50: El ritual
Christian sintió cómo su propia daga le acariciaba el cuello. Verónica se la había robado y había revelado la palabra secreta para usarla. Christian se arrepintió de habérsela confiado en una noche de intimidad en la ciudad de los elfos.
La daga estaba fría, pero Verónica no llegó a clavársela. Al menos, por el momento. Christian podía oler su perfume y la buscaba con los ojos, intentando traerla de vuelta o encontrar una señal en ella. Sin embargo, ella parecía muy entretenida con el cuchillo.
Kadirh hablaba algo con los brujos, pero lo hacían en voz tan baja que Christian no escuchaba nada. La noche era cerrada y la nieve reflejaba el brillo de la Luna. El caldero de los conjuros, el caldero al cual querían echar a Christian, estaba espumoso y echaba columnas de humo que se perdían en la oscuridad. Hacía ya un rato que habían dejado de echar cosas a su interior, y ahora solo se limitaban a seguir murmurando sus conjuros. Parecía que el ritual estaba llegando a su fin. Christian recordó las pinturas de las cuevas: ese caldero estaba pintado, la sombra sin identificar era Verónica, ambigua en su lealtad hasta el final.
Y luego aquellas caras de las pinturas de las cuevas. Christian tenía la sospecha de lo que tenía que hacer. Pero sabía que no tenía que hacerlo solo. Sin embargo, empezaba a tener dudas de si llegaría vivo para ello.
Un grito se oyó por encima del ruido de la batalla. Le pareció que era la voz de Robin, pero no podía estar seguro. Se preguntó qué habría ocurrido y cuántos de los suyos habrían muerto. Se arrepintió de su estúpido plan en el que dejaba a los suyos solos enfrentándose al ejército de magos negros.
—Muy bien, dentro de nada podremos comenzar —anunció Kadirh, con impaciencia en su voz.
Kadirh se alejó hacia la que parecía ser su tienda. Christian aprovechó para intentar comunicarse con Verónica:
—Verónica...
Pero ella no le dejó hablar. Rápidamente, le puso una mano en la boca, aprisionándolo para que no pronunciase palabras. Y, entonces, lo miró. Christian no acertaba a entender qué distinguía en sus ojos violetas. Parecían fríos, pero con instantes de calidez. Parecían tristes. Fue una mirada intensa, duró unos segundos y acabó cuando Kadirh volvió con un saco a su espalda.
—Ya tenemos los elementos finales —dijo, contento—. Primero, una piedra de la cueva de las pinturas, de la cueva del origen de la leyenda que hoy vivimos —sacó una piedra de un tamaño que le cabía en la mano y la echó al caldero. El humo que salía se volvió de un color azulado.
Verónica remangó entonces la manga del brazo izquierdo de Christian. Él sintió sus dedos deslizándose por su piel como si fuese una caricia. Después, sin miramientos, le rajó el brazo y echó la sangre derramada en una bolsita. Cuando consideró que tenía la suficiente, se rajó su propio brazo y echó su sangre en la misma bolsita. Por último, repitió el proceso con Nieve.
—Segundo —dijo Kadirh, con sorna en la voz, mientras Verónica se acercaba—: sangre mixta del bien y el mal, con la daga del Líder Blanco —cogió la bolsa que Verónica le ofrecía y la echó en el caldero, el cual tomó unos tonos naranjas.
Christian intentó hacerse un hechizo que sanase su brazo, pero la magia blanca estaba completamente anulada mientras estuviese atrapado en las garras del hechizo de Kadirh.
Verónica volvió a su lado y eso, de alguna manera, lo reconfortó. Sabía que la había perdido y que se había vuelto mala, pero algo en él se sentía más calmado y seguro si ella andaba cerca. De pronto, su brazo cicatrizó y vio que Verónica esbozaba una media sonrisa, mirando aún hacia el caldero.
—Tercero —Kadirh elevó el tono de voz, volviéndose más agudo, probablemente debido a la excitación del momento—: magia, sangre y carne del Señor de la Oscuridad.
Kadirh se cortó un dedo de la mano derecha y lo echó al caldero. Después, comenzó un conjuro.
Nathan derribó al mago negro que se le acercaba con un hechizo, mientras que Sam usaba la fuerza física. Habían conseguido abrirse camino entre los magos negros con mucho esfuerzo y ya estaban a medio camino de llegar a la cima, donde se encontraban Christian, Kadirh y Verónica.
Nathan no tenía ni idea de cómo sería la situación allí arriba. Temía que Verónica los había traicionado; él nunca había acabado de creer en ella. Sin embargo, también sabía que Christian le importaba mucho y no creía que lo fuese a dejar morir así como así. En cualquier caso, él no iba a dejar morir a Christian de ninguna manera.
Se les acercó otra tanda de magos negros, pero Sam y él hacían muy buen equipo y pronto pudieron seguir adelante. Parecía que tenían el camino despejado por el momento.
Demasiado despejado.
Caminaron alertas, con cuidado de no hacer mucho ruido, ya que sus pasos los delatarían: el sonido de la guerra que dejaban a sus espaldas se hacía más débil a medida que se alejaban.
—Esto me da mala espina —dijo Sam, con su profunda y ronca voz.
—A mí también —le dio la razón Nathan—. No pueden haber desaparecido.
—Estarán escondidos, nos están tendiendo una trampa —continuó Sam, mirando a su alrededor con ojos nerviosos e inquisitivos.
Sin embargo, esperaron unos segundos y no pasó nada, así que siguieron caminando ladera arriba. El suelo estaba resbaladizo con una mezcla de sangre, nieve, tierra y barro que a Nathan le ponía los pelos de punta.
—Siempre esperé no tener que vivir este momento —dijo de pronto Sam.
—¿Cómo dices? —preguntó Nathan, aún con los ojos alertas.
—La guerra. Como líder de mi Orden, siempre he sabido de la existencia de la leyenda, pero esperaba que, a pesar de lo que indicaban todas las señales, no ocurriese durante mi liderazgo.
—Bueno, piensa que protagonizamos algo grande —dijo Nathan, intentando animarle. Nunca habría esperado ver a Sam tan melancólico, aunque, por otro lado, era algo que iba con los magos grises.
—¿Grande? Yo no llamaría algo grande a esto. ¿Sabes cuántas muertes nos vamos a encontrar cuando volvamos? Esto no es grande, es tan solo un infierno traído a la tierra.
Nathan no había pensado mucho sobre eso, sobre las muertes, sobre la guerra. Hacía ya mucho que sabía que la iba a tener que vivir. Ulises se lo había dicho. Estaba demasiado hecho a la idea como para pensar en las consecuencias. Pero se dio cuenta de que Sam tenía razón, lo peor sería a la vuelta, lo peor sería ver los cuerpos sin vida de sus seres queridos. Pensó en Liza y deseó con todas sus fuerzas que estuviese bien.
De pronto, cuando habían subido unos pasos más, unos diez magos negros saltaron de los árboles lanzando rayos de humo. Nathan hizo que la nieve de alrededor se levantase formando una barrera que tapó el humo: ya había experimentado lo que hacían esos rayos y sabía que quemaban la piel.
—¡Lo sabía! —exclamó Sam a su lado.
Cuando la barrera de nieve volvió a caer al suelo, los dos bandos atacaron. Cinco fueron a por Nathan y cinco a por Sam. Nathan no conocía a ninguno de aquellos magos, pero eran fuertes y eficaces. Peleó con rabia como pudo, lanzando hechizos, patadas y todo lo que se le pasaba por la cabeza. Consiguió dejar inconsciente a uno, pero todavía quedaban cuatro y no alcanzaba a ver lo que hacía Sam.
Uno le rodeó con sus brazos fuertes cogiéndolo por la espalda, mientras el resto se acercaban con sonrisas malignas. Pero Nathan tomó impulso con los pies y empujó en el pecho al mago que tenía enfrente, de manera que, con el impulso, el mago que le tenía sujeto y él cayeron al suelo. Se levantó con rapidez y lanzó un hechizo que inmovilizó al mago, dejándolo tumbado en el suelo. Antes de que llegasen los otros tres, le propinó una patada que le hizo perder la conciencia.
En aquel intervalo de tiempo, pudo ver que Sam había acabado con dos de los suyos también. Sin embargo, estaban perdiendo un tiempo que podría costarle la vida a Christian, pensó Nathan mientras los tres magos le rodeaban.
—¡Nathan! —oyó la voz de Sam retumbando mientras una barrera de piedra se interponía entre él y los tres magos.
Vio que Sam se acercaba corriendo a su posición. Parecía magullado pero sin ninguna herida grave.
—No podemos seguir atascados aquí.
—Estoy de acuerdo —respondió Nathan—. ¿Alguna idea?
—Yo me quedo y tú te vas.
—¿Qué? ¿Estás loco? No puedes enfrentarte tú solo a estos seis.
Sam suspiró en señal de impaciencia.
—Mira, no tenemos mucho tiempo: la barrera que he creado no aguantará mucho más, ¿vale? —observó la barrera protectora y cómo los magos negros intentaban eficazmente resquebrajarla—. Así que escúchame bien. Si no te vas ahora, Christian morirá y Kadirh vencerá. Alguien tiene que ir en su ayuda. Así que —dijo cogiéndolo por el hombro—, sal por ahí —señaló el final de la barrera en los árboles—. Los magos no sabrán dónde te has metido. Probablemente piensen que has ido a pedir refuerzos. Vete y yo me encargo de estos.
—Pero...
—¡Vete! —le gritó Sam, empujándolo, para que corriese hacia el extremo.
Nathan obedeció y corrió, notando cómo la barrera empezaba a resquebrajarse. Sin embargo, antes de perderse en los bosques, se paró y miró a Sam. Nathan no creía que fuese a salir vivo de esa, era demasiado. Sin embargo, Sam asintió con la cabeza en señal de solemnidad y valentía, y Nathan admiró al líder de la Orden Gris.
Asintió a su vez con la cabeza, con una sensación de angustia al sospechar que sería la última vez que vería a Sam. Al sospechar que aquel chico valiente que odiaba la guerra no tendría que ver las muertes que esta dejaría a su paso. Al sospechar que, al pedirle que le ayudase, le había llevado a la muerte.
Unos segundos antes de que la muralla se resquebrajase, echó a correr ladera arriba entre los árboles. Tenía que llegar a tiempo.
Nota de la autora:
Como os conté hace unos capítulos, hoy tenemos una nueva entrega de Hielo violeta. Esta próxima semana estaré de viaje, por lo que el capítulo 51 lo publicaré el lunes 8 de julio.
¿Qué os está parecendo esta batalla final? ¿Sobrevivirá Sam?
Crispy Worl
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