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Capítulo 40: Navidad

 El día de Navidad, Christian se despertó ligeramente desorientado. No estaba en su habitación, tampoco en la de Verónica. Le costó unos segundos ubicarse mientras se revolvía el pelo con una mano. Al final, todo empezó a cuadrar en su mente: el escritorio, la cama... estaba en su habitación en la casa de sus padres. El día anterior había viajado hasta su antiguo hogar con el objetivo de pedir a sus padres que lo acompañaran el día de Navidad en el Refugio. Estos aceptaron con entusiasmo, pues echaban mucho de menos a su hijo.

—¡Hasta echamos de menos a Nieve! —había exclamado su madre.

Christian salió del pequeño cuarto y, al hacerlo, la vieja puerta crujió. Ya había olvidado que siempre hacía eso. Parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que había pasado una noche allí. Desde luego, no era la misma persona. Poco quedaba de aquel chico que partió con lágrimas en los ojos y todo un mundo por descubrir. Se encontró con sus padres en la cocina, donde estaban preparando alegremente el desayuno. Se los veía más viejos, quizás más cansados y con las arrugas bajo los ojos más acentuadas. Sin embargo, parecían felices de tener a Christian de nuevo entre ellos. El repiqueteo de su madre cocinando resonaba por la pequeña sala y Christian se aclaró la garganta para que notaran que se había levantado.

—¡Hijo! Se me había olvidado lo madrugador que eres —dijo su madre.

Christian sonrió para sus adentros, su madre se sorprendería si supiese lo que le había tocado madrugar en el Refugio.

—¿Cuánto vamos a tardar en llegar? —preguntó.

—No mucho —contestó él—. Si me lo permitís, os voy a transportar hasta allí mágicamente.

Sus padres se miraron recelosos, pero asintieron. Al fin y al cabo, era su hijo y tendrían que confiar en él. Desayunaron rápidamente. Su madre había preparado unas deliciosas tortitas que Christian engulló con sirope de chocolate. Acompañó el desayuno de un zumo, un café y algún bollo. Cuando su estómago ya no le permitía más, dejó los cubiertos sobre la mesa y se encontró con las caras sorprendidas de sus padres.

—No recordaba que comieras tanto —dijo su padre—. Si llego a saberlo, traigo más comida.

—Es la magia, que consume muchas energías —se explicó Christian, mientras se levantaba.

No tardaron mucho más en estar listos para irse. Los padres de Christian se acercaron a la puerta, pero este les dijo que no hacía falta salir a la calle. Acercándose a ellos, les cogió de las manos y les sonrió para darles confianza.

—¿Algo que debamos saber antes de desaparecernos? —preguntó su padre, con voz nerviosa.

—No. Tan solo confiad en mí y dejaos llevar.

—Dejarse llevar... —murmuró su madre.

Christian sonrió y realizó el hechizo que los llevaría al Refugio. Sintió las manos tensas de sus padres entre las suyas, pero sabía que no les iba a pasar nada. El suelo se perdió unos segundos bajo sus pies, para reaparecer al momento. Cuando abrió los ojos, vio que sus padres aún los mantenían cerrados, y que sus rostros mostraban miedo.

—Ya estamos —dijo Christian.

Sus padres se relajaron al momento y miraron alrededor. Christian les guió hacia una de las laderas para entrar al Refugio. Cuando se asomaron al interior de las cordilleras, sus padres ahogaron una exclamación de asombro.

—¡Qué cambiado está todo! —gritó su madre.

Christian sonrió: el Refugio parecía otro sitio con el espíritu navideño. Echaron a andar ladera abajo, con cuidado de no caer por las pistas de patinaje. En el camino se cruzaron con Robin y Avril que venían de su paseo matutino por los bosques.

—Encantados de volver a verlos —dijeron los elfos, saludando afablemente.

Christian pasó la mañana enseñándoles el sitio. La otra vez que habían venido, para su coronación, no había tenido tiempo. Disfrutó bastante de la mañana contándoles anécdotas y presentándoles a todos los magos que se cruzaban. Cuando vio a Jessica, la llamó con entusiasmo para que se acercase, estaba decorando su muñeco de nieve.

—Mirad, esta es una de mis mejores amigas —dijo Christian, con ilusión—. Se llama Jessica.

Jessica les saludó como correspondía, pero su rostro se había ensombrecido al escuchar la palabra amiga. Christian no lo notó, pero sí su madre, que, una vez se alejaron, le dijo:

—No juegues con el corazón de esa chica —su rostro era ceñudo.

Christian ignoró el comentario y les llevó hasta la mesa redonda que rodeaba el Caldero, pues ya era la hora de la comida. Cuando Verónica llegó, saludó a Christian con un ligero beso en los labios y se presentó a los padres como su novia, cosa que hizo que Christian sintiese una extraña calidez en el pecho. Su padre pareció sorprendido de que su hijo hubiese conseguido una novia así, mientras que su madre le miraba de nuevo como queriendo decirle que no jugase con ella tampoco.

—¡Qué empiece el banquete! —anunció Christian, con los brazos en alto y con mucho entusiasmo.

Tomaron asientos sin ningún tipo de orden ni jerarquía, cada uno con sus seres más queridos. Así lo había querido Christian, y por ello había dispuesto la mesa redonda: no quería presidir ningún puesto, ese día quería ser un mago más. A su lado derecho se sentó Verónica, que charlaba animadamente con Arthur sobre los tipos de vino.

—¿Has probado alguna vez el vino caliente? —estaba preguntando él. Verónica negó con la cabeza, así que el mago continuó—. Pues es típico en nuestra ciudad, alguna vez te llevaré allí a que lo pruebes...

Dean, que era el siguiente al lado de Arthur, los miraba de reojo con escepticismo, a la vez que miraba a Christian. Al lado izquierdo de Christian estaban sus padres, que aún observaban, sorprendidos, todo lo que les rodeaba. Los siguientes eran Avril y Robin, que conversaban sobre distintos tipos de plantas curativas.

—Te digo que esa no sirve para curar los catarros. ¡Es para las heridas! —exclamaba Avril— Créeme, cariño, que mi madre es la curandera de nuestro pueblo...

—¡Pero si yo me curé así! —respondía él.

—Pero sería por otra cosa, una mera casualidad...

Nathan estaba un poco más allá, entre Jessica y Liza, escuchando con rostro embobado las palabras que esta última decía.

Sirvieron la comida. El primer plato consistía en diversos tipos de ensaladas, preparadas por los magos cocineros elfos, con lo más suculento del bosque, según anunciaron. De segundo plato había unos enormes pavos, que Christian engulló acompañando de patatas y salsas. Por último sirvieron los postres, que consistían en diversos dulces navideños, tartas de todos los tipos de sabores y pastelitos de diversas formas.

Comieron hasta que sintieron que sus estómagos iban a estallar. Entonces hicieron desaparecer los platos de la mesa. Robin se puso en pie y carraspeó, de manera que todos lo miraron.

—Buenas tardes a todos —dijo, con un movimiento de cabeza—. Este es un día muy especial, porque son las últimas Navidades antes de la gran batalla y, por ello, probablemente sean las últimas Navidades que pasemos todos juntos —los rostros se ensombrecieron—. Pero no me he levantado a dar un discurso pesimista: todo lo contrario. Quiero aprovechar este momento, en el que toda la gente que me importa está presente para hacer una cosa muy importante para mí.

Avril lo miraba con curiosidad, al igual que el resto, que no parecían saber qué estaba haciendo el elfo. Pero su cara se transformó en sorpresa cuando Robin se arrodilló frente a ella y la tomó de la mano.

—Sé que no somos humanos y que no seguimos sus costumbres. Sé que los elfos no hacemos estas cosas —su voz sonaba serena y cálida—. Pero me parece que no hay nada más bonito que unir a dos personas delante de sus seres queridos. No tengo ni discurso preparado, ni anillo en mano. No tengo nada más que lo que siento por ti y esta pulsera —dijo, sacando unas tiras verdes del bolsillo— que, en mi familia, se hereda de madre a hija. No tengo hermanas y me gustaría entregártela como símbolo de nuestra unión. Así que, dime, Avril, ¿quieres casarte conmigo?

Los ojos de Robin brillaban en una mezcla de miedo y emoción. El silencio era impactante, no se oía ni una respiración. Avril parecía sorprendida, pero sus ojos ya reflejaban la respuesta que iba a dar:

—Sí, Robin, sí quiero —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Robin se levantó de un salto, la besó y la abrazó, mientras toda la mesa estallaba en vítores y aplausos.

—¡Brindemos por los novios! —exclamó Nathan, mientras descorchaba una botella de champagne, cuyo contenido salió disparado, empapando tanto la mesa como a Nathan y los comensales que estaban más cerca de él. Pero a nadie le importaba, estaban todos muy felices por los elfos. Christian y Verónica cruzaron una mirada y se sonrieron.

Tras felicitar a los elfos, la multitud de magos se trasladó a la pista de hielo de los muñecos de nieve, donde se habían dispuesto unas numerosas gradas para observar el desfile. Christian se sentó con sus padres en el palco de honor, mientras que Verónica bajaba con los participantes a la pista. Alguien se encargó de poner música y muchos magos empezaron a cantar a pleno pulmón. Christian se echó a reír.

—¡Señores y señoras! ¡Magas y magos! —comenzó Rob, un mago de la Orden Roja que se encargaba de comentar el evento. Era alto, de pelo castaño, ojos azules y rostro pecoso— ¡Qué comience el desfile!

Retumbaron unos tambores, y Rob empezó a anunciar los muñecos con sus participantes.

—¡Liza de la Orden Rosa!

Christian observó el muñeco que había creado Liza y que, movido por la magia, empezaba a desfilar por la pasarela acompañado de su creadora. Era de un tamaño de unos dos metros y consistía en el clásico muñeco de nieve, con un sombrero negro, una zanahoria por nariz y unos botones en una abultada tripa. El muñeco caminaba alegremente, saludando a un lado y a otro, e inclinándose ligeramente.

—¡Karina de la Orden Verde!

El siguiente muñeco imitaba a un elfo, la raza de su creadora. Christian apenas conocía a Karina pero esta parecía orgullosa mientras caminaba al lado de su muñeco de tres metros de alto y orejas puntiagudas. El muñeco llevaba un carcaj con flechas y un arco. Su cabeza estaba adornada con un sombrero de ramas y la nieve de su piel lucía un tono ligeramente verde.

Christian vio desfilar muchos muñecos más, era sorprendente la cantidad de magos que se habían animado a participar. El muñeco de Jessica lucía aspecto de hada y llevaba prendas rosas así como una corona y unas alas en la espalda. Fue uno de los más bonitos y encantadores. Aunque sin duda alguna, el más divertido fue el de Nathan: un muñeco gigante de cinco metros vestido de papa Noel que agachaba la cabeza para saludar al público. Aunque lo divertido no fue eso sino que en una de las que se agachó, perdió la cabeza. Nathan fue corriendo a arreglarlo, pero el jurado lo descalificó rápidamente, y se fue refunfuñando a las gradas, alegando que alguien había conspirado contra él.

Pero el muñeco más espectacular fue el de Verónica. Era una muñeca alta y refinada, con una peluca rubia y ojos azules, y vestida como una estrella del rock. Incluso le colgaba una guitarra de hielo a la espalda. Iba deslizándose por el hielo enfundada en una cazadora de cuero, un vestido y unas botas altas. Los aplausos fueron estruendosos.

El jurado, sin embargo, eligió como ganadora a Jessica, probablemente porque el hecho de que ganase Verónica podía ser un poco controvertido. Verónica lo sabía y aceptó la derrota con orgullo. La maga rosa había hecho un buen trabajo, aunque ella no recordaba su nombre. Solo sabía que era buena amiga de Christian.

—Merecías ganar —le dijo Christian, cuando la alcanzó.

—No pasa nada... es lo que tiene ser la mala del lugar. Las brujas siempre pierden.

—Para mí, has ganado —dijo Christian, guiñándole un ojo y yéndose a felicitar a Jessica.

El siguiente evento del día era la obra de teatro. Era una comedia sobre el origen de la magia, básicamente representaban las pinturas de las cuevas. Fue muy divertido ver a Dean disfrazado y actuando como otra persona. Tras la obra hicieron una pausa para ir a sus habitaciones a prepararse para el baile. Christian subió acompañado de Nathan, el cual aún iba quejándose de lo que le había ocurrido.

—Habría ganado, ¿a qué sí? —preguntó, saltando los escalones de dos en dos.

—Mmm... puede ser —contestó Christian.

—No me mientas —dijo él.

—No te miento, yo no era parte del jurado, no sé si habrías ganado. Para mí el mejor era el de Verónica.

—Ya estamos con la bruja petarda —dijo Nathan. Christian lo fulminó con la mirada, así que cambió de tema—. No quiero ponerme un traje blanco, son muy horteras...

—No queda más remedio —dijo Christian, cerrando la puerta de su habitación y dejando a Nathan fuera, cuya habitación estaba un poco más adelante.

—¡Vale! Lo pillo, quieres que me vaya... —dijo, a través de la puerta.

Christian entró en el baño y se peinó. Después, miró el traje que había sobre la cama. Nathan tenía razón, los trajes blancos eran muy feos. Pero era una tradición que cada mago fuese al baile con un traje del color de su orden. Al menos, no tendría que ir de rojo o verde, pensó mientras se ponía la chaqueta y la corbata. Cuando terminó se miró al espejo y, apesadumbrado por su aspecto, salió de la habitación.

Cuando llegó a la pista, el baile ya había empezado. Verónica lo estaba esperando apoyada en una mesa. Iba vestida con un vestido negro de encaje de flores y unos tacones muy altos. Sus muñecas estaban adornadas por pulseras también negras y de su cuello colgaba un collar con acabado de plata. Era la única vestida de negro y resaltaba con diferencia sobre el resto. Aunque Christian sospechaba que aunque todas las chicas estuviesen vestidas igual, Verónica destacaría con luz propia.

—Estás preciosa —dijo él, rodeándola por la cintura y dándole un beso en la mejilla. Ella se lo devolvió.

—Tú estás radiante —dijo con los ojos entrecerrados—. Literalmente, me refiero. Con ese traje blanco, parecías el faro de un coche mientras te acercabas, casi me quedo ciega.

Christian la miró con odio, mientras negaba con la cabeza.

—Ya te vale... Nunca me dices cosas bonitas. Me voy a tener que buscar a otra.

—Pues empieza, porque no pienso ponerme ñoña ni hacerte la pelota —dijo ella, mirándolo desafiante y con la cabeza ligeramente torcida.

Él se echó a reír y, cogiéndola por los hombros, le dijo:

—Ojalá pudiese. Pero nunca te dejaré de lado —posó sus labios sobre su pelo dándole un ligero beso.

Ella lo miró con ternura, le puso las manos sobre el cuello y lo besó, mordiéndole el labio.

—¿Quién es el ñoño ahora, eh? —dijo, mientras lo arrastraba a la pista de baile, caminando de espaldas y arrastrándolo del brazo— Bailemos, que estamos aquí para esto.

Verónica se movía con soltura y llevaba a Christian a un lado y a otro. La música era animada y este casi no seguía el ritmo. Los dos se echaron a reír cuando casi se resbaló.

—¡Inútil! —le gritó Nathan, que bailaba con Liza muy contento.

—Todos os metéis conmigo —dijo Christian.

—Pero es que tiene razón, eres torpe —contestó Verónica, mientras echaba a reír.

Siguieron bailando mientras observaban a los magos que se subían al escenario a lucir sus cualidades. Uno de la Orden Roja hizo una demostración de un baile con fuego, contoneándose alrededor de un palo prendido en llamas y lanzándolo por los aires. Tres magos rosas hicieron una coreografía y alguno que otro se subió a cantar.

Y Christian y Verónica siguieron bailando ya al ritmo de una música más lenta. Abrazados. Hasta que ya casi no quedó nadie.

Hasta que la noche tocó su fin.

Nota de la autora:

Sé que ahora las navidades quedan algo lejos, pero espero que os haya gustado este capítulo.

Y voy por fin a presentaros al amor de Nathan, Liza:

¿Se parece mucho a su hermana, verdad?

PD: ayer fui al ERAS tour y vi una propuesta de matrimonio durante Love Story, me ha recordado a este capítulo con Avril y Robin :)

Crispy World

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