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Capítulo 13 "Ícaro"

"Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas."

Mario Benedetti

   Emilia abrió los ojos y se quedó contemplando la nada durante unos minutos hasta que un recuerdo se cruzó por su cabeza. Había besado a Julien, o él la había besado ella. O ambos. Cualquier perspectiva era igual de desalentadora. Se cubrió la cabeza con la almohada, le dolía un poco y a medida que iba recapitulando su noche de graduación, tenía menos ganas de salir de la cama.

   Cuando tomó fuerzas suficientes, se deshizo de las sábanas de un tirón y salió con prisa hacia el baño. Tenía la intención de evitar pensar hasta después del desayuno. Pero no llegó a secarse el rostro, que el agua fría le trajo más imágenes. Dos nombres acrecentaron su migraña: Jorge y Julién, y le hicieron pensar que debería evitar a futuro todos los nombres con "J" porque parecían estar destinados a ser su karma en esta vida. Luego bajó las escaleras sabiendo que exageraba. Uno no tenía la culpa, el otro nació bandido y ella, por su lado, tuvo la suerte de cruzarse con ambos.

   Marina estaba preparando el almuerzo cuando Emilia llegó a la cocina.

—¿Cómo estás?

  Ver a su sobrina agarrarse la cabeza y mirarla con ojos agobiados la hizo sonreír.

—Perfectamente normal, entonces. Ya me estaba asustando de tener una hija-robot. Te prepararé mi receta mágica anti-resacas.

  Sabía horrible, pero Emilia bebió todo lamentando que no existiera algo que borrara las dos jotas de su cabeza. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para relatarle a su tía los mejores momentos de la noche, sin mentir demasiado.

—¡Julién es tan dulce! No puedo creer que haya dejado a su pareja por ti.

—No fue gran cosa. Con o sin él hubiera desfilado.

—Ya lo sé... pero no sería lo mismo. ¿Cuándo estarán las fotos?

   En un gesto instintivo, la joven se agarró la cabeza. "Julién-fotos-Jorge", asociaba todo en su mente y cerró los ojos para responder.

—Espero que actúe rápido tu brebaje mágico. Supongo que estarán la próxima semana.

—¿Hay algo que intentas recordar? —preguntó levantando una ceja.

   Emilia la miró pensando en que las madres tienen esa habilidad adivinatoria que ahora le resultaba tan inconveniente.

—Al contrario, recuerdo todo —expresó mientras por dentro se lamentaba de que fuera cierto.

   Creyó que era más fácil hacer como si nada hubiera pasado. Se preguntaba cómo era posible que habiendo estado enamorada, según sus términos, de Chester, terminara besando a su hermano, nada más y nada menos que el problemático y odioso chico del sauce.  Definitivamente su dilema no era lo que pasó, sino con quién.

   Lo que menos comprendía era por qué había sentido tanto. ¿Sería lo mismo para todos? ¿Sentiría lo mismo con otra persona, otros labios? No quería boicotear la sensación de su primer beso, pero necesitaba responder esos interrogantes. Aun así, besarse con otro chico porque sí no era una opción. Julién la había arruinado. Se agarró los cabellos desordenados y haló un poco de ellos mientras se derretía sobre la mesa. Quedó con el rostro apoyado en el mantel y cerró los ojos.

—¿Segura que estás bien? —inquirió Marina, tocándole el hombro con suavidad.

—La cabeza... necesito silencio.

  Eso fue todo lo que dijo. Su tía siguió con lo suyo, mirándola de vez en cuando. Ella había sido joven en algún tiempo, pero las costumbres habían cambiado. Mientras que en su generación, el hecho de que el chico que le gustara no la invitara a bailar sería un problema, en los tiempos actuales los conflictos eran más complejos. Recordó a las muchachas que eligen tener su primera vez luego de la graduación, las que se pelean con los novios, las que se dan cuenta de que son engañadas, que están embarazadas, etc. Al final optó por prepararse un té de tilo y confiar en las elecciones de su sobrina, después de todo no parecía ser el tipo de mujer de las películas.

   Al terminar de almorzar, Emilia decidió que ya era tiempo de revisar su celular. Sabía que tenía mensajes por la luz titilante que la acosaba desde que se había despertado. Los abrió obligada para dejar de pensar. Uno era de Jo preguntándole cómo llevaba la resaca. Y el otro era de Abi. Respiró aliviada y se dirigió a la ventana. En algún momento tendría que salir. A pesar de que ya estaba oficialmente libre del colegio, lo que se venía no era más fácil. Sus tíos no tocaron el tema en la comida para darle tiempo, pero ella debía elegir algo y sentarse con ellos a conversar. Tenía que irse, lo presentía. No podía seguir en Los Sauces, donde todo le salía al revés.

   Se acordó de sus padres. Posiblemente le ayudarían a tomar una decisión. Sabía que vivían en otra ciudad, aunque nunca mencionaron cuál. ¿Tendrían lugar para ella? Un no rotundo se le cruzó por la cabeza. Octavio y Marina habían dejado en claro desde un principio que el dinero no sería un problema y, teniendo esa posibilidad, la mejor opción sería vivir sola.

   Encendió su notebook y buscó la página de distintas universidades para leer el plan de estudios de cada carrera mientras jugaba con su anillo. Una parte de ella prestaba atención a lo que investigaba y el resto divagaba con el brillo de su joya. "Todavía no entiendo para qué sirves" le dijo con total soltura. De repente recordó al gitano del festival. Él estaba muy interesado en comprarlo. Tal vez sabía algo. Posiblemente haya mucha gente dispuesta a conseguirlo, ¿será único o habrán otros similares? Estaba segura de que era un regalo de su madre aunque nunca lo dijera de manera explícita.

   Resolvió salir al día siguiente al centro en busca de respuestas. En el fondo sabía que era una manera de posponer todo el rollo de la universidad, pero tampoco esperaba mantenerse al margen de lo que fuera que su objeto significara. Antes tenía que hacer algo más, disculparse con Jorge.

  Después de una charla cortante, logró convencerlo de esperarla en su casa. Salió con prisa, no quería cruzarse con ninguno de sus vecinos, y tomó el colectivo. Mientras viajaba, veía el paisaje difuminarse en una transición de cuerpos y objetos ajenos. Se dio cuenta de que muy pronto estaría completamente sola, a su merced y tenía que ser fuerte para lo que el futuro le aguardara.

   Jorge vivía lo demasiado lejos como para permitirle pensar en su existencia, escuchar música y leer algo en el recorrido. Solía viajar con un libro en mano, pero esta vez lo había olvidado. Al tiempo en que buscaba algo para distraerse, miró por la ventana una feria que se había instalado en una plaza de un barrio que no conocía. Siempre pasaba por allí, pero nunca había pisado esa zona. El transporte se detuvo y gran parte de la gente bajó en esa parada. Un impulso la obligó a imitarlos.

   Cruzó  la calle y, mientras el resto se dirigía hacia los puestos o hacia conocidos con los que habían quedado en encontrarse, ella se quedó inmóvil. Observó los distintos stands, los árboles, las personas, los animales que paseaban con sus dueños. Pensó en que no le haría mal quedarse un rato y luego retomar el viaje, con el próximo colectivo.
   La hilera de artesanos ofrecía todo tipo de joyas, adornos y prendas. Pero ninguno tenía lo que ella buscaba, ningún anillo similar al suyo. Ninguna sortija sobresaliente. Tampoco se animó  a preguntar. No quería que sucediera lo mismo que en el festival, por lo que ocultó la piedra como solía hacerlo: girando el anillo.

   En una esquina se había reunido bastante gente y Emilia se acercó para ver de qué se trataba. Un grupo de acróbatas y malabaristas había montado un espectáculo y pasaba una gorra para juntar propina. Tuvo que ir escabulléndose hasta quedar detrás de un señor, en una ubicación desde la que veía todo sin necesariamente estar expuesta. Vio el final de la presentación de una mujer  que hacía malabares con pelotitas de colores. Todos aplaudieron y luego, la misma muchacha, pasó con su sombrero recogiendo dinero.

   Emilia se concentró en el joven que preparaba un acto con antorchas. Lo vio encenderlas y dirigirse al centro con total seguridad. Luego pidió que se abriera un poco el círculo para evitar accidentes y comenzó su muestra. El fuego formaba toda clase de figuras con la estela que dejaba. Con gran destreza hizo girar las varas enfurecidas, soltándolas en ciertos momentos para que volaran hacia arriba como ruedas de fuego implacables. Los presentes abrían la boca de exclamación, hipnotizados por la danza ígnea jamás vista.

   Cuando el chico escupió fuego, la gente retrocedió maravillada, con ese tipo de admiración que sólo el peligro produce.  Pero Emilia no se percató de eso, hasta que terminó el acto y el joven se inclinó para agradecer la ovación, guiñándole un ojo al verla sola al frente de la multitud. Ella se giró sobresaltada, saliendo del trance, y verificó que estaba unos pasos delante de todos. Había estado tan concentrada con el resplandor del fuego que perdió conciencia de la situación. Segundos después, él pasó con una gorra y ella sacó apresurada un billete para no demorarlo.

—¿Te gustó? —la interrogó con una media sonrisa, típica de alguien seguro de sí mismo.

—Sí, eres muy bueno con el fuego —respondió sin mirarlo a los ojos. No quería establecer más contacto.

—Gracias, cuando quieras te enseño algunos movimientos.

   Ella no pudo evitar levantar la vista. Tenerlo tan cerca había cambiado completamente su perspectiva. En sus ojos había una chispa indomable, como si hubiera absorbido el reflejo de las antorchas. Era algo mágico que la hizo reaccionar de la manera menos esperada para su forma de ser.

—Me encantaría.

—Entonces sígueme.

  Al parecer, él era el último en presentarse, el broche de oro. Luego de que la función terminó y la gente se dispersó en distintas direcciones, lo vio levantar sus cosas, despedirse del grupo y caminar hacia la esquina opuesta de la plaza.  Emilia fue detrás de él, a una distancia prudente de dos metros.  Él se sentó en una banca y le hizo un gesto con la mano para que se sentara a su lado.

—¿Cómo te llamas? —La miraba a los ojos y ella tenía que hacer un esfuerzo para hacer lo mismo.

   Estaba intimidada. Tener de cerca a un joven con tanta confianza y esa mirada en llamas, no le transmitía precisamente paz.

—Emilia. ¿Tú?

—Ícaro.

—¿En serio?, es un nombre raro —No pudo evitar reír nerviosa. La belleza del chico la perturbaba. Podría ser descrito, sin pecar de exageración, como un Dios encarnado. Es decir, si es que alguna vez llegara a ver uno, Emilia suponía que debía de verse como él.

—Es lo que sucede cuando tienes dos padres aficionados a la mitología griega —respondió él sin perturbarse.

—¡Qué paradoja!... el nombre justo para un aficionado al fuego —reflexionó tras un breve repaso mental de sus clases de literatura.

—Sí —dijo pensativo y miró hacia el frente. Emilia sintió un alivio porque estaba comenzando a transpirar de los nervios que le producían esos ojos de fuego—. A veces pienso que es el karma de mi nombre.

  Cuando volvió a mirarla, ella no pudo evitar pestañear. ¿Había estado alucinando? Sus ojos eran comunes, no había ningún rastro de lo que ella había creído ver. Ninguna llama, ningún destello, nada de nada. Él frunció el ceño tratando de entender lo que pasaba por la cabeza de su acompañante.

—¿Te pasa algo?

—Perdón, es que creí ver algo. Tienes unos ojos raros —confesó nerviosa.

—No lo creo, soy bastante normal... —repuso mirándola de perfil.

—Lo siento, estoy un poco cansada. Debe ser eso —Se frotó la frente—. Volviendo al tema de tu nombre, no creo que sea un karma.

  Ícaro sonrió.

—Depende de dónde lo mires—replicó.

—Creo que podría ser una limitación el no dejarte volar hacia el sol, pero tampoco es que lo necesites. ¿Aquí en la tierra estás bien, cierto? —preguntó sonriendo. Él levantó una ceja, incomodándola aún más. Era una pregunta estúpida, pero no podía arrepentirse. Se parecía al tipo de conversaciones absurdas que solía tener con Jorge. Al pensar eso, su semblante se ensombreció recordando que debía disculparse en breve. Pero la voz del joven la sacó de sus recuerdos.

—Claro, pero si algún día quiero volar tengo el constante recordatorio de que puedo quemarme en el proceso y caer. Que mi amigo, el fuego, puede volverse en mi contra.

—¿Sería tan malo caer? —preguntó ella tratando de crear nuevos nexos para no parecer tonta.

—Creo que depende desde dónde sea la caída. De lo moral, de lo físico, de lo espiritual, de la vida en general... —se recostó sobre el asiento—. Pero hay caídas que dan más placer que cualquier subida —la miró con un brillo en los ojos y ella creyó ver de nuevo una llama arder en algún recoveco de su iris.

—Interesante —Fue lo único que pudo decir. Su mente se extravió rememorando su incidente en el colegio. Eso sería una caída, de acuerdo a la conversación que estaba teniendo. El accidente de Chester también.

—Así es. Blanco y negro, ying y yang. Para subir hay que caer.

   Las últimas palabras le produjeron un estremecimiento a Emilia. No la frase en sí, sino la profundidad con que fueron dichas. Quedaron en silencio unos segundos, mientras ella lo examinaba de pies a cabeza y él miraba al cielo, disfrutando del aire sin importarle el intenso escrutinio al que estaba siendo sometido. Vestía con ropa de marca y, a pesar de haber estado con un grupo de circo en la plaza, cualquiera pensaría que era de clase social alta. Sus finas facciones, la manera de hablar, los gestos, la confianza... no era un simple artista callejero.

—Me gustaría aprender a hacer algunos trucos.

—Cuando quieras —exclamó abriendo los brazos.

—Otro día, ahora tengo que ir a lo de un amigo —Hizo una mueca de pena.

   El soltó una carcajada grotesca y al mismo tiempo divina. Sólo él podía tener ese magnetismo y dejarla en blanco.

—¿Por qué haces algo que no quieres hacer? —preguntó acercándose unos centímetros que le aceleraron el corazón.

—Porque debo disculparme, anoche fui grosera con él.

—Entonces hazlo y deja de dar vueltas. A nadie se le cae el status por pedir perdón.

   Lo hacía sonar tan fácil que por unos segundos Emilia se sintió con una energía renovada. Al fin y al cabo, Ícaro tenía razón. Era un simple trámite.

—De acuerdo, iré ahora.

—Nos vemos, niña —se levantó y agarró sus cosas con una rapidez sorprendente.

 Para cuando ella reaccionó, él ya estaba lejos y tuvo que correr para alcanzarlo. Algunas personas se voltearon a verla porque sus pisadas no eran precisamente silenciosas. Aun así él continuó con su marcha veloz y no se detuvo hasta que Emilia, bastante agitada, pronunció su nombre casi sin aliento.

  Ícaro volteó con lentitud y una sonrisa de victoria que la irritó. Le estaba tomando el pelo, pero no podía darse el lujo de pasar de él porque necesitaba su ayuda.

—¿Cómo hago para encontrarte?

—Cierto —respondió triunfal y sacó una tarjeta del bolsillo de su jean—. Llámame mañana a la tarde.

—De acuerdo —Recibió el papel y vio que era su contacto profesional, como artista circense. Salía bastante intimidante en la foto, con haces de luz rodeándolo como un Dios del fuego.

   Al levantar la vista, el muchacho había desaparecido. Vio el cielo ya oscuro y decidió volver a su casa antes de que anochezca. Estaba cansada y el impulso de disculparse ya había desaparecido. Mejor le daba más tiempo a su amigo. Se mintió a sí misma para tomar el colectivo y regresar sobre sus pasos. No estaba lista para mendigar un perdón. Su mirada se endureció recordando todos los regalos y los momentos que había compartido con Jorge, ¿cómo se le ocurría decirle que ella sólo recibía, que era una egoísta?

    Con ese pensamiento levantó una pared de fuego en su corazón. Nadie volvería a denigrarla.


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