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DIEZ

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-¿Matarás a estas pobres mujeres? -el diablo apareció en el centro del semi-circulo que las brujas hacían a mi alrededor. Palo gruñó erizando todo su bello naranja. -Son inocentes.

-¡Eda! -Athel bramó en algún lugar. -No le escuches. -giré a encontrarle, le estaba dando el niño a Medford. -No le mires. -su expresión turbada.

La mujer debajo de mi sollozó y regresé mi vista a ella.

-¿Porqué tienes sed? -le pregunté. -¿Qué te pasa? -dije más inquisitiva. -¿Porqué tienes hambre?

-Ellos no lo saben. -cantó en un hilo de voz.

-¿Quién son ellos? -apreté la daga en su pecho, en un movimiento cruel, queriendo obligarla a hablar, pero los ojos de la mujer brillaron con consuelo.

-Están poseídas, Eda. No va a decirte nada más. -Hilda apareció a mi lado como una sombra. -No pueden, están sometidas. Solo pueden cantar.

-Qué mezquino. -murmuré. -¿Porqué no nos ataca? -miré al diablo.

-Él no ataca, él seduce. -sus manos llegaron a las mías y ejerció presión para que la daga se clavase en el pecho de la mujer tendida debajo de nosotras. -Descansa hermana. -susurró Hilda y apretó, haciendo que nuestras cuatro manos la matasen con piedad. Por primera vez un malestar frío recorrió mi cuerpo. No era a la primera que mataba, pero sí la primera que me dolía.

Llevé mis dedos a los ojos llorosos de la bruja muerta y los cerré. Su rostro estaba relajado su piel brillaba en la noche oscura.

Volví a observar mi alrededor, los hombres estaban a un lado, apartados y por detrás del circulo de brujas delante nuestro. El niño estaba a salvo. Quedaban cuatro mujeres en pie, dos a cada lado del diablo. Ninguna nos miraba con amenaza y eso tampoco me gustó. Me levanté lentamente.

-No te confíes. -escuché que Hilda susurraba a mi lado. Sentí el apretón de su mano cuando me devolvía la daga.

Con el antebrazo sequé mi frente cubierta en sudor. Sabía que mis nudillos estaban blancos de lo fuerte que estaba apretando las armas. El pelo suelto se arremolinaba en mi espalda en ondas enredadas.

-Veo que no puedes acercarte a nosotros. -le reté. El hombre no se movió. -¿Es que no eres tan fuerte como quieres que creamos?

-Soy tan fuerte como tu, princesa. -dijo en mi cabeza.

-Princesa -susurraron las mujeres también.

-¿Por qué haces esto? -seguí acercándome lentamente. Observé sus manos, su atuendo, la cruz de madera colgada bocabajo de su cuello.

-Ya lo sabes. -dijo sin más. -Ellas buscan una salida. Yo se la doy. -Sentí a Hilda incorporarse y Palo estaba entre mis piernas ahora. -Tu también buscas esa salida. -apuntó. Ahora le miré fijamente, aunque sabía que no debía. De algún modo me creía imbatible. O no, pero empezaba a darme cuenta de que no me importaba morir. -Yo puedo dártela.

Movió sus dedos huesudos en el aire, de modo que la brisa danzó entre ellos, obedeciéndole, en un gesto casi hermoso. El mundo a mi alrededor se estrechó, como si pasáramos por un atajo abierto en las montañas. Solté las dagas en un golpe seco y estas se clavaron en el suelo y entonces de su rostro salieron unos hilos gruesos y sombríos que ondularon quedamente por el espacio hasta mi, quedando a escasos centímetros de mi ombligo. Lo observé, subí las protecciones y esos dedos retrocedieron ligeramente, como repelidos por mi sola presencia.

-¿Qué puedes darme exactamente? -dije lentamente. Él rio y el sonido fue escabroso y profundo. Volví a sentir un espasmo asqueroso en el estómago.

-Eda. -me advirtió Hilda desde algún lugar. -No tientes a la muerte.

-Te lo mostraré. -la voz del diablo sonó como un trueno atravesando el bosque, los hilos volvieron a acercarse a mi y todo lo demás pasó muy deprisa.

Mi mente parecía adormecerse, como si estuviese entrando en un estado muy profundo de cansancio. Mis labios comenzaron a susurrar algo que no entendí. Mi cabeza gritaba también, fuerte e invicta, y me vi a mi misma agarrando los barrotes de una celda mientras mi padre le daba las llaves de ésta al rey Godric. No tenía rostro, pero era joven y grande. Yo no dejaba de gritar, de suplicar, de incendiar mi garganta con rabia y ruego para encontrarme ante una inmensa nada. Ninguno de los hombres me veía, ni me escuchaba.

Entonces Athel llegó a mí y me abrazó por la espalda haciéndome presa de una cálida armadura. Hilda comenzó a cantar la canción, en susurros, con sorna y maldad y las mujeres la miraron fijamente y siguieron sus palabras, hechizadas. Mis ojos se cerraron con dolor, mis dientes castañearon del frío, y jadeé como jadea alguien que lleva bajo el agua más tiempo del que sus órganos pueden aguantar. Y no, no era frío esta vez. Era miedo.

-Sé que haces esto porqué mueres por mis atenciones y no sabes como más conseguir que te tome. -susurró el cazador, queriendo devolverme a la realidad. Todo el bello de mi cuerpo se erizó y me destensé en sus fuertes brazos. Los barrotes de mi celda se deshicieron en mis manos. Miré los brazos de Athel sostenerme. -Pues aquí me tienes, Eda. -sus gruesos labios se posaron en el trozo de piel detrás de mi oreja, besándome. -Todo tuyo. -Los hilos del diablo retrocedieron lentamente, mi cuerpo despertó. -A tu merced, aquí. -dejó otro beso y vibré. -En el bosque, -decía -con Hilda, Medford, Sige, Albert y el niño al que has salvado.

-Oswald. -susurré. Sentí a Athel asentir, sus pulgares moviéndose en la piel expuesta de mi clavícula.

-Bien pues, -dijo el diablo. -terminaremos en otra ocasión. Tal vez cuando estemos a solas.

Y cuando corrió hacia la oscuridad, las mujeres quisieron tirarse hacia nosotros. Hilda, sin embargo, no dejó de cantar y eso las mantuvo presas en el sitio. En un rápido movimiento, los cazadores nos rodearon con velocidad acabando con ellas. Mis manos agarraron los costados de Athel, sus pantalones supuse, en puños cerrados, mientras ellas caían muertas delante de mí.

-Eres fuerte. -dijo Hilda en algún momento mientras regresábamos al campamento.

-Ya. -mustié con sarcasmo. ¿Aquello había sido fuerte? Si no hubiese sido por Athel...cuando le miré, cabalgando tan cerca de mí que nuestras piernas se rozaban, él leyó mis pensamientos.

-Lo eres. -miré mis manos un instante para evitar mirar las suyas, que había tenido encima con tanta seguridad. Como si perteneciesen allí, en mi.

-Es importante ir acompañada cuando viajas por los reinos. -ese fue Medford. -Hasta el hombre más poderoso puede sucumbir a las sombras del infierno. -de reojo le vi santificarse. -Una mano ayuda a la otra, Eda.

Asentí lentamente.

-¿Eres la princesa Eda? -la tierna voz de Oswald rompió la marcha. Todos, absolutamente todos, detuvimos los caballos y nos encaramos. Los hombres sorprendidos mirando al niño, Hilda con su sonrisa de loba. Oswald me recordó a la niña de la fuente que dibujó a Palo en una hoja. Similitudes. Sincronías.

-Me encantaría serlo. -mentí lentamente. -Pero me temo que no. -mi sonrisa fue tan cándida que el niño secó sus lágrimas y asintió.

-Las princesas no cazan brujas, chico. -le contó Medford. -Están en sus castillos, felices y preciosas sirviendo a su pueblo.

Albert rió y al pasar por mi lado me empujó el hombro mientras decía:

-Menuda princesa serías tu.

-Testaruda y obstinada. -añadió Sige. -Una pesadilla.

-Harías abdicar al rey. -añadió Hilda con expresión entretenida, claramente disfrutando de la situación.

-Las brujas cantaban. -dijo Athel entonces. Todos le miramos. -Siempre lo hacen, pero esta vez vosotras sabíais la letra de la canción.

-Es la canción del aquelarre de la Bruja Reina. -contestó Hilda. -Todas la sabemos.

-¿Por qué la cantan las mujeres del diablo? -Sige preguntó. -Parece que tenéis una relación innegable con él, ¿no?

-Bien, -Hilda acarició su pelo negro corto por el mentón y lo peinó con una mano. -la tenemos. Somos las mujeres más fáciles de convencer.

Todos la miramos con atención.

-¿Qué significa eso? -ese fue Albert.

-Todas las brujas pertenecientes al aquelarre, pasamos a formar parte de él porqué creemos que la Bruja Reina podrá liberar a las mujeres de sus destinos horribles. -comenzó, sin aminorar la marcha y con su característico tono aburrido. -El aquelarre es nuestra única opción. -miró a Medford y su cruz. -Es como rezar. Nos aferramos a nuestra propia fe. -Asentí lentamente. -El diablo lo sabe y nos ofrece una salida a la vida que tanto odiamos. Una salida rápida e instantánea.

-Esperar a que la Bruja Reina haga algo para liberaros es más lento y tiene menos garantías. -sé que Albert pretendía preguntarlo, pero sonó más a una afirmación.

-Sigo sin entender de qué queréis ser liberadas. No trabajáis, no os jugáis la vida, no tenéis que hacer nada más que lavaros, servirnos, darnos hijos y vivir en la casa que os construimos. ¿Tan malo es eso?

-No es malo si lo eliges tu misma. -recordó Hilda aquello que tantas veces habíamos dicho ya, pero que parecía seguir siendo insuficiente argumento para Sige.

-Quieren ser tan libres como los hombres. -Medford dijo lentamente. Le miramos sorprendidos.

Sige bufó. Yo sonreí orgullosa y Hilda continuó:

-Creemos que la Bruja Reina nos salvará a todas, en efecto. Pero -ahora detuvo el caballo y nos miró con oscuridad. -no todas tienen el tiempo suficiente para esperar. Y cuando el diablo las encuentra...

-Unirse a él es su mejor opción. -terminé yo.

Me lo suponía, pero escucharlo en voz alta al fin, extendió una capa de alivio en mi cuerpo. Verme a mi
misma agarrando los barrotes de mi cárcel me ayudó a entender el arrebato de Rowa en el claro del aquelarre. Aquél era el poder del diablo; infundir miedo.

Más tarde, de nuevo en el campamento, los hombres rieron joviales y el ambiente se aligeró mientras hablaban de como de épica había sido la batalla de aquella noche. Explicarían historias sobre las brujas y su canción, decían, a todos los pueblos a los que fuésemos y se lo contarían a sus mujeres imaginarias y a los hijos que viniesen. Nadie parecía querer volver a dormir pues el alba estaba llegando.

Me entretuve con ellos y reí con sus tonterías. Cuando miré a Athel me sorprendió regalándome una inmensa sonrisa, una de verdad, sin fanfarronería ni arrogancia ni coquetería. Una verdadera y fuerte que sentí que me sostenía, como sostienes a alguien que te importa y para el que quieres todo el bien del mundo.

Y aquel fue otro de aquellos escasos momentos en mi vida en el que sentí que pertenecía a algún lugar.
-Gracias. -le dije. Él me dedicó un guiño coqueto, apreté mis labios para no sonreír. -Casi vuelvo a caer esta noche. -igual que la primera noche. Le miré nuevamente, con aquellos ojos azules tan profundos, su rostro tan atrayente y los arañazos en sus brazos y cuello dándole un toque aun más insolente y arrebatador.

-No me des las gracias, estamos juntos en esto. -su voz profunda, su mirada repasándome y dejando aquel halo de calor tan característico de Athel.

-Te las doy de todos modos, -asentí -porqué, aunque sé que me mantienes viva por tu propio interés, yo estoy tremendamente agradecida de que lo hagas.

Y porqué jamás nadie lo había hecho por mi, Eda. Siempre lo hacían por la princesa de Sussex y su alianza con Kent, que era todo lo que su vida valía.

Él asintió lentamente, siempre observando mis ojos y mi rostro. Después de un poco dijo:
-Te recuerdo que el trato tiene dos lados. -ahora se puso serio. -Es justo que si estás haciendo esto por mi, me pidas lo que sea a cambio. -agarró sus manos juntas. Yo miré los músculos que se crearon en sus brazos. -Lo que sea que pidas, te lo conseguiré.

Nos miramos el uno al otro un momento. Él esperando que le pidiese mi parte, supongo, pero yo, sin idea de qué pedirle no pude hacer otra cosa que decir:

-Gracias de nuevo.

-Nos ponemos en marcha. -Athel se levantó y llamó la atención de todos. Las luces anaranjadas del amanecer comenzaban a aparecer en el cielo. Luego miró hacia mi y con la más suma tranquilidad dijo: -Y siempre que caigas estaré yo.

Mentiría si dijera que mi cuerpo entero no tembló todo el camino hasta la casa de Oswald, en el pueblo que habíamos bordeado la tarde anterior. Las emociones corrían por mis venas haciéndome vibrar. Era más consciente de su presencia que nunca. Si es que eso era posible.

Ninguno de mis pensamientos fue coherente en la hora en la que tardamos en encontrar a la familia del muchacho. Los hombres trotaban sus monturas fuera de Bedford con vehemencia y yo agarraba con fuerza mi silla y miraba el horizonte aparentando indiferencia mientras mi corazón saltaba con una mezcla desconocida de emociones. No pude volver a mirar al cazador, tenía pudor.

Pudor yo, la desvergonzada y salvaje hija de Edward el grande. La misma que corría descalza por los bosques.

En algún momento de la mañana paramos en una posada al margen del camino secundario que iba al borde este de Marcía. Estábamos todos sentados en una mesa vieja con bancos de madera oscura, el ambiente era tranquilo y las conversaciones amenas y sin fin. Mientras aguardábamos la comida, me entretuve a recoger mi cabello en unas trenzas atadas entre sí y cosidas en un moño bajo. Muchas veces mi doncella me hacía aquel peinado y me descubrí pensando con agrado, por vez primera, en el trabajo de aquella muchacha. Era una desagradecida.
Me lo até con una de las cintas blancas.

Cuando llegó el pan recién horneado, el aroma acarició mi estomago con placer y gruñí mientras cortaba un trozo para Palo. Que se sentaba en el suelo, entre mis piernas y con su morro apoyado en ellas.

-Veo que somos más cercanos ahora. -susurré dándole la comida. Él la cogió y la engulló sin masticar. Puse una mano en su cabeza y se movió ágil para apartarse de la caricia. Luego volvió a apoyarse en mis piernas. Palo ponía los limites y yo debía respetárselos. Reí bajito.

-¿Sabes? -Hilda llamó mi atención sentada delante de mí. -Una vez conocí a tu madre.

Levanté la cabeza y mi espalda se estiró como una flecha. Miré un momento a los hombres, hablando despreocupados.

-¿Y no me lo has dicho hasta ahora? -murmuré.

-No he tenido ocasión. -movió los hombros como si nada. -Te he visto sonreír y me has recordado a ella.

-Cuéntame. -exigí.

-Cuéntame, por favor, deberías decir. -sonrió ella. Yo rodé mis ojos con poca paciencia. -Vino a ver a Tora, se quedó varias semanas. -Hilda bebió una cucharada de sopa de cebolla, después de tragar siguió: -Acudió a una de las reuniones del aquelarre, incluso.

-¿Sabías quien era? -quise saber. No podía entender que haría una reina mezclada con todas ellas y como habría llegado allí sin ser descubierta.

-En ese entonces no. Lo sé ahora, que te veo a ti con mis propios ojos. -su mirada fue tierna.

-¿Cuánto hace de eso? -quise saber.

-Diez años, tal vez. Tenía quince. -asintió y bebió más caldo. -Suelta el pan. -murmuró.

Miré mis manos, cerradas en puños encima de la mesa y con el pan desecho en ellas. Las abrí lentamente, sintiendo mis dedos adoloridos y esparciendo las migas aun calientes. Lo volví a agarrar y se lo di a Palo para que nadie lo viese.

-¿Tora te dijo alguna vez qué hacía allí? -susurré ahora. Hilda miró a los hombres en la mesa, que seguían hablando.

-No me lo dijo. -Los ojos de la chica brillaron. -Pero imagino que ella vino por el mismo motivo que viniste tu.

-¿Para cambiar su destino? -¿mi madre no quería a mi padre? ¿No quería ser reina? Hilda sabía mucho más de lo que estaba diciéndome, y supe que en parte no lo haría porque probablemente Tora le hubiese dado ordenes expresas de no hacerlo. Según ella, Cyra era la única que tenía potestad para contarme cosas de mi madre, la reina Ebba. Me moría de ganas de enfrentar a la bruja.

-Para cambiar el tuyo. -dijo al fin.

-¿Van a querer algo más, señores? -una camarera joven, de más o menos mi edad llegó a la mesa y clavó sus ojos en Athel. Luego tragó audiblemente y se sonrojó cuando él le dedicó su atención.

-Y señoritas. -puntualizó Hilda, siendo ignorada.

-Estamos estupendamente, gracias. -dijo él con una sonrisa amplia. Vi como la chica contemplaba sus labios y sus dientes perfectos y me desconcertó.

-Estaré detrás de la barra si me necesitas. -murmuró entonces. Cuando se fue, los hombres rieron como niños descontrolados.

-Siempre igual. -se quejaba Albert. -Es imposible conseguir atención femenina cuando vamos contigo.

-Disculpad, -una voz honda llegó a mi lado. Hilda ya le observaba con brillo en el rostro. Un hombre joven, robusto y grande con el pelo tan anaranjado como el mío y los mismos ojos ambarinos llegó a mi lado. -no he podido evitar verla entrar antes, señorita. -apreté mis labios juntos intentando no sonreír con desgarro por tal muestra de atención, no quisiera parecer tan vanidosa como el cazador. -Y debo decirle que no he visto en mi vida belleza igual a la suya.

-Oh. -jadeó Hilda delante de mi. Yo no pude evitar reir ahora. -Benditas las coincidencias.

-Es usted de lo más halagador, señor. -dije con delicadeza. Él movió sus manos, agarradas detrás de su espalda dejándome ver una flor. Un bonito lirio blanco.

-¿Me haría el honor de aceptar esta ofrenda? He pensado en lo hermosa que estaría en su cabello. -tendió la flor hasta mí y me levanté del banco para dedicarle una sincera reverencia antes de cogerla.

-Muchas gracias. -me la fijé en el moño bajo. -Es preciosa.

- ¿Me permite? -preguntó. Asentí sabiendo qué quería.

Y sin más, el hombre agarró mi mano llevándosela a los labios y la besó. Jamás nadie se habría atrevido a tal cercanía con una princesa. Mucho menos a besar mi mano desnuda con sus labios. Y de inmediato el recuerdo de los labios de Athel en mi oreja, los besos que dejó allí la noche anterior arrebolaron mi rostro con un sofoco incontrolable. El joven pensó que fue mi reacción a su beso y su pecho se hinchó de orgullo. Bien, me alegraba que fuese eso lo que pensaran desde fuera y nadie pudiese leer mis pensamientos.

-Nadie a excepción de mi. -corrigió Hilda en voz alta. Yo tosí, atragantándome con mi propia saliva.

-Subo protecciones. -le contesté, mirándola a los ojos con desafío.

Y el hombre me soltó y apretó mi mano. Sus ojos brillaron cuando yo noté que estaba dejando algo en ella. Se despidió con caballerosidad. Al abrir mis dedos vi una piedra, con el algiz pintado en ella.
Hila elevó sus cejas al verla, luego sonrió.

-Cyra. -susurró.

-Si nos quedaba alguna duda de que esta muchacha pertenece a una corte, -Medford llamó nuestra atención. -ya nos la acaba de disipar. -cuando le miré con pesar dijo: -Tus modales son ejemplares, Eda.

Estudié a Athel, que observaba al hombre que acababa de irse. Me regodeé al pensar que tal vez le hubiese afectado aquel encuentro del mismo modo que me había molestado a mi la camarera.

Más tarde, aquella noche cuando teníamos el campamento montado en una llanura que travesaba gran parte del reino y parecía no tener fin, le pregunté a Hilda quién era el rey maldito. Ella, sin embargo, sonrió con maldad, como cada vez que se lo había preguntado.

-No es mi destino decírtelo.

-Por supuesto que no. -mustié. -Dime algo que sí sea tu destino decirme, entonces. -la observé, tumbada a mi lado, y me recosté sobre mi codo. Sus ojos brillaron divertidos y yo aparté un mechón ondulado detrás de mi oreja.

-Vas a casarte con un rey -susurró para que no la oyeran -y será una pesadilla si tu corazón le pertenece a un cazador. -la miré con el ceño fruncido, ella suspiró con dramatismo llamando la atención de todos y se levantó para unirse a los hombres alrededor del fuego. No sin antes decir: -Pero supongo que no tienes control sobre eso.

Me quedé mirando la nada mientras sus palabras resonaban en mi mente. Las empujé bien lejos para hacerlas desaparecer y fundirlas entre tantos otros pensamientos. Observé el pasto moverse en todas direcciones con las ráfagas de brisa heladas y cubrí todo mi cuerpo con la espesa manta. Obligándome a pensar solo en eso.

Intenté dormir al raso por lo que me pareció una eternidad, pero no pude. Solo daba vueltas sobre mi misma con malestar y exasperación. Salí del lecho y arrastré las mantas hasta la tienda donde debía dormir con la bruja, las lancé a un rincón y volví a salir con sigilo, sin querer llamar la atención.

A unos pocos metros había una arboleda. No era un bosque, pues la llanura se extendía por lo que parecía una eternidad, pero serviría. Cuando llegué debajo del primer roble, me descalcé. Sentí la escarcha en mis pies, helada y punzante, pero me reconfortó, estaba acalorada de tanto silenciar mis realidades.

Suspirando lentamente, comencé a avanzar entre los árboles, viendo la luna asomarse menguante entre ellos. No había claridad y no sabía donde estaba, pero inmediatamente me sentí como en casa. Como siempre, en el bosque encontraba una parte de mi misma que perdía cada vez que lo dejaba atrás.

Palo se había quedado en el primer roble, junto a mis botas, como si pudiese leer mi estado de ánimo y respetase mi espacio.

Caminé hacía arriba y hacia abajo en la arboleda, sin cesar y con ritmo pesado dejándome recordar la noche en la que partí de Sussex. Como Cen me encontró en la casa de Cyra, me llevó hasta padre, quien anunció mi partida sin una pizca de pesar. Como salí de allí como un animal a la caza y como nunca, jamás, volví a mirar atrás pero sin dejar de observar lo inevitable cabalgando en mi dirección.

Se sentía lejano y extraño, como si aquella princesa forajida no fuese ésta chica caminando ansiosa.

El crujido de unas botas precedió a la tormenta de magia que descargaba el cazador. No pude evitar sonreír con la chispa que el sonido encendió en mi cuerpo. Athel me seguía y a mi me encantaba eso. Pareció ser el cese de mi angustia, también.

Mientras entraba en la fronda, buscándome, supuse, me escondí en el hueco del gigantesco tronco de una haya centenaria.    

Los pasos de Athel eran tranquilos. Parecía que sabía exactamente a donde dirigirse, pues también había calma en su modo de respirar cada vez más cercano. Le dejé caminar alrededor del árbol por un rato hasta que se detuvo a escasos centímetros del tronco. Le escuché sonreír. Entonces, salí de un salto, rápida y ligera, abalanzándome hacia él.
Athel, al que no tomé por sorpresa, envolvió sus fuertes brazos en mi cintura y me agarró en los aires pegándome a su cuerpo. Mis manos fueron a sus hombros en busca de agarre. Esos hombros, que solo estaban cubiertas por la fina camisa blanca, pues se había quitado el jubón de cuero y los músculos de estos estaban quemando las palmas de mis manos. Era la primera vez que tocaba a un hombre, valga decir.

-Te tengo. -gruñó. Le miré, quedando por debajo de mí, con su sonrisa torcida enseñando sus dientes. Había brillo en sus ojos. Mis pechos no rozaban su cara por poco, sé que él pensó lo mismo, pues su nuez se movió con dificultad.

-Te tengo yo a ti. -murmuré dándole un toque en el hombro para que me soltara. No me soltó, claro.

-¿Ibas a atacarme? -aflojó su agarre y mi cuerpo resbaló unos centímetros hacia abajo, dejando así mi rostro justo delante del suyo. Una oleada de su fuerza me invadió. Pero no de la fuerza física, si no de la que salía de su interior. Me sentí atrapada en un placentero remolino de incertidumbres y deseo.

-Me estabas siguiendo. -puntualicé. Sus labios estaban a escasa distancia de los míos. Se los lamió en ese momento. Todo mi cuerpo pegado al suyo, apreciándose estable y rudo. Sentí mis mejillas calentarse y me alegré de que fuese de noche. -Puedes bajarme. -mi voz quedó ahogada. Mis pechos estaban pegados a su torso, causándome un insólito placer. Apreté las piernas cuando sentí un cosquilleo subir por ellas.

Athel me soltó de pronto, como si se acabase dar cuenta del modo en el que sus manos envolvían mi cintura. Mis pies tocaron el suelo pero no retrocedí y enseguida sentí frío y añoranza y quise volver a ser envuelta por sus brazos. Maldita sea.

-No me pidas eso -murmuró poco a poco. Sus ojos se llenaron de lo que supe, con total seguridad, era deseo.

-No he pedido nada -susurré yo.

-Tus ojos lo hacen -Athel apretó los puños a ambos lados de su cuerpo. No pue evitar sonreír.

-¿Qué es lo que te piden? -pronuncié muy lentamente, no podía parar. Sé que debía, pero no podía.

-Que vuelva a tomarte -dijo él. Mis labios se abrieron, ávidos, los lamí y él gruñó.

-¿Y por qué no puedo pedirte tal cosa, Athel? -ronroneé. No sé qué estaba apoderándose de mi y tampoco sé porqué no sentía ninguna clase de remordimiento o responsabilidad hacia mi futuro. Pero me daba absolutamente igual en aquel momento.

-Porque no puedo tenerte en mis brazos y no besarte, Eda -susurró torturado, con sus dientes apretados y su mandíbula marcada. Era irresistible y necesitaba estar más cerca, me atraía como una abeja a la miel. Adicta, pegada, queriendo más.

Y entonces, Athel mordió sus labios con frustración al verme allí, desafiándole y orgullosa y supe en ese momento que no había vuelta atrás.

Enredé mis manos en su cuello y él se inclinó para que nuestra altura no fuese tanta. Entonces suspiró y volvió a levantarme del suelo, pero esta vez envolví mis piernas alrededor de su torso, haciendo que la falda de mi vestido quedase arrugada en mis muslos.

-Me estas matando. -los ojos de Athel se clavaron en los míos mientras sus manos se acomodaban en mis piernas y me agarraba con firmeza.

Le sonreí lentamente y después de comprobar, con deleite, que el aire quedaba atorado en su pecho, susurré:

-¿Vas a besarme?

En dos zancadas Athel llegó hasta el haya, apoyando así mi espalda en el y sin soltarme jamás llevó sus labios a los míos. No fue dulce ni tierno o tentativo, como había escuchado cuchichear a las doncellas de la corte. No, aquél primer beso fue deseo puro. Sus labios gruesos y cálidos llegaron a los míos haciéndome jadear. Sabía dulce y fresco y su pelo cosquilleó en mi frente. El corazón se me salía del pecho y mis piernas le apretaban como si le ansiara más que al aire. Sin poder evitarlo mis labios se separaron y con mi lengua busqué la suya, tironeando su pelo en mis manos, con afán. Él acarició los míos, los lamió con apetito, los besó una y otra vez sin dejarme respirar o pensar o hacer otra cosa que sentirle. En algún momento dejamos de estar de pie. Él estaba en el suelo de rodillas y yo sentada encima de sus fuertes piernas a horcajadas. Sentí que aquél momento me llenaba de vida, una vida que no sabía que podía tener. O que más bien no podría tener jamás y aquella era una ocasión única. Ocasión que iba a aprovechar con todas mis fuerzas.

Athel apartó sus labios de los míos y, con una mano en mi rostro, me contempló un instante, inspeccionándome. Fruncí el ceño y mordí mis labios hinchados necesitando más.

-Espero que eso no sea todo. -dije en un arrebato de descaro. Los ojos de él brillaron con desafío y una sonrisa perezosa adornó su apuesto rostro. Fanfarrón y vanidoso, como le conocí la primera vez.

-Solo estoy comprobando que esto esté pasando de verdad. -explicó. Yo sonreí y volví a tirar de él, besándole una vez más.

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¡Feliz sábado!
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Nos leemos el sábado que viene!

Millones de gracias.

m.r.marttin

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