CUATRO
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Cabalgaba de vuelta al árbol hueco donde había dejado las pertenencias, la yegua había acudido a mi encuentro.
Conseguí que Thomas se quedara con Medford, gracias a que éste le enseñase una cruz tallada en madera que colgaba de su cuello. Era un cura y parecía que al niño le tranquilizó aquello.
Acordamos encontrarnos en el campamento de los hombres. Todavía no estaba muy convencida de ir a pasar la noche con ellos, pero los ojos del chico al montar en la yegua me confirmaron que no podía dejarle. Antes de irme, observé unos instantes la hoguera quemar. Los cuerpos de lo que ellos llamaron brujas se deshacían a duras penas, con hedor y un humo negro cubría el claro.
-Se dice que no mueren si no las quemas -había explicado Sige ante mi desconcierto.
Hubiese recogido mis tres flechas, pero al estar clavadas profundamente en los cuerpos en llamas, recuperarlas hubiese sido un espectáculo. El emblema de mi padre no estaba grabado en ellas, así que no dejaba rastro. Como por acto reflejo, apreté en mi cuello la capa que me cubría el cuerpo y el arco.
Cabalgué de vuelta a mi escondite con Athel tras de mi. Su insistencia por acompañarme me molestó y excitó a partes iguales. Y claro, luego volvió a molestarme esa excitación. Solo era atracción. La atracción se pasa. No era nada incontrolable ni que fuese a ser un problema, pero aun y así, me molestó sentirme tan atraída por un hombre.
Fuese como fuese, estaba a mi lado, montando su caballo negro y manteniendo mi ritmo errático. Con la vista siempre al frente, con dignidad y casi aburrimiento.
Apreté mis manos en las riendas y la yegua aceleró el paso para dejarle atrás y llegar antes que él. No quería descubrirle que tipo de lugar elegía para dormir. No deseaba exponerme de aquel modo. O solo quería molestarle, no lo se. En todo caso; aceleré.
Tuve aproximadamente diez segundos de soledad desde que desmonté y comencé a recoger hasta que Athel me alcanzó.
Al llegar, saltó del caballo con agilidad y me encontró ya cargando la yegua con mis cosas. Paró en seco y me observó con desconcierto. Sonreí con astucia.
-Soy rápida.
- ¿Cómo? -con lentitud se acercó. Como si yo fuese un animal al que estaba cazando y temiese que saliera corriendo en cualquier momento. Él se apoyó ligeramente en la yegua mientras yo cerraba las bolsas de tela colgadas de esta. Conseguí encoger un hombro con desdén. - ¿Cómo eres tan rápida? ¿Cómo has sobrevivido? -sus ojos buscaban algo en mi rostro. Como había hecho en otras ocasiones. - ¿Cómo tienes tan buena puntería con ese arco? -ahora miró más abajo, hacia donde la capa quedaba ligeramente abierta descubriendo mi cuerpo. Yo no me cubrí, no sé bien el motivo, pero me deleitó ver sus ojos cambiar de color al mirar mi ropa interior. -Y ¿cómo se te ocurre salir vestida así en medio de la noche en un bosque repleto de brujas y demonios? O mucho peor -le miré esperando saber qué era peor que un supuesto demonio -repleto de hombres. -Bufé.
-Los demonios no existen -murmuré. -Y aunque coincido en que los hombres son peores, sabes que no hay ninguno por aquí -. Él levantó una ceja. -A parte de ti.
-Y si los demonios no existen, ¿cómo explicas lo que has visto esta noche? -preguntó mirándome.
-No sé explicarlo -dije después de una pausa. -Explícamelo tú, por eso me he quedado.
-No entiendo como has salido sola al mundo sin saber los peligros que este alberga. -Hablaba genuinamente intrigado, pero a mi me ofendió.
-Deja de ser un arrogante -le espeté -. Está claro que no sé nada de nada y que tú lo sabes todo -. Él sonrió de pronto. Una sonrisa amplia y grande que dejó al descubierto sus dientes perfectos. A este hombre, su rey le tenía bajo mucha consideración. Pocos eran los que lucían aquella sonrisa tan perfecta siendo simples guardias reales. -Así que, ya que voy a hacerte el honor de ayudarte con el niño -Athel rio alto -, haz tú el favor de arrojar luz a mi ignorancia.
-Los demonios existen -comenzó -. Y ese ser era uno -. Busqué en sus ojos algo que indicara que estaba mofándose, pero algo en mi interior sabía que no había otra explicación para lo que acababa de presenciar. -Viven en los bosques y se esconden en las sombras. Entran a los pueblos al anochecer y seducen a las chicas -. Frunció el ceño un momento. -A las chicas como tú.
-A las chicas como yo -repetí alzando una ceja.
-Inocentes, jóvenes, hermosas -murmuró. Sentí un pequeño escalofrío que cruzó mi espalda. -Solo vosotras podéis escuchar sus voces.
-Creí que las brujas no eran hermosas -escupí haciendo referencia a la apuesta que había perdido Sige. Su rostro estaba serio. Sus labios eran gruesos y aunque no era la primera vez que los miraba, era la primera que reparaba en el detalle.
-Las brujas no son limpias -apuntó. -Y una vez sí fueron hermosas. Cuando el demonio se las lleva, dejan de ser humanas y se convierten en monstruos sucios y desagradables.
Podía estar de acuerdo con él. Las siete mujeres del claro no eran ya mujeres, si no monstruos de ojos vacíos y sin alma. Nadie con alma haría lo que yo las vi hacer.
- ¿Por qué se han comido...? -no terminé.
-Cuando el demonio las posee, las envía a robar a niños. Siempre barones. Y los usan para sus ritos.
No pude evitar volver a pensar en Cyra, en sus premoniciones y pócimas, en su casita de madera escondida de todos. En sus enseñanzas, en nuestras conversaciones. Yo, creciendo con ella y sin jamás temerle. Sin poder, ni por un momento, llegar a imaginar que ella sería como alguna de las mujeres que había conocido aquella noche. No podía ser.
- ¿Cómo sabes todo esto? -susurré sin mirarle.
-Todos los hombres lo sabemos -. Se inclinó ligeramente hacia abajo para que mis ojos encontrasen los suyos. -Tenemos como deber proteger a nuestras familias, Eda.
- ¿A eso te dedicas tu? -observé su armadura, con el enorme emblema en el medio del pecho. Eran cinco espadas cruzadas y envueltas por un sol gigante. No había visto ese símbolo antes y no tenía idea de a donde pertenecía. Sin reparar en lo que estaba haciendo, alargué mis dedos y los pasé lentamente por las espadas grabadas, luego le oí carraspear y separé mi mano.
-Sí -contestó -. Cazo brujas. Por eso estaba en el claro esta noche -. Sé que hizo esa aclaración para que entendiese que no me estaba siguiendo o acechando. Yo no era tan importante para él. Sonreí lentamente. Arrogante hasta la medula. Si él o yo, no lo sabría decir.
Athel el guardia real que cazaba brujas. Supongo que eso incluía a todas las brujas. A brujas que comían niños en los claros del bosque y a brujas que crían a princesas. Pero al mismo tiempo, ¿había alguna diferencia entre ellas? Mi boca sabía a algo amargo otra vez. Me dolía la cabeza de pensar en que Cyra podía comer niños.
Luego recordé las piedras con las runas en mi bolsillo y una risa amarga brotó de mi garganta al imaginarme la cara de Athel si las viera.
-No cazo humanas -dijo y le miré. Estaba observándome, evaluándome y esperando una reacción. Hubo un silencio nos sostuvimos la mirada. Creció una tensión entre nosotros.
-Qué modo tan cortés de preguntarme si soy humana -. Sus puños se apretaron y fruncí el ceño. Palo llegó de algún lugar y se sentó tan cerca de mi que podía sentir el calor irradiar de su cuerpo. -No suenas como el hombre que conocí antes -dije.
-¿Y bien? -su mentón se tensó y yo me acerqué un paso, sin dudar.
-¿Qué más quieres como prueba? -murmuré -. He bebido del caldo mágico de Medford -me mofé -y he arriesgado mi vida por salvar la del pobre niño indefenso. Voy sin zapatos y en ropa interior, porqué salí corriendo cuando escuché el primer grito. Pero sigo peinada y solo como pan y queso. -Estaba, ciertamente siendo difícil con él e intentando provocarle con mis ironías. -Creí que tenías claro que no soy una bruja cuando, en el claro, me has invitado a unirme a vosotros.
-Quiero que me lo digas tu -. Se enderezó y unió sus manos juntas en puños apretados. -Necesito que me mires a los ojos y me digas que no tengo que darte caza. Que no eres una mujer peligrosa.
No sentí miedo, solo enfado. Le detestaba, de verdad que lo hacía. ¿Era una estrategia? Ser amable y contestar mis preguntas para seguir evaluándome y luego, ¿qué? ¿Conseguir una confesión, aunque yo no fuese aquello que él mataba?
Resoplé con todas mis fuerzas. Fui a darme la vuelta, pero puso su mano en mi hombro y me giró de nuevo. La capa a mi alrededor revoloteó y quedó abierta. Dejando al descubierto el camisón de seda blanco. Sin dejar de estar enfadada, me encantó su modo de tragar al verme.
-Dame caza, Athel -le dije inclinándome más cerca de él. -Te prometo que será más divertido ese destino que el que ya está escrito para mi. -Le vi sorprenderse, le vi cavilar en su cabeza a qué me podía estar refiriendo y me encantó. Era una retorcida, lo sé. Podía haberle dicho que no era una bruja y terminar con todo aquello que parecía ser tan importante para él, pero preferí ser difícil.
- ¿Cómo puede ser que no sepas nada de las brujas, Eda? ¿Mientes? -dijo -. O, ¿de dónde has salido? ¿Dónde has estado todos estos años?
-Protegida -dije con sarcasmo. -Retenida y escondida y siendo educada para que mi padre pueda entregarme con orgullo a otro hombre -. Athel dio un paso atrás ante tanta sinceridad. Pareció que le acababa de abofetear. -Supongo que hay cosas que han decidido ocultarme, ¿no? - Le miré con odio. Debía haberle mentido pero la verdad salió como un torrente de aguas invernales.
-Has escapado -murmuró. -Estás escapando. -Arqueé mis cejas, retándole. -Por eso mientes y huyes -se dijo a sí mismo.
-Si en algún momento te hubieras parado a pensarlo, creo que lo hubieses deducido tú mismo -le dije con aburrimiento. -Pero claro, estas tan ocupado siendo un guardia real, un cazador y un hombre, que te queda muy poco tiempo en el día para empatizar con los demás seres humanos. -Athel me miró fijamente, una arruga entre sus cejas. -Y en este caso, con aquellas que sufrimos destinos inimaginables, privadas de libertad para tomar nuestras propias decisiones -. Arrugué mis labios en una mueca. -Y ¿me hace eso una bruja?
Pensándolo bien, entendía que, si el demonio iba por ahí ofreciendo recompensas tan íntimas y acertadas como la que me había propuesto a mi, cambiar mi destino -aquello que más anhelaba- otras mujeres hubiesen sucumbido a unirse a él. Sus vidas debían ser muy miserables si pertenecerle al hombre de las sombras era mejor opción. No me sorprendía en absoluto si así fuera.
-No soy guardia real -dijo -, solo cazador. -rodé mis ojos. - ¿Quién te ha enseñado a disparar con el arco? -lo miró, sobresaliendo por encima de mi cabeza. Mi cuerpo tembló, la adrenalina había comenzado a bajar y el frío volvía.
-Aprendí yo misma -subí el mentón, con orgullo. Esperé a que se burlase de mi, pero solo me observó en silencio.
-Me alegra oír eso -sentenció al fin. -Hay mucho más que debes aprender si vas a enfrentarte a este mundo sola. - Le miré fijamente. ¿No iba a sermonearme como Cen y decirme que debía regresar a casa? -Tal vez pueda ayudarte.
-Tal vez no quiera tu ayuda -contesté.
Ese hombre era un condescendiente. Volví a temblar de frío y sentí mi cuerpo entero erizarse. Athel sonrió al verlo. Su sonrisa podía haberme calentado de nuevo, pero me negué a entrar en el juego.
-Deberías vestirte -intentó volver a ponerse serio. Mordió sus labios mientras otra sonrisa se le escapaba.
Rodé mis ojos, perdiendo la paciencia y de dos zancadas monté la yegua, dejando mi pierna desnuda a la altura de sus ojos y la capa caer hacia atrás. Sonreí al verle luchar por aire. Era un idiota engreído, pero un hombre, al fin y al cabo. -Tu padre debe tener mucho dinero -. Bajé mis ojos a él, la trenza rodó por mi hombro quedando delante de éste. -No voy a creer que eres una campesina. Hablas demasiado bien y vistes esa carísima tela que apenas me deja algo a la imaginación. Tampoco te faltan dientes.
Todo mi cuerpo estaba tenso por el frío, el camisón arrugado hacia atrás se ceñía a mi figura y desvelaba mis muslos casi por completo de un modo descarado. El escote era bajo y profundo y enmarcaba la parte alta de mi cuerpo a la perfección. Athel y sus increíbles ojos azul claro absorbieron cada detalle expuesto encima de la montura. Y no me importó en lo más mínimo, estaba intentando retarle o callarle o ganarle en algo y aunque fuese estúpida esa actitud, no parecía que fuese a deshacerme de ella en un tiempo.
- ¿Vas a quedarte ahí parado toda la noche? -pregunté. Sonreí con malicia.
-Podría -contestó. Mojó sus labios, tragó lentamente y yo apreté las piernas en la yegua y comencé a trotar lejos de allí. Necesitaba el aire helado azotando mi cuerpo como castigo. Necesitaba dejar de comportarme así, iba a ser desposada por un rey. Debía dejar de jugar a juegos tan peligrosos con aquél apuesto hombre al que apenas conocía.
No escuché su caballo seguirme y se suponía que el debía guiarme. Pero la yegua parecía que sabía el camino a la perfección y, la verdad, mi corazón estaba tan acelerado y mis mejillas tan acaloradas que ni siquiera estaba usando mi cabeza mientras cabalgaba rápida como el viento.
De algún modo, sin embargo, llegué al campamento donde los hombres tenían las tiendas. No me pasó desapercibido el modo en el que Sige y Albert miraron mi cuerpo cubierto solo por la finísima tela blanca y la capa. Y eso sí fue incentivo suficiente para entrar en la tienda donde Thomas estaba acostado, sin dormir todavía, y ponerme el vestido.
Lo até con más fuerza de lo habitual, dejándome a mí misma casi sin aliento y luego toqué la espalda del niño para anunciarle que estaba allí.
Thomas me miró con sus ojos abnegados en lágrimas y fui a por pan y queso y le obligué a comer mientras inventaba decenas de historias sobre hadas y duendes. Una tras otra sin descanso ni respiro para mantener su cabeza en otra parte. El niño agarraba mis manos con las suyas con fuerza y asentía sin cesar, concentrado en mis labios, en lo que yo le contaba. Intentaba sonreírle, intentaba hablar con pasión y calidez, pero no fue hasta que Medford entró con su cruz de madera y dos cuencos de sopa que el niño no se durmió.
-Estas siendo un gran apoyo para él, Eda -dijo el hombre cuando salí a devolverle los cuencos vacíos. Yo también bebí, estaba hambrienta y me rehusé a creer que me envenenarían, después de todo. -Gracias por lo que estás haciendo.
Habían prendidas unas brasas, que supuse que habría sido una hoguera en algún momento de la noche. Los hombres sentados y recostados alrededor de ésta, en silencio. Estábamos al borde de Downs. Thomas tosió en la tienda.
-No me des las gracias -murmuré. -Lo haría cualquiera -. Llegué al caldero humeante y miré al hombre. - ¿Crees que pueda servirme un poco más? -pregunté. Sus ojos brillaron y asintió con entusiasmo.
Miré a Athel mientras me observaba, con el vestido puesto, y llevé el cuenco a mis labios y bebí el caldo a pequeños sorbos. Cuando terminé les deseé una feliz noche y regresé a la tienda.
Me aflojé el corsé y me tumbé en la oscuridad pensando en el diablo, en su amenaza y en su "Princesa".
Imágenes de las mujeres comiéndose al niño aparecían en mi mente, pero las empujé con fuerza. Pensé ahora en mi padre, Cen y la creciente fe cristiana que temía a los bosques y las mujeres viviendo en ellos. Todo tenía sentido, pero una rabia brotaba en mi pecho. ¿Por qué ninguno me había hablado del tema? O ¿es que no había yo querido escuchar? Llevaba días sin asistir a las lecciones de la institutriz. Pero, era verdad que esta solo me enseñaba a recitar con gracia.
-Deja de mirar esa tienda y duérmete -escuché que Albert susurraba. -No va a irse a ninguna parte.
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Thomas corrió hasta su madre, quien lloraba desesperada de rodillas en el suelo y con sus brazos abiertos. La mujer parecía que hubiese muerto en vida y revivido después de aquel abrazo. Nos colmó de comida y bebida y se negó a dejarnos ir por varias horas.
Habíamos cabalgado toda la mañana y tarde sin parar. El niño no se separó de mi ni un instante. Casi ni descansamos hasta que llegamos a Wantage.
En algunos momentos creí que no íbamos a llegar jamás y la noche nos encontraría en Downs. Y aunque me agradó pasar tanto rato en casa de Thomas y su familia, debía seguir mi camino. Estaba en el sitio indicado para encontrar a Gova Alberstone. Así que iría en busca de una posada donde poder dormir segura y encontraría a la mujer por la mañana.
Sabía que los hombres dormirían en el granero de la familia Smiths, pues los padres de Thomas insistieron. Creían que yo también me quedaría y no iba a enzarzarme en otra discusión con Athel, al que ignoré todo el día, o despedirme con grandes dramas del resto. Así que en algún momento me acerqué a la oreja de Thomas para susurrar una despedida.
El niño se abrazó a mi durante unos segundos eternos y su madre volvió a derramar algunas lágrimas discretas.
Y cuando todos se despidieron para irse a dormir, yo me escabullí de la casa, como lo hice en su día del castillo de Edward el grande y busqué la posada más alejada del pueblo.
Hubiese intentado adecentarme para parecerles a los posaderos un poco presentable, pero fue en vano. Iba cubierta de barro y sangre.
Para mi suerte, una mujer con mejillas llenas estaba al otro lado de la barra, sirviéndole a un hombre encorvado una copa de vino caliente. El ambiente estaba tranquilo y solo quedaban vasos vacíos de gente que habría ido a dormir.
-Buenas noches, joven -dijo ella con sorpresa. - ¿Busca un lugar donde pasar la noche?
- ¿Tiene una habitación?
- ¿Para cuantas personas? -la mujer miró más allá de mi, hacia la puerta que yo sabía estaba vacía. Esperaba ver a un hombre. Sonreí.
-Solo para mi -. Mi sonrisa grande y amplia mostrando mis dientes blancos y cuidados. Sabía que le gustaría a la señora y sabía que dejaría de preguntar.
-Bien -dijo ella. -Es una suerte que vengas sola, pues solo me queda una habitación individual.
-Estupendo -. Dejé dos monedas encima del mostrador, sus ojos brillaron.
- ¿Necesita que le suba cena? -las metió en su bolsillo.
-No, gracias -dije.
- ¿Querrá un baño caliente? -la miré con anhelo y ella rio con júbilo. -Con esas dos monedas puedo hasta subirle flores frescas.
-No necesitaré las flores -sonreí -. El baño caliente sería un gran detalle.
Después de dejar a mi yegua en el establo, subí a lo que sería mi habitación aquella noche. La bañera ya humeaba, sonreí ante la imagen. De pronto me sentía como una princesa otra vez. Vaya lo que se podía conseguir aquí fuera con solo dos monedas.
Crucé la estancia, iluminada por una lámpara de aceite y el fuego en la chimenea y me dirigí a la pequeña ventana para descubrir una bonita vista del pueblo vacío. Estaba empezando a llover y corría un viento violento. Abrí el tragaluz y me asomé, los ojos relucientes de Palo me miraron.
-Arriba -murmuré.
Vi al zorro escalar por las hiedras y piedras de la pared hasta llegar con agilidad y fácilmente dentro de la recamara. Cerré y pasé las cortinas para aislarnos del frío. El animal se tumbó delante del fuego y entornó sus ojos, dispuesto a descansar.
Pasé mucho tiempo dentro del agua. Froté mi cuerpo y mi pelo con un jabón de lavanda y salí solo cuando el agua estaba ya fría. Me envolví en una manta y me senté en el sillón delante de la chimenea dejando que éste secase mi pelo poco a poco.
No tardé mucho en rascar la sangre y el barro seco de mi capa y dejarla, también, reposar delante del fuego.
Aquella noche dormí extrañamente bien. Sin despertarme ni una vez, sin las pesadillas que esperaría tener después de presenciar tantos horrores. En lo que sí pensé antes de dormirme y al despertar fue en él.
Su pelo negro rozando su mentón, sus labios, sus ojos claros mirándome con intensidad. Las sonrisas que no quería darme y las risotadas de las que fui testigo.
Era una idiota.
Dormí hasta mediodía. La lluvia caía con fuerza sobre los toldos del mercado de la calle central del pueblo. Las gentes con energía y entusiasmo vendían queso, pan y huevos, telas, jabones y utensilios. Todo lo que podría una necesitar.
Con la capa cubriéndome, dejé a Palo y a la yegua en el establo de la posada para pasar desapercibida. Caminé entre los estantes observando rostros y comportamientos distintos, tratando de adivinar a quien podría preguntarle por Gova. No quería despertar sospechas.
Entonces encontré un pequeño estante, una mesita bajita, con una niña que vendía piedras.
Piedras de colores, algunas parecían brillantes, otras pintadas con dibujitos. La observé y ella me observó a mi y cuando iba a saludarla, la niña le dio la vuelta a una de las piedras. En ella estaba dibujada una de las runas que Cyra me había dado.
Alguien a mi lado dijo:
-Acompáñame princesa, Gova te espera.
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Hello! ¿Qué tal el capítulo de hoy? Espero que lo hayáis disfrutado.
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M.R.Marttin
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