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Capítulo 9

Las conversaciones más duras son las que nunca se tuvieron.

*****

Han llegado. Aparcan. Han recogido al acompañante de su madre por el camino. Los tres entran al colegio. Allí, ella ve a todos sus amigos y corre hacia ellos. Su madre y el hombre van a la zona donde están todos los padres. Hay un escenario montando en el campo de baloncesto. Al exterior. Aun así, hace calor. No corre una sola brisa de aire. Alrededor del escenario hay colocadas una serie de mesas para que los invitados se sienten y disfruten del espectáculo y la cena. Los cursos de jóvenes mayores han preparado una serie de representaciones y bailes para entretener la velada. Ella y sus amigos están jugando lejos de allí. Se han escondido en uno de los numerosos parques que tiene el colegio. Así pueden jugar sin ser molestados. Están pasándoselo en grande. Le encantaría congelar ese momento y vivirlo una y otra vez. Entonces aparece un compañero de clase gritando. "Chicos, chicos. Tenéis que venir corriendo. Hay un hombre loco lanzando botellas y copas de cristal a otro. Es una pasada. Está como una cabra." Todos preguntan de quién se trata. El joven no lo sabe. Ella sí. No necesita saber más para adivinarlo. No quiere ir. Intenta convencer a sus amigos para que sigan jugando y olviden eso. Parece que funciona. Pasan unos minutos hasta que por fin su madre la encuentra. La coge de un brazo y le dice que tienen que irse enseguida. Su acompañante está detrás de ella. Se fija en que sangra. Se acabó la diversión.

*****

—Montgomery Wellington — se presenta. Le ofrece la mano que tiene libre. La otra sigue rozándole la espalda. Ella la estrecha. Espera a que ella diga su nombre. Es normal que no lo recuerde. Hace tiempo que se lo dijo.

—Máxima Baena.

—Un grato placer, señorita Baena. ¿De qué parte de AusTech viene? — pregunta mientras coge las dos copas de champán y le ofrece una. Ya no la toca. Pero permanece cerca de ella.

—De marketing v responde ella. Él lanza una risa dejando ver cada uno de sus perfectos dientes.

—Claro, todos los que estamos aquí somos de marketing. Me refería a la filial de la que proviene. ¿Melbourne? ¿Darwin? He notado que tiene algo de acento, pero no logro identificar de dónde - él da un sorbo al champán.

No puede dar crédito. No sólo no recuerda su nombre. No la recuerda a ella en absoluto. Otra vez. Hasta tal punto que cree que es de otra ciudad. Le parece estar viviendo en el día de la marmota.

—Syd-ne-y — dice, pronunciando cada sílaba alto y claro —. Hice una presentación para usted hará un mes - prosigue mientras lo mira atónita, como esperando una reacción —. Con Johnson — pasan unos segundos en los que él intenta hacer memoria. Entonces abre ligeramente los ojos.

—¡Ah! ¡La chica tartamuda! — exclama dándole un pequeño toque en el hombro y sonriendo – Vaya, te sienta bien el negro — "Y a ti el morado. En un ojo" piensa. Él la mira de arriba a abajo de tal manera que la hace sentir expuesta — ¿Se está integrando bien? Espero que esos hombres –topo de la planta 4 la estén tratando como se merece — Belinda aparece detrás de él. Le pone su delicada mano de largos dedos y manicura perfecta sobre el hombro y le susurra algo al oído interrumpiendo la conversación sin disculparse —. Oh, por supuesto, querida — le responde a Belinda, la cual está mirando a Máxima sin expresión alguna —. Discúlpeme hermosa joven, el deber me llama — antes de que ella pueda contestar él le sujeta la mano, deposita un ligero beso en ella y hace una ligera reverencia a modo de despedida. Se va.

Por unos segundos no entiende lo que acaba de pasar. Tiene sentimientos encontrados. La había llamado tartamuda. Y sin tiempo de reacción la había elogiado. Se había interesado por su estancia en el país y en la empresa y la había tocado y besado en la mano. No sabe si aquel hombre es un imbécil o un caballero. De un sorbo bebe todo el contenido de su copa y pide otra.

Apenas ha cenado. En cambio, sí ha bebido. Debe parar de hacerlo o no se mantendrá en pie con esos tacones. El alcohol no suele hacerle mucho efecto. Puede estar algo ebria y que nadie se lo note. Eso es algo a su favor en situaciones como esta.

Durante la cena ha estado tocando el piano un señor muy formal. Ahora, el piano ha sido sustituido por un grupo de música que canta versiones. Se les da bien. Las canciones son buenas. Hay algunos valientes que bailan en mitad de la pista de baile.

—Vamos a bailar, morena — Oliver le tiende la mano. Ella lo mira con los párpados a medio abrir y le indica que no con el dedo mientras chasquea la lengua con los dientes haciendo un ruidito con la boca que refuerza la negativa.

Se da por vencido rápido. Una chica se ha abalanzado sobre él y parece estar como loca por bailar. Menos mal. Se ha salvado. Los ve ir de la mano hasta la pista y sonríe. No le gusta participar, pero eso no significa que no disfrute observando la felicidad de los demás. También se fija en que Irene baila enganchada al cuello de un chico de la filial de Perth. Es atractivo. Y bajito. Perfecto para ella. La música ha pasado a ser lenta. Las parejas que bailaban despegadas y a saltos ahora se abrazan y se balancean al ritmo de la música.

—¿Me concede este baile, señorita? — ese hombre con déficit de memoria otra vez. Se ha inclinado sobre ella y le ofrece la mano. Su mirada es amable. Los ojos más azules. Sus labios están curvados en una sutil sonrisa que incita a aceptar cualquier petición.

—No.

Esa palabra tiene un efecto inmediato en él. Los ojos se le vuelven negros. La curva de los labios ahora es una línea perfectamente recta. Los músculos de la cara se le tensan. Ya no hay amabilidad en su rostro. La mira de tal manera que a ella se le eriza la piel. No sabe si a causa del miedo que ese hombre le da o porque se siente tentada a introducirse en el oscuro mundo que esos ojos le muestran. Sin mediar palabra, el hombre se incorpora bruscamente y se aleja con paso decidido y veloz.

A la mañana siguiente la cabeza le da vueltas. Irene no ha dejado de roncar en toda la noche. No ha descansado muy bien. Intenta poner en pie todo lo que pasó ayer, pero tiene algunas lagunas. Recuerda algo. No. "Podrías haber sido menos ruda". No es una buena estrategia hacer que su jefe la odie. Aunque parece haberlo logrado con una eficiencia pasmosa. Sólo le ha hecho falta decir una palabra. Y no muy larga. Prefiere no pensar en eso. Si lo hace llegará a la conclusión de siempre. Su timidez. Siempre la acompaña. Nunca descansa. Trabaja veinticuatro horas para hacerle la vida imposible.

Lo cierto es que está cansada de estar fuera de su casa. Quiere volver. No aguanta más rodeada de gente. Está de mal humor. La resaca le provoca dolor de cabeza. No ha dormido bien. Pensar en lo que pasó ayer la hace querer desaparecer. Y le esperan tres horas de camino de vuelta. No le importa lo insolente que puede resultar, pero, mientras Irene le cuenta algo sobre el chico de Perth, ella se pone los cascos y sube el volumen. Cierra los ojos. Y en cierto modo, desaparece. Poco a poco se sumerge en la música. Deja ir sus pensamientos. Está lejos. Muy lejos de todo. Las voces van haciéndose inaudibles. Las imágenes del fin de semana se desvanecen. Sólo existe ella. Está flotando. En un cielo azul oscuro. Sin estrellas. Sólo se ve algo brillante a lo lejos. Intenta acercarse para ver lo que es. Entonces se da cuenta de que es una piedra preciosa. Un zafiro. La luz de su interior la posee. Siente que es donde debe estar. Quiere tocarla. Pero no puede. No consigue estar lo bastante cerca. Intenta alcanzarla. Sus esfuerzos son en vano. La calma y la sensación de seguridad se desvanecen y dan paso a la desesperación y el dolor. Despierta... Despierta.

—¡Despierta! Ya hemos llegado. Date prisa — la alienta Irene.

Ha dormido todo el camino. Aun así, no ha descansado. Se ha despertado con una sensación de angustia. Ese sueño... Se apea del autobús. Se despide. Va a por su moto. La arranca. Y acelera. Sabe a dónde va. Nunca lo ha tenido tan claro.

Hace unos quince minutos que estuvo en el taller de Kahlil. Estaba cerrado. Por suerte el mecánico vive encima y estaba en casa. Él le ha dado la dirección que necesitaba. Ahora está conduciendo a través de un camino de tierra que no parece tener fin. Según las indicaciones que ha recibido, la casa que busca debe estar cerca. Va levantando tanta arena que apenas puede ver. Entonces, la divisa.

Una casa. Toda de madera. De roble oscuro. Sólo una planta. Sencilla, pero con carácter. Grandes ventanales con postigos de pino sin pintar. Un rústico porche que abarca toda la parte frontal. Todos sus elementos parecen sacados directamente de la naturaleza. Los pilares del porche son troncos al natural. Las planchas de madera del tejado y la fachada están algo gastadas y despintadas por las inclemencias del tiempo. O el descuido. De ellas cuelgan una serie de útiles de campo. Cubos. Cuerdas. Una escalera desvencijada. A un lado de la casa hay una especie de granero pequeño. En las mismas condiciones. Hay algunos árboles altos y frondosos alrededor de la humilde vivienda. Todo bosque. La precede un terreno lleno de plantas verdes desordenadas por el que cruza un tortuoso camino de tierra que conduce hasta los tres escalones que llevan a la entrada. El único detalle que parece querer proteger a la casa es una barandilla desigual donde faltan algunos de los balaustres. Dando la impresión de una dentadura mellada. Aquel lugar no invita a visitantes. Parece hecho a la medida de su dueño.

El silencio y la calma que invade el terreno es sobrecogedor. No se oye ni el cantar de los pájaros. Sólo el crujir de sus botines caminando por la tierra. Anda despacio. Con cautela. Fijándose en todo lo que ve a su paso. Hay un tractor al otro lado del campo. Parece viejo e inservible. Sigue andando hacia la entrada. Se acerca a una camioneta azul. En la parte trasera tiene unos enormes troncos de madera. Los toca.

—¿Qué estás haciendo aquí? — el sonido de su voz la sobresalta. Suena diferente. Estaba tan ensimismada absorbiendo toda la información que ese lugar le estaba proporcionando que no se ha percatado de su presencia.

—Hola — tartamudea inquieta — Fui al taller. A ver a Kahlil. Bueno no a verle a él — está tan nerviosa que no sabe ni cómo hablar — Fui para preguntarle dónde vivías. Para poder contactar contigo.

Él no ha movido un músculo. Está bajo el quicio de la puerta de entrada. Su cara es más seria de lo normal. Está notablemente molesto. Ella no sabe si por la intrusión o por el plantón. No hay respuesta. Eso la obliga a seguir hablando.

—No pude avisarte — se excusa. Él no contesta —. Te busqué. No sabía dónde estabas — sigue diciendo. En vano. Él continúa sin decir nada. Serio —. Tuve que irme el fin de semana — bajo esa mirada penetrante y azul se siente muy pequeña – Tenía un viaje de trabajo y no lo recordaba – quizás si le dice que fue por trabajo entienda que no tuvo opción —. Hasta busqué el número del taller para darle el mensaje a Kahlil y que él te avisara — empieza a arrepentirse de haber ido hasta allí. Está pasando muy mal rato —. Lo intenté. De verdad – dice en voz baja y mirando al suelo. No sabe qué más decir —. Lo siento — se da media vuelta y comienza a irse.

—Por fin. Te ha costado decir las palabras mágicas. Pasa — le ofrece y, sin esperar la respuesta de ella, entra en la casa.

Piensa que ese hombre siempre encuentra la manera de darle lecciones. Y siempre de manera impertinente. Se plantea darle un escarmiento yéndose y dejándolo sólo para que aprenda a respetarla. Pero lo cierto es que no quiere. Quiere quedarse. Quiere entrar. Saber cómo vive. Qué clase de persona es. O simplemente estar en su compañía. Eso es nuevo. Después de tres días compartidos con toda la oficina lo normal sería querer ir a casa y disfrutar de la intimidad de su apartamento. En cambio, lo que desea es estar cerca de él.

Está dentro de la casa. La entrada da directamente a la cocina. No puede evitar fijarse en la cantidad de botellas de licor que hay vacías en la encimera. Y los botellines de cerveza que asoman de la basura. Él no ha reparado en ellas. Está tan acostumbrado a ver la cocina en esas condiciones que no es consciente de la impresión que puede provocar. Ésta da lugar a un amplio y luminoso salón-comedor. No hay paredes que separen ambas estancias. A través de las ventanas puede verse el esplendor verde esmeralda del bosque. Todo es de madera. Las paredes. La mesa del comedor. Las sillas. Los muebles. Hay una pequeña chimenea de piedra. Encima de la cual está la televisión. Encendida. Rugby.

Travis se sienta en el sofá dejándose caer. Echa mano a una nevera con cerveza que tiene cerca y abre una. Ella se sorprende de ver la exactitud con la que predijo la forma de vida de ese hombre. Él le hace un gesto con la mano indicándole que coja asiento y luego le ofrece una cerveza. Ella no la acepta, pero sí se sienta.

—¿Te gusta el rugby? — le pregunta él. Sigue notando algo extraño en su voz.

—La verdad es que nunca he visto un partido completo. Nunca he llegado a entender las reglas del juego. En mi país somos más de fútbol — le dice ella. Él continúa mirando la pantalla y no dice nada —. Tuve un amigo que jugaba. Siempre tenía la nariz rota o algún dedo doblado — eso lo hace sonreír.

No recuerda haberlo visto reír hasta ahora. Le sienta bien. Ella aprovecha que él mira el partido para observarlo. Tiene la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y los ojos medio abiertos. Fijos en la tele. Está cómodo y relajado. Con la cerveza apoyada en el muslo derecho. Aún mantiene la sonrisa. ¿Qué estará pensando? Se fija en sus labios. Son gruesos. Carnosos. La nariz es perfectamente recta. Ni grande ni pequeña. Su piel bronceada hace contraste con su barba rubia y descuidada. Como cosa rara no lleva gorra. Puede fijarse en su pelo. Es lacio en la raíz, pero se ondula en las puntas. Lo tiene largo. Despeinado. Le llega casi hasta los hombros. Le brilla tanto que parece vivir allí el sol. Todo en él es perfecto en la imperfección.

En un movimiento súbito y, sin mover la cabeza, él gira sus ojos y se encuentra con su mirada. Automáticamente ella mira la pantalla.

—El rugby es todo lo contrario al fútbol — dice él continuando la conversación —. Fuerza contra habilidad, juego limpio contra juego desleal. Alguien dijo una vez que el fútbol es un juego de caballeros jugado por villanos y el rugby un juego de villanos jugado por caballeros — ahora que lo escucha hablar más de corrido identifica la rareza en su voz. Está ligeramente borracho.

Pese a eso habla con mucho acierto. Ha empezado a explicarle las reglas del juego. Se ve que ese tema lo emociona. No ha parado de hablar. Lo cierto es que se expresa bien. A ella le cuesta poco entender lo que le explica respecto al juego. Nadie se había molestado en exponérselo de esa forma tan sencilla y completa. A medida que va comprendiendo, empieza a interesarse más por el partido. Incluso ella le hace una serie de preguntas que él considera interesantes y más se emociona. Nunca lo había visto así. Le parece que está... contento.

—Ven — le pide dando unos golpecitos a su lado en el sofá donde está sentado. Ella está en un sillón a unos metros de él. La oferta la petrifica — No muerdo — dice él al ver que ella no se mueve.

Se levanta del sillón y se sienta a su lado. Él continúa explicándole lo que está sucediendo en el partido. Vuelve a ofrecerle una cerveza. Esta vez ella la acepta. La necesita. Están tan cerca el uno del otro que hasta se tocan. Él sigue hablando. Aparentemente, no parece darse cuenta de la cercanía. Ella, en cambio, no puede pensar en otra cosa. Ya no lo escucha. Los fuertes latidos de su corazón no la dejan oír. Lo que no sabe es que él es muy consciente del sutil contacto entre ambos. Puede olerla. Huele bien. A perfume. Intenta concentrarse en los que está diciendo como medida de control. Hace tiempo que desea esa proximidad. Le gusta su compañía. Su tranquilidad. Su manera de escucharlo. De mirarlo. Lo hace sentir visible.

Al cabo de una hora el partido acaba. La verdad es que no han estado hablando de otra cosa. Ahora que ha llegado a su fin el silencio invade el salón.

—¿Te ha gustado la experiencia? ­— pregunta él intentando romper el hielo.

—Ha sido entretenido. Al menos ahora que me has explicado cómo funciona lo veo más divertido. Aunque soy más de tenis — dice ella mirando al suelo.

—Cómo no — responde él sonriendo y echando la cabeza hacia atrás. Ella se gira hacia él.

—¿Qué se supone que significa eso? ­— le inquiere, pero sólo consigue que él sonría más ampliamente.

—Digamos que te pega que te guste el tenis — dice señalándola de arriba abajo con la mano.

Otro silencio. Esta vez sí se miran. La tensión está latente. Ella dice que debe irse. Si se hace de noche no sabe si encontrará el camino de vuelta a la carretera. Además, debe deshacer la maleta. Bueno, su bolsa de plástico. Poner una lavadora. Y otra serie de cosas más. Excusas. Lo único que quiere es desaparecer de ahí. Y a la vez, lo único que quiere más que irse es quedarse. Es una esclava de sus propias histerias. No sabe controlar sus sensaciones.

Travis la acompaña a la puerta. Ella va en primer lugar. Él detrás. No sabe sí está cerca. Comprueba que así es cuando llega a la puerta y se da media vuelta para despedirse. Verlo tan cerca la hace alejarse instintivamente. Pero no puede, choca contra la puerta. Apenas los separan unos centímetros. Hasta puede sentir el calor que desprende su cuerpo. Entonces, él comienza a acercarse aún más.

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