Capítulo 7
No se puede echar de menos lo que nunca se ha tenido. ¿O sí?
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Hoy le toca pasar unas horas con él. Lo dice un juez. Alguien externo que no conoce la situación, ni se ha molestado en conocerla. Ahora mismo eso no le importa. Tiene un juguete nuevo. Un osito de peluche reluciente. Sus planes son pasar horas jugando con él y con su monóculo. Le preparará el té. Se lo presentará a los demás peluches. Está contenta. Su madre le insinúa que no debe comentar la procedencia del juguete. Ella es lista y lo entiende enseguida. A su monstruo no le gusta que otros hombres le regalen cosas. La madre la deja en la puerta de la casa de él. Él abre y la pequeña entra. La puerta se cierra y su madre la pierde de vista. Cada vez que se ve obligada a dejarla ahí piensa que podría ser la última vez que la vea. No puede evitar derramar unas lágrimas. Aprovecha para desahogarse cuando su hija no la ve. O eso cree ella. Dentro de la casa, él le ha preparado la merienda a la niña. Ella se sienta en la mesa de la cocina con su oso y comienza a comer mientras juega. Él se fija en el muñeco. No lo ha visto antes. Es nuevo. No ha sido su cumpleaños. Ni su santo. Entonces, ¿por qué su madre le había comprado un juguete nuevo? Entonces lo entiende. En su mente se dibuja aquel hombre que vio cuando las seguía con el coche el otro día. Ese hombre. "Ese cabrón". Llevaba un paquete envuelto en papel de regalo. La ira lo posee. Se lanza sobre la niña tirando la merienda al suelo y rompiendo en mil pedazos el plato y la taza. Alcanza el oso. Se lo arranca de las manos. Coge unas tijeras. Y comienza a destrozarlo mientras grita.
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Se había excusado diciendo que tenía que ir al baño. De eso hace diez minutos. Tiene que salir. Pero piensa que cada minuto que pase ahí encerrada es un minuto menos que tiene que hablar. No tiene ni idea de cómo empezar una conversación con ese hombre. Tiene que salir. No tiene quince años. Es una mujer. Hecha y derecha. ¿Cómo podía darle tanto miedo una conversación?
Entonces su vista vuela hacia una pequeña ventana medio abierta que hay encima del váter. "No se te ocurra siquiera planteártelo". Es absurdo querer huir. Sólo es una persona. Una persona que la ha ayudado y ahora espera comer tranquilamente y hablar de cualquier tema sin importancia como el tiempo. No puede bloquearla el miedo a eso. Sale del baño como si ella misma se hubiera pegado una patada en el culo.
Cuando se acerca a la mesa donde Travis está sentado ve que una camarera está pasando la fregona cerca de él. Ella pregunta qué ha pasado y la camarera le explica que al traer los vasos de agua él se ha movido y ha derramado uno.
—Ah sí, se le da muy bien mojar suelos en exceso — responde mirando a la camarera, aunque sabe que esa insinuación va dedicada a él.
—Y a ti resbalar en ellos — responde él muy lentamente y sin alterar la voz mientras ojea la carta.
Ambos pares de ojos, ébano y zafiro, se desafían. La camarera no entiende de qué va todo eso. Sigue limpiando con malhumor. Que ambos hagan bromitas cómplices mientras ella recoge el estropicio le molesta. Les mira con cara de asco y cuando termina de fregar el agua, recoge el vaso que aún está en el suelo y se va.
Están solos. Uno frente al otro. Lo único que se interpone entre sus miradas son las cartas del restaurante. Ambos están mirándolas para decidir qué comer. Él está mirándola para decidir qué comer. Ella está fingiendo que la mira para evitar el contacto visual. Aun así, lo observa de soslayo. Le sorprende la tranquilidad que lo envuelve. Se le ve cómodo. No está tenso. Todo lo contrario a ella. Siente sus pulsaciones tan fuertes que cree que él puede oírlas. Ha empezado a morderse una uña. Después del tiempo que le había costado dejar de hacerlo y ahora que las tenía largas por primera vez en años. Mueve su pierna arriba y abajo rápidamente bajo la mesa. Lo hace desde pequeña. Siempre que se pone nerviosa. Es como un ritual para histéricos. Morderse las uñas, mover la pierna y tocarse el pelo. Esa era su manera de controlar los sentimientos que no entendía y que la invadían en momentos de angustia.
—¿Te importaría parar? Me pone nervioso — dice las palabras con calma. Pausadamente. En voz baja. Sin dejar de leer la carta. Si eso era estar nervioso... ¿cómo era cuando estaba relajado?
Ella para de inmediato. No dice una palabra. Él es consciente de la timidez de ella. Le sorprende. Es muy diferente de la chica que tenía en su cabeza. Aquella cría le había gritado y pegado la última vez que la vio. Incluso había impuesto sus propias condiciones cuando le pidió las llaves de la moto. Ambas situaciones le habían dado la impresión de que ella era una mujer fuerte y segura de sí misma. Una mujer que sabía lo que quería y no tenía miedo a ir a por ello o exigir lo que se merecía. En cambio, la persona que ahora tiene en frente es totalmente distinta. Es introvertida. Callada. Tímida. Con la mirada gacha. Titubeante. Y con millones de tics que lo sacan de quicio.
Le cuesta poco saber lo que ella siente. Leerla. Al menos la parte superficial. Cuando intenta escrutarla más a fondo se pierde. Esos cambios en la personalidad lo despistan. Y lo intrigan. Ella no habla. Él suele preferir el silencio, pero el misterioso sigilo que la envuelve le hace querer saber.
—¿De dónde eres? — comienza. Es posible que si le pregunta por su hogar hable un poco.
—España – responde ella escuetamente —Del sur — añade al ver que él sigue mirándola como esperando más información.
Se da por vencido. Sabe que por ahí no va a conseguir más. Debe buscar otro tema de conversación. Quizás...
—Tus dibujos. Son buenos.
Eso funciona. Automáticamente ella suelta la carta en la mesa y lo mira fijamente. "Bien, atención captada" piensa él. Ese hombre había abierto su portafolios y ojeado sus cosas. Sin permiso. Aquella violación de su intimidad estaba lejos de provocarle ganas de hablar o de hacer que se relajara. Ahora se sentía expuesta. Esos bocetos eran el resultado de pensamientos y sensaciones privadas que nadie conocía de ella. Era su manera de evadirse del mundo. Aún más. Ahora ese tipo los había visto y, por ende, podía verla a ella. No le gusta.
—¿También has mirado en mi bolso cuando he ido al baño? Habrá sido una decepción para ti ver que no llevo efectivo — arremete sin piedad. No piensa que él sea un ladrón. Sólo quiere hacer daño.
—¿Insinúas que quiero robarte? — aquella parsimonia al hablar la desquicia. Ya lo había insultado de todas las maneras posibles y, aun así, aquel hombre no reaccionaba.
—¿Es ahora cuando tú y tu amiguito Ka como se llame me robáis la moto y la vendéis por piezas? ¿A eso me has traído tan lejos?
Al hacer ese comentario él suelta una risa leve. Como un suspiro. Empieza a cansarle esa actitud. Es consciente de que ella tiene problemas. Problemas graves con la intimidad. Comprende perfectamente el porqué de su enfado. Ella es una persona reservada y él ha cotilleado sus cosas. Cosas íntimas. Está bien. Eso puede entenderlo. Pero acusarlo de robar...
—Los ricos siempre pensáis que la gente como nosotros nos pasamos el día pensando en cómo sacaros hasta el hígado. Le dais tanta importancia a los bienes materiales que creéis que todos queremos lo que tenéis. La única noción del bienestar que entendéis es la del consumo irracional. Amasar fortunas es lo que os mueve. Para vosotros, la solidaridad es un despilfarro y la mezquindad y la descortesía vuestro idioma. No quiero tu dinero, para eso trabajo. No quiero tu cascajo de moto, tengo vehículo. En cuanto "Ka como se llame" la arregle, podrás irte cagando leches de aquí — a medida que ha ido hablado se ha ido incorporando sobre la mesa y acercándose a ella. Ha hablado en voz baja. Sin descomponerse, pero de manera severa.
Lo único en lo que ella piensa cuando él se calla es en que nunca lo había oído decir tantas palabras juntas de un tirón. Se da cuenta del marcado acento australiano que tiene. Tiene que concentrarse para entenderlo bien. Después de todas las cosas que ese hombre ha soltado por la boca, ese es el primer pensamiento que se le viene a la cabeza. Eso la hace reír por dentro. No porque sea tan superficial que le da igual lo que acaba de escuchar, sino porque no se ha sentido identificada ni por un segundo con el tipo de persona que Travis ha descrito.
Primero, no es rica, ni mucho menos. Vive en un piso de 40 metros cuadrados. Segundo, ella nunca pensó que fuera un ladrón, sólo lo insinuó como sistema de defensa hacia lo que ella consideraba un ataque a las murallas de su intimidad. Tercero...Bueno, quizás si tenía razón en cuanto a haber sido mezquina con él. Lo había tratado mal. Pero no por pensarse superior, sino por no saber gestionar esa relación que estaba surgiendo entre ellos. Sabe que exponer todos aquellos pensamientos en voz alta no servirán de nada. Así que decide hacer lo que siempre hace. Callar. No explicarse. E intentar calmar los ánimos con algo de humor.
—Cuando dices que tienes un vehículo, ¿te refieres a esa máquina de pulir suelos?
Espera una risa. No hay. Una sonrisa leve. Tampoco. Sólo ojos. Grandes y solemnes. Fijos en ella. Entonces, nota como se achinan ligeramente y como sus labios se curvan. Está sonriendo. Él comprende que aquello será lo más parecido a una disculpa que obtendrá. Decide que le parece bien y que la acepta. "Salvada".
Han estado comiendo. Más en silencio que hablando. Se da cuenta de que él también disfruta de la soledad y la tranquilidad. Eso la relaja. Sin la presión constante de pensar un tema de conversación para entretener a su acompañante comienza a sentirse más cómoda. Mejor dicho, menos incómoda.
—Así que te gustaron — comenta ella. Él la mira. No comprende de qué habla —Los bocetos. Los que me dejé en el bar. Los que cotilleaste muy caballerosamente — bromea.
—Tienes talento. No deberías esconderlo. Quizás sacarlo a la luz te ayudaría — lo mira extrañada. Le da la sensación de que no está hablando de los dibujos. Sino de ella. Antes de que le dé tiempo a preguntarle qué cree que esconde y porqué cree que necesita ayuda, él coge una servilleta y saca un boli del bolsillo trasero de su mono y comienza a dibujar algo. Mira atenta el trozo de papel. Olvida lo que iba a preguntarle —. No puedo parar de preguntarme qué haces a casi 20.000 kilómetros de distancia de tu casa. De tu familia y amigos — hace una pausa. No la mira. Dibuja —Desde que me he sentado aquí he estado dándoles vueltas — Pausa. Habla muy despacio y en voz baja y grave —¿Por qué una persona que parece tenerlo todo, lo dejaría todo? — entonces la mira. Eso provoca que ella, que miraba el papel, también lo mire a él. El sol se está poniendo. Sus últimos rayos se cuelan por la ventana del restaurante y van directos a los ojos de él, los cuales se vuelven más azules que nunca. Apenas se ven sus pupilas —. Supongo que preguntártelo directamente a ti no servirá de nada — de nuevo una pausa. Vuelve a dibujar —. Así que tendré que averiguarlo por mí mismo — esas palabras le suenan a amenaza. Sus secretos estaban a buen recaudo, pero algo en el tono de ese hombre la hizo creer que, si él se lo proponía, lograría encontrarlos —. Pero no hoy. Te recogeré el sábado.
Sus ojos volaron del dibujo, que aún no identificaba bien lo que era, a él. No podía creer lo que acababa de oír. ¿Acababan de pedirle una cita? Esas cosas no le sucedían muy a menudo. Ni a menudo ni nunca. Por un momento piensa que sólo le han pedido una cita una vez en su vida. El único novio que ha tenido. Jamás llamaba la atención de los chicos. Su actitud introvertida la hacía invisible. Era compleja. Eso no atraía a nadie. Al menos no cuando se tienen quince años y lo que se quiere es besarse a escondidas en el patio del colegio. A esa edad, mientras sus amigas pasaban de un novio a otro sin problemas, ella era la chica tímida de la que nadie se acordaba. Sólo una persona. Sólo uno se sintió lo suficientemente atraído por ella como para luchar por entrar en su corazón. De aquello hacía tanto tiempo. Le suena tan lejano. "No vayas por ahí" se dice. No se permite pensar en ello.
Cuando va a contestarle, la camarera aparece cerca de ellos y él le hace señas para que le traiga la cuenta. Eso la distrae. Vuelve a mirar la mesa en busca de la servilleta. Quiere ver qué ha dibujado. No está. Él la ha cogido y se la ha metido en el bolsillo antes de que a ella le dé tiempo a verlo. La camarera llega para cobrar. Ella le dice a él que le gustaría agradecerle que se haya encargado del arreglo de la moto pagando la cuenta. Él acepta. A ella le agrada ver que está por encima de los estúpidos prejuicios de que es el hombre el que debe pagar para no sentirse castrado.
Kahlil ya tiene arreglada la moto. Cuando ella hace el gesto de sacar la tarjeta para pagar, Travis posa su mano sobre la de ella indicándole que no es necesario. "Kahlil me debe un favor, ¿verdad hermano?" le dice al mecánico. El tono de esas palabras es extraño. Suena autoritario. Qué clase de favor sería aquel. De modo que ya puede irse. Se ofrece a llevar a Travis a su casa. Él declina la oferta. Así que ella se monta en la moto. Se despide. Y se va. Él no ha vuelto a mencionar lo del sábado. Seguramente no lo dijo en serio. Seguramente ya se le habrá olvidado. Así que será mejor que ella lo olvide también.
Han pasado dos días. No se ha cruzado con él ni uno. Se ha convertido en una rutina mirar hacia la esquina de la puerta del ascensor cada vez que baja al aparcamiento. Se pregunta dónde se habrá metido. Qué absurdo. Posiblemente, ese tío había vuelto a su vida y no había vuelto a pensar en ella. En cambio, ella hasta había soñado con él. Sólo de recordarlo se sonroja. No poder controlar ese tipo de cosas la saca de sus casillas. No puede seguir pensando en él bajo ningún concepto. Al mismo tiempo que piensa eso, piensa en sí lo verá hoy. "No tienes solución".
Casi vuelve a caerse cuando lo ve. Automáticamente aparta la mirada y aparca como si nada. Cuando pasa por su lado, se para y le da los buenos días. No hay respuesta. Ni la habrá. Todo ha vuelto a la normalidad. De nuevo son dos desconocidos. Ella pone los ojos en blanco y sigue su camino. Está desilusionada. Decepcionada. Aunque no quiere aceptarlo. Creyó que... Las expectativas siempre deben ser bajas, de ese modo nunca te decepcionarán. Entra en el ascensor. Cuando se gira dentro de éste, él está ahí. Ella se sorprende. La mira. Turquesa.
—El sábado. No lo olvides – dice en un susurro ronco. Las puertas del ascensor se cierran.
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