Capítulo 56
Sólo está realmente contigo quien ya lo tiene todo de ti y, aun así, permanece a tu lado.
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La vuelta a la rutina llama a su puerta. El verano ha terminado. Y, junto con él, se van el moreno, las fiestas hasta la madrugada, las siestas en la piscina y las calmadas lecturas sobre una cómoda hamaca. Ahora debe prepararse para dar la "bienvenida" a la universidad, los exámenes, la gente nueva, el estrés... Ella y sus amigos han escogido carreras diferentes, lo que significa que no estará con ellos cuando entre en clase. Ya no estará con ellos en los descansos. Ya no los verá cada mañana. Ahora está sola. Esa realidad la perturba. Lo único bueno de empezar el curso es que él volverá de sus vacaciones y por fin lo verá. Desde aquella noche en la que compartieron ese íntimo momento de amor, no ha vuelto a verlo. A la mañana siguiente tuvo que coger el autobús que la llevaba de vuelta con su hermana y no tuvo tiempo de despedirse. No han hablado mucho en estas semanas separados, pero ella no le da importancia. Supone que es normal. O ni siquiera se plantea que eso sea un problema. Lo único que ocupa su cabeza llena de esponjosas nubes rosas es la emoción del encuentro. Y lo único que encontrará será la decepción del olvido. Porque la razón de su ceguera y lo que no quiso ver están ahora frente a ella. La realidad empuja las nubes de su cabeza y despeja la verdad que cae solemne sobre ella como los rayos del sol. No sólo la ha olvidado, sino que hace como si no existiera. Como si nunca hubiera pasado nada entre ellos. El sonido de su corazón quebrándose provoca un eco por todo su cuerpo, destrozándola por dentro aún más de lo que creía posible.
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Hace días que no sabe nada de ella. Aunque no ha tenido mucho tiempo para pensar en ello. Ha estado hospitalizado dos días. Eso le ha supuesto una acumulación de trabajo mayor de la que puede gestionar ahora mismo. Aun así, no ha parado ni un segundo. No ve la luz del sol. Entra en la oficina antes de que amanezca y sale después del ocaso.
Por suerte, los días que pasó en el hospital fueron durante el fin de semana y ha podido ocultar su verdadero paradero y, por tanto, su condición. Sabe que no es un buen momento para un ataque de sinceridad. El mundo está sumido en una crisis y la ciudad financiera se resiente. En lo que lleva de año, AusTech ha tenido que cerrar algunos frentes para escapar de la insolvencia de negocios poco rentables en estos momentos. Por esa razón los accionistas no están muy contentos y apoyan todo su peso sobre los hombros de los directivos como Wellington. Unos hombros que cargan ya con demasiado.
—Ojalá pudiéramos contar en todos esos negocios inviables con la capacidad de venta de este hombre —había comentado minutos atrás en una reunión uno de los altos cargos de AusTech. Lo había hecho en referencia a Wellington y a su maniobra con Prize Resorts—. No todos habrían visto esa oportunidad. Y muchos menos se habrían atrevido a aprovecharla —comentaba mientras colocaba la mano sobre el hombro del susodicho, afianzando la predilección que éste ya sabía que tenía por él.
Wellington jamás se cansaba de oír hablar de sí mismo de esa manera. Todo lo contrario, adoraba que le regalaran los oídos de esa forma tan descarada. Hasta necesitaba de un gran esfuerzo para ocultar su gozo. Aquello. Esos momentos. Justo esos. En los que un grupo de poderosos hombres lo adulaban y bendecían. En los que nada ni nadie estaba por encima. En los que todo dependía de él y sus decisiones. En los que tenía el poder absoluto. Aquello era su alimento. Lo que le daba la vida. Lo que hacía correr su sangre. Latir su corazón. Brillar sus ojos. Lo que daba sentido a su existencia.
Orgulloso y pleno, sale de AusTech. Hoy lo hace más temprano que de costumbre. La reunión ha ido bien y su departamento ha vuelto a ser el que más ingresa. De modo que, después de unos cuantos apretones de manos y la promesa de más responsabilidad y un puesto en el Consejo, puede irse a casa.
Cuando sale a la calle, los rayos perpendiculares del atardecer que se reflejan en los edificios de cristal se instalan en sus claros ojos. Ahí está. El sol. Al menos el reflejo de él. Rodeado por los rascacielos no puede verlo directamente. Pero sabe que está. Siente su calor.
Cierra los ojos unos segundos y respira profundamente. Luego los abre. Y observa que las calles no están vacías como suelen estarlo cuando sale del edificio. Los restaurantes no están cerrados, sino que están preparándose para la cena. Las terrazas, normalmente a oscuras y con las sillas apiladas, están a rebosar de gente. Los árboles que adornan la acera son verdes y no negros, como suele verlos. El tráfico circula frenético frente a él. Tan rápido, que los vehículos apenas son sombras. Ahí está la vida. La de los demás. Pero no la suya. Y lo cierto es que, después de esa reunión, poco le importa. Pronto conseguirá todo lo que ha deseado y trabajado por lograr.
Ese pensamiento curva sus labios en una sonrisa impredecible. Una que no tarda en borrarse. Siente algo. O, mejor dicho, a alguien. Una mirada. Una figura. Una que no corre al ritmo del gentío. Una que permanece estática. En la acera de enfrente.
Los coches y autobuses cortan su campo de visión de manera intermitente, lo que le impide identificar con exactitud de quién se trata. Hasta que la figura emprende el camino hacia donde está él. Con paso decidido, comienza a cruzar la calle. Entre los coches, que pitan ante tal imprudencia.
Wellington continúa sin reconocer al kamikaze. Mueve su cabeza de lado a lado para lograr visualizarlo. Entonces, por el carril más cercano a él, pasa de largo una furgoneta que, al fin, le deja ver, en todo su esplendor, quién se acerca con ansiosa diligencia y mirada oscura.
Ante tal descubrimiento, sus ojos se abren de par en par y sus pupilas, se contraen. Guiado por el instinto de supervivencia de su integridad física, da media vuelta y se dirige a su coche lo más rápido que puede sin terminar de echar a correr. La sombra tras él tampoco corre. Se limita a seguirlo sin prisa, pero sin pausa.
Cuando Wellington por fin está al lado de su coche, busca las llaves en los bolsillos de su chaqueta. Con dedos torpes y algo temblorosos, consigue encontrarlas. Antes de que pueda pulsar el mando para abrir las puertas, éste cae al suelo a causa de los nervios. Rápidamente, se agacha para recogerlo. No quiere girarse. No quiere perder ni un segundo en ver a qué distancia se encuentra. Tiene que irse de allí. Con menos soltura de la que le gustaría, pulsa al fin el botón, oye el click del pestillo y abre la puerta del copiloto.
Es entonces cuando una mano, que aparece por encima del hombro de Wellington, se posa contra el cristal de la ventanilla ejerciendo más fuerza que él y cerrándola de un potente portazo.
—¿Tienes prisa? —pregunta una voz calmada, susurrante y grave que sólo puede pertenecer a una persona. Travis.
La última vez que lo tuvo tan cerca las cosas no salieron muy bien. Aún recuerda el sonido de su puño chocando contra su ceja. La cálida sensación de la sangre cubriéndole parte del rostro. No le tiene miedo al dolor, lo sufre cada día, pero no puede decir lo mismo del hombre que tiene en frente.
Lo cierto, y aunque él jamás lo admitirá, es que, en cierta manera, le teme. Más que al hombre en sí, a la pérdida absoluta del control que lo rodea ahora mismo. Travis lo ha sorprendido y ambos lo saben.
—Por tu reacción —ronronea Travis tras su blanca dentadura—, supongo que te acuerdas de mí —su interlocutor no reacciona, sólo lo mira. Una sonrisa pícara y de medio lado surge en los labios de Travis. Sus ojos, turquesas cristalinas, centellean con el placer del momento—. Al igual que supongo que sabes por qué estoy aquí.
—¿Por qué estás en paro y no tienes nada mejor que hacer un lunes? —dice Wellington sarcásticamente.
Una vez pasado el susto inicial, ha conseguido recuperar cierta parte de su compostura. Eso le infunde algo más de valor para afrontar la situación. Aunque sí que tiene curiosidad por saber qué lo había traído hasta él.
Nunca habría esperado que ese paleto de granja tuviera lo necesario como para abordarlo de esta manera. En mitad de la calle. Delante de AusTech. Su trabajo. Sus subordinados. Personas que lo consideraban una figura temible y en cuyo hecho radicaba la razón de su servidumbre y respeto hacia él.
No puede mostrar debilidad. Nadie puede notar que ese desgraciado que no tiene ni donde caerse muerto le infunde algún tipo de miedo. Entonces, Travis da un paso en su dirección, acercándose aún más.
Por primera vez, Wellington se fija bien en él: sus ojos rasgados y azules, su recta nariz, su brillante pelo dorado, su cuerpo... No puede negar la superioridad física de su asaltante. Es más joven. Más fuerte. Y, lo que más envidia, está sano. Sin taras. Sin restricciones. Sin temblores. Con Máxima...
Es algo más bajo, aunque eso era lo normal. Rara vez alguien superaba su metro noventa de estatura. Sin embargo, debe admitir que Travis también goza de una buena altura. Apenas unos centímetros menos que él.
Inferioridad que éste suple con su musculosa complexión. Si de largo Wellington gana por un puñado de centímetros, de ancho Travis se lleva la palma. Su espalda es torneada y amplia. Sus brazos, trabajados y fuertes. Su torso, incluso cubierto por una sencilla camiseta desgastada, deja intuir sus abultados pectorales y el marcado abdomen.
Por una milésima de segundo, imagina a Máxima entre esos brazos y lo pequeña que resultaría rodeada por esa escultura. Sin poder controlarlo, los músculos de su cara se contraen en una mueca de auténtico odio.
Lo cierto es que entiende por qué una mujer se sentiría atraída por él. De hecho, lo que le extraña es que sólo esté con una. Está seguro de que podría tener a cuantas quisiera. Incluso a una mejor que Máxima. Supone que eso es noble por su parte. O estúpido.
No es que considere a Máxima insuficiente, pero, desde su punto de vista más imparcial, dejando a un lado lo que le hace sentir, no poseía esa clase de belleza obvia que deja a todos boquiabiertos en la primera aparición. Lo de ella era algo más sutil. Como la apertura de una flor. Algo delicado que se va dejando ver lentamente. Y que, para cuando se ha abierto en todo su esplendor, la belleza que emana de su interior ya ha atrapado a quien ha tenido la suerte de poder verla. Eso le había sucedido a él; y, seguramente, eso le había sucedido al pobre diablo que tenía delante.
En el caso de Travis es lo contrario. Un hermoso rostro de belleza obvia, evidente, indiscutible y envidiable y cuyo interior estaría vacío. No necesita conocerlo para saberlo. Aunque algo en su sentencia no le encaja.
Si ha conseguido estar con alguien como Máxima, es que debe ser algo más que una cara bonita. Quizás eso le sirviera para atraerla, pero no es suficiente para conservarla. ¿Qué le ofrecería ese hombre día tras día durante casi un año de su vida que no la hastiaba y la asqueaba hasta el punto de abandonarlo como el perro callejero que era?
—Deberías tener cuidado con lo que dices —ruge Travis en un susurro, pero sin dejar de sonreír—, a no ser que quieras que hablemos largo y tendido de las curiosas condiciones de mi despido —insinúa con tono amenazadoramente encantador—. Quizás a tus estirados jefes de ahí arriba —dice elevando la vista, lo que provoca que la luz incida en sus ojos volviéndolos aún más turquesa, y señalando las últimas plantas del rascacielos de cristal—, les interese lo que puedo contarles...
Ese comentario, ese tono de voz ladino y esa sugerencia, instalan la tensión en el sistema de Wellington, que no tarda en entrarle al juego.
—¡Yo no tuve nada que ver con eso! —exclama en voz baja y encarando al hombre de mirada felina—. Esa loca me engañó —dice refiriéndose a Irene—. No sabía a quién estaba ayudando a despedir. Sólo me contó que un bedel la había asaltado cuando iba a montarse en su coche —explica sin obtener resultado. Su adversario guarda silencio—. Yo lo único que hice fue ponerla en contacto con la dirección de Recursos Humanos para que la tramitación fuera más rápida y ahorrarle tener que encontrarse con tan miserable desgraciado —se justifica. Más silencio—. ¡No sabía que se trataba de ti! ¿A eso has venido? ¿Vienes a intentar que me despidan? ¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero? —continúa, nervioso al ver que Travis se limita a mirarlo sin reacción alguna—. Todo era un plan de ese estúpido conato de quinceañera celosa para tener a Máxima para ella sola...
—¡No la nombres! —ruge Travis gravemente interrumpiéndolo y acercando su cara a la de Wellington con rapidez. Por fin una reacción—. No te atrevas a pronunciar su nombre. Ni siquiera a pensar en ella.
Eso es. Ya lo tiene. Sólo unas pocas palabras son suficientes para que Wellington descifre la razón de esa visita. De hecho, sólo una palabra. O, mejor dicho, un nombre. Máxima.
Por unos instantes siente celos. Celos de que ese tipo tenga razones para creer que ese nombre le pertenecía. Para creer que ella era suya. Pero entonces vuelve a mirarlo con detenimiento. Y lo que siente es lástima.
Lástima porque ve que en la vida de ese hombre sólo existe ella. Porque todo lo que le mueve es ella. Porque lo único de valor que ha poseído jamás es ella. Porque la razón de su asalto no es otra que el miedo.
Seguramente el problema de su "chica" le venga grande. Seguramente sabe que no puede ayudarla, pero que Wellington sí. Y si es así, seguramente tema que ella lo abandone por ser incapaz de ser el hombre que ella necesita.
"Te teme más que tú a él", piensa. Y ese pensamiento lo hace sonreír cruelmente por dentro. ¿Cómo no lo ha visto antes? ¿Cómo no se ha dado cuenta?
—Aléjate de ella —interpela Travis sin separarse un milímetro de su rostro y con los ojos clavados en los suyos de manera desafiante.
Justo la confirmación que Wellington necesitaba para demostrar su hipótesis. Pero, si hasta ese burro ha podido darse cuenta de sus sentimientos o intenciones para con ella, ¿también Máxima las conocería? ¿Sabría el poder que tiene sobre él? ¿Sería esa la razón de su encuentro hace una semana en ese mismo parking, junto a ese mismo coche? ¿Lo estaba manipulando a sabiendas de que él haría lo que ella le pidiera?
—¿Me oyes? —la voz grave y ruda de Travis lo devuelve al presente—. No quiero que vuelvas a acercarte a ella. No necesita nada de ti —"quizás algo que tú no puedes proporcionarle, la libertad", piensa Wellington—. Ni referencias, ni un trabajo —sentencia, seguro de sí mismo.
Ese comentario lo despista. Por unos segundos, piensa que se ha perdido algo. ¿Referencias? ¿Trabajo? Algo no encaja. ¿Por qué habla de eso ahora? Nunca ha tenido la más mínima intención de ofrecerle un trabajo a Máxima. Después de la forma de irse de Afrodia, ni él podía conseguirle un puesto en AusTech. Entonces su rápido cerebro ata los cabos sueltos.
Como se suele decir: la solución más simple suele ser la correcta. Y en este caso está claro. Al menos para Wellington, que rápidamente encaja las piezas del puzle. Ella ha mentido. Y eso le proporciona una ventaja que no está dispuesto a dejar escapar.
—Me temo, amigo —dice con sagacidad—, que no sabes nada de sus "necesidades" —pronuncia esta última frase con un risueño misterio, sabiendo que sólo él, y Máxima claro, entenderían ese tono lamioso.
La reacción que minutos antes había echado de menos en el cuerpo de su interlocutor ahora se hace palpable. Travis no tarda en sujetarlo de la solapa del caro traje de chaqueta y estamparlo contra la puerta del coche mientras lo aprisiona bajo en peso de su cuerpo neutralizándolo por completo.
—Tú no la conoces —responde Travis de manera que parece que las palabras crujen entre sus dientes sedientos de la sangre de ese tiburón blanco.
—Y aun así sé más de ella que tú —contesta algo ahogado por el agarre de su depredador mientras intenta, en vano, deshacerse de éste.
Varias personas que pasan cerca de ellos se dan cuenta de la tensión de la situación. Algunos incluso son trabajadores de AusTech que podrían reconocer a Travis y lo último que éste quiere es una reluciente denuncia junto con su carta de despido por acoso laboral. De modo que lo suelta lentamente y se aleja unos centímetros, dejando que su presa recupere el aliento.
Wellington aprovecha la tregua para atusarse la chaqueta y colocarse bien la corbata. Va a dar su golpe de gracia. El golpe que le proporcionará la victoria. El que supondrá un antes y, con algo de suerte, un después en la relación de Máxima con ese animal. De modo que debe estar presentable.
—Verás —comienza con confianza a la vez que pone su mano sobre el torneado hombro de Travis, que se aparta antes de que pueda tocarlo—, el placer que me supondría mirarte a los ojos mientras te cuento todo lo que sé es tan grande que me tienta —continúa con una pequeña sonrisa que muestra sus colmillos—. No puedes hacerte una idea de cuánto —los ojos de Travis se oscurecen—. Pero hay algo aún más tentador, pese a saber que no podré estar presente cuando suceda, y es que esto —dice haciendo círculos en el aire con su dedo índice entre sus cuerpos—, esta... visita furtiva —añade después de pensar bien cómo denominarlo—, te volverá tan loco que no podrás reprimir tu necesidad de saber. Lo que te llevará a exigir. Presionar. Y, al final, errar... —la sonrisa se amplía. Incluso siente ganas de relamerse ante tal imagen—. Y eso, amigo mío, verte caer sin mi ayuda, verte caer por tus propios medios y ver cómo ella te expulsa de su vida..., eso, querido, sí que es placer.
Sé que no suelo escribir mucho para dirigirme a vosotros, pero lo hago así porque pienso que de ese modo no se rompe la sintonía de la historia entre capítulos. Pero en este caso necesito haceros unas preguntas porque no sabéis cuánto me interesan vuestras respuestas. Si os apetece, me encantaría conocer vuestra opinión:
¿Esperabais un encuentro W-T?
¿Qué os ha parecido?
¿Qué opináis de ese final?
¿Quién creéis que ha ganado en este primer encuentro?
¿Creéis que Máxima hace mal en mentir a Travis aunque sea por protegerlo?
¿Creéis que W dice la verdad y no sabía que el "acosador" de Irene era Travis?
¿Pensáis que Máxima conoce los sentimientos de W y lo usa para aprovecharse de él?
¿Son los sentimientos de W reales o un simple capricho?
¿Os gustaría otro encuentro en el futuro?
¿Qué creéis que pasará?
Perdón por estar preguntona, pero estoy deseando saber que pensáis. Un besazo!!!
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