Capítulo 55
Quien es un mentiroso, lo es toda su vida.
*****
Pasan la noche juntos anhelando estar a solas. Anhelando poder comerse a besos sin las miradas furtivas de los demás. Por eso, como guiados por una fuerza superior, ambos terminan separándose del grupo. Se alejan del bullicio de la noche adolescente para sumirse en la tranquilidad de un íntimo paseo nocturno por la playa. Están cogidos de la mano. Pasean lentamente, deteniéndose a cada paso para mirarse, sonreír y besarse. Ella comienza a comprender lo que se siente estando en una nube. El cosquilleo del primer amor correspondido. La sensación que proporcionan unos ojos enamorados que te miran como si fueras lo único que existe. Todo resulta tan perfecto que hasta duele. Una punzada se instala en su interior. Algo que le hace pensar que, si es feliz hoy, puede ser infeliz mañana. Pero no cometerá el mismo error dos veces. No dejará que el miedo le robe su vida otra vez. Así que disfruta. Disfruta del frescor de la noche. Del brillo de las estrellas. Del exclusivo sonido del murmullo del agua. De las gotas de agua salada de las olas que el viento transporta y deposita sobre su piel. De la fina arena que envuelve sus pies descalzos. De esa mano. Una cálida y suave. Que acaricia su mejilla. De esos labios. Que la besan con deseo. De ese corazón. Que nota latir contra el suyo. Con suavidad, él la posa sobre la arena sin dejar de besarla. Ella pierde la noción del mundo en esos ojos negros. Está segura. Confía en la experiencia de él y en sus propios sentimientos. Quiere dárselo todo. Mostrarse tal y como es. Sin preocuparse por su torpeza o inexperiencia. Quiere amarlo. Sin condiciones. Y ahí, con la luna como único testigo y por primera vez, ella se deja amar.
*****
Permanece en el pasillo unos segundos antes de ser capaz de emprender el camino de vuelta a casa. Lo hará con las manos vacías. Ni siquiera sabe qué pretendía viniendo a por él. No sabe ni qué intención tenía al pedirle ayuda a Wellington. Ni cómo él podría ayudarla. Quizás sólo buscaba comprensión o desahogo. Lleva toda su vida escuchando que las personas necesitan hablar y volcar sus problemas sobre otros para que así el peso de la carga sea menor. Que eso hace sentir mejor. No ha sido el caso. No sólo se siente mucho peor, sino que también se siente aún más perdida si es posible.
Con la cabeza gacha, recorre el pasillo lentamente intentando pasar desapercibida. Como si las personas que la rodean supieran su vergüenza. Como si a alguien le importara. Como si los demás no tuvieran sus propios problemas. Cruza la pequeña sala de espera que hay antes de llegar al ascensor y pulsa el botón, a la espera de poder largarse allí cuanto antes.
Aquel elevador tarda en llegar lo que le parece una eternidad. Cuando por fin se abren las puertas, entra. Antes de que el ascensor se cierre, una mano blanca de dedos finos y largos, se interpone haciendo que las puertas vuelvan a abrirse. Frente a ella se encuentra Wellington con la respiración algo desacompasada. ¿Ha venido corriendo?
Ella lo mira con los ojos muy abiertos. No sabe muy bien cómo debe reaccionar después del discurso de Smith y su salido nada triunfal. Por suerte, él se encarga de llevar el peso de la situación hablando primero.
—Sólo quería decirle... —comienza cogiendo aire. La frase queda en suspenso unos segundos—. No vaya a su apartamento —suena a súplica—. Quédese en la cabaña. Permanezca allí todo el tiempo. Si debe ir a su casa a recoger algo, hágalo cuanto antes y no vuelva a pisar ese piso hasta que yo la avise —ha regresado el tono autoritario—. ¿Me ha comprendido? —pregunta con voz sombría al ver que ella no mueve ni un músculo hasta que, por fin, asiente con la cabeza —. Todo irá bien —responde a forma de despedida.
Quita la mano del ascensor y las puertas de éste tardan poco en comenzar a cerrarse. Esta vez es una mano algo más oscura y menuda la que las frena. De nuevo, quedan frente a frente. Aunque en esta ocasión es Wellington quien la mira extrañado.
—¿Cómo... —dice ella sin quitar la vista de los ojos de él— ...sabe que es una cabaña? —pregunta lentamente mientras da un paso hacia él, interponiendo ahora su cuerpo entre las puertas del ascensor.
De manera inapreciable, las pupilas de Wellington se dilatan. Como si fuera capaz de controlar a su cuerpo cuando quiere mantener oculta una verdad. Como la verdad de que lleva meses investigando el pasado, presente y futuro de la mujer que tiene delante. La verdad de que tiene en nómina a una persona cuyo trabajo ha sido colarse en esa dichosa cabaña incontables veces para recabar la máxima información posible. La misma persona con la que lleva al teléfono la última media hora y que le ha estado aconsejando sobre el plan de acción a seguir, como alejarla de todo aquello donde figure su nombre.
Ha mentido en tantas cosas que su cuerpo no nota la diferencia. ¿Qué más da continuar haciéndolo? ¿Qué más da una mentira más?
—Vive en las afueras y viste camisas de franela —responde altivamente. De nuevo ese tono insultante—. Era lo más lógico. Seguramente hasta tenga gallinas —dice para desviar la atención de ese sabueso de mujer que lo mira impasible.
Sin dejar de mirarlo, retrocede sobre sus pasos para volver a introducirse en el ascensor. Pulsa el botón y, al fin, las puertas se cierran sin más interrupciones.
Ahora que está fuera del alcance de esos ojos oscuros, puede respirar tranquilo. Aunque los ojos que deben preocuparle no son los de ella. Hay otro par que lo observan y que podría acarrearle muchos más problemas. Ajeno a todo, se pone el móvil, que ha estado descolgado todo este tiempo con el detective al otro lado, en la oreja.
—Ven. Ya—dice antes de colgar.
La vuelta a AusTech la hace paseando. La noche es bastante fría. Eso le ayudará a calmar su cabeza y sus nervios. En apenas media hora llega a la puerta del edificio. Ha aparcado en la acera de enfrente. Un Mitsubishi ASX blanco de segunda mano, pero bien cuidado, que Travis le consiguió en Maroota por un buen precio. Un bien que no debió adquirir puesto que en un mes tendrá que volver a venderlo.
Se monta. Arranca. Pone música. Y acelera rumbo al lugar donde, al parecer, deberá estar confinada hasta nueva orden.
Es tarde. La noche se ha tornado aún más oscura. Tanto que, cuando enfila el camino de tierra que desemboca en la cabaña, ya puede ver la luz del porche encendida. Está ahí. Y la está esperando.
Pese a que la luz la guía, está perdida. No puede evitar sentirse culpable por cada uno de los actos acometidos esa noche y por el resto de los momentos en los que prefirió volcar sus preocupaciones más profundas sobre un completo desconocido para ella en vez de en la persona con la que comparte una vida.
Supone que ahí es donde radica el verdadero problema. Es justamente esa vida que comparte con Travis la razón de no compartirse ella en su totalidad. Es justamente esa vida la que no quiere salpicar con la suciedad indeleble que la persigue. Siempre estará dividida. Siempre estará atravesada por un camino que separa la mancha atroz de su pasado de aquella luz resplandeciente que la espera al final del sendero.
Pero está cansada. Quiere bañarse de luz por completo. Quiere no sentir ese nudo en la garganta cada vez que se guarda lo que siente. Quiere hacer desaparecer ese ardor que calcina su lengua cada vez que le miente u oculta algo.
Con decisión baja del coche y se dirige a la casa. El porche está vacío. Entonces un leve movimiento a su derecha llama su atención. Travis, cubierto por las sombras de la noche, está de pie apoyado contra uno de los pilares de madera del porche a unos metros de ella. No puede ver bien su expresión debido a la oscuridad, pero le parece que está serio. Aunque hay algo contra lo que la oscuridad no puede competir. Sus ojos. El brillo de esos ojos turquesas es lo único que se aprecia con claridad pese a la negrura que lo envuelve.
Lentamente, se separa del pilar y comienza a andar en su dirección. A medida que lo hace, la luz de la entrada embadurna su rostro. Ya no es una suposición, está serio. Solemne. Sin dejar de mirarla continúa andando hacia ella. Hasta que, cuando está tan cerca que hasta podría tocarla, hace un quiebro y gira dirección a la puerta para introducirse en la casa. Ella lo sigue. Sabiendo que esta vez no tiene escapatoria.
—¿Dónde has estado? —pregunta al fin con voz templada y grave.
—Te llamé —comienza ella, sin valor para responder a esa pregunta tan pronto—. Varias veces, pero no lo cogías.
Travis, sin expresión y en un gesto lento, mete su mano en el bolsillo del pantalón y saca un móvil. Lo mira durante unos segundos y luego dirige sus ojos hacia los de ella.
—No —responde mostrándole la pantalla del móvil donde se ve la recepción de llamadas—. En cambio, yo a ti, sí —ella mira la pantalla con gesto de extrañeza y ve que es cierto.
Su número está marcado hasta tres veces esa misma noche. No lo entiende. No ha recibido ninguna llamada. Entonces se fija en el móvil. No es el de siempre. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Recordando. Hace unos días el móvil de Travis desapareció y su padre le dejó el suyo.
—Tú eres el número desconocido que no ha parado de llamarme —dice ella recordando las insistentes llamadas que recibió mientras estaba en el hospital y que creyó que venían de otra persona.
—Eso parece que soy —responde en un tono ronco y bajo—, un desconocido —está notablemente molesto. Y es más que comprensible. Pese a estar esforzándose por mantener la calma, su rostro no puede ocultar lo mucho que le enfada sentirse apartado y abandonado. Pensar en eso último le trae recuerdos dolorosos— Te he dado más espacio del que nadie puede necesitar —necesita expresarlo en voz alta o explotará—. He sido paciente. Comprensivo. Y lo único que he conseguido es que te mantengas al margen. No te has alejado, es cierto, pero tampoco acercado. Estamos en el mismo punto que hace casi un año —él nota que ella va a hablar, pero antes de que pueda hacerlo, le indica con un leve gesto que lo deje hablar—. Necesito decir esto, por favor —ella asiente lentamente—. Ni siquiera has sido capaz de mudarte del todo. Has llenado un par de cajones con tus cosas, pero no has hecho de esta casa tu hogar. Mantienes tu piso. Incluso duermes allí de vez en cuando ¿Cómo crees que me hace sentir eso? —pregunta retóricamente con pena en sus ojos—. Es un recordatorio constante de que no apuestas por esto. Por nosotros.
Ella mira hacia abajo sin bajar la cabeza. Buscando alguna forma de expresarse, que no encuentra. Alguna forma de hacerle comprender que no es culpa de él. Sino de ella.
—De todos modos —dice Travis con una leve sonrisa amarga—, cuando estás aquí tampoco parece que estés. Llevas días ausente. No comes. No hablas —en ese momento Poe aparece de la nada y comienza a maullar mientras se roza contra las piernas de Máxima exigiendo atención—. Hasta él nota tu ausencia —comenta refiriéndose al gato—. Volveré a preguntártelo, Max ¿dónde has estado? —repite con toda la calma que es capaz.
—¿Por qué estás en un hospital? —pregunta el hombre que acaba de entrar por la puerta de la habitación.
Es un hombre delgado y no especialmente alto. De mediana edad. Con bigote y un aire británico que le insufla un aspecto glamuroso. Pelo rojizo y ondulado, algo alborotado. Viste un jersey burdeos y unos vaqueros. Nada en él llamaría la atención. Y eso es justamente lo que pretende.
—Me aburría, quería probar algo nuevo —responde sarcásticamente Wellington.
—Pues haber probado el paracaidismo —le sigue la supuesta broma. Wellington pone los ojos en blanco mientras se incorpora. Los calmantes empiezan a desaparecer de su sistema y comienza a recobrar la compostura—. ¿Y tu sombra? —dice refiriéndose a Smith.
El hombre pasea por la habitación mientras habla. Lo mira todo. Se acerca al sillón, da unos golpecitos a los cojines y, después de lo que parece una eternidad, se sienta por fin. Cruza las piernas, coloca los codos sobre los brazos del sillón y junta las palmas de sus manos a la altura de su cara.
—Odio cuando haces tantas preguntas —responde Wellington sentándose en el borde la cama.
—Ya sabes que es mi trabajo, Monty —interpela con un marcado y pedante acento inglés.
—Tú no has trabajado en tu vida, Benny —contesta imitando su acento— ¿Cómo ha ido el viaje a España? —pregunta con la poca paciencia que le queda.
Conoce a ese hombre desde pequeño. Fueron juntos al colegio. Podría decirse que fue su mejor amigo. Y el único. Pasaban la mayor parte del tiempo juntos. Ambos compartían el gusto por la manipulación y el poder de la información. Unidos, no había nada que no consiguieran.
Cuando cumplieron dieciocho años, sus caminos se separaron. Wellington usó sus capacidades para entrar en la universidad y volcar sus conocimientos en el mundo empresarial. Benedict prefirió saltarse esa parte y, después de varios años sabáticos, descubrió que poseía una increíble capacidad para hacer que la gente le contara ciertas cosas que podían resultar de valor a otras. Ambos, cada uno a su manera, han seguido un camino similar.
—Un calor espantoso. Ciertamente, querido Monty, esa ciudad es un infierno en esta época del año —comenta mientras atusa el brazo del sillón para quitarle una pelusa con gesto escrupuloso. El silencio por parte de su compañero hace que su atención se desvíe hacia éste, que lo mira con gesto serio. Molesto—. Nunca te gustó el dulce placer de la conversación intrascendente, ¿verdad, amigo? —de nuevo, silencio—. Está bien —dice depositando sobre la mesa que tiene delante una carpeta de color marrón oscuro sin ninguna etiqueta. La abre y comienza a sacar papeles que ojea mientras habla—. Aquí tienes los documentos básicos. Certificado de nacimiento. Libro de familia. Instituciones formativas... —enumera a medida que le muestra los papeles.
Wellington los coge y los ojea. Ante él tiene la vida de Máxima. Todo lo que ha hecho desde que nació.
—Nada fuera de lo normal, ni una triste multa de tráfico —añade Benedict, aburrido—. Esto, en cambio, es más interesante —dice mostrándole un sobre tamaño folio bien abultado.
Wellington abre el sobre como un niño abre un enorme regalo el día de su cumpleaños. Saca el documento y pasea sus ojos rápidamente por las páginas. En cuanto corrobora que es lo que creía, lanza una mirada ladina a su compañero y esboza una leve sonrisa de medio lado que sólo muestra la punta de uno de sus colmillos. Benedict le devuelve la sonrisa.
—Creo que lo encontrarás inspirador —comenta satisfecho—. Por ahora sólo he podido conseguir las transcripciones, pero pronto tendré los vídeos en mi poder —ante esa promesa, la emoción de Wellington de conocer la parte más oscura de Máxima lo empuja a darle una palmada de aprobación en el hombro a su amigo—. Curioso personaje... —susurra Benedict mientras Wellington se da media vuelta y se dirige al armario para guardar el documento.
—¿Él? —pregunta distraído.
—Ella —sentencia el detective.
Todo lo que ha vivido, sufrido, disfrutado, ocultado o mostrado, todo ha estado siempre supeditado a sus vivencias. Y, por tanto, todo ha estado tiznado de esa oscuridad. Contaminado por sus actos y los actos de otros. Todo menos él.
Con Travis se siente limpia. Siente que fingir que es otra persona, una pura y sin taras, le resulta tan sencillo que hasta se lo cree. Es entonces cuando siente verdadera plenitud. Cuando se siente intocable. Radiante. Feliz.
La, aparentemente, inocente pregunta de Travis permanece sin contestar. Lo cierto es que todo lo que él hacía y la manera de hacerlo siempre parecía inocente. Casual. Como si sus preguntas, sus actos o sus miradas llegaran a ella de manera fortuita. Como si, accidentalmente, él hiciera las preguntas adecuadas en el momento adecuado.
La cuestión es que nada de lo que él hace es fruto de la casualidad. Por mucho que ella crea que puede ocultarle algo, nada se escapa a la paciente observación de esos brillantes zafiros que son sus ojos. La cuestión es que no necesita que ella conteste a su pregunta. Ya sabe la respuesta. Pero está cansado. Cansado de esperar algo que parece no llegar nunca.
—Deberíamos sentarnos a hablar —responde ella para coger aliento. Como si en el aire flotara la valentía y ella necesitara una buena dosis. Se acerca a una de las sillas del comedor y le señala una a él para que se siente a su lado.
—Creo que soy el único tío en la faz de la tierra que se alegra de oír esas palabras de boca de su novia —comenta serio.
No se sienta en la silla señalada, sino al otro lado de la mesa. Lejos de ella. Como si tuviera miedo a ser encantado por esa sirena si se acerca mucho. Básicamente esa ha sido la razón de su paciencia. De su falta de insistencia. Del excesivo espacio. Está enamorado de ella.
Máxima lo observa. El hecho de que no quiera estar cerca de ella la quiebra. Siente que está jugando con fuego. Que está poniendo en peligro todo lo que tiene. Que un día tensará la cuerda que la une a él más de lo debido y se romperá. Dejándola hundida para el resto de su vida. Los secretos y las mentiras siempre terminan por salir a la luz. Y cuando eso ocurra, está convencida de que él la abandonará.
Entonces mira esos ojos. Y se transporta al pasado. Al primer día que los vio. Ese océano que la atrapó entre sus aguas en calma y en el cual no ha querido dejar de nadar jamás. Quiere ser sincera. Quiere abrirse a él y mostrarse tal y como es.
—Yo... —comienza con la voz temblorosa. No sabe ni por dónde empezar—, fui a AusTech —admite al fin, sin ser capaz de pronunciar el nombre de la persona a quien realmente fue a ver.
La expresión de Travis apenas varía. Su cuerpo permanece en la misma postura. Sin moverse ni un ápice. Pero hay algo que no puede controlar. Su mirada. Esa que tan estudiada tiene Máxima. Algo en sus ojos se ensombrece casi imperceptiblemente. Lo suficiente para que Máxima sepa qué significa. Decepción.
—¿Por qué? —pregunta en voz muy baja y contenida.
He ahí el quid de la cuestión. Esa pregunta era la verdaderamente importante. La adecuada. La puerta a su secreto más oculto. La caja de pandora. Responder a esa pregunta significaría soltarlo todo. Dejar salir de las tinieblas todas las sombras que tanto tiempo llevaba intentando ocultar. Hablar de su pasado. De su padre. De su madre...
Vuelve a respirar profundo. Está cansada de fingir por miedo. Básicamente está cansada de tener miedo. De todo. De todos. Del dolor. Del sufrimiento. De mentir. Y también de dejar de hacerlo. Porque esa es su naturaleza. Porque así ha sido siempre su vida. Una mentira. Porque así es ella. Una mentirosa. Y una cobarde. Y por eso, no puede hacerlo. No puede contarle la verdad. No puede enfrentarse al abandono de nuevo. Porque la realidad de sus actos pasados la superan. Porque pensar en que los ojos que tanto adora la miren con desprecio la aterra. Porque, quien es un mentiroso, lo es para siempre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro