Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 54

El interés, suculenta manzana envenenada.

*****

Está nerviosa. Tiene ganas de verlo tanto como teme hacerlo. Ha perdido la cuenta de cuántas veces se ha cambiado de ropa. Se ha peinado de todas las maneras y formas. Se ha maquillado. Quiere estar perfecta. Su piel luce un tono bronceado oscuro y brillante. Eso le facilita el verse favorecida. La autoestima nunca ha sido su fuerte. Sin confianza en sí misma y con sus complejos a flor de piel, sale del hostal con su amiga en dirección al lugar donde han quedado con los demás. Con él, que acude, desconociendo la presencia de ella, a la cita. Ella llega primero. Nerviosa, juega con un mechón de su pelo dándole vueltas entre sus dedos. Al fin visualiza su figura a lo lejos. En ese instante comienza a sentir unas imperiosas ganas de huir. De irse de allí. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo se ha atrevido a llevar a cabo una sorpresa sin estar segura de los sentimientos de él? ¿De venir hasta aquí teniendo en contra todas las señales? Aprieta con fuerza sus puños. ¿Cuándo aceptará que su sino es estar sola? ¿Cuándo dejará de intentar evitar lo inevitable? Nadie la querrá. Nunca. La silueta va adquiriendo forma y expresión a medida que se acerca más a ella. Hasta que, de repente, se para. La ha visto. Ambos pares de ojos se miran fijamente. El resto de amigos permanecen en silencio, a la espera de ver qué pasará. Entonces él da el primer paso. Y lo da hacia ella. Con decisión. Con rapidez. Con calidez. En apenas tres zancadas está frente a ella y en apenas segundos la tiene entre sus brazos. En un profundo y anhelante beso, se funden en un mismo ser.

*****

El tiempo parece superfluo dentro de esa habitación. Nadie podría asegurar si han pasado segundos o siglos. Poco importa. El tiempo ahora se mide en latidos. Exactamente los latidos de dos corazones. Corazones que golpean el pecho de sus respectivos dueños inundando sus interiores de un sonido sordo y profundo.

Máxima permanece totalmente quieta y en la misma postura en la que descubrió a esos ojos escrutándola. No ha sido capaz de mover un solo músculo. El único movimiento lo produce su pecho, que no logra ocultar su respiración desacompasada e hiperventilada.

Su cerebro manda la orden a sus piernas para que anden. El mandato tarda en llegar a sus receptores, pero al fin comienza a acercarse a la cama. Muy lentamente la rodea hasta ponerse a la altura de Wellington, que se incorpora y apoya la espalda contra el cabecero. Los ojos de éste no han dejado de seguirla a través de la habitación.

Apenas unos centímetros los separan ahora. No hablan. Ella porque no sabe qué decir y él porque no consigue creer que esté realmente ahí. Se limita a mirarla. Aún tiene presente en su sistema las sensaciones que esa chica, aunque fuera en un sueño, le provocó. Sin capacidad para reprimirse, alza su mano en dirección a la mejilla de Máxima. Necesita saber que es real. Que ha vuelto.

Ésta, al ver su intención de tocarla, da un paso adelante para aproximarse más a él y facilitarle el acercamiento. Como si algo la hubiera empujado hacia él. En cuanto lo hace es consciente de lo inconsciente de su acto.

Cuando está a punto de rozarla, la mano de Wellington queda suspendida en el aire. Algo le impide culminar sus intenciones. Como una fuerza invisible. Algo que le susurra en lo más profundo de su ser que no tiene derecho a tocarla. "No vuelva a tocarme". "No se atreva a volver a ponerme una mano encima". "Jamás". Las últimas palabras de Máxima, hace más de cinco meses, aún rebotan en su cabeza.

Sin valor para desobedecer esas órdenes claras y concisas, desvía su mano y su mirada, que se concentra en un punto un poco más abajo de la barbilla de ésta. Algo llama su atención.

—¿Por qué está mi nombre escrito en esta cosa? —pregunta Wellington de forma lenta y calmada mientras sujeta entre sus manos el trozo de papel plastificado que cuelga del cuello de Máxima—. Maxine Wellington —lee. La mira—. ¿Quién coño es Maxine? —pregunta con extrema tranquilidad. Algo en su forma de hablar resulta diferente, extraña.

—Es... —intenta buscar una explicación concisa sin dar mucha información—, una larga historia —concluye al ser incapaz de encontrar las palabras para decirle que se ha hecho pasar por su hermana.

Increíblemente, a Wellington, que suelta el pase y hace caer el brazo sobre la cama, parece importarle muy poco lo que le cuenta. Se limita a mirarla. Con los párpados algo alicaídos y la mirada un poco perdida. Seguramente son los efectos de la medicación que le han suministrado para el dolor. Parece tranquilo. Aunque triste.

En momentos así le resulta imposible odiarlo con la misma intensidad que meses atrás. En momentos así necesita asegurarse de que está bien. Nadie, por manipulador y frío que sea, se merece pasar por algo así solo. Ella lo sabe bien. Ella ha llegado a ser realmente cruel en su vida. Cruel, calculadora e inhumana. Ha cometido actos atroces y ha hecho daño a personas para conseguir sus objetivos. Si lo abandona ahora, ¿con qué derecho esperará que otras personas la ayuden a ella en condiciones de similar dificultad?

—¿Cómo se encuentra? —pregunta.

Durante unos segundos él no responde. Es como si su cerebro procesase la información con extrema lentitud. Su pecho desciende y se eleva en una respiración pausada. Cierra los ojos y apoya la cabeza contra el cabecero.

—Como en una nube tirada por un centenar de unicornios voladores —dice al fin sin abrir los ojos. La respuesta es tan inesperada que Máxima no puede remediar sonreír. El leve sonido de su suspiro risueño es suficiente para que Wellington abra los ojos y la mire —. En serio, debería probarlo —bromea al ver que eso la hace reír mientras señala el goteo de morfina que cuelga a su lado.

Ella mira al suelo, aún con una sonrisa en sus labios, en un gesto que denota timidez. Nunca lo había visto bromear. De hecho, nunca nada de lo que había salido de esos finos labios la había resultado gracioso o mínimamente divertido. Y, aunque no sabe por qué, eso la hace sonrojarse.

—¿Tan grave es? —pregunta de repente Wellington.

Ella alza la vista rápidamente para encontrarse con los blancos ojos de semicerrados de él sin terminar de comprender a qué se refiere. Su corazón da un vuelco. Quizás sabe lo de la conversación de ella con el doctor. Quizás sabe que se ha hecho pasar por un familiar suyo.

—Cuando la vi en la habitación antes creí que no era real —admite—. ¿Cómo iba a estar aquí después de nuestro desafortunado último encuentro? —pregunta para sí—. Entonces, Smith me contó que usted fue quien me encontró y me trajo hasta aquí —ella se limita a asentir—. Y yo me pregunto, ¿por qué? —en la garganta de Máxima se atora la respuesta—. ¿Por qué estarías en AusTech a esas horas? ¿Por qué, después de todo este tiempo? —la tutea, como si simplemente estuviera pensando en voz alta. Como si ella no estuviera ahí —. Y la única respuesta que mi adormecido cerebro es capaz de encontrar es que —hace una ligera pausa—, quieres algo —esas dos palabras chocan contra la realidad desnudándola por completo—. Así que vuelvo a preguntar, ¿tan grave es?

Máxima comienza a hiperventilar al comprender lo transparente que es para ese hombre. Incluso bajo los efectos de una cantidad de analgésicos que tumbarían a un caballo. Él es como un potente coche que aluniza contra el escaparate que es su mente y se introduce en ella sin ninguna dificultad robando sus más íntimos secretos.

—Yo... —comienza sin ser capaz de crear una frase en su cabeza.

Por un momento, se plantea inventar alguna excusa y salir de allí. No sabe en qué estaba pensando. No debió haber ido en su busca. En ese momento, su móvil suena. Con las palabras quemándole la lengua, decide buscar en su la razón de las vibraciones. Antes de mirar de quién se trata, parte de ella ya lo sabe. Aunque espera con toda su alma que se trate de Travis, no es así. El motivo que la ha empujado a Wellington aparece ahora en la pantalla de su teléfono. Lo silencia y lo devuelve al bolso. No puede echarse atrás. Ha venido a por algo que jamás ha pedido. Ayuda.

—Lo han soltado —responde al fin dejando ver sus más profundas intenciones.

Las pupilas de Wellington se dilatan automáticamente. No necesita saber más. Esas simples palabras son más que suficientes para que todo encaje. En su fuero interno, llegó a pensar que estaba equivocado. Que ella podría haber regresado por él. Pero no era más que una idea estúpida. Ahora es consciente de ello.

El problema es que lo que esa realidad le hace sentir lo coge totalmente desprevenido. Le da igual. Si es por conveniencia o no poco le importa. Lo único que se dibuja en su mente es la idea de ayudarla. De poner a su disposición todos los recursos de los que dispone para hacer que ese cabrón no se acerque a ella.

Se lo debe. Y no sólo eso. Si hay algo que pueda hacer para acercarla a él, acometerá dicha acción sin condiciones. Cueste lo que cueste. Sea lo que sea. Nadie le ha arrebatado jamás algo que ha querido. Nadie ha poseído algo que ansiaba. Y no tiene intención de que eso cambie. Ahora más que nunca, la necesita. Y lo que es aún mejor, ella lo necesita a él.

Antes de poder reaccionar, la puerta de la habitación se abre dando paso a la tozuda enfermera de recepción. En cuanto Máxima la ve, su primera reacción es poner los ojos en blanco. Sólo de pensar en el tiempo que le hizo perder para poder entrar a ver a Wellington ya le da pereza. Ve que tiene algo entre sus manos. Parece ser un vial con algún tipo de medicamento. Con una sonrisa, que se borra al sentir las punzantes y oscuras miradas de ambos, la mujer cruza el umbral con cautela.

—Largo —gruñe casi en un susurro Wellington cuando la joven apenas ha dado un par de pasos en su dirección.

La enfermera frena en seco ante tal imperatividad. Su instinto de supervivencia le dice que se de media vuelta y se vaya por donde ha venido, pero su absurdo gusto por las normas y el cumplimiento de éstas, le exige que continúe andando e inyecte ese vial en la vía del paciente como le ha mandado su superior.

—Señor, debo poner... —comienza a explicarse la ingenua mujer, emprendiendo el camino de nuevo.

—¡Que se vaya! —grita Wellington sin censura desatando su cólera y espantando por completo a la pobre trabajadora que sale despavorida de la habitación.

Máxima, que aún tiene el corazón en la garganta debido al susto que le ha ocasionado verlo reaccionar de esa forma de manera tan repentina, lo mira con los ojos muy abiertos. Aunque hay una parte de ella que agradece que la haya echado, lo que era sorpresa se vuelve recriminación cuando recupera su pulso normal.

—Era lo más rápido —se explica él ante la mirada juiciosa de ella. No quiere interrupciones. No ahora—. ¿Cómo lo sabe? —pregunta sin querer perder ni un segundo más.

—Me llamó —esa respuesta parece sorprenderlo sobre manera. Incluso Máxima puede notar cierta nota de terror en el color azul de sus ojos.

—¿Cómo... —intenta formular la pregunta adecuada—, cómo coño ha dado ese infame despojo de mierda con su teléfono? —dice al fin incorporándose y sacando los pies de la cama.

Máxima se aleja al ver a ese altísimo hombre moverse entre las sábanas. Cuando entiende que lo que pretende es levantarse y salir de la cama, se pone frente a él para interrumpirle el paso hacia el armario.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —pregunta poniendo las palmas de sus manos abiertas sobre el pecho de Wellington sin llegar a tocarlo.

—Nos vamos —responde concisamente—. ¿Va a decirme cómo consiguió su número?

—Mi hermano... Ha estado yendo a visitarlo a la cárcel todo este tiempo. Parece estar convencido de que lo único que quiere es volver a juntar a la familia —dice distraída por la imposibilidad de mantener a Wellington en la cama—. Usted no puede ir a ningún lado.

Como si esas palabras hubieran sido sordas, Wellington la echa a un lado con facilidad y alcanza su objetivo, el armario. Lo abre y comienza a sacar el traje de chaqueta que vestía antes de caer inconsciente en mitad de la calle.

Máxima, que lo ha seguido con la mirada, en seguida se arrepiente de ese hecho cuando él le da la espalda. A través de la apertura trasera de la bata puede ver su ropa interior. Unos calzoncillos negros estilo bóxer que concentran su atención en su trasero.

No puede creer lo que está pasando. En las semanas que lleva, desde que recibió la primera llamada fatídica, planteándose si ir en su busca para pedirle o no ayuda, nunca se imaginó que la situación se tornara de esta forma. Había imaginado un millar de veces el momento. Había pensado en cada palabra que le diría. En cada gesto que haría. En controlar el tono tembloroso de su voz para demostrar firmeza. Pero nunca contó con toparse con un Wellington bajo los efectos de las drogas. Lo que ella había supuesto una situación trágica, se convertía en un esperpento. Algo tan dramático que movía a risa.

Con determinación, Wellington comienza a quitarse la bata. En ese momento ella reacciona, lo sujeta por los hombros y lo guía hacia el cuarto de baño para que se vista con algo más de intimidad. Él parece dejarse hacer sin problema. Es como si su mente ya no estuviera con ella, sino en otra cosa. En una mano lleva su ropa y en la otra ya tiene el móvil sobre el que teclea algo a toda velocidad.

Máxima cierra la puerta del aseo una vez que él está dentro. Nerviosa por no ser capaz de controlar la situación, comienza a pasear de un lado a otro de la habitación. Lo último que le conviene a ese hombre es salir del hospital. El doctor le dijo que aún necesitaba hacerle más pruebas. Siente la culpabilidad cubrir su fuero interno. A la vez que siente un agradable calor por la reacción de Wellington. En lo que a brindarle la ayuda necesaria se refiere, no se lo ha pensado dos veces. Eso tiene un significado. Uno en el que no quiere ahondar. En su cabeza sólo hay sitio para su monstruo.

—¿Dónde está? —pregunta Smith, que acaba de entrar en la habitación, sobresaltándola.

—En el baño —responde de manera automática siendo incapaz de explicarle que ella es el motivo de sus furtivas ganas de irse.

Smith la mira extrañado. Con paso lento, deja sobre la mesa un par de vasos de café y un zumo. Es entonces cuando su mirada se fija en las puertas abiertas de par en par del armario. Donde antes él había colocado ordenadamente la ropa de su jefe, ahora ya no hay nada. Súbitamente, direcciona sus ojos y su cuerpo hacia Máxima.

Justo cuando Smith parece dispuesto a soltar alguna reprimenda, Wellington sale del baño pareciendo otro. Está impecablemente vestido. Incluso se ha peinado. Se ha echado un poco de agua y se ha cepillado el pelo hacia atrás. Una ligera barba platina algo descuidada rodea su mentón dándole un aspecto más fiero. Sus ojos transparentes parecen, más que nunca, los de un reptil dispuesto a ir a por su presa.

—El alquiler de su piso —dice dirigiéndose a Máxima mientras mantiene el móvil contra la oreja.

—Señor... —lo interrumpe Smith.

—¿Está a su nombre? —continúa él ignorando a su ayudante a la vez que comienza a ponerse el reloj—. ¿La factura de la luz? ¿Internet?

—Señor, creo que... —vuelve a intentarlo Smith.

—¿Existe algún papel que la relacione con ese apartamento? ¿Algún documento dónde aparezca su nombre? —sigue preguntando sin dejar de ir de un lado para otro recogiendo el resto de sus cosas. Es como si, por el otro lado de la línea, alguien le estuviera diciendo lo que tiene que preguntar.

—No —responde ella sin terminar de entender el porqué de esas cuestiones—. Mi nombre no está —dice de una manera misteriosa. Un hecho que no pasa desapercibido para un, repentinamente, atento Wellington.

—¡Montgomery! —estalla Smith acallando a ambos—. ¡Basta! —grita sin contención. Wellington lo mira con los ojos muy abiertos—. No puedo dejar que siga así —dice algo más calmado—. Esto es demasiado. ¿Es que no ve lo que se está haciendo? —Wellington cuelga el teléfono sin dejar de mirarlo y se lo guarda en el bolsillo con cuidado—. Lo que sea que sea esto —continúa gesticulando en torno a Máxima, que se ha quedado sin habla al oír tantas palabras juntas de la boca de ese hombre—, no es más que algo que usa como excusa. ¡Una vaga excusa para continuar dándole la espalda a la realidad! —vuelve a subir el tono, notablemente desesperado.

—¿Y cuál es esa realidad, James? —le pregunta de forma sombría a la vez que se acerca mucho al viejo asistente.

Máxima nunca los había visto encararse. Jamás una mala palabra o algo salido de tono había salido de la boca de Smith en su presencia. Está completamente bloqueada. Sabe que no tiene derecho a meterse, pero en cierto modo se siente responsable de la situación.

Smith, con exclusivamente lástima en los ojos, como si algo le doliera en lo más profundo de su ser, da un paso en dirección a la razón de su desdicha. Pese a estar cerca de ese enorme ser de ojos terroríficos, no hay miedo en sus gestos ni en su rostro, sólo auténtica preocupación.

—Que estás enfermo, hijo —responde con la mayor ternura que existe—. Que no puedes huir de ella, porque siempre va contigo. Retrasar lo inevitable sólo hará que esta horrible enfermedad te destroce con más fuerza —alza una mano con la intención de acariciar la mejilla de Wellington, que parece haberse quedado mudo ante el tono paternal de Smith—. No cometas el mismo error que tu padre. Debes tratarte. Tienes que hacerlo. Yo estaré contigo, siempre —esas palabras parecen coger desprevenido a un Wellington nada acostumbrado a las muestras de afecto que baja la guardia por completo despejando el odio de sus ojos. Cuando Smith nota que está más calmado, va a por su siguiente objetivo—. Señorita Máxima —la interpelada se tensa. Le ha llegado el turno.

—James —lo frena solemnemente con voz grave y susurrante Wellington. Aun así, Smith hará lo que cree que es su deber.

—No dudo de que, si ha regresado después de aquel infortunio, es porque necesita usted ayuda —comienza de manera suave y dulce —, pero no es la única —dice refiriéndose a su protegido—. Usted aparece y desaparece. Y vuelve a aparecer —exclama—. Y sé, créame que lo sé, que no es su intención —continúa mientras se acerca a ella y le sujeta las manos—, pero alborota y destapa lo que tanto tiempo ha llevado a otros enterrar.

Las últimas palabras de Smith parecen ocultar algo más que una simple metáfora. En un primer instante, Máxima cree entender que no se refiere a sí mismo, sino a Wellington. Es como si insinuara que, debido a su ausencia, Wellington ha sufrido. Como si hubiera pasado un duelo por su marcha. Algo que ha tenido que superar con el tiempo. Una herida que estaba cerrando y que ella ha abierto con su aparición repentina.

Sin capacidad para mirar a los ojos a ninguno de esos hombres al entender lo egoísta que ha sido, y sin palabras que justifiquen sus actos, sale de esa habitación sin mirar atrás. Antes de cerrar por completo la puerta, escucha cómo Wellington pronuncia varias veces su nombre, llamándola. Sin contestar, cierra la puerta por completo, comprendiendo que, intentando librarse de su monstruo, se ha convertido en el de ellos.



Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro