Capítulo 52
No hay deseo más intenso que el de querer algo que no puede poseerse.
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Sabe que no durará. Sabe que es efímero. Que sólo tiene unos segundos antes de que ella sea consciente de lo sucedido y se aleje de él. Para siempre. Aun así, no puede separarse de ella. No puede parar. Absorbe cada sensación que le produce el contacto directo con sus labios. Esperando a que ella ponga fin a todo. Dulce tortura a la que se entrega sin condición.
En cambio, la reacción es completamente la opuesta. Ella se enreda en su deseo haciéndose con su boca. Acto que provoca un fuerte espasmo en el cuerpo de él. Como si esa intensidad le hubiera dado permiso, agarra su oscuro pelo con fuerza y une más su cuerpo al de ella sin dejar de besarla. Con una mano le sujeta la barbilla y la obliga a abrir más la boca para introducir en ella toda la rabia, la pasión, el antojo, y el anhelo que guarda dentro desde hace más tiempo del que él mismo imagina.
Sólo es necesario un gesto. Un leve gesto de consentimiento para desatar su locura. Con deliciosa violencia, la empuja contra la pared. El eco del choque de la espalda de Máxima contra la madera y el sonido de sus gemidos deseosos invaden el silencioso y oscuro lugar.
Wellington la aprisiona oprimiendo sus caderas contra el estómago de ella. La coge de las caderas y la eleva ligeramente mientras introduce una pierna entre las de ella, obligándola a abrirlas, y apoya a Máxima sobre la parte superior de su rodilla. Puede sentir su húmedo calor interior.
—Montgomery... —oírla pronunciar su nombre convierte su sangre en electricidad— ¡Oh, señor!
Pasa su mano por uno de sus muslos apretándolo con potencia y alzándolo hasta que ella rodea su cuerpo con ambas piernas, dándole acceso por completo. Él escala ese muslo hasta meter la mano por debajo del corto vestido de flores y alcanzar su ropa interior de la que tira con firmeza.
—¡Señor! —una voz aguda lo trae de vuelta al mundo de lo consciente.
Algo lo sacude y la diosa que tenía entre sus manos se desvanece. Abre los ojos completamente desubicado. Está tumbado sobre el sofá con las manos apretadas, el corazón acelerado y las sienes sudorosas. Una de las limpiadoras está sobre él con cara de preocupación. Con un movimiento lento, se quita a esa mujer de encima y se incorpora hasta quedar sentado.
Observa su despacho. La mesa, antes supuestamente destrozada, está intacta en su sitio de siempre. Los papeles que hay sobre ella, antes supuestamente esparcidos por el suelo, permanecen ordenados sobre ésta. El único signo de desorden real es el vaso de cristal tirado en el suelo y la mancha de licor sobre la alfombra.
Con los latidos aún desbocados y la mente algo dormida por el efecto de los calmantes, su razón comienza a trabajar a la mayor velocidad que le es posible. Comienza a comprender. Y a medida que la realidad golpea sus sueños, hunde la cabeza entre sus manos con desesperación silenciosa.
—Señor Montgomery, ¿se encuentra bien? —pregunta la limpiadora con un tono aún más agudo que denota inquietud. Esa mujer se encarga siempre de la limpieza de su despacho. Suele ser la última persona que ve cada noche antes de irse a casa. Por desgracia, esta noche no ha sido diferente—. ¡Oh, señor, menudo susto me ha dado! ¡No respondía! Debe de tener fiebre, está ardiendo —comenta la inocente mujer.
No había tenido grandes conversaciones con esa señora, pero podría decirse que la relación era cordial. Cada noche ella llamaba suavemente a su puerta para recoger su papelera y poner en orden lo poco que se encontraba fuera de su lugar. La llegada de ésta significaba que era lo suficientemente tarde como para regresar a su apartamento.
Con la mirada perdida, retira la mano de la señora de su frente y se alza sobre sus largas y delgadas piernas para ponerse en pie. Pone a prueba su estabilidad por unos segundos. Está algo mareado, pero puede andar. Con decisión coge su maletín y con naturalidad pronuncia unas palabras de aliento que sirven para tranquilizar a la pobre mujer.
—Un día más —se despide cada noche la limpiadora con una sonrisa.
—Un día menos —responde él en un susurro lúgubre.
Sale por la puerta de su despacho con la desorientación instalada en su pecho. Pero no la clase de desorientación que proporcionan los barbitúricos sino una más interna. El aturdimiento que él padece lo ofrece ser consciente de algo que llevaba viviendo en su sistema mucho tiempo.
Por primera vez, encuentra la razón de su estado y, a la vez, la solución. La sensación de vacío lo ha perseguido siempre. En cada acción. En cada decisión. Aquel sentimiento de que nada merecía suficientemente la pena siempre lo acechaba. Eso se había traducido en un asqueo constante por la vida. Y ni que decir por la de los demás. Nada ni nadie le importaba lo suficiente como para verse involucrado emocionalmente. Estaba aburrido del mundo. Llevaba aburrido desde que tiene uso de razón.
Cuando una persona lo posee todo, cuando nunca le ha faltado nada, no desarrolla la capacidad de querer. Esas personas no quieren las cosas, las ansían. Deben tener lo que sea en seguida. No importa cómo. No importa qué. El valor pierde fuerza ante la codicia y el deseo de poseer algo por el simple hecho de tenerlo. Si no es así pierden la cabeza. Las formas. Incluso la noción de lo que realmente importa. Y de esa forma se pierden en su propio ego. En sus propias necesidades. Ignorando lo que surge frente a ellos y despreciándolo hasta que es tarde y son conscientes de la pérdida. Entonces se arrepienten por haber mirado, pero no haber visto. Porque el único ojo que lo ve todo es el del corazón. Y ese órgano hace mucho que se quedó ciego escondido en las sombras del solitario pecho de Wellington.
Haber descubierto que todo ha sido un sueño no es lo que lo ha traumatizado, sino lo que ha sentido con ella entre sus brazos. Haber descubierto lo que quiere. ¿O lo que ansía? ¿Son reales esas sensaciones o no son más que parte de una jugarreta macabra del subconsciente que le muestra lo que nunca tendrá? ¿Es esa la verdadera razón de su necesidad de ella? El hecho de saber que pertenece a otro hombre, ¿es lo que desata ese anhelo abrasador?
No es capaz de contestar a ninguna de esas preguntas. Y la explicación es simple. No se conoce. No sabe quién es. Su corazón es un desierto y ella la brújula que guía sus instintos más sinceros, sin la cual está perdido. Y así se encuentra. Sin norte. Sólo con el recuerdo efímero de un fantasioso sueño fruto de los medicamentos.
Esa calidez. Ese abrigo. Esa delicadeza que sólo concede la conexión con otro ser humano. Sus dedos hormiguean con la expectativa de su tacto. Aún siente el roce de su piel en sus manos. Su aliento contra su boca. Sus piernas rodeando su cadera. Lo rememora con tanto ahínco que cree estar viviéndolo de nuevo. Tanto que cuando sale a la calle y el frescor de la noche choca contra su sudorosa frente, cree verla de pie junto a su coche.
Cierra los ojos con fuerza un par de veces y se aprieta el puente de la nariz. Necesita recobrar el sentido por completo antes de conducir. A medida que se acerca al vehículo la imagen de la joven que atormenta sus sueños se hace más nítida.
Está tan cerca que puede ver los mechones caobas jugar entre su negro pelo al son del viento. Puede apreciar los matices dorados de su bronceada piel. El brillo de esa oscura mirada que, incomprensiblemente, ilumina la noche. Incluso puede olerla. Ese olor dulce que lo incita a lamer su cuello.
—Esfúmate —le susurra asqueado al espejismo mientras abre la puerta del coche. No tiene fuerzas para enfrentarse de nuevo al deseo que le provoca la alucinación.
—Por favor... ayúdeme —responde la sombra a su lado haciendo que Wellington se sobresalte.
Se gira para mirarla fijamente. No comprende qué está pasando. Ha cambiado de medicación y ha aumentado la dosis. Debe ser eso. Deben de haberle causado algún tipo de fuerte alucinación y está sufriendo los efectos. Recuerda que en el sueño ella lloraba. Seguramente su cerebro ha identificado ese hecho como una llamada de auxilio y por eso ahora escucha esas palabras. Pero esa voz...
—Debo estar volviéndome loco —se dice a sí mismo aún con la boca seca por el susto y manteniendo las distancias con lo que le parece un fantasma—. Malditas pastillas —añade antes de agacharse para recoger el maletín.
La cabeza le da vueltas. No se encuentra bien. Debido al mareo que aún sufre, pierde ligeramente el equilibrio. Entonces unas manos firmes lo sujetan. Su corazón frena en seco mientras la corriente eléctrica que ese contacto le produce corre por su sistema como un caballo desbocado. No respira. Sólo siente. Ambos pares de ojos, tan opuestos en color, se funden en una sola mirada. Y entonces él deja de mirar para ver. Y lo que ve lo abruma. Lo inunda. Como feroces olas que empujan y disipan todas sus dudas. Tiene que ser suya.
—¿Eres real? —pregunta él con un hilo de voz y un ligero temblor en su cuerpo. Esos ojos negros le devuelven la mirada con extrañeza.
—Más que nunca —responde la sombra con seguridad.
Entonces, con algo que parece ser una sonrisa en los labios cae rendido sobre ella, inconsciente.
Un pitido ensordecedor acude a sus oídos. No oye. No ve. No siente. No respira. Está tan paralizada que ni siquiera tiembla. Es como si sus piernas se hubieran convertido en piedra. Una dura piedra inmóvil sobre la que empieza a notar trepar las hiedras. Siente como esa sensación sube por ella para enroscarse alrededor de su pecho. La aprisiona. La ahoga. La estrangula. El frío se apodera de su cuerpo transformando sus extremidades en hielo. Un hielo que no puede derretir ni el calor abrasador del desierto.
Sus sentidos están todos puestos en el sonido al otro lado del teléfono. Sin darse cuenta ha empezado a apretar el móvil con fuerza. Como si cuanto más lo apriete, más control tendrá sobre la situación. El problema es que el control se ha desvanecido. Todo lo que creía tener dominado acaba de quebrarse.
—Hola, hija —esa palabra pronunciada por esa boca le provoca nauseas—. Cuánto tiempo, ¿no crees? —el silencio continúa siendo la única respuesta—. Casi catorce años, para ser exactos. Catorce años... —dice esa inmunda voz dubitativa.
Por su cabeza pasan mil teorías. Piensa que es un mal sueño. Piensa que debe ser una alucinación provocada por el intenso calor. Quizás se ha caído subiendo al monte Uluru y se ha golpeado la cabeza. Quizás no tiene más que cerrar los ojos con fuerza y todo desaparecerá. Como cuando era chica y tenía pesadillas.
Era demasiado independiente, autosuficiente y orgullosa como para llamar a su madre a gritos cuando se despertaba en mitad de la noche muerta de miedo. Así que cerraba los ojos y se repetía una y otra vez que sólo había sido un sueño. Y así volvía a quedarse dormida. Para cuando volvía a abrir los ojos, la oscuridad había desaparecido y la luz lo bañaba todo.
El problema es que ya no es una cría. Ni esto un sueño. Es la vida real. Y esa puta golpea con más fuerza que nunca.
—Sé que estás ahí..., oigo tu respiración —dice la voz. Sólo él es capaz de hacer que hasta la frase más simple suene amenazante—. ¿No te apetece hablar? Está bien. Hablaré yo —añade al ver que lo único que obtendrá de su hija será un completo silencio.
Por unos momentos, Máxima piensa en colgar. En apagar el móvil y en enterrarlo en un profundo agujero en mitad del desierto. Pero necesita saber. Y más cuando siente el peligro. Necesita controlar el curso de las cosas. Saber qué quiere. Dónde está. Cómo la ha encontrado.
Aunque en ese respecto tiene una ligera sospecha. Sólo hay dos personas en el mundo que aún mantienen el contacto tanto con ella como con él. Sólo dos personas que saben el destino de su exilio. Sólo dos personas lo suficientemente inocentes como para dejarse convencer por la falsa bondad de ese hombre.
—Como te decía, catorce años llevo aquí encerrado. Gracias a ti, mi hija, mi sangre —continúa con tono sarcástico. Sabe bien las palabras que usa. Quiere provocarla. Hacerla hablar—. Pero, afortunadamente, no lo estaré por mucho más tiempo. ¿No es una gran noticia?
En ella se remueven reticencias del pasado. Esa voz. Esa forma de expresarse. Ese leve toque cómico. Lo imagina sonriendo en estos precisos momentos y el hielo que era su cuerpo comienza a deshacerse bajo el fuego que corre por sus venas.
Lleva mucho tiempo esperando esto. Cada día desde que tenía trece años ha estado viviendo en torno a este momento. Toda su vida ha girado en función de la salida de prisión de ese monstruo. Su adolescencia. Sus miedos. Sus ansiedades. Sus problemas con la intimidad. Sus secretos. Incluso la razón de su estancia en Australia. Todo había estado planeado en función de él. De ser lo más independiente y estar lo más lejos posible antes de que ese día llegara. Y ya ha llegado. Ese día llamaba a su número personal en mitad de la escapada más única y maravillosa que ha vivido.
Sus ojos vuelan hacia los de Travis, que lleva distraído todo ese tiempo con un folleto turístico con información sobre el monte que visitan. Está a unos metros de ella. Alza la mirada de la lectura para concentrar la luz de esos imponentes ojos turquesa en ella. Le sonríe. Ajeno a todo. Le sonríe de la manera más hermosa y natural que existe. Y eso la hace valorar aún más lo que tiene y temer aún más lo que está a punto de perder.
—¿Cómo has conseguido este teléfono? —pregunta al fin mecida por la fuerza que mirar el rostro de Travis le insufla.
—Vaya... Tu voz... —dice la voz ignorando la pregunta—. Hacía tanto que no la escuchaba... Ha cambiado. Es más... —duda unos segundos en busca de la palabra adecuada—, madura. Aunque continúas teniendo ese tono condescendiente de siempre. Como si le perdonaras la vida a cada persona que se cruza en tu camino —ríe. Ella permanece seria, a la espera de la información que ha pedido—. Tu hermano —contesta tras unos segundos de silencio—, ha sido el único que ha estado visitándome en este antro. Tu hermana ha venido en contadas ocasiones, pero lo cierto es que, pese a vivir en Alemania, él ha sido el único de vosotros tres que se ha preocupado por mí realmente. Hemos estado hablando. Una larga charla de catorce años da para mucho, ¿no crees? —no hay respuesta—. Me preguntó qué haría cuando saliese de aquí, que será pronto —un escalofrío recorre su cuerpo—. Y la imagen de una única persona se dibujó en mi mente. ¿Adivinas quién? —pese a no verle la cara sabe que sonríe y eso prende su sistema fundiéndolo en odio y miedo—. Le conté mis intenciones de que tú y yo hiciéramos... digamos... las paces —su tono es ladino y susurrante—. Limar asperezas. Olvidar el pasado. Al principio no parecía muy conforme, pero con el tiempo se fue ablandando. Y por fin me dio tu número. Dice que estás lejos. En un país extranjero. Tú y tus ansías de volar —habla de ella como si la conociera. Como si supiera cómo es. No lo soporta. Un pitido surge del teléfono y una voz que no alcanza a comprender dice algo al otro lado—. ¿Ya? Está bien —responde él a otra persona—. En fin, hija, me temo que tengo que dejarte. Espero volver a escucharte pronto... y verte. Tendrás noticias mías, te lo aseguro —añade con malicia antes de colgar.
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