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Capítulo 51


El pasado nos hunde, el presente nos hace naufragar y la perspectiva de un futuro mejor nos mantiene a flote.

*****

Con la ceja hinchada y el labio partido, se tumba sobre el sofá semicircular que reina en el centro del salón. Sólo el movimiento para acomodarse le hace retorcer el rostro en un gesto de dolor. Una sonrisa acude a su boca. No puede evitar ver la ironía de los hechos. Esa bestia había desahogado su furia contra él en un intento de dañarlo. Lo que su atacante no sabía es que el dolor de los golpes ha mitigado el de su cabeza, mil veces más intenso y desquiciante, haciéndole un favor.

—No hay mal que por bien no venga —se dice mientras coloca el vaso con hielo y whisky sobre su ceja con cuidado.

Del bolsillo interior de la chaqueta del smoking saca un frasco de pastillas e introduce tres píldoras en su boca. El doble de la dosis normal. Quiere asegurarse el sueño. No quiere pensar. Sólo olvidar. Porque sabe que si piensa lo único que conseguirá será sentir otro tipo de dolor. Y ya está cansado de esa sensación aguda e incómoda que acribilla su cuerpo día tras día.

Lo cierto es que últimamente los dolores han ido en aumento. El estrés y la tensión de los últimos meses han desatado la decadencia de su estado. El nivel de vida que lleva no favorece a su salud, pero siempre hay una excusa para trabajar en vez de descansar y cuidarse.

Eso fue justo lo que le pasó tiempo atrás, cuando no acudió a la cita con el doctor Leben. Un negocio en Japón surgió de la nada y él no dudó en aceptar la responsabilidad de gestionarlo. Consciente de que eso significaba atrasar e incluso poner en riesgo el tratamiento que podría curarlo.

La cuestión es que aceptar dicho tratamiento y someterse a las pruebas confirmaría algo que lleva negando toda su vida. Confirmaría que está enfermo. Que tiene una deficiencia. Que es débil. Ese pensamiento es lo que lo hace retrasarlo una y otra vez y a la misma vez es lo que lo ha hecho llegar a presionar y sobornar a un médico para que lo cure o al menos mitigue los efectos de la enfermedad el mayor tiempo posible con medicamentos ilegales.

Debe tomar una decisión y hacerlo pronto. Si continúa a base de unos simples relajantes musculares pronto los temblores acudirán a sus extremidades y no tardará en saberse en toda la oficina. Si eso ocurre, es más que consciente de que los días en la empresa estarán contados. No porque crea que van a echarlo, sino porque no sería capaz de mantener ese roll de persona intocable y majestuosa.

Pero aún hay una posibilidad. Tiene otra oportunidad con el doctor y sabe bien gracias a quien. Se deshace el nudo de la pajarita con la mano libre. Comienza a sentir el sopor de los calmantes. Su cuerpo se abandona lentamente haciendo caer el vaso que sujetaba sobre la alfombra. Pero su mente continúa activa. Lo suficiente para tener un último pensamiento antes de caer rendido. Máxima.

Se despierta temprano y realiza su rutina de siempre. Estiramientos. Ducha fría. Ampollas faciales para mitigar la fatiga. Traje. Desayuno. Calmantes. Coche. Y móvil. Siempre el móvil. Nunca deja de sonar. De hecho, lo está haciendo en este instante. Descuelga.

—¿Y bien? —pregunta sin saludar.

—Pasan la mayor parte del tiempo en el coche. Paran para hacer algo de turismo y pasar la noche. Uno de mis chicos me ha dicho que han salido de Puerto Augusta esta mañana —informa una voz grave por el manos-libres del coche—, en dirección a la parte meridional.

—¿El desierto? —pregunta Wellington con el labio superior levantado con aversión. La voz asiente. Wellington emite un sonido de desaprobación. Sólo a ese cazurro se le ocurriría algo así—. ¿Qué más?

—He logrado entrar en la casa —admite la voz—. Hasta ahora no había tenido la oportunidad. No salían mucho y si lo hacían, no tardaban en regresar. Aquello es una cabaña vieja en mitad del bosque. El acceso es difícil y más observar sin ser visto —continúa con naturalidad—. Allí no hay nada. Sólo escombros y muebles sin acabar. Algunos planos de la casa, el jardín y poco más. Está limpio.

—¿Y de ella? ¿Has encontrado algo? —insiste Wellington algo nervioso.

—No —responde molesto—. Si me dejaras ir a su apartamento esto sería más rápido. Si hay algo debe tenerlo allí. Está claro que en esa cabaña cochambrosa guarda lo mínimo —esa afirmación produce un efecto placentero en el sistema de Wellington. Lo cierto es que el hecho de que mantenga su apartamento ya dice mucho de la desconfianza intrínseca que la caracteriza. El hecho de que eso sea así puede significar una brecha en la supuesta relación perfecta—. Aunque el otro día un hombre rondaba por allí —al oír eso el pulso de Wellington se para—. Alto, pelo lacio y moreno, de unos treinta años —no necesita saber más para entender de quien se trata.

—No entres en su apartamento —ordena con autoridad y voz gélida Wellington ignorando toda la información—. Mira tu correo —añade cambiando el tono agresivo por uno más neutro—, te acabo de enviar algunas indicaciones y el billete. Te vas a España —antes de que la voz pueda recriminar esa última orden, él cuelga.

Aparca el coche en superficie y entra por las puertas de cristal de AusTech. Tiene una reunión con lo que dentro de poco dejará de ser Afrodia. En cuestión de semanas entregarán el proyecto completamente terminado a Prize.

Oliver y los demás han estado trabajando para cumplir con el contrato. Algo que les ha resultado realmente duro ya que todo lo que hacían lo hacían para otra persona, sabiendo que ellos quedarían relegados a un último plano en cuanto acabaran de montarlo todo. Pese a eso, han sido realmente competentes y profesionales y han aguantado hasta el final.

Wellington los cita en una de las salas de reuniones. Sin mucho entusiasmo presentan el final de lo que ha sido el mayor proyecto de sus vidas. Todo está listo y bien acabado. Perfecto para entregarlo sin más.

—Debo felicitarles —comienza Wellington mientras el equipo recoge—. Han hecho un gran trabajo. Sé que no les ha resultado fácil, pero aun así el resultado ha sido el que esperaba de ustedes. Buen trabajo —concluye.

Esas palabras tienen un objetivo. Consolar. Al menos lo suficiente para que no se alcen contra él. Lo justo para que sientan orgullo al recibir una palmadita en la espalda por parte del hombre que idolatran. Y como siempre, el objetivo de Wellington se cumple. Al menos en lo que a la parte masculina se refiere que se yerguen satisfechos olvidando la decepción por unos momentos. Pero hay cierta mujer a la que las palabras vacías no le sirven de nada.

—¿Qué haremos ahora? —pregunta Helen—. Nos ha dejado sin trabajo. ¿Es ahora cuando nos despiden? —no tiene ganas de perder el tiempo y mucho menos de andarse por las ramas. Quiere respuestas.

Helen siempre ha tenido planeado su futuro. Desde que tiene uso de razón su vida ha estado perfectamente dictaminada. En el colegio. En la universidad. Incluso en su vida privada. Y no digamos en la laboral. Sabía lo que quería ser, a lo que quería dedicarse y a dónde lucharía por llegar. Su intachable carrera estudiantil y profesional le abrirían las puertas a todo lo que ella se propusiese. Ese era su plan. Y lo sigue siendo.

Cuando se enteró de lo sucedido con Prize una oleada de cólera corrió por sus venas. La pasividad de Oliver en el momento más importante de sus vidas la había asqueado, rompiendo ese vínculo de profesionalidad y admiración que sentía por él. Ella tenía claro a quien culpar, aunque nunca lo expresaría en voz alta. Para ella Wellington no es más que otro hombre de negocios. Su trabajo es manipular y vender. ¿Director de Marketing? Helen se reía cada vez que leía ese título al lado de su nombre. Nunca se dedicó al marketing. Por eso podía esperarse cualquier cosa de ese tipo.

Pero, ¿Oliver? Él sí comprendía lo que significaba esa sencilla palabra. Sabía que no consistía en engañar al cliente para convencerlo de que su producto era el mejor, sino en hacer que el producto fuese el mejor para el cliente y la sociedad. Hacer del mundo un lugar mejor con sistemas de fabricación sostenibles, materiales de calidad, facilitar el acceso a la compra a cualquier persona en cualquier parte del mundo y sobretodo, hacerlo con creatividad y pasión.

Ella admiraba a Oliver porque creía sinceramente que cumplía todos esos requisitos. Creía que compartían una idea de futuro y las ganas de luchar. Fue un duro golpe ver que en el momento más importante Oliver no luchó. Se dejó vencer sin oponer resistencia y la decepción se instaló en Helen.

—Nadie va a ser despedido, señorita Hepburn —responde Wellington con un tono pasivo—. No debe preocuparse por eso. Se les asignarán nuevos proyectos. No serán de la misma índole y seguramente no trabajen juntos, pero no se les despedirá, se lo aseguro —continúa, creyendo que esa garantía es suficiente y abriendo la puerta para indicarles que salgan.

—Entonces —comienza a decir Helen, que aún sigue en el interior de la sala—, no me queda otra opción que presentarle mi dimisión.

Ante esa afirmación, un revuelo de aspiraciones de sorpresa e incredulidad surge de las bocas de los chicos. Hasta el mismo Wellington parece desconcertado por lo que acaba de oír. Sabe bien que Helen es un activo increíblemente valioso para la empresa y si la pierda la responsabilidad será suya. El dolor de las sienes se intensifica haciéndole cerrar los ojos.

—¿Se puede saber de qué está hablando? —pregunta apretándose el puente de la nariz.

—He entregado lo que se esperaba de mí. He cumplido. Ahora me voy —explica Helen de manera concisa, pero de una forma clara que no deja razón a dudas—. Espero que las referencias estén a la altura de mi trabajo realizado —sin más alza su mano y se la estrecha a Wellington que la mira pasivo, pero con los ojos crispados de furia por tal actitud. Ella no advierte ese hecho. Es una magnifica trabajadora y una mente privilegiada, pero en lo que a su inteligencia emocional se refiere, es nula—. Me ha enseñado mucho, pero me temo que no ha sido un placer trabajar para usted, señor —dice con un tono que no expresa nada, como si fuera un robot. No pretende insultar, simplemente dice lo que piensa sin el filtro que poseen el resto de seres humanos.

Es entonces cuando, por fin, sale de la sala con paso decidido hacia lo que dentro de poco dejará de ser su oficina. Está tranquila. Su pulso apenas se ha acelerado. Lo que acaba de hacer no ha estado guiado por los impulsos de un ser visceral, sino por la razón. Para ella era el paso lógico tras la decepción de las personas con las que trabaja y la finalización de su objetivo. Ha hecho el trabajo. Fin. Aquí no hay más que hacer. Así que cogerá sus cosas y buscará otro proyecto en el que volcarse. Pero lo hará en otra empresa. Lejos de la mano negra que supone AusTech.

—Helen, ¿qué haces? —le pregunta Edgar que la ha seguido hasta allí.

—¿Qué coño ha sido eso? —interrumpe Oliver con los brazos en cruz y las palmas hacia arriba en un gesto de desconcierto —. ¿Cómo se te ocurre hablarle de esa forma? ¿Es que te has vuelto loca?

Helen deja de recoger para mirar a Oliver. Lo hace con algo parecido a la pena. Le da lástima ver a personas válidas perderse por las emociones. Ante ella tiene a uno de los seres más trabajadores y admirables que pierde toda su valía al estar cegado por sus sentimientos de idolatría hacia Wellington. Algo que no lo deja pensar con claridad.

—Nunca me he realizado ninguna prueba, pero creo que no poseo tendencias psicóticas —responde con calma. Está claro que la ironía no es lo suyo—. Estoy en el mismo lugar que hace un año. He perdido ese tiempo de mi vida y no podré recuperarlo. Comprendo tu postura —le dice Helen de repente —. Entiendo que quieras quedarte. Él es a lo que aspiras y será un gran mentor, pero no es lo que yo quiero. De modo que me voy —continúa sin alterar el tono de su voz ni la expresión de su cara un ápice.

—No es lo que quieres... —repite Oliver con sarcasmo—. ¿Has pensado en lo que le supondrá tu marcha? No, porque tú sólo piensas en ti misma —Helen no reacciona. Sabe que tiene razón en lo que dice y no le molesta admitirlo—. Aquí podríamos hacer grandes cosas. Juntos. Con él. Se suponía que éramos un equipo. ¿Qué somos si te vas? Un director creativo sin nadie a quien dirigir, un friki vegano, un contable estirado y... un Jack Hell —mira al susodicho y lo señala con la mano con desgana. Éste mantiene el gesto serio que lo caracteriza y pone los ojos en blanco lentamente ante la supuesta broma.

—Oliver, tu constante autoconvicción de que sólo serás algo a la sombra de Wellington ennegrece tu futuro. ¿Cuánto hace que ese hombre no crea nada? —pregunta Helen.

—¡Crea dinero! —alza la voz perdiendo ligeramente la compostura.

—¿Eso es lo que quieres? —interpela después de unos segundos de incómodo silencio—.¿Dinero? —por fin una expresión acude a su rostro. Una de auténtica decepción—.Por Dios, Oliver, tienes veintinueve años y ganas ochenta mil puñeteros dólares al año. Seguramente, en un par de años incluso cobres más de cien mil. Cuando tengas cuarenta tendrás tantos ceros en tu cuenta que no sabrás ni qué hacer con ellos. ¿Y todo para qué? ¿Eh? ¿Para demostrarle a un tipo al que le importas una mierda que eres igual que él cuando eres claramente superior en todos los aspectos? Te hundes a ti mismo en su ego —esas palabras quiebran la coraza de Oliver de manera tan intensa que hasta puede escucharse romperse su alma—. Me conoces. Esto no es un impulso. Es una decisión macerada y razonada.Cada día desde que nos dijiste lo de Prize me levanto pensando en una persona. Una persona que tuvo el valor de hacer esto mismo sin miedos —Oliver alza la mirada para cruzarse con la de Helen. Sabe a quién se refiere y no sabe si está preparado para hablar de ella—. Tuvo el valor de ser fiel a sí misma y largarse de aquí. Eso deberíamos haber hecho todos —añade mirando al resto del equipo que permanece callado para luego dirigirse a Oliver—. Tú no lo hiciste porque eres un cobarde y yo no lo hice porque mi estúpida necesidad de ser perfecta y acabar lo que empiezo no me lo permitió. Y cada día envidio a esa chica por haber sido capaz de dejarlos a todos con el culo al aire. Porque eso es lo que deberíamos haber hecho. No terminarlo —su voz, siempre imparcial, comienza a adquirir un tono de verdadero coraje—. Puede que Wellington haya vendido a Afrodia, pero nosotros nos hemos vendido solos —concluye dejándolos allí con esa frase rebotando en sus mentes.

Siempre evita tomar los calmantes durante el trabajo. Le provocan una sensación de sopor demasiado intensa y pierde la noción de lo que le rodea. Pero hoy no ha podido soportarlo. Los dolores han sido tan intensos a lo largo del día que decide tomarse un par de píldoras.

Ya es tarde y la oficina está prácticamente vacía y a oscuras. No le quedan más reuniones, sólo algo de trabajo suelto que puede hacer sin necesidad de relacionarse con nadie que pueda notar su estado.

Rápidamente la presión de su cabeza se atenúa y los nervios de sus manos se calman. Aprovecha para sentarse en el sofá y relajarse mientras ojea algunos presupuestos. En esos momentos de tranquilidad es capaz de sentir lo que sería una vida no delimitada por el sufrimiento y la aflicción. Si eso fuese así y llevara una vida normal, ¿su constante mal humor desaparecería? ¿Sería capaz de disfrutar de las cosas? ¿De apreciar la belleza del sosiego?

Sin duda su peor monstruo es su enfermedad. Ese destino cruel que amenaza con llevarlo a la locura. Como a su padre. Su padre. Ese es su otro gran monstruo. Un maldito cobarde que trajo al mundo a dos hijos y los enfermó a ambos de maneras diferentes. A uno le cedió en herencia ese desquiciante padecimiento y al otro lo despreció con su absoluta indiferencia hasta crear un vacío en la mente y corazón de éste, haciéndolo infravalorarse, enloquecer y desaparecer.

Y ahí está su tercer monstruo. Su demonio personal que lo perseguía en cada sueño. Su hermana. Lo poco que recuerda de ella le provoca pesadillas. Cierra los ojos con fuerza en un intento de evaporar de su cabeza su imagen. Hace tantos años que no pronuncia su nombre que espera olvidarlo algún día. Siente como el peso de la culpa le aprisiona el corazón y llena sus pulmones impidiéndole respirar con normalidad. Ella es su mayor error y su legado es el recordatorio constante de que existió.

No puede soportarlo más. De forma violenta, se levanta del sofá y lanzando un grito grave al aire, pega una patada a la pesada mesa de metal donde reposan un millar de papeles que caen esparcidos por el suelo. La mesa ha quedado maltrecha después del golpe. La botella de cristal que contenía un poco de licor se ha volcado dejando escapar el líquido y mojando la blanca alfombra.

Con la respiración desacompasada, observa el caos formado en su despacho. Es entonces cuando repara en una figura oscura que lo observa desde la puerta. La sombra da un paso adelante que provoca que se ilumine tenuemente su rostro.

Máxima. Con los ojos rojos por el llanto desconsolado. La cara desencajada. Más delgada y descuidada que nunca. Las manos temblorosas. Se abraza a sí misma con sus propios brazos dándole un aspecto más empequeñecido e indefenso. Incluso el tono de su piel ha abandonado ese color dorado y ahora es más amarillo. Ver aquella imagen le quiebra el corazón. No puede imaginar que la ha llevado a ese estado. Ni siquiera puede hablar debido a la impresión de tenerla frente a él después de tanto tiempo. Ha pensado tanto en ella. La ha tenido siempre tan presente. La ha echado tanto de menos...

La necesita. Se ha dado cuenta en estos meses. No puede estar sin ella. No puede y no quiere. 

En un par de zancadas de sus largas piernas y sin ser frenado por los impedimentos que se encuentran tirados en el suelo, se acerca a ella rápidamente hasta quedar a escasos centímetros de esa dulce joven que tanto sufre y la besa. Sin esperas. Sin permisos. Abre su boca y la devora. Siente el sabor salado de las lágrimas de ella que corren por sus mejillas. Siente su cálido aliento mezclarse con su lengua. Siente cada oscuro rincón de su interior. Y por fin, la siente a ella. Por fin está donde debe. Entre sus brazos.


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