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Capítulo 5

Hay un hilo rojo que conecta dos cosas destinadas a encontrase. Hay un hilo rojo que conecta su vida con el sufrimiento.

*****

Está con él. La ha llevado a su apartamento. Mira al techo. Una planta más arriba está su casa. Su madre. Sus cosas. Su tranquilidad. Antes de que él cierre su madre pega una patada a la puerta de la entrada y la abre de par en par. No se irá de allí sin su hija. Antes de que él pueda reaccionar la mujer la coge del brazo. Le pega un tirón y la saca del apartamento. Ha dejado cogido el ascensor. Se monta con ella en brazos. El ascensor se cierra. Cuando se abre en la planta superior, él ya está allí. Ha subido por las escaleras. Su madre consigue abrir la cerradura y entrar en casa con ella, pero él también entra. Coge a la niña del brazo que le queda libre. Ambos tiran de ella para lados opuestos. Él tira más fuerte. La pone detrás de él. Acto seguido clava sus ojos negros en la madre. Se abalanza sobre ella. La sujeta fuerte por los brazos y la empuja contra la pared. La mujer grita de dolor. Cuando consigue zafarse corre hacia el teléfono para llamar a la policía. Él la alcanza y arranca el teléfono de la pared. Donde antes estaba el aparato ahora hay sólo un trozo de plástico roto. La niña no aguanta más. Va a explotar. Comienza a gritar. Tan fuerte que cree que van a estallarle los oídos. Acto seguido él frena en seco. Se miran. Por fuera, aquellos dos pares de ojos negros eran idénticos. Por dentro, era imposible ser más distintos. La policía llega unos minutos después. Los vecinos han oído los gritos y la han llamado. Él ya no está. La madre explica con el corazón en un puño lo que acaba de sucederle. Aún tiene marcado en sus brazos las manos de él. La policía no hace nada. "Si no hay sangre, no podemos hacer nada" dicen.

*****

Esos ojos. De repente es como si flotara. Está flotando en un océano cristalino, turquesa, brillante y tranquilo. Se le eriza la piel. Los músculos se le relajan. Ligeras olas que nacen en su interior la mecen suavemente y la llevan lejos. Muy lejos. La intensa luz de su mirada le quema la piel. Absorbe cada detalle de aquellos ojos. Una línea fina azul oscuro rodea su iris. Dentro de él se funde una gama de azules creando colores únicos. Mágicos. Él es Poseidón y ella navega en su mar. Hasta puede sentir el olor salado del agua. La atrapa, pero no quiere huir. Se pierde dentro de ellos, pero sabe dónde está. Con más certeza que nunca. 

No sabe cuánto tiempo ha pasado. Entonces él parpadea y el hechizo se rompe. La tranquilidad se desvanece. Una corriente la aleja de aquel paraíso. El mar la absorbe y, rápidamente, la escupe a la vida real. Vuelve la incomodidad. La ansiedad. El miedo. 

Lo mira con asombro. Se siente avergonzada por haberlo mirado de esa forma tan intensa. De haber perdido el control. A él no le importa. Esos segundos también le han permitido ver dentro del alma de ella. Ha visto su soledad. Su angustia. Su ansia. Y algo que no logra determinar. ¿Qué es? ¿Sufrimiento? 

Aquella chica no podía saber lo que era sufrir. Era una niñita pija que seguramente lo había tenido todo en la vida desde que llegó al mundo. Podía imaginársela colmada de juguetes cuando era pequeña. Costosas vacaciones en familia. Si, su familia. Seguro que cenaban todos juntos alrededor de una mesa llena de comida suculenta. Su padre le leería cuentos antes de dormir y su madre le besaría la frente cada noche. No cree que el dinero fuera un problema a lo largo de su vida. Piensa que jamás le faltó de nada. Tendría amigos a montones. Posiblemente vivió un primer amor envidiable. Colegios de élite. Universidad privada. Sin traumas. Y ahora papaíto y mamaíta le pagaban un viaje al fin del mundo para que la pequeña conozca mundo y se codee con mandamases enchaquetados. Definitivamente, se había equivocado, no podía ser sufrimiento lo que había visto en ella. No es más que otra de ellos. 

Ese pensamiento le dibuja una mueca de desprecio en la cara. Los odia. Odia como cada uno de ellos pasa cada mañana por su lado y no dice buenos días. Odia sus actitudes altivas. Cómo si él les debiera algo. Pero a la vez siente la indiferencia más absoluta. Le da igual si viven o si mueren. Si un día despertaba, encendía la radio y oía en las noticias que ese edificio de cristal se había derrumbado matándolos a todos, cambiaría de emisora y ni descompondría el gesto. Lo único que lo alteraría levemente sería el hecho de tener que encontrar otro trabajo. El que tenía ahora no estaba mal. No requería hablar y apenas se cruzaba con otras personas. De todas formas, si lo hacía, no le dirigían ni la mirada ni la palabra. Al menos, hasta ahora. La chica pesada que siempre le pisa el cable sigue mirándolo.

— Buenos días — dice ella con voz grave y clara.

Él no contesta. Se limita a seguirla con la mirada. Ella entiende que no debe esperar una respuesta por parte de ese hombre. Entra en el ascensor.

— ¿Es que no miras tu correo? ¿O el móvil? ¡Llevo llamándote una hora! Johnson nos mandó un mail ayer por la noche diciéndonos que la entrega de la maqueta se adelanta. A final de esta puta semana tenemos que tenerlo todo terminado. Y tú te dedicas a desconectar y llegar tarde. No te tomas esto en serio. No tienes ni idea de lo que significa la responsabilidad de un trabajo ni lo que es que te presionen. No sé cómo conseguiste este trabajo — grita Oliver.

Toda la oficina los mira. Oliver es directo en sus palabras, pero no justo. Él sabe que el trabajo que ella ha realizado es el de más valía, pero está desesperado. Nada de lo que hace parece mejorar la situación y está desbordado. Así que arremete contra ella sin razón. Simplemente porque ha llegado tarde. Simplemente porque ella le parece inofensiva. Sabe que no va a levantarse contra él. Y efectivamente así es. Ella no grita. Nunca. Ha aprendido que no es necesario. Ha aprendido que con las palabras adecuadas puede lograrse un efecto deseado mucho mayor que con gritos. Ni siquiera se excusa. Se limita a aceptar la culpa y a ponerse a trabajar. 

Oliver parece que se ha relajado un poco. A medida que el estrés lo abandona, el remordimiento lo invade. La mira por encima de su ordenador. Ella está seria. Concentrada en su pantalla. No se siente orgulloso de haberla tratado así. Oliver es una persona sentimental. Visceral. Lo siente todo de manera intensa. Se preocupa por todo y por todos. Espera mucho de la gente que lo rodea y si sus expectativas son decepcionadas le afecta sobre manera. Aunque eso no le impide ver sus errores.

— ¿Puedo sentarme? — le pregunta Oliver a la hora de la comida. Ella está sentada sola en el comedor mirando fijamente su plato —. Puedes tirarme comida a la cara si eso ayuda a que me perdones — se disculpa —. O puedes pegarme. Pero, por favor, no en la cara. Si tengo el ojo morado mis clientes no me darán buenas propinas esta noche.

La broma la hace reír. Quizás porque le ha hecho gracia. O quizás porque estar enfadada es más difícil que dejarlo pasar. Mueve la silla que tiene a su lado y se la ofrece. Él la acepta y se sienta. No vuelven a mencionar el incidente. Él bromea sobre algunas cosas y hace imitaciones de sus compañeros de trabajo. Ella ríe. A carcajadas. Y cuanto más ríe más bromea él. Se alimenta de su sonrisa. Aquel sonido le gusta. Lo hace sentir bien. Pero lo bueno no dura y ahora deben volver al trabajo. Ambos se ponen a trabajar codo con codo y sacan adelante mucho de lo que tenían atrasado. Han estado tan concentrados que no se han dado cuenta de que ya es de noche y están solos en la oficina.

— Te invito a cenar, morena — le ofrece mientras bosteza –. Te lo has ganado.

— ¿Contigo? Creo que ya he tenido bastante de ti para un día...o para una semana — bromea ella mientras recoge su bolso y le lanza una mirada desafiante y pícara.

Él ríe y, sin avisar, le lanza el brazo por encima del hombro y la lleva hacia el ascensor. Ese contacto la pilla desprevenida. En un momento pasa de sonreír a enmudecer. De un momento fluido y confortable a uno tenso e incómodo. Oliver no percibe el cambio. Para él no es más que un gesto de amistad y confianza. Ella no puede evitar pensar que es la primera vez desde que está en ese país, hace casi dos meses, que alguien la toca. Rechazo instantáneo. Declina la oferta alegando que tiene que poner orden en casa y que está cansada. Él acepta la negativa sin insistir. 

Ambos bajan al parking. Cuando Oliver ve su pequeña moto no puede contener la risa. Se burla de ella mientras se monta en su coche. Un Land Rover color champán. Ella le hace un corte de mangas mientras se pone su casco muy dignamente. Él arranca y se va. Entonces ella hace algo extraño. Sin pensarlo su mirada se desvía hacía la máquina de pulir que está aparcada cerca del ascensor. Lo está... ¿buscando?

Por fin esa semana infernal llega a su fin. El trabajo está hecho. Parece que al gusto de AusTech. Sólo queda presentárselo a los clientes y podrán relajarse. Esta vez es Oliver quien acompaña a Johnson a la presentación. Ella no quiere ni pensar en repetir la experiencia. Oliver le guiña un ojo antes de irse con Johnson. Ella le desea suerte. 

Tiene poco trabajo. Decide ir a la cocina y tomarse un té con leche. Irene está ahí. Hace tiempo que no salen juntas. Irene y sus amigas le han ofrecido planes cada fin de semana y cada fin de semana les ponía una excusa. Será la satisfacción del trabajo bien hecho, pero esta vez tiene ganas de fiesta. Es ella quien le propone salir por ahí por la noche. "Es viernes y mi cuerpo lo sabe" alega. Irene no puede evitar la sorpresa y de inmediato se emociona. Su pequeña cabeza ya está organizando toda una noche de locuras. Le falta tiempo para escribir a las chicas y convocarlas a todas.

— ¿Y Oliver? — le pregunta Irene. Ella no entiende que quiere decir — ¿Vendrá? Ya sabes, porque tú y él... — al oír esa insinuación casi muere atragantada con el té. Abre mucho los ojos y niega mil veces — ¡Vaya! He tocado un tema delicado por lo que veo — Irene no para de reír. No importa cuánto le diga que se equivoca, ya nada la hará cambiar de opinión.

La presentación ha ido bien. Han conseguido el contrato por un año. Hay que celebrarlo. No pasa ni por su casa. Directamente desde el trabajo van a un bar nuevo con temática country a las afueras de la ciudad. Van exageradamente arreglados para ese lugar. En la oficina deben ir con ropa elegante. Ella lleva un vestido hasta las rodillas de flores de colores sobre un fondo blanco, ajustado y de tubo. Sin escote. Sin mangas. Y tacones. Va maquillada. 

No sabía si tendría que asistir a la presentación y si aquel hombre prepotente estaría allí. No sabe bien por qué, pero siente la necesidad imperiosa de impresionarlo. Qué estupidez. ¿Por qué querer impresionar a quien le das igual? Más incongruencias. Pero ahora no quiere amargarse con eso. Quiere beber. 

Se piden varias copas y charlan. Hay varios compañeros de trabajo con los que no suele hablar y que, ahora que lo hace, le caen bien. Oliver está haciendo el payaso como siempre. Todos ríen sus gracias. Se ha puesto un gorro de vaquero y quiero subir en un toro mecánico que hay en el medio del bar. Está tan borracho que se cae antes de subir. Unos cuantos lo ayudan. Pero también están algo ebrios y caen todos unos encima de otros. Ella lanza una risotada ahogada. No puede respirar de tanto reír. Le caen lágrimas por las mejillas de lo esperpéntico que resulta el espectáculo que están dando. Por fin Oliver consigue montarse. Todo esto sin soltar la jarra de cerveza que tiene en la mano y que aún, no se sabe cómo, sigue llena.

— Esto va por ti, morena — dice trabándose y señalándola con el dedo. Ella sonríe y mira hacia abajo mientras se tapa la cara con la mano. Irene le pega una patadita por debajo de la mesa y la mira con cara de "te lo dije". Todo el bar se vuelve hacia la chica — ¡Dale! — le insta al hombre que activa el toro. Todo el bar vuelve a mirarlo a él. Todos, menos uno. Alguien que no había reparado en la presencia de ella hasta que aquel borracho la señaló.

El toro comienza a dar botes. Aguanta más de lo que nadie hubiera apostado. Pero cae a la lona en cuestión de segundos. Ha desaparecido entre los cubos de porexpan que hay en la lona para evitar daños. Todo el bar, pendiente del borracho suicida, está súbitamente en silencio. Expectantes. Con la vista clavada. De repente de entre los cubos surge una mano que sujeta una jarra de cerveza, cuyo continente sigue intacto. Luego brota Oliver gritando victorioso. Todo el mundo se levanta de sus asientos y grita, aplauden como locos y le silban.

— ¡La he salvado! ¡La he salvado! — grita mientras todos ríen y codean su nombre.

Mientras contempla lo demencial de la situación y disfruta de lo absurdo y básico que puede ser el ser humano a veces, siente algo, aunque no consigue adivinar qué. No sabe que alguien la observa. Alguien que no aplaude. Ni codea. Ni silba. Sólo mira. La está viendo en su hábitat natural. Rodeada de gente elegantemente vestida. Bebiendo despreocupada. Hablando. Riendo. Ve como sus labios cantan la canción que empieza a sonar. Incluso durante unos segundos le parece que baila. Lo único que conocía de esa chica era su cara de asco de zorra en reposo. Siempre seria. Tiesa como si tuviera un palo metido por el culo. Irradiando soberbia y desprecio. Con su maldita moto reluciente pisando el maldito cable, cada mañana. Verla feliz le produce sentimientos encontrados. Por un lado, se contagia, le gusta lo que ve. Esa actitud despreocupada y sonriente. Por otro lado, siente cómo ella y los de su calaña se apoderan de todo a su paso. Ella es el recordatorio constante de que hay estrellas y estrellados. Y que él es de los segundos. Destinado a vivir en las sombras comiendo la mierda que los niños ricos como ella le lanzan. Empina su cerveza y bebe hasta olvidar.

A la mañana siguiente ella despierta, sorprendentemente, sin dolor de cabeza. No sabe cómo es posible después de toda la cerveza y chupitos que tomó. Se levanta. Mira el frigorífico. Tiene que hacer la compra. La semana ha sido tan intensa que no ha tenido tiempo de ir al supermercado. Pedirá algo de comida. Algo grasiento. Algo con queso fundido. Pero aún es temprano. Se prepara un té y decide dibujar. 

No lo ha hecho mucho desde que llegó. Dibuja en el trabajo, pero cosas que le dictan, ahora quiere hacerlo para ella. Se sienta. Pone los lápices en la mesa de escritorio nueva que ha comprado e instalado en una parte del salón. Junto a una de las paredes, la cual ha llenado de todos sus bocetos y dibujos. Cuando va a buscar la carpeta donde guarda las obras no terminadas o ideas no la encuentra. "Mierda, la dejé en el bar anoche". 

Llama a Oliver para preguntarle el nombre del bar. No lo coge. Seguramente esté durmiendo y después de lo que bebió ayer lo hará hasta la semana que viene. Escribe a Irene. Ésta si le responde. Le da el nombre del sitio y ella busca en internet el número de teléfono. Entra en la página web y ve las fotos de los platos y empieza a salivar. Ya sabe a dónde pedir comida. Llama y pregunta por su carpeta. La encontraron ayer y la tienen guardada. De paso hace el pedido. Patatas fritas gratinadas y hamburguesa doble con bacon. Se ducha. Se pone unos vaqueros de talle alto estilo mom y una camiseta corta ajustada. Unos botines blancos. No se maquilla. No se seca el peino ni se lo peina. Se pone unas gafas de sol enormes y negras. No hay maquillaje mejor que unas gafas que tapen toda la cara.

Llega al local. El ambiente es totalmente opuesto al de ayer. Ayer estaba lleno de gente bebiendo, bailando y con una música ensordecedora. Hoy es un lugar familiar. Padres con sus hijos comiendo relajadamente en silencio. Si no fuera por el toro mecánico pensaría que se había equivocado de sitio. Va rápidamente a la barra.

— Buenos días. He llamado hace una hora. Anoche me dejé aquí un portafolios. Me han dicho que podía pasar a recogerlo. También he hecho un pedido.

— Un momento, preciosa — dice una mujer robusta que huele a tabaco — ¡Travis! ¡Los dibujos! - grita desagradablemente. ¿Dibujos? ¿Cómo sabe ella...? Esa mujer había cotilleado sus cosas. Nunca enseñaba a nadie aquellos bocetos.

De dentro de la cocina sale un hombre. Alto. Ancho. Fuerte. Muy rubio. Pelo ondulado recogido en un moño. Barba descuidada. Piel bronceada. Lleva una camiseta sin mangas ancha y vieja que deja ver sus brazos. Musculosos. Con algunos tatuajes. Lleva una cadena al cuello. Y los ojos... otra vez aquellos ojos.

El joven la mira. No hay reacción. Es como si no la hubiera reconocido, pero se equivoca. Le lanza la carpeta, que se desliza por la barra y va a parar a ella. La coge y la guarda en el bolso. Le da las gracias a la señora, no a él. Debe esperar unos minutos a que la señora que huele a chimenea le prepare la bolsa de comida. Él no le quita ojo de encima. Está apoyado en el quicio de la puerta de la cocina y bebe una cerveza en botellín. Pero como es costumbre permanece callado. A la luz del sol parece otro. En aquel aparcamiento sombrío no podía verlo con claridad. "Él...es...hermoso".

Por fin su pedido está listo y puedo irse de allí. Ha empezado a sudar por los nervios y bajo aquellos ojos se siente expuesta y evaluada. Y no se equivoca. Es lo que él hace. Nunca la ha visto en vaqueros y botines. Le gusta. Los pantalones se ciñen a su cintura y se ensanchan a la altura de la cadera marcando la, ya de por sí, prominente curva de su trasero. Eso también le gusta. El calor lo recorre. Cuando ella se da media vuelta y se va, él no le quita ojo a aquel culo.

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