Capítulo 49
Las traiciones nunca vienen solas.
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Durante el resto de los días posteriores a aquella noche ella ha estado evitándolo de la manera más sutil que ha podido. Su cuerpo ha desarrollado cierto rechazo hacia él. Se limita a ser amable y mantener conversaciones cordiales que no van más allá de una amistad sin intimidad. Una mezcla de vergüenza por haberse sentido expuesta y prejuicios por la fama del chico han terminado por erguir un muro entorno a sus sensaciones bloqueándolas por completo. Las puertas a una posible oportunidad están cerradas por completo. Por el contrario, los sentimientos de él han prosperado en estos días y se han hecho más intensos. La conoce desde hace unos años, pero nunca se había fijado en ella de esa manera. En este viaje está teniendo la ocasión de conocerla. No es para nada como imaginaba. Siempre la había visto como una diva presuntuosa que ignoraba a todo aquel que no consideraba digno de ella. Ahora es consciente de lo equivocado que estaba. Sí, sigue pareciéndole una niña rica a la que nunca le ha faltado de nada. Pero ahora contempla matices. Ve que, pese a algunas conductas algo snobs, es una chica sencilla y natural. Su excesiva timidez le gusta. Está acostumbrado a mujeres algo más activas y descocadas. También suelen ser unas cabezas huecas a las que es fácil seducir. En cambio, ella le ha demostrado que tiene recursos y cultura. Ha tenido la ocasión de ver cómo dibuja. Eso ha terminado por conquistarlo. Nunca había conocido a nadie con tanto talento. Intenta por todos los medios acercarse a ella, pero no le resulta fácil. No aceptará la derrota. Luchará hasta conseguirla y demostrarle que es digno de ella.
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En su cabeza surgen imágenes y conversaciones, momentos y situaciones. Como si de una película a cámara rápida se tratara. Una de terror, claro. Por mucho que su razón le grita lo que es obvio, su cuerpo no termina de ser capaz de aceptarlo. Pese a eso no puede negar lo evidente.
Todas las piezas acuden a su mente a gran velocidad. Recuerda la parsimonia de Irene cuando la plantilla de MKM fue despedida. Ahora comprende que de alguna manera creyó que su relación con él podría salvarla de la quema. Los constantes desplantes de los que ella le hablaba ahora cuadran con la personalidad de su autor. Incluso las ausencias de éste en la vida de su amiga se corresponden en el tiempo con las desapariciones de Wellington. Las constantes preguntas sobre él en varias ocasiones y la insistencia por acudir a la fiesta, aunque sea del brazo de Oliver, cobran sentido. Llevaba sin saber de él varias semanas. La desesperación por encontrarse con él de la manera que sea la ha llevado hasta el salón de ese hotel. Y ahora su paranoia la lleva a inquirir a Máxima y a asaltarla sin tomar las precauciones pertinentes. Ya había escuchado a alguien llamarlo así antes. Belinda. Parece que sólo las mujeres que tienen o quieren una relación con él lo llaman de esa forma. Sin duda alguna, acaba de descubrir al amante misterioso.
—¿Monty? —pregunta Máxima intentando controlar la voz y la sorpresa. Irene abre casi imperceptiblemente los ojos ante tan, aparentemente, simple pregunta—. ¿Y bien? —insiste Máxima. No tiene intención de soltar ese hueso.
Con un movimiento rápido, Irene la coge del brazo y la arrastra por el salón para sacarla de allí. Al hacerlo la sujeta por el mismo lugar del hematoma y eso provoca una expresión de dolor en su cara que pasa desapercibida para Irene, pero no para un atento Travis que ha estado observando todos los movimientos de Máxima. Los de Travis no son los únicos ojos puestos en ellas. Dos pares más las contemplan curiosos.
Ajenas a la atención de la que son protagonistas, se dirigen al baño. Máxima se mira el brazo una vez que Irene la suelta. El agarre ha hecho que el maquillaje se difumine, dejando emanar cierto tono morado de la piel. Ha ido adquiriendo un tono más oscuro y ahora llama más la atención. Se lo tapa sutilmente con una mano. Aunque en seguida comprende que no es necesario. Irene está tan concentrada hablando de sí misma e intentando explicarse que ni siquiera mira a Máxima.
—¡Oh, Máxima! Lo siento tanto... No quería ocultarte nada, pero esto es tan gordo —comienza Irene abriendo todas las puertas de los aseos para comprobar que están solas en ese lujoso baño— ¡No sabes cuánto tiempo llevaba queriendo poder contárselo a alguien! —admite elevando la voz una vez que verifica la intimidad—. ¡He sufrido tanto teniéndolo que mantener en secreto!
Máxima no lo duda. Aún le sorprende que haya sido capaz de ocultarlo por tanto tiempo. Esa reflexión la lleva a querer hacer la pregunta más obvia.
—¿Desde cuándo? —dice con calma.
—Desde las convivencias en Newcastle —admite Irene después de unos segundos. A Máxima le cuesta un poco más disimular la sorpresa al escuchar eso. Hace más de cuatro meses de aquello.
—Pero... —intenta intervenir—. Tú... ¿Y el chico de Perth? —pregunta al fin haciendo memoria—. Bailabas con un chico esa noche. ¿Qué pasó?
—Pasó un ángel —responde Irene en un suspiro poniéndose las manos en cruz sobre el pecho y mirando al techo con cara soñadora. Máxima no puede remediar poner cara de asco. Sabe muy bien que ese hombre es de todo menos un ángel—. Yo bailaba con Patrick, como bien has dicho. Y estaba siendo encantador y una velada magnífica. Entonces me fijé en él. No voy a mentirte ya me había fijado en él hace mucho —dice con naturalidad—. Sé que es mayor y que no es lo que se dice guapo —se excusa ante la perpleja expresión de Máxima—, pero tiene un atractivo intrínseco. Es decidido y ese carácter que volvería loca a cualquiera —por fin Máxima está de acuerdo en algo de esa descripción—. La cuestión es que apareció de la nada en la pista de baila. Parecía enfadado. Aunque siempre lo parece, ¿no? —dice entre risas, pero Máxima no ríe, no le ve la gracia—. Me quedé mirándolo y él me miró a mí. Luego desapareció de allí a grandes zancadas y —Irene calla y se queda mirando a la nada—, lo seguí —concluye al fin—. Todavía no sé por qué lo hice, pero no pude remediar ir en su busca. Fue como si millones de hilos invisibles me empujaran hacia él sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
Sus últimas palabras le erizan la piel. La forma en que su amiga ha expresado esa sensación ha sido tan exacta que siente un escalofrío. El efecto que Wellington provoca en las personas es más que conocido para ella. Lo ha experimentado en más de una ocasión. Desde el primer día que lo vio en el pasillo de la planta 4 hasta el mismo día de hoy en el restaurante. Cada vez que ha estado en su presencia ha tenido la sensación de estar siendo atraída por un enorme imán. Tanto para lo bueno como para lo malo. Tanto para admirarlo como para luchar contra él, siempre termina buscándolo. Y, al igual que Irene, no sabe por qué.
Claro que el tipo de emociones que Wellington despierta en ellas es distinto. Para una es la cima de una gran montaña de éxito y triunfo. Algo a lo que aspirar. Algo que envidiar. El punto cumbre de una carrera a contrarreloj en la que ella jamás tendrá el valor de participar. El lugar que nunca alcanzará. Todo lo que jamás será. Para otra es una fantasía. Un platónico sueño. Un bonito adorno que lucir en fiestas de la alta sociedad sidneyense.
Y para ambas no es más que un espejismo. Una leve pincelada en los cuadros de sus vidas que lo cambia todo. El aleteo de una mariposa que desata el huracán. El eco que origina la avalancha. Sin que ellas hayan podido remediarlo, él ha afectado su entorno y lo ha alterado de tal manera que ha creado una especie de dependencia de naturaleza dispar en cada una.
—El resto de la noche fue maravillosa —continúa Irene—. Nos entendimos bien. Era como un sueño hecho realidad. Entonces volvimos a Sydney y todo cambió. Empezó a esquivarme. No contestaba a mis llamadas. Al sucedió —en ese momento lanza una mirada nada amigable a Máxima—. Yo me enfadaba, pero a él parecía darle igual. Hasta que pasaba el tiempo y volvía a llamarme y por más que me esforzaba en no ceder...
—No podías —la interrumpe Máxima sin darse cuenta.
—Exacto —admite su amiga mirándola con una expresión rara que no pasa desapercibida para ella—. Mi piso se inundó y todo fue un desastre. Intenté contactar con él para que me ayudara, pero no lo encontré por ningún lado. Ahí fue cuando caí en la cuenta de que ni siquiera sé dónde vive —dice con una sonrisa amarga. Máxima la mira con pena—. Y luego desapareció y no supe nada de él durante semanas. Hasta que, cuando lo creía todo perdido y olvidado, recibí una llamada muy extraña en la que me pedía vernos. Acudí a la cita con la intención de acabar con todo, pero... —no necesita que lo diga para saber lo que pasó—. No habíamos vuelto a tener esa clase de intimidad desde Newcastle. Fue tan extraordinario como recordaba. Mágico.
A medida que Irene le ha ido contando el tóxico intento de relación, ella ha ido poniendo en pie en el tiempo todo lo sucedido. Entonces cae en la cuenta de algo que hasta ahora había pasado por alto y que le causa una extraña desazón.
—Esa segunda noche que pasasteis juntos —comienza Máxima—, fue la noche que llegaste a mi apartamento de madrugada. Estuviste con él...
—Cuando Oliver recibió una llamada suya —continúa Irene ignorándola. Tiene un objetivo y no va a desviarse hasta que consiga dejar claro lo que quiere—, en la comida que hicimos se me removieron las tripas. Después de casi un mes por fin tenía una noticia suya. Y no sólo eso, iba a haber una cena. Si él iba a estar aquí yo también tenía que venir. Necesitaba verle para demostrarle que siempre estaría con él —el tono de su voz es menos chillón y más serio. Ahora mira a Máxima fijamente con gesto solemne—. Yo sí puedo cuidar de él. Sé lo que necesita. Lo conozco —la forma en la dice esas palabras es diferente. Suenan a advertencia.
Máxima no tarda en comprender que el cambio de actitud de su amiga no es más que una forma de marcar su territorio. De una manera vedada está haciéndole saber que no tiene intención de dejarlo escapar y que arremeterá contra todo lo que se cruce en su camino.
—¿Qué quieres decir con que tú sí puedes? —le pregunta para obligarla a explicarse. Las indirectas no van con ella. Si Irene quiere decirle algo tendrá que hacerlo sin tapujos.
—He visto como lo miras y como le hablas —dice Irene a gran velocidad. Está claro que ese reproche le quemaba en la boca desde hacía tiempo—. Os he oído a ti y a Oliver hablar de él. ¿Es cierto?
La pregunta queda suspendida en el aire como si el tiempo se congelase. No puede creer que esté teniendo esta conversación por segunda vez en la noche. Está cansada de esas morbosas especulaciones sobre su vida privada. Primero porque no son asunto de nadie más que de ella y segundo porque el lugar en la que la deja que quienes creía sus amigos piensen que es capaz de hacerle algo así a Travis la repugna. ¿Qué clase de impresión proyecta? ¿La de una adultera escala-puestos sin escrúpulos?
—Debes de estar bromeando —responde soltando una risa cómica y paseando por el baño para calmar los nervios.
—Siempre has creído que soy imbécil. Siempre me has tratado como si no me entera de nada —continúa Irene.
—¡Es que nunca te enteras de nada! —contesta elevando la voz. Comienza a perder el control—¿No te das cuenta de lo absurdo que suena todo esto? De modo que ves como dos personas hablan durante escasos treinta segundos, escuchas una ínfima parte de una conversación y sacas conclusiones aceleradas sin fundamento —el tono se hace más intenso—. ¿Sabes? Nunca he pensado que seas imbécil, hasta ahora —dice sin piedad ante una asombrada Irene—. De hecho, siempre he admirado tu actitud y tu forma de ser. Pero lo que me has contado... Ver cómo te has denigrado una y otra vez ante ese hombre dándole oportunidades que no merece... —añade con decepción—. Si tanta confianza tenéis, ¿Por qué preguntarme a mí sobre esto? Pregúntaselo a él —entonces Máxima cae en la cuenta de algo—. Lo has hecho queriendo, ¿verdad? —la interroga—. Lo de llamarlo de esa forma. Has preguntado por él en otras ocasiones y siempre has tenido mucho cuidado de fingir que no lo conocías de nada. Pero en esta ocasión lo has llamado "Monty". Querías que lo supiera, ¿no es así? Querías una excusa para contármelo y así marcar tu territorio —Irene no dice nada. Suficiente para saber que está en lo cierto—. La próxima vez méale encima, será más sutil —le espeta mientras se gira dirección a la puerta para irse.
—¿Sabes quién no se entera de nada? —la interpela justo cuando abre la puerta—. Ese acosador que tienes por novio —responde con frialdad— Tonteando con tu jefe a escasos metros y él tan feliz detrás de la bandeja de los canapés —añade con una sonrisa maliciosa—. Dile que por mucho pelo que se quite, sigue siendo el mismo despojo de siempre.
Máxima, de espaldas a Irene, sujeta el pomo de la puerta y la mantiene abierta. Su rostro se ha ensombrecido a medida que Irene ha ido hablando. Pero sólo una palabra ha llamado su atención. Una palabra que ha quedado bloqueada en cabeza atorando su cerebro. De nuevo vuelve a comprender. Aunque está segura de que está vez no era la intención de Irene que ella lo supiera. La paranoia y el mal genio han hecho que cometa un desliz que Máxima no tiene intención de dejar pasar.
—¿Qué has dicho? —dice casi en su susurro sin dejar de darle la espalda. Algo en el tono de su voz provoca un escalofrío en Irene que aún no entiende lo que acaba de hacer—. ¿Cómo lo has llamado? —continúa con voz gutural mientras se gira lentamente para mostrar sus negros ojos escondidos bajo unas pobladas cejas oscuras que le dan un aspecto tenebroso. Con la cabeza ligeramente ladeada y paso firme, se acerca muy lentamente a la diminuta mujer indefensa que tiene en frente que no consigue emitir sonido—. Acosador...
En condiciones normales, ese insulto habría pasado desapercibido para Máxima y más viniendo de Irene. Pero hay algo que nunca ha dejado de rondarle la cabeza y que siempre ha tenido presente. Algo que nunca le ha cuadrado. Una pregunta de la que, por mucho que pensaba, nunca encontraba la respuesta. Hasta ese mismo instante.
—Curiosa elección de palabras, ¿no crees? —la inquiere. Irene continúa sin responder—. Nunca te conté las razones del despido de Travis —comienza poniéndose a escasos centímetros de Irene y tapándole la cálida luz del baño ensombreciéndola por completo con su envergadura—. Tuve especial cuidado en obviar ese detalle en tu presencia para no tener que soportar tus estúpidos prejuicios de niña pija. De hecho, no lo sabe nadie. Pese a todo tú lo has llamado "acosador" —vocaliza cada sílaba con calma.
Irene abre muchos los ojos al comprender que no es el hecho de haberlo insultado lo que ha provocado esa reacción en la enorme mujer, sino haber destapado cierto secreto que no pretendía descubrir.
—¿Qué hiciste? —pregunta Máxima con voz aún más ronca.
—Máxima, yo... te juro que... no sé de qué me hablas —ese balbuceo enciende la ira de Máxima.
—¡¿Qué hiciste?! —grita descontrolada a la vez que la coge de uno de los múltiples volantes que el vestido tiene en el cuello y la pega contra la pared en un golpe seco.
—¡No me escuchabas! ¡Tenía que salvarte! ¡Tuve que hacerlo! —admite al fin entre llantos —. No entrabas en razón. Ibas a destrozar tu vida con ese hombre. Pensé que si perdía el trabajo y veías el poco futuro que le espera te darías cuenta de que debías dejarlo —se excusa con voz chillona y con lágrimas corriendo por sus mejillas. Máxima sigue sujetándola con fuerza —. Puse una denuncia sin mucha esperanza de que diera resultado. Así que se lo conté a Monty... —ese nombre le revuelve el estómago. ¿Cómo no iba a estar relacionado ese desgraciado? —. Él me ayudó. Al parecer es muy amigo de la directora de Recursos Humanos, esa mujer con la que se ha presentado esta noche. Ellos se encargaron de hacer firme el despido —continúa entre chillidos agudos que revientan el tímpano de Máxima—. Pero no sirvió para nada. Continuaste con él, pese a presentarse borracho aquella noche tan importante para ti.
Cuando Irene se calla, ella la suelta. Se aleja pensativa y hundida por la traición. No puede creerlo. La mujer que tiene en frente era su amiga. Ella había confiado en su amistad. Aguantó todos sus desplantes hacia Travis porque eran sólo eso, desplantes. Pero arrebatarle injustamente el trabajo de esa manera... Eso es algo que no puede dejar pasar. Ni aunque la mente enferma de Irene crea que lo hizo por su bien.
Imaginar a las tres personas que más odia ahora mismo planeando la forma de dejar a Travis en la calle le hierve la sangre. Su cuerpo se calienta y sus manos se aprietan en un puño. Toda ella comienza a temblar de pura cólera. Sin poder controlar ni lo que siente ni lo que hace, se gira hacia Irene rápidamente y lanza su puño contra la cara de ésta que grita desconsolada al ver lo que va a pasarle.
En ese momento alguien irrumpe en el baño a tiempo para frenar la acción de Máxima. Tarda unos segundos en comprender que es Wellington quien la sujeta por detrás y la aleja de Irene que cae al suelo con la cabeza escondida entre sus manos y sollozando.
—¿Se puede saber qué se le pasa por la cabeza? —grita Wellington sin soltarla —. ¿Es que se ha vuelto loca?
—¡Suélteme! —exige Máxima deshaciéndose ágilmente del agarre de esos brazos repulsivos—. Ya le advertí que no volviera a tocarme —le dice encarándolo—. ¿Qué lo conoces? ¿Qué sabes qué clase de hombre es? —pregunta retóricamente a una derrotada Irene que continúa en el suelo. Wellington se pone entre ellas—. ¿Quieres saber cómo es? Es un mentiroso. Un traidor. Alguien que vendería lo que sea sin importarle el valor que tiene para los demás con tal de llevarse su parte. Un manipular y un grandísimo hijo de puta —dice soltando toda la ira que corre por sus venas. Ha perdido el control y se siente plena—. Pero, sobre todo, es quien me ha hecho esto —exclama mostrándole a Irene el hematoma de su brazo—, porque es tan gilipollas que prefiere la violencia a aceptar sus taras —concluye acercándose a él y diciéndole esas últimas palabras muy cerca de su cara.
Al girarse para desaparecer de ese infierno, se encuentra con los únicos ojos que enfrían su furia. Esos zafiros brillantes miran la situación desde la puerta. Pero no están fijos en Máxima, sino en un punto detrás de ella.
Sus pupilas están completamente dilatadas haciendo menos azul su mirada. Rompe su inmovilidad para adentrarse con paso decidido en el baño y ocasionando un estruendo al abrir la puerta por completo de manera violenta y al chocar ésta contra la pared. En ese momento Máxima se da cuenta de que detrás de Travis se encuentra Oliver. Seguramente han acudido en su busca al ver que tardaba mucho.
Travis, con la mandíbula apretada y el cuerpo vibrando con fiereza, se acerca a Máxima, pero cuando llega a su altura, la sobrepasa. Ella no es su objetivo. Sin mediar palabra, sujeta a Wellington por las solapas negras de su plateado smoking y golpea su cabeza con la suya en un golpe seco que lo haría caer al suelo si no fuera por el agarre de Travis. El ruido sordo de ambos cráneos chocando enmudece el baño que en seguida se ve envuelto por los sollozos desesperados de Irene y la intervención de Oliver que ha entrado corriendo al ver la situación descontrolada.
Oliver intenta separarlos, pero no consigue mover a Travis de su sitio ni un ápice. Lo coge por los musculosos brazos y tira de él hacia atrás sin resultado. Sin tiempo para que Wellington reaccione, Travis le asesta un puñetazo. El cuerpo de Wellington se desploma y sin soltarlo, lo deposita en el suelo.
—Vuelve a tocarla y si no te mata ella, lo haré yo —amenaza a un ensangrentado Wellington en un susurro que sólo éste escucha. Travis se yergue y se atusa el smoking antes de girarse hacia un Oliver exhausto por el esfuerzo de parar a esa bestia—. ¿Y dónde coño estabas tú? —le recrimina—. Se supone que debes cuidarla. ¿Qué clase de amigo eres? —arremete elevando la voz y acercándose mucho a Oliver.
Éste es incapaz de contestar. Se limita a bajar la cabeza, avergonzado por haber estado presente y haber permitido tal abuso. Y no sólo eso, siente desprecio por las palabras que le dedicó a Máxima antes. Se dejó llevar por el enfado y arremetió contra ella basándose en cavilaciones y permitiendo que eso los separara.
Travis coge la cara de Máxima con cuidado. No se dicen nada. No hace falta. Sus ojos hablan un idioma que sólo ellos entienden. Sin mirar atrás, los dos salen del hotel sin importarles nada ni nadie.
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