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Capítulo 48

Todo en este mundo está conectado. Todo termina adquiriendo un sentido.

*****

Sale de su habitación del Prize Suites completamente preparado. Se atusa la pajarita del smoking como acto reflejo de los nervios que siente. Con paso decidido, se dirige al ascensor. Se mira al espejo mientras asciende lentamente e introduce los dedos entre su pelo moreno para peinarse por décima vez. El botones lo avisa de que ha llegado al penthouse.

Las puertas del ascensor se abren dando directamente a una suite de lujo de proporciones exageradas. Todo está decorado de manera similar al resto del hotel. Los colores crema predominan en los sofás, alfombras y otros objetos decorativos. El color dorado también hace acto de presencia en el techo y algunos muebles. Colgando sobre la zona de estar hay una enorme lámpara de araña que brilla de tal forma que parece hecha de diamantes auténticos. La sala tiene forma semicircular estando, en su mayoría, compuesta por ventanales que proporcionan una vista espléndida del centro de Sydney.

—¿Señor Millman? —una voz femenina y dulce lo llama. Él mira hacia ese precioso sonido en busca de su propietaria. Una joven de pelo castaño y corto aparece a su lado. Es bastante menuda y delgada. Viste un simple vestido dorado a juego con la opulenta decoración.

—Por favor, sólo Oliver —se presenta estrechándole la mano sin dejar de mirarla—. Y, ¿usted es? —pregunta con una sonrisa que ilumina la habitación y que le proporciona un atractivo que no pasa desapercibido para la chica.

—Marissa, la nueva secretaria del señor Prize y supervisora de este acuerdo —responde. Así que el viejo Matt ha cambiado a su antediluviana secretaria Miranda por una hermosa joven de veintipocos años, piensa Oliver—. Acompáñeme —le pide—. El señor Prize y el señor Wellington ya están reunidos y lo esperan.

Coge una profunda bocanada de aire y sigue a Marissa hasta unas anchas puertas de madera que dan al despacho de Prize. Ella le hace un gesto para que entre y él obedece. Sentados conversando de forma distendida y con un cocktail en sus manos, están Prize y Wellington.

—Pase —le pide Prize—. Siento mucho no haber podido asistir a la reunión de esta mañana. Ya sabe, joven, los negocios —Oliver le estrecha la mano y sonríe. Tenerlo delante le produce una subida de adrenalina. Prize es un hombre rollizo de unos cincuenta años. Bronceado anaranjado y abundante pelo canoso —. Espero que mi consejero les haya tratado como se merecen.

La reunión es animada y Oliver se integra a la perfección. Lo cierto es que se siente cómodo entre esos dos hombres. En estos últimos meses trabajando muy de cerca con Wellington ha desarrollado un lazo especial de respeto mutuo que le da la confianza que necesita para llevar a cabo la conversación de manera natural.

Después de acordar ciertos cabos sueltos y de algunas risas, Prize entra en materia. Saca de un cajón una fina carpeta azul con el logo de los hoteles en dorado. Oliver sabe lo que hay dentro. El contrato que vincula a Prize Resorts y a Afrodia. El contrato que lanzará su marca al mundo posicionándola en el mercado de la noche a la mañana. El contrato que dará visibilidad a él y a su equipo. Su mayor logro. Su gran oportunidad. Sólo de pensarlo su cuerpo se electrifica.

—Después de lo que hemos visto esta mañana y de plantearnos la idea que tan agudamente desarrolló nuestro querido Montgomery, hemos desarrollado esta oferta final —dice Prize mientras le entrega la carpeta a Oliver y éste comienza a ojear todos los papeles—. Hemos realizado algunos cambios como puede ver —la sonrisa de Oliver se va apagando a cada palabra que lee—. Pese a eso es una oferta más que generosa por sus servicios.

—No lo entiendo... —farfulla Oliver releyendo una y otra vez lo que tiene delante—. ¿Qué es esto? —pregunta buscando apoyo en los ojos de Wellington. Éste lo mira serio. Ya no hay rastro de la amable confianza de antes. Sólo una mirada inexpresiva.

—Es un contrato de cesión de derechos —explica Prize llevando la voz cantante—. La compañía Prize será distribuidora exclusiva de los productos de Afrodia, dueña de la marca y gestora de la plataforma digital. En otras palabras, le estamos comprando su trabajo —añade. Oliver no emite sonido—. Lo habéis hecho bien, joven. Pero hay que aceptar que no sabéis nada de cómo llevar algo así. Os viene grande. Os estoy haciendo un favor —dice con superioridad.

Oliver no puede creer lo que está escuchando. Van a quitárselo todo y él no puede hacer nada. La única persona que tiene ese poder está sentada a su lado y no parece tener intención de luchar por él y por su equipo. Los ha vendido. Van a echarlos a un lado. A la oscuridad. Donde nunca nadie sepa lo que hicieron. Lo que consiguieron. La impotencia derrapa por sus venas hundiéndolo por completo.

Lleva meses trabajando en esto y una vida entera preparándose para ello. Ha soportado desplantes de cientos de personas con las que se ha reunido. Ha peleado con los distribuidores, proveedores y posibles socios. Ha sudado sangre para coordinar un equipo dispar y, en ocasiones, difícil de tratar. Él lo ha hecho todo y ahora otro va a llevarse el premio, pero ¿qué puede hacer? No es más que un triste pez en mundo de tiburones.

Continúa mirando esos papeles que segundos antes se le habían antojado tan esperanzadores y que ahora suponen una estocada en su dolido orgullo. Una de las cláusulas llama su atención.

—¿Qué es la iniciativa... —se fija bien en el nombre—, Princess? —si va a vender su creación, tiene derecho a saber que harán con ella.

—Bueno —comienza Prize reclinándose en la silla y poniendo sus manos cruzadas sobre su prominente barriga—, como comprenderá no podemos mantener el nombre que ustedes le pusieron. Afro... no sé qué —Oliver cierra los ojos en un intento de controlar sus impulsos y lo corrige con fingida calma—. Sí, eso, Afrodia. No pueden relacionarnos con un grupo de jóvenes amaters que no son nada en este mundillo, no se ofenda —le dice con una sonrisa—. Así que cambiaríamos el nombre. Aunque mantendríamos el logo con ciertos retoques. La verdad es que esa joven que se ha encargado de diseñarlo tiene talento. Así que nos lo quedamos.

Al pensar en Máxima el dolor de hace más notable en su interior. Van a coger sus ideas y a manipularlas a su antojo sin darle el más mínimo reconocimiento por ello. No sabe cómo va a decírselo.

—Firme, señor Millman —esas son las primeras palabras que Wellington le dirige desde que ha conocido el plan. El verdugo ha dado la orden.

Totalmente rendido, imprime su firma en el contrato y se lo entrega al ambicioso Prize que lo recibe entre risas. Ya está. Se acabó. Oficialmente, Afrodia se ha acabado. Definitivamente, no les queda nada.

Con la respiración contenida, sale del despacho. La joven que lo ha recibido le sonríe desde uno de los sofás. Esta vez él no le devuelve la sonrisa. Se limita a dirigirse al ascensor con paso firme. Cuando las puertas de éste están a punto de cerrarse, Wellington las paras y se sube con él. Oliver no es capaz ni de mirarlo. No sabe analizar lo que siente en esos momentos. Está realmente confuso y eso prende su enfado. Wellington lo nota.

—Lo ha hecho bien —lo anima poniéndole una mano sobre el hombro. Oliver lleva toda su vida deseando escuchar esas palabras de boca de ese hombre. Nunca imaginó que su sueño le provocaría arcadas.

—Me he vendido. He vendido a mi equipo —le espeta con voz gutural—. ¿Dónde quedará Afrodia? ¿Cómo le diré a los chicos que no tenemos nada? —pregunta levantando la mirada y clavándola en Wellington—. Pasará a ser conocida como la línea de cosméticos de los hoteles Prize. Y encima ese nombre... ¿qué creen que están vendiendo? ¿Una plancha de cocina? —dice perdiendo los nervios—. Todo este trabajo para nada —añade derrotado—. Sigo igual. Cambie el nombre de Johnson por el de Prize. Yo lo hago todo y la firma la pone otro. Sigo siendo invisible —se pasa la mano por el pelo en un gesto desesperado.

—Usted es Oliver Millman, el director creativo más joven que ha pasado por AusTech —dice con voz clara—. Ningún papel que firme podrá arrebatarle eso. Créame, Millman, me encargaré personalmente de que en la planta 21 sepan quién es usted. Esos son los que deben conocer su nombre. La gente corriente no es nadie, ellos sí —continúa con excesiva seguridad—. Usted y yo sabemos que los números no cuadraban —ataca al ver que Oliver no termina de convencerse—. Con los recursos de los que disponíamos no habríamos podido cubrir la demanda necesaria para que este proyecto fuera considerado apto. Nunca habría llegado dinero a arriba y lo habrían bloqueado o, peor aún, eliminado por completo. En cuanto Prize se dio cuenta de eso nos hizo esta oferta. No es mucho, pero al menos de esta forma nos aseguramos nuestra parte. No hemos podido hacer más —por mucho que le duela, empieza a creer que la versión de Wellington tiene sentido—. Afrodia era una idea, no una realidad. Una buena idea, sí, pero nada más. Y la hemos vendido por un buen precio. Ahora nos toca apartarnos y aceptar que ellos pueden darle un mejor futuro a lo que ha creado —concluye.

Para cuando ha dicho la última palabra, las puertas del ascensor se abren dando paso al hall principal. Vuelve a tocar el hombro de Oliver a modo de despedida y recorre el lobby a grandes zancadas con sus largas piernas dejándolo allí. La manipulación ya está hecha. La semilla del autoconvecimiento ya está sembrada.

Observa a sus compañeros. Todos están anonadados contemplando a la hermosa Belinda contonearse por el salón del brazo de ese hombre. La única que no parece interesada es Irene, que empina su copa y bebe el contenido hasta dejarla vacía. Ella aprovecha la distracción de esa pareja de infarto para acercarse a Oliver. Está convencida de que le pasa algo. Su actitud silenciosa y malhumorada no tiene nada que ver con la animada conducta de esta tarde en su habitación.

Está apoyado en la barra, alejado un par de metros del resto. Máxima se pone a su altura y pide una copa al camarero. Eso hace que Oliver sea consciente de su presencia y la mire. En sus ojos puede leer que algo no va bien.

—¿Qué ocurre? —pregunta con voz dulce con una sonrisa en la que no muestra los dientes. Él se limita a beber la copa que tiene en sus manos de un tirón. Ella le da la suya y también la bebe. Máxima continúa mirándolo en silencio. Quiere presionarlo a hablar, pero dándole tiempo.

—He firmado el contrato —dice después de hacerle un gesto al camarero para que le sirva otro vodka.

—Eso es bueno, ¿no? —responde ella manteniendo la sonrisa—. ¿Es que han sido muy restrictivos con las condiciones? —esa pregunta provoca una risa amarga en la garganta de Oliver. Ella lo mira sin terminar de comprender el motivo de su más que fingida euforia.

—Podría decirse así, sí... —él lanza una mirada a un lado y se fija en todos y cada uno de los componentes del equipo que charlan y brindan ajenos a que acaba de dejarlos sin empleo—. Prize nos quita del medio —susurra volviendo la mirada hacia Máxima. Ella abre muchos los ojos ante esa afirmación —. Ha comprado el proyecto y con él todo nuestro trabajo e ideas. No nos ha dejado opción. Estamos fuera.

La boca de Máxima se abre lentamente. Como si su mandíbula no respondiera y no pudiera sujetarla. No emite sonido. Ni siquiera respira. De repente el ruido de copas y charlas que baña el salón se acalla. No es capaz de escuchar nada. Sólo las palabras de Oliver una y otra vez chocando en su cabeza.

En un acto reflejo niega con la cabeza lentamente. En condiciones normales creería que se trata de una broma pesada de Oliver, pero viéndole la cara sabe bien que habla muy en serio. Comienza a mirar a todas partes como si eso la ayudara a encontrar una respuesta. Sus ojos se cruzan con ese smoking plateado y con quien lo viste. Entonces comprende.

—Ha sido ese cabrón —arremete a la vez que todas las piezas encajan en su cabeza—. Nos ha vendido él. Lo tenía planeado desde hace tiempo. Por eso nunca le importó que nos saliéramos del presupuesto. Por eso desapareció durante un mes dejándonos sin supervisión. Sabía que el proyecto no llegaría a nada y no quería perder el tiempo, pero necesitaba que nosotros si lo creyéramos para continuar trabajando duro y tener algo jugoso que ofrecerle a Prize. Seguro que se lleva una buena comisión por esto —dice sin dejar de mirarlo—. Su asistente —recuerda—. Su asistente debía entrar a una hora en concreto en la sala de reuniones. ¿Recuerdas haberlo visto? —Oliver asiente—. ¿Qué estaba pasando cuando entró?

—Creo... —intenta hacer memoria —. Creo que Edgar estaba dando la brasa con sus números. Ya sabes que nunca lo escucho. Entonces entró ese señor, le dijo algo al oído a Wellington y éste salió de la sala. Poco después, el consejero de Prize hizo lo mismo —a medida que habla va recordando con más exactitud. Máxima sabe que fue en ese momento cuando acordaron los términos de la venta. A escondidas. Como ratas—. Al cabo de una hora o así, el consejero volvió. Wellington, no —ella sabe bien dónde estaba en esos momentos—. ¿Por qué me haces estas preguntas? Él no ha tenido nada que ver. En todo caso nos ha salvado el culo frente a los directivos de AusTech. Al menos facturaremos algo gracias a él.

Máxima es ahora quien ríe ante la inocencia de Oliver. No lo culpa. No lo conoce como ella. No sabe de qué es capaz ni cómo se las gasta. Ella ha tenido el honor de verlo en directo. Cuando viajó con él a Melbourne tuvo la ocasión de ver en primera línea la clase de manipulaciones y planes ocultos que llevaba a cabo con sus inversores.

—No alcanzo a comprender por qué lo admiras tanto —dice bebiendo de su copa sin ganas.

—Porque, Máxima —responde Oliver perdiendo ligeramente la compostura y acercándose mucho a ella—, consigue todo lo que se propone. Es inteligente. Supo ver una oportunidad en esta compañía y nos puso este contrato en bandeja. Ha sabido ver que nos estrellábamos y ha vendido el barco antes de que se hundiera —habla de un tirón y sin coger aire. Más que nunca, Máxima comprende que lo defenderá siempre—. Si no puedes verlo es porque el rencor de vuestra relación fallida te ciega —le espeta abandonando por completo la moderación.

Ante esas palabras, ella retrocede casi imperceptiblemente. Sin fuerza para sujetar la copa la suelta en la barra y se pierde en los coléricos ojos verdes de Oliver. En cuanto recobra el sentido, la sangre comienza a correr por su cuerpo atropelladamente.

—¿Qué coño estás insinuando? —pregunta muy lentamente con voz leve y sombría. Sus ojos echan chispas ante tal acusación.

—Vamos, Máxima —responde alzando una mano al aire en un gesto desesperado—. ¿Crees que soy imbécil? Os he visto. Viajasteis juntos a Melbourne cuando no eras más que una becaria. He visto como entras en su despacho sin llamar. Como te mira. Como parece haber pasado por alto que te hayas olvidado la puta presentación —ahí está. Rencor en estado puro. Sabía que no la había perdonado. Sabía que no la había creído cuando le dijo que no había sido la culpable. Pero no quiso verlo y ahora la realidad estalla en su cara—. Ese hombre despide a todos los que cometen el más mínimo error. Johnson, Peter, hasta cerró la puta planta 4. Pero contigo...

Máxima baja la mirada. Como si haciendo eso pensara con más claridad. Como si de esa forma las palabras de Oliver dolieran menos. El hecho de saber lo que su compañero y a quien creía su mejor amigo piensa de ella le provoca un vuelco en el corazón removiendo todas sus tripas. No sólo la considera responsable de la falta de apoyo visual en la presentación, sino que cree que mantiene una aventura con su jefe a la vez que tiene una relación con un hombre al que ha traído a la misma cena. No sabe que le duele más. Si que la considere una incompetente profesionalmente hablando o un despreciable ser sin corazón.

—Él no consiguió el contrato con Prize, lo hizo tu idea —comienza en voz muy baja y sin mirarlo a la cara. No va a darle credibilidad a su insinuación negándola. Va a limitarse a hablar de trabajo—. Él sabía que era buena. Sabía que en cuanto los inversores se enteraran querrían entrar y formar parte y lo único que ha hecho es adelantarse. De esa forma hace creer a todos, incluso a ti mismo, que la idea es suya, pero yo sé que no es así. Todo esto es tuyo —añade con voz quebrada mientras alza la vista y lo mira fijamente—, y el acaba de quitártelo. Si admiras esa conducta es que no eres el hombre que creía.

Con un movimiento lento, suelta su copa, retrocede y se aleja de él. Ahora mismo no tiene fuerzas para seguir enfrentándolo. Como si sus pies fueran guiados por una fuerza superior, emprende el camino hacia un punto específico del salón.

—¿Podemos hablar? —pregunta interrumpiendo la conversación entre Belinda y Wellington.

Belinda se gira para encontrar la proveniencia de tal falta de respeto. Al estar tan cerca de ella, es más consciente de la impresionante estatura de esa mujer. Ésta la mira con desprecio. Cuando Wellington acepta la invitación, Máxima ve la sorpresa en el rostro de Belinda al haber sido abandonada por esa joven insulsa.

Se alejan unos metros para poder disponer de cierta intimidad. En un primer impulso, él hace ademán de ponerle una mano en la espalda mientras se apartan, pero enseguida desestima hacerlo. En cierto modo, ella le impone.

—Le perdono —dice sin más dilación. Él la mira sorprendido. Nunca pensó que oiría esas palabras de su boca. Cierta emoción lo invade. Ella tiene la mirada clavada en el suelo—. También quería decirle que... —piensa bien lo que va a decir. Por duro que sea, debe tomar esa decisión—, el lunes tendrá mi renuncia sobre su mesa.

Wellington mueve la cabeza hacia los lados en un intento de comprender lo que acaba de decirle. La boca se le seca y tiene que hacer un esfuerzo por sujetar la copa que tiene entre las manos con fuerza para que no caiga al suelo. Sus ojos transparentes expresan dolor. Dolor por haberla dañado. Dolor por saber que nunca la tendrá. Dolor por sentir que se escapa entre sus dedos y que no puede hacer nada para impedirlo. Por mucho que intenta que las palabras salgan de su boca, éstas quedan atoradas en su garganta creando un nudo que lo ahoga. Wellington alza su mano a la altura de la cara de ella, pero no la toca. Es como si no pudiera alcanzara. Como si estuviera muy cerca y a la vez muy lejos.

Ese hombre se lo está quitando todo. Su trabajo. Sus amigos. Su cordura. Y nunca parece tener suficiente. Siempre parece querer más. La última vez que permitió que un hombre se lo quitara todo lo pagó con su alma. No puede permitirlo de nuevo. No puede darle ese poder a nadie más. No puede pertenecerle. Si el precio de su libertad es el paro, lo abonará sin mirar atrás. Ya encontrará una manera de permanecer en el país. Sea como sea, ella será la dueña de su destino, nadie más.

Sin darle tiempo a reaccionar, se aleja de él en la dirección contraria a la que ha venido. Frente a ella a lo lejos, junto a Jack y los demás, ve a Travis. Con el comienzo tan intenso que ha tenido su noche, ha olvidado su corte de pelo. Ahí, delante de ella, está el hombre que no sólo no le quita nada, sino que se lo da todo. Con él a su lado, está segura de que todo le irá bien. Con él a su lado estará a salvo.

Con una sonrisa sincera que sólo la visión del rostro apolíneo de Travis puede proporcionarle en momentos complicados, se acerca a él con decisión. Es entonces cuando una cabeza rubia en miniatura se interpone en su camino. Irene la asalta a pocos metros de llegar a su destino.

—¿De qué hablabais? —pregunta señalando con un gesto de cabeza a Wellington —. Parecíais muy compenetrados. Nunca me has hablado de tu estrecha relación con Monty.

—Nada importante, cosas de trabaj... —su lengua se petrifica. Su corazón da un vuelvo. Su cerebro comienza a trabajar encajando todas las piezas de lo que parece un puzle macabro —. ¿Monty?



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