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Capítulo 46

Los actos violentos conforman un manto transparente a nuestro alrededor que termina por ahogarnos.

*****

Todos los miran. Las dos últimas personas del mundo que creerían ver juntas están besándose como si todo a su alrededor hubiera desaparecido. Ajenos a los estupefactos ojos de sus amigos, continúan concentrados el uno en el otro. Todos los deseos que ese chico tenía en ella se funden ahora en su boca. Y por fin ella comprende todas las señales que han estado rodeándola desde que llegó a esa casa. Nunca lo habría imaginado. Nunca lo habría creído. Pero está sucediendo. La chica tímida y retraída con el chico ligón y extrovertido. Agua y aceite en una piscina que hierve de pasión. Creados para no cruzarse nunca, destinados a amarse por siempre. Con ese beso sellan la historia que les acompañará durante años y que le proporcionará los mejores y peores momentos de sus vidas. Hasta ese día y durante mucho tiempo después, ese sería el mejor beso de su vida.

*****

Con el corazón en un puño y la respiración ausente, se tambalea hacia la pared para sujetarse. Da vueltas a todo lo que ha sucedido sin ser capaz de pensar realmente en nada. Tiene la mente en blanco y, a la vez, embotada. Sus pulsaciones se aceleran y comienza a sentir ese sudor frío que sólo significa una cosa. El pasillo en el que se encuentra comienza a tornarse blanco. No puede. Ahora no. Tiene que sentarse y tranquilizarse. No puede desmayarse ahora.

Sus ojos se empeñan en sacar fuera lo que siente por dentro. Pero no lo permite. No va a ponerse a llorar. Se siente pequeña. Como si no valiera nada. Como si nadie dentro de esa sala la necesitara. Prize no sabe ni quién es. ¿Por qué iba a saberlo? Es una don nadie que no ha hecho nunca nada en su vida. Su única oportunidad de presentarse se ha esfumado. Será aquella chica extranjera a la que castigaron por estúpida.

Seguramente Oliver es el único que reparará en su ausencia. Tiene su mirada clavada en la retina. Esos ojos verde esmeralda observándola mientras la pesada y tallada puerta de madera se cerraba dejándolo a él dentro y a ella fuera. Quizás, ese es el lugar que le corresponde a cada uno. No sólo vio pena en sus ojos, también había desconcierto. Cierto tono de sorprendente recriminación. Ella lo ha puesto en una situación delicada no proporcionándole el apoyo con el que contaba y lo ha echado a los leones sin ayuda de ningún tipo. Se siente tan culpable. Sus ojos vuelven a empañarse. Esta vez, con Oliver en su cabeza, no puede reprimir un sollozo. Él ha hecho tanto por ella y ella se lo paga olvidando algo tan básico.

Desde que llegó a este país, Oliver ha estado en cada momento importante de su vida. Él fue la primera persona que conoció cuando entró en la planta 4. Le consiguió el apartamento en el que vive. Un luminoso y acogedor hogar cerca del centro por el que paga la mitad de lo que vale. Le enseñó todo lo que sabe de diseño digital y lo que es apasionarse con el trabajo. Le ofreció un lugar en Afrodia en cuanto un puesto quedó libre sin dudarlo. Sin él, no habría conseguido superarse día a día como lo ha hecho estos últimos meses. Ha sido su pilar. Por decaída que estuviera, el humor constante de Oliver siempre la ha acompañado. En cambio, ella no ha sido capaz de devolverle todo eso en forma de una simple presentación. Ha estado tan sumida en su propio trabajo que ha olvidado el de él. Sólo espera que pueda perdonarle.

¿Cómo ha podido ocurrir algo así? ¿Cómo ha podido torcerse tanto algo que daba por hecho? ¿Cómo ha podido olvidar algo tan obvio? Por muchas vueltas que le da sólo consigue encontrar una respuesta posible. No lo olvidó.

La impotencia hace estragos en su sistema balanceándola con violencia de la tristeza más absoluta a la ira más feroz. Ha trabajado como nunca en su vida. Ha dado lo mejor de ella. Por primera vez en mucho tiempo está sinceramente orgullosa de lo que ha conseguido y deseosa de recibir la oportunidad que le corresponde. Porque se lo ha ganado. Porque tras esas puertas hay algo que es suyo. Algo que él le ha arrebatado. Se lo ha quitado de un plumazo.

Ese cabrón estirado la ha jodido bien. Recuerda sus ojos. Aquella mirada demoniaca que la atravesó y partió en dos en un momento. Su voz. Un sonido gutural que salía de lo más profundo de la caverna que es su interior. Su bestialidad. La forma en la que se acercó a ella sin mediar palabra. La forma en la que...

Mira su brazo. A la altura del bíceps tiene cuatro largos y finos dedos marcados perfectamente en un tono rosado. Ahora que el shock del momento se va pasando, siente el dolor. Una sensación palpitante y caliente que le bloquea el brazo.

Eso le da igual. Está acostumbrada a la violencia. El dolor físico es nimio al lado del psicológico. Por eso lo que más odia es haber sentido miedo. Haberle dado el poder a ese hombre de hacerla tener miedo. Esa sensación le provoca nauseas. Hace mucho prometió que no volvería a temer a nadie y menos a un hombre. Pero no lo vio venir. Se quedó ahí pasmada mientras él le decía y le hacía lo que quería sin oponer resistencia. Ese pensamiento prende la mecha de su cólera.

—Buenos días ¿Se encuentra bien? —la persona que lleva esperando ver toda la mañana aparece ante sus ojos en el peor momento. Smith está frente a ella. Viste un tradicional traje de chaqueta azul oscuro y lleva un sombrero de ala corta a juego que se quita en cuanto ella lo mira—. ¿Qué está haciendo aquí fuera? La reunión ya debe de haber empezado —ella no contesta. No sabe qué decir. En ese momento los ojos de Smith vuelan hacia su brazo. Ella lo tapa sutilmente con la mano.

—Buenos días —lo saluda—. Sí, la reunión ya ha comenzado —Smith en seguida parece entender que algo no ha ido bien. No necesita saber más. Es un hombre bastante perspicaz acostumbrado a las excentricidades de su señor —. ¿No va a entrar? —pregunta ella para llenar el silencio incómodo que se ha producido. Le resulta extraño que Smith haya llegado tarde.

—No hasta dentro de algo más de dos horas —contesta mirando su reloj.

Esa respuesta la hace fruncir el ceño, desconcertada. Aunque no tarda en comprender. Smith no llega tarde, sino temprano. Dos horas antes para ser exactos. Wellington quiere que entre en el momento justo por alguna razón que desconoce y que sólo Smith sabe ¿Es que ese hombre piensa en todo? ¿No deja nunca nada al azar? Hasta le ha dejado dicho a su asistente cuando debe interrumpir la reunión. Otra manipulación está en proceso y lleva la firma de Wellington. Todos bailando al son de ese diablo. Todos jugando en un tablero trucado.

Ante ese descubrimiento, lo único que puede hacer es suspirar y sonreír con impotencia. Quizás Wellington lo tenía planeado. Quizás es la forma que tiene de hacerla pagar por la intrusión y las feas palabras que tuvo con él el otro día. ¿Cómo no lo ha visto antes? Esa actitud desbocada y la agresividad no es más que la proyección de su enfado por aquel encuentro fortuito. Ahora está segura. Nunca le habló de ninguna presentación. Nunca se lo dijo.

Sin poder contenerse, comienza a reír en mitad del desierto pasillo. El asistente la mira extrañado. No alcanza a comprender qué le resulta tan gracioso. Con el brazo amoratado y la autoestima por los suelos, se despide de Smith. Lo último que quiere es tener que preocuparse de mantener una charla distendida.

—Señorita —la llama antes de que se pierda de su vista. Ella se gira—, puesto que el equipo pasará toda la mañana en la sala, ¿le gustaría almorzar conmigo? —ese ofrecimiento la sorprende—. Conozco un sitio por aquí cerca donde se come muy bien.

Durante unos segundos se queda pensando. Smith nunca le ha propuesto nada similar. De hecho, nunca han hablado más allá de un educado saludo o miradas cordiales. Lo cierto es que se siente cómoda con ese hombre y la expectativa de pasarse cinco horas o más sola en su habitación del hotel comiéndose la cabeza pensando en qué estará pasando en esa sala no se le antoja muy agradable.

—Está bien —dice asintiendo con la cabeza. Después de la mañana que lleva, que alguien le ofrezca un poco de consideración la anima.

—La esperaré allí. ¿Sobre las doce y media le va bien? —ella asiente—. Dejaré las indicaciones en recepción —añade con una sonrisa antes de irse en dirección contraria a ella.

Cuando entra la habitación vuelve a inundarla ese sentimiento de que le han arrebatado algo preciado. Como un tronco, se deja caer sobre la cama ocultando la cabeza en la colcha y gritando contra un cojín. No tiene ganas de nada. Ni de llorar. De nuevo esa sensación de vacío total. Está triste. Simple y llanamente. Y en ese estado sólo hay una persona capaz de animarla.

Busca su móvil. Marca el número de Travis y espera oír esa voz cálida y grave que tanto la reconforta. Pero lo único que escucha es la voz robótica del contestador automático indicándole cómo y cuándo dejar un mensaje. ¿Dónde está?

Lleva un par de horas encerrada en su habitación. Tumbada en la cama y mirando al techo. Pensando en que, por la hora que es, Edgar ya habrá empezado a defender el presupuesto. Imagina a Helen admirándolo como de costumbre. Hace tiempo que se ha dado cuenta de cómo lo idolatra. Hacen buena pareja. Edgar es un chico algo tímido y extremadamente competente. Un cerebrito de las finanzas y la contabilidad. Sin duda es digno de alguien como Helen. Aunque él no parece tener valor para acercarse a ella y eso está minando la moral de Helen.

Al cabo de un rato está lista para ir a su cita con Smith. Baja a la recepción y allí recoge una nota que éste le ha dejado con la ubicación del lugar y el nombre de la reserva. Cuando ve la letra, siente una punzada. Es exactamente igual que las notas que ha recibido en otras ocasiones firmadas por Wellington. No las escribía él, sino Smith. Ni siquiera se había molestado en coger un boli para escribir un par de frases. No comprende bien por qué, pero eso la cabrea aún más.

—Pretencioso cabrón... —no puede evitar decir. Por suerte lo hace en español y el recepcionista no puede entenderla. Con la nota arrugada entre su puño cerrado con fuerza, emprende el camino.

El restaurante está a unos dos minutos del hotel. Smith no mentía cuando dijo que estaba cerca. Es una especie de cueva. Tiene los techos bajos de piedra. No tiene ventanas al exterior. Es como adentrarse en una gruta iluminada con un millón de luces amarillas. Hay muchos pasillos estrechos que se dividen, a su vez, en otros. Cada uno de ellos lleva a un salón. Un camarero la está guiando hasta un salón algo más pequeño que el resto que ha visto donde sólo hay una mesa. Las paredes y el techo son de piedra esculpida de manera deforme para dar un aspecto más natural. Por una de las paredes cae un manto de agua que envuelve a la sala en un murmullo húmedo.

De pie junto a la mesa se encuentra Smith. Retira una de las sillas y le indica que se siente. Ella le sonríe y lo hace. El sitio es precioso, pero no ha venido aquí a admirar el diseño de interiores, sino a demostrar que no es ninguna estúpida.

—He recibido su nota —comienza Máxima con una sonrisa de medio lado que le da un aspecto nada amable—. ¿O quizás debería decir sus notas? —dice haciendo hincapié en ese plural. Sin tiempo para dejarle contestar, continúa—. Porque las escribió usted, ¿no es cierto? —Smith no contesta. Se limita a mirarla. De hecho, no la mira a ella, sino a su brazo—. ¿Le gusta? —pregunta retóricamente harta de saber lo que está pensando y lo equivocado que está—. Pues no es obra de quien usted cree que es —explica con una expresión de asco por descubrir que el asistente peca de los mismos prejuicios que su amo—. Esto me lo ha hecho su magnífico Wellington —Smith abre los ojos sorprendido por esa declaración—. ¿Quiere saber por qué? Porque él cometió un error y lo pagó conmigo. Por eso ahora estoy aquí comiendo con usted en vez de estar defendiendo mi trabajo con el resto de mi equipo.

—Yo... —comienza él —. No sabe cuánto lo lamento. Pensé que... De haberlo sabido no habría... — puede ver el desconcierto y la decepción en el rostro del ayudante. Lo que no entiende es por qué le afecta de esa manera.

—¿No habría qué? —pregunta ella sin comprender.

—Él me pidió que... —se explica, pero se calla enseguida.

Los ojos de Smith vuelan de los suyos a un punto fijo por encima de su cabeza. Con algo de trabajo y la mirada gacha, se levanta lentamente de la silla y se hace a un lado. Ella, aún sentada, se gira para ver el porqué de esa reacción. Montgomery Wellington está de pie tras ella.

En cuanto ve de quien se trata se levanta como un resorte de su asiento y empieza a recoger sus cosas dispuesta a salir lo antes posible de allí. Smith le ha tendido una emboscada. ¿Cuándo comprenderá que no debe confiar en nadie? Lo que creía que era una comida informal con alguien que se preocupaba por ella no ha sido más que una estrategia para forzarla a encontrarse con la última persona con la que quiere estar.

—No haga eso —le dice Wellington cuando ve que pretende irse—. Por favor, vuelva a sentarse —continúa con un tono extremadamente suave—. James, ya puede irse —el susodicho no se mueve. Sigue mirándola con ojos tristes, notablemente apenado por haberla puesto en esa situación— ¡James! —lo llama de manera autoritaria para captar su atención. En esta ocasión no tarda en obedecer y salir por la puerta—. Por favor, siéntese —vuelve a pedirle.

Ella lo mira. El odio que siente es tan fuerte que hasta le tiembla el labio. Nota como la sangre se va calentando en sus venas y quemándola por dentro. Por un lado, quiero irse. Salir corriendo y no verlo jamás. Por otro, desea plantarle cara y redimirse de su actitud floja y sumisa de antes. Así que, atravesándolo con la mirada, coge asiento.

—Siento que se haya sentido engañada —comienza—, pero estaba convencido de que si se lo pedía yo no vendría —nunca ha estado más de acuerdo con él en algo—. No tuve otra opción. No se enfade con James. Él sólo cumplía órdenes.

—Nadie haría nada por usted si no fuera una orden, por eso las da. Porque no tiene otra forma de conseguirlo que no sea mediante el miedo —le espeta—. Cuando le conocí pensé que su actitud se debía a que es un hombre solitario y lo admiraba pese a sus desplantes porque veía algo de mí en usted. Pero no es un hombre solitario, es un hombre solo —dice de la manera más dura que puede—. Alguien que se alimenta del poder que ejerce sobre los demás porque de otra forma no sería nada —por mucho que le tiemblen las manos no permitirá que le tiemble la voz—. Alguien a quien nadie echaría de menos si un día faltara —añade con malicia.

Ella calla. Esperando una reacción violenta que nunca llega. Wellington permanece sentado frente a ella sin emitir sonido y concentrando la mirada en la copa vacía que tiene delante.

—Usted no me dijo nada de una presentación —arremete antes de que él pueda reaccionar—. Lo tenía planeado, ¿verdad? —esa pregunta lo hace alzar la vista y fijarla en ella, confundido—. No le gustó que entrara en su despacho aquel día. Ni que le hablara como lo hice. Y mucho menos que saliera de allí sin darle la ocasión de quedar por encima. Por todo eso ha saboteado esto y me ha culpado de ello —habla de forma acelerada y a cada palabra su tono se va a haciendo más rudo—. El único crío aquí es usted.

Dicho esto, y devolviéndole las palabras que él le había dedicado horas antes, vuelve a levantarse. Esta vez con la intención más absoluta de irse. Ese capullo podrá hacer que la despidan por todo eso, pero al menos será fiel a sí misma y se irá con la cabeza bien alta demostrando que no es ninguna estúpida. Todo lo que tenía que decir, lo ha dicho.

Cuando va a alargar su mano para coger el bolso de la silla, él se yergue y le sujeta la muñeca. Inmediatamente y con un movimiento feroz, ella se deshace de su agarre con la mano lista para darle una bofetada. Por un segundo, Wellington cierra los ojos, esperando el impacto. Pero no sucede nada. Cuando los abre ve la mano de ella suspendida en el aire a la altura de su cara. Entonces se fija en su brazo. Ve su bíceps amoratado.

Recuerda cómo la sujetó. Sin contención. Delante de Millman. Ver lo que ha producido en ella lo asquea. Puede ver el miedo y el dolor en los ojos de Máxima. Sólo ha levantado su mano contra él porque creyó que iba a volver a hacerle daño. Volver. Esa palabra implica que ya se lo ha hecho anteriormente y eso lo destroza. Jamás ha sido una persona agresiva. Jamás ha ejercido su fuerza física sobre nadie. El hecho de que ella le tema de esa forma lo hace odiarse.

Está colérica. Ha vuelto a sentir ese miedo y no puede soportarlo. Los recuerdos de su infancia se reproducen en su cabeza como una película de terror. Como si el hecho de que él la tocara le dieran al play de su cerebro. Todas las reminiscencias de su pasado que tanto se ha molestado en encerrar salen a la luz. Ve los golpes que su padre le había propinado a su madre. Las denuncias. Los moratones. Los teléfonos arrancados de la pared cuando ésta intentaba llamar a la policía. La ventana... En ese momento ve, en Wellington, a su monstruo.

—No vuelva a tocarme —dice Máxima de manera sombría con los ojos más negros que nunca. La palma de la mano que continúa en el aire se cierra en un puño. Lo aprieta con tanta fuerza que todo su cuerpo tiembla de ira. Sólo puede pensar en lo mucho que desea hacerle daño. Verlo sufrir —. No se atreva a volver a ponerme una mano encima. ¡Jamás! ¡¿Me ha escuchado?! —le grita sin control al ver que él no reacciona.

Totalmente rendido y sin defensa que justifique sus actos, se deja caer en la silla. Aprovechando la falta de resistencia, ella se da media vuelta y se dispone a salir de la sala sin mirar atrás.

—Lo olvidé —admite Wellington en un hilo de voz antes de que ella alcance la salida —. Y no es lo único —susurra. Ante esa afirmación, ella frena en seco. Algo en su interior se quiebra al oír esa declaración— Ya ha comenzado...



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