Capítulo 45
La vida no viene con instrucciones.
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Después de caminar casi una hora, por fin llegan a la casa. Pese a estar casi amaneciendo y llevar toda la noche saltando y bailando, nadie está cansado. No quieren irse a dormir. Alguien propone ir a darse un chapuzón a la piscina de la urbanización. Todavía está lo suficientemente oscuro como para que los vecinos no los vean. A todos les parece buena idea. Sin pasar por la casa para cambiarse, se adentran sigilosamente en la piscina. Comienzan a quitarse la ropa hasta quedar en ropa interior. Ella tiene sus reticencias. Pese a tener un cuerpo esculpido y torneado, siempre ha sido reservada en cuanto a mostrarlo. El problema no es exponerse. Ya lo ha hecho estos días en bikini. El problema es que lleva un tanga y eso es enseñar demasiado. Su amiga, ya en la piscina, la llama varias veces. Ella aprovecha que todos están distraídos para quitarse el vestido sutilmente y meterse rápido en el agua sin que nadie la vea. Pero siempre hay alguien observando. Ajena a todo, se sumerge. Siente el frescor del agua en contraste con el calor veraniego de la noche. Cuando saca la cabeza, él está ahí. Frente a ella. Con una sonrisa y un comentario divertido que la hace reír. Siente cierta comodidad en su presencia. Él siempre habla. Es quien lleva el timón de la conversación y eso le viene bien. Siempre le ha costado encontrar las palabras. Los nervios y la vergüenza le juegan malas pasadas a menudo dejándola bloqueada y sin nada que decir. Pero con él no sucede. Nunca hay silencio. Nunca nadie le ha prestado esa atención. Le gusta. Sin darse cuenta, está entre sus brazos. Él la ha cogido y la mece por el agua. Ella rodea su cuello con los brazos y se deja llevar. Entonces él une sus labios a los de ella y deposita un suave beso.
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Viernes. Terror. Sudor. No ha dormido. Nada. Se ha pasado la noche paseando de un lado a otro de la casa. Repasando mentalmente todo lo que tiene que llevar. Preparándose para poder responder, si llegara el caso, a cualquier pregunta. Ha perdido la cuenta de cuantas veces se ha cambiado de ropa o se ha pasado la plancha por el pelo. Después de una hora encerrada sale del baño. Ha vomitado dos veces.
—Tienes que relajarte —le pide Travis cuando la ve aparecer con el rostro amarillento y sudoroso—. Es sólo una reunión. Ese tío pegajoso se encargará de todo —dice refiriéndose a Oliver. Ambos siempre se ponen motes y evitan llamarse por sus nombres. Curioso—. Todo irá bien, nena, ya verás —la anima acariciándole la mejilla. La pega contra su pecho. Los latidos del corazón de Travis la distraen del torbellino que es su cabeza y la relajan.
—Lo sé. Tengo que controlarme —admite—. O puedo vomitarles encima a todos. Desde luego sería una presentación de lo más original. Nunca la olvidarían —ambos ríen ante tal imagen. Eso calma su tensión—. Hablando de olvidar —continúa mientras repasa la carpeta de Wellington por quinta vez para comprobar que lo tiene todo listo—, no olvides ser puntual. A las siete y media en el hall del hotel —le dice a Travis atusándolo de la larga barba y tirando de ésta para captar su atención.
—No llegues tarde o el señor "Tengo un palo metido por el culo" nos regañará —bromea él poniendo una voz aguda y femenina mientras manotea imitando a una chica. Ella no puede evitar reír. Le tira más fuerte de la barba y lo acerca hacia sí para besarlo. Eso hace que él calle de inmediato y se concentre en su boca.
—Callado estás más guapo —dice cogiendo los documentos y una bolsa con el vestido y las cosas necesarias para la cena y saliendo por la puerta. No necesita girarse para saber qué parte de su cuerpo está mirando Travis.
Travis le ha prestado la camioneta. No quiere despeinarse con el casco de la moto y el viento. El día es especialmente caluroso y lo último que necesita es llegar sudando a la reunión con Wellington y Oliver. De esta forma podrá ir con aire acondicionado. Además, lleva un vestido de tubo color nude por debajo de las rodillas muy ajustado que no le permite abrir las piernas lo suficiente como para montar en moto.
Oliver la ha llamado por el camino. La espera en el parking para ir juntos al despacho de Wellington. Parece que no es la única a la que le da miedo ir sola. Le viene bien tenerlo cerca cuando vea a Wellington después del último encontronazo. De esa forma su atención se verá dividida en dos. Aparte de que en presencia de Oliver él nunca mencionaría lo ocurrido.
—¡Vaya! —exclama su compañero al verla—. Si no quieren comprar nuestros productos quizás quieran comprarte a ti —ella sonríe y niega con la cabeza—. Yo te compraría.
—Tú no podrías pagarme —contesta siguiéndole la broma mientras saca la maleta y las carpetas del coche. Oliver se acerca para ayudarla. Cuando coge la maleta con la ropa y nota lo pesada que es la mira sorprendido.
—¿Es que llevas al vikingo aquí dentro? —pregunta con ironía cargando la bolsa sobre su espalda.
—Cada gramo de esa maleta merece la pena. Espera a ver el modelito que he elegido para esta noche —dice guiñándole un ojo.
Es tan temprano que todo el edificio está vacío. Las únicas personas que se encuentran son los de seguridad y algunos bedeles. El amanecer se cuela por las múltiples ventanas de la planta 11 regándolo de un color anaranjado. Van hasta la oficina de Afrodia para soltar sus cosas. En el camino ambos giran la mirada hacia su despacho. Lo ven. Ya está allí y tiene pinta de haber llegado hace tiempo.
—¿Crees que vive ahí? —pregunta Oliver de forma retórica. Siempre que llega, él ya está sentado y trabajando y cada vez que se va, él continúa sentado y trabajando.
—No creo, no veo el ataúd por ningún lado —responde con sarcasmo. Oliver sonríe ante la insinuación de que sea una deidad demoníaca—. Piénsalo —le insta—. Nunca sale durante el día. Llega aquí de noche y se va de noche. Su piel es blanca en una ciudad playera donde nunca bajamos de los veinte grados. Sus ojos son fríos y transparentes. Sus dedos largos... —continúa con voz tenebrosa y moviendo sus dedos delante de la cara de Oliver mientras éste ríe.
—Veo que te has fijado bien en él —dice. La forma en la que lo hace es sospechosa. Máxima decide ignorar el comentario.
—¿Estás listo? —pregunta cambiando de tema.
Enfilan el pasillo que forman las mesas de la planta 11 camino de su despacho. Los nervios se multiplican a cada paso que da. Tiene nauseas, pero debe mantenerse firme y recuperar el control de su cuerpo. Tiene mucho que demostrar. Ha trabajado mucho y duro en estos meses y está segura de que lo ha hecho bien. Debe concentrarse en el resquicio de confianza que eso le proporciona.
La mesa de Smith está vacía. En cierto modo ver a ese hombre siempre la tranquiliza. Es extraño como se le puede coger cariño a personas con las que se ha tenido una relación escueta. Otra señal de que el corazón y la mente son caprichosos. Puedes pasarte la vida conociendo a alguien y no desarrollar jamás una simpatía especial por esa persona y, de repente, sentirte cómodo con un desconocido. Demostración de que no es la cantidad de momentos compartidos los que te une a alguien, sino la calidad de éstos.
Smith sabe guardar las distancias. Sabe hablar cuando es necesario y con las palabras justas. Sus silencios nunca la incomodan. Es alguien con quien no tiene esa presión de buscar continuamente un tema de conversación. Eso le gusta. Supone que, viendo para quien trabaja, es normal que haya desarrollado esa capacidad de pasar inadvertido y no sacar nunca los pies del plato.
Oliver llama a la puerta. Ese sonido la despierta de sus cavilaciones. Tiene que estar concentrada. No puede permitir que su cabeza vuele como siempre le pasa. Esto sólo es lo previo a la presentación. Si no es capaz de controlarse ahora, lo tendrá difícil cuando tenga lugar la verdadera reunión.
Wellington les abre. Lleva un traje color crema con una camisa celeste tan claro que parece blanco y una corbata burdeos oscuro. El pelo impecablemente peinado hacia atrás y brillante por la gomina. Se ha afeitado. El aspecto dejado y demacrado de los días anteriores quedan atrás. Tiene mejor aspecto que nunca. Lo cierto es que no es un hombre guapo. Tiene unos rasgos muy especiales que le proporcionan un rostro nada común. Frente amplia. Ojos algo hundidos. Nariz generosa. Pero no se puede negar que tiene atractivo. Como si en su interior hubiera un potente imán.
Oliver mira intermitentemente a uno y a otro. Ella sabe lo que está pensando, pero reza por que no se le ocurra hacer algún comentario de los suyos al respecto. Ambos, Wellington y Máxima, van vestidos exactamente con los mismos colores. Incluso los tacones de ella son burdeos.
Por suerte Wellington toma el mando y rompe ese incómodo silencio. Los invita a sentarse y rápidamente entran en materia. Al cabo de un par de horas terminan de repasar los documentos. Parece estar todo en orden y preparado.
Todos estarán presentes en la reunión. Tendrán la ocasión de presentarse ante el mismísimo Matthew Prize. Estarán con él cara a cara y podrán demostrar su valía. Tener de su lado a alguien como Prize, es tener de su lado a todo el centro financiero de Sydney. Oliver se encargará de llevar el grueso de la presentación. Tendrá la oportunidad de su vida luciéndose como sólo él sabe ante ese magnate de los negocios. Está realmente motivado. Nada puede dinamitar su carácter en estos momentos.
Cuando bajan a la calle, un coche les está esperando en la puerta a los tres. Irán juntos hasta el hotel. Allí está esperando el resto del equipo. Oliver se ofrece para sentarse delante, junto al chófer. Eso la deja en una situación delicada y algo tensa. Se sienta en la parte de atrás con Wellington. Éste no le dirige ni palabra ni la mirada. El camino al hotel se recorre en silencio. Ella, sin ser consciente, comienza a mover la pierna en un intento por deshacerse de los nervios que la recorren.
Wellington mira su pierna. Ésta se mueve rápidamente de arriba abajo. Comienza a irritarse. Por unos segundos siente el impulso de poner la mano sobre su muslo y cesar con ese tic exasperante. Por el contrario, decide suspirar, cerrar los ojos y concentrarse en el encuentro que tendrá lugar. Está algo inquieto. No por la reunión. Sabe que lo de hoy acabará en un abultado cheque y un buen contrato. En cambio, no está tan seguro de que alguno del equipo meta la pata y lo deje en evidencia. Se siente como un profesor en una excursión del colegio. Odia esa sensación.
En poco tiempo enfilan Kent Street. La calle es amplia. Todos los bajos de los edificios alrededor están llenos de tiendas de moda y cafeterías lujosas. En general, los rascacielos que se ven son hoteles u oficinas. De vez en cuando hay edificios bajos. Son viviendas. Preciosos inmuebles de estilo antiguo que se mantienen en perfecto estado. Las aceras están repletas de árboles altos y de un color verde intenso. La gente que camina por ellas lo hace rápido. Como si tuvieran la prisa metida en el cuerpo. La mayoría visten trajes de chaqueta o elegantes vestidos.
Al cabo de unos minutos, llegan al hotel. El edificio principal es de estilo renacentista y de un par de plantas de altura. A ambos lados de la entrada se yerguen dos altas torres de cristal que crean una contraposición con la arquitectura más clásica de la fachada. Modernismo y tradición en perfecta armonía.
El chófer los deja en la puerta. Wellington es el primero en entrar por las puertas del hotel. Ella es la última. Admirar la vida de la ciudad absorbe su atención. Cuando entra en el hall se queda boquiabierta. El lujo puede verse en cada esquina y olerse en cada partícula del aire. Un gran vestíbulo le muestra el esplendor del hotel. Todo es brillante y luminoso. En tonos dorados y crema.
En medio del recibidor hay una gran fuente de nácar rodeada de flores preciosas. Dos filas de majestuosas columnas doradas guían a los huéspedes hacia la recepción que está iluminada con luces amarillentas. Da la sensación de que está hecha de oro. Todo lo parece. Es como estar dentro de un lingote. Es hermoso.
—Buenos días, señores y señorita —los saluda tras la recepción una mujer delgada de mediana edad vestida con un elegante vestido negro—. Me complace darles la bienvenida al Prize Suites de Kent Street. ¿En qué puedo ayudarles? —pregunta con un tono dulce.
—Soy Montgomery Wellington —se limita a decir mientras teclea algo en su móvil. La cara de la mujer cambia de sonrisa amablemente falsa a ojos como platos y boca en forma de o.
—¡Por supuesto! —exclama a la vez que hunde la cabeza en el ordenador que tiene delante—. Lo estábamos esperando, señor Wellington. Es un honor tenerle aquí —dice con tono acaramelado—. Todo está preparado. El resto del equipo llegó hace unos minutos y se están acomodando en las habitaciones que el señor Prize dejó a su entera disposición —explica—. Aquí tienen ustedes sus llaves y —saca una tarjeta color oro y se la entrega a Wellington—, la suya, señor —cuando él coge la tarjeta, la mujer, que lo mira embelesada, no la suelta. Él pega un ligero tirón para quitársela—. Si necesita algo, no dude en pedírmelo —Máxima y Oliver se miran intentando reprimir una sonrisa ante tal peloteo.
Al cabo de un rato, se reúnen todos en el hall. Edgar, Jack, Helen, Adam e incluso Smith. También hay algunos hombres pertenecientes al consejo de Prize Resorts. La misma mujer de recepción es la encargada de guiarlos hasta la sala que han reservado para la reunión. Ésta se pone a la altura de Wellington y comienza a hablar con él. Máxima, que va atrás con el resto del grupo, no puede oír lo que le dice.
—Esa quiere cogerle algo más que la tarjeta —dice Oliver en su oreja para que nadie más se entere justo cuando llegan a la sala de reuniones—. Tranquila, no parece muy interesado —ese comentario la hace fruncir el ceño algo confundida. Antes de que tenga ocasión de preguntarle a qué se refiere alguien la llama.
—Baena —la voz gélida de Wellington le provoca un escalofrío—, necesitan la memoria con la exposición para que esté preparado cuando Prize llegue —dice extendiendo la mano y esperando a que ella le entregue un pen.
—¿Qué... —comienza ella algo desorientada—, qué exposición? —lo ha oído hablar de ésta esta mañana en varias ocasiones, pero nunca mencionó que ella fuera la encargada.
—El apoyo visual que le pedí que prepara para la presentación de Millman —responde. Esa afirmación le corta la respiración y desboca su corazón. El resto del grupo y los de Prize comienzan a entrar en la sala y a ocupar sus asientos. Oliver la mira, esperando a que conteste—. ¡Señorita Baena! —la llama Wellington intentando no elevar la voz para despertarla de su silencio—. La exposición, ¿dónde está? La necesito ya. La reunión está a punto de empezar.
Pierde la noción de sus extremidades. No siente nada. Sólo un frío que la atraviesa. Su respiración se acelera, hiperventilando por la situación. No sabe de qué le está hablando. De hecho, no tiene ni idea. Ha repasado la carpeta que él le dio cientos de veces y en ningún lado había indicaciones de que ella debiera encargarse de nada semejante.
—Señor... yo... —apenas le sale la voz bajo esa inquisitiva mirada translúcida—. Yo no he realizado... ninguna exposición. Usted... no me lo pidió —tartamudea con un hilo de voz.
La reacción de Wellington no se hace esperar ante la corroboración de que en la pantalla de setenta y cinco pulgadas que ocupa toda una pared de la sala no se proyectará absolutamente nada. Recorre en un movimiento rápido los escasos metros que los separan y la sujeta del brazo con fuerza atrayéndola hacia él.
—¿Qué coño está diciendo? —dice en un susurro con todo el desprecio posible—. Como responsable de marca que es, debía reunir toda la información que hemos preparado en un documento visual para apoyar y ayudar a la ponencia de Millman. Le di una carpeta con todo lo que debía hacer. Sólo debía seguir las instrucciones. Sin eso no tenemos nada —la forma en que la mira y le habla la asustan—. Sin eso, ¿cómo mostraremos al consejo los diagramas, estadísticas y estudios de mercado con millones de cifras que hemos calculado? ¿Cómo haremos que comprendan por qué el presupuesto se nos ha ido de las manos y ellos deben soportar ese gasto?
El agarre le hace daño, pero está bloqueada. No puede reaccionar para defenderse. Sólo tiembla. Su cabeza vuela en busca del recuerdo de esa tarea, pero no lo encuentra por ningún lado. La presión que siente por la posibilidad de haberlo olvidado la ahoga. Se olvida de cosas constantemente. No es la primera vez que le pasa que borra de su mente algo en su totalidad. Pero en esta ocasión no está segura de que haya sido así. Ha leído esa carpeta por activa y por pasiva. Ha organizado todo lo que debía tener preparado. Está convencida de que el fallo no ha sido de ella.
—Le aseguro, señor, que no... me pidió que hiciera nada de eso —dice con voz temblorosa. La mano de Wellington la aprieta con más fuerza. Ella reprime una mueca de dolor, pero no puede reprimir el pánico en sus ojos.
—Lo único que me aseguras es que eres una estúpida cría inútil —le espeta—. Nunca debí darte tal responsabilidad. Eres una inconsciente con déficit de atención y esos malditos tics que denotan una ansiedad insoportable —acaba de definirla de forma breve, pero increíblemente certera. Esas palabras se clavan en ella hundiéndola aún más—. Nunca llegarás a nada. No eres más que una mediocre conformista.
Oliver está petrificado viendo la situación. Todo está pasando tan rápido que no es capaz de reaccionar. No sabe qué hacer. Aquí el humor no tiene cabida.
—Señor —lo llama—, me sé las estadísticas de memoria. Lo he repasado cientos de veces. No necesito ningún apoyo. Puedo hacerlo sin problemas —dice en un intento de calmarlo. No está seguro de si será así. Contaba con esa exposición, pero ahora mismo lo único que quiere es convencerlo de que puede hacerlo solo. La mirada confiada y enérgica de Oliver parece relajarlo porque la suelta, liberándola.
—No quiero verla en esa sala, no se moleste en entrar —le dice con odio.
Antes de que se cierre la puerta puede ver la mirada preocupada de Oliver al saber que se queda fuera. Junto con la puerta, se cierran sus posibilidades de presentar su trabajo frente a todo el consejo. Sola y con la semilla de la duda germinando en su mente, se queda ahí de pie esforzándose por reprimir las lágrimas que pelean por salir.
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