Capítulo 44
Los "¿y si...?" son clavos en nuestros ataúdes.
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Amor a primera vista. Ese concepto que supone un salto de fe para algunas personas. Como para ella. No cree en esas cosas. Mas que no creer es que nunca se lo ha planteado. No se ha sentido atraída realmente por nadie. Siempre que ha sentido algo por alguien ha sido porque ese alguien lo ha sentido por ella previamente. Es entonces cuando se fija en la persona y decide si le interesa o no. Pero no ha sido una sensación que salga de su interior como una fuerza mágica invisible que la empuje hacia quien tiene delante. Ha salido con algunos chicos, pero no ha congeniaba con ninguno. Es ahora cuando echa la vista atrás y recuerda a aquel chico regordete de ojos azules del colegio. Es ahora cuando se arrepiente en lo más profundo de haberse largado aquella noche sin él a su lado. De no haber luchado. De no haber sido valiente. De haberse escondido. Cuántas veces pensará a lo largo de su vida que perdió la mayor oportunidad de conocer la felicidad cuando más lo necesitaba. Cuántas veces pensará que cometió el mayor error de su vida dejándose ir y dejándolo ir. Otra vivencia que apuntar en la larga lista de "¿y si...?". Nunca ha sentido amor intenso. Ha sentido el dolor. El dolor de una pérdida. El dolor de ver que no puede. El dolor de saber que no es suficiente. Pero no amor. No de esa manera visceral que hace perder el sentido y cometer locuras. La locura que ha experimentado en su vida ha sido de otra clase. Más profunda. Más concreta. Más fría. Por eso no ve venir lo que está ocurriendo. Por eso es ajena a lo que produce en los ojos que la miran de soslayo. Lo que para ella es una simple conversación agradable es el surgimiento de sentimientos más íntimos para otra persona. ¿Cuántas cosas se habrá perdido por estar perdida? ¿Cuántas vivencias habrá desperdiciado por estar muerta?
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—Háganlo así el viernes y todo irá bien — responde Wellington al fin con un tono excesivamente bajo y tranquilo —. Buen trabajo, Millman — se levanta con un poco de esfuerzo de la silla y le estrecha la mano. Mira al resto y se despide de ellos con un gesto de cabeza leve antes de salir de la sala.
Al escuchar esas palabras, el corazón de Oliver se desboca. Decir que siente una absoluta y clara admiración por ese hombre que ahora sale por la puerta sería quedarse muy corto. Nunca lo ha dicho en voz alta, pero si entró en MKM y soportó a Johnson fue sólo porque sabía que algún día trabajaría para él. Cuando Máxima apareció por la cocina de la cuarta planta para darle la mejor noticia de su vida no podía creer que lo que tanto había estado esperando por fin había llegado. No sólo trabajaría para el hombre que idolatraba desde hacía años y sobre el que había leído todo lo que existía en internet de él y de su trayectoria profesional, sino que tendría un equipo a su cargo. Un equipo de categoría que ahora le ha conseguido el pase a la final del campeonato en términos profesionales. Va a jugar en primera división. Lo hará el viernes ante nada menos que uno de los magnates de Australia. Y ganará, claro que lo hará.
La forma en la que vuelven a sus puestos nada tiene que ver con cómo acudieron a la reunión. Los únicos restos de nervios que quedan en sus rostros y en sus gestos son los de una sensación de emocionante satisfacción. El silencio ha sido sustituido por sonoros comentarios de alivio y credulidad. Sólo hay sonrisas y palmadas en la espalda.
Excepto en un caso. Hay alguien que ve eclipsada la felicidad del momento en que el jefe da luz verde al arduo trabajo que han estado acometiendo por la preocupación de la lenta actitud de éste y su estado.
—¿No entras? — le pregunta Oliver mientras sujeta la puerta de la oficina esperando a que ella pase.
—No — responde ella después de una pequeña pausa —. Tengo algo que hacer.
Acto seguido se gira y recorre el pasillo de nuevo. Esta vez en dirección a su despacho. Lo hace sin vacilar. Es como si sus pies fueran los de otra persona. Alguien decidido y con un objetivo claro.
Al acercarse a la puerta fija su mirada en la placa que hay en ésta. Montgomery W. Wellington. Por primera vez se pregunta de dónde vendrá esa uve doble. Smith, al verla, se levanta de su silla y le pregunta si puede ayudarla. Después de contestar un seco y rápido no, Máxima entra sin llamar y cierra tras de sí haciendo caso omiso a las palabras disuasorias de Smith.
Espera unos segundos. Está apoyada contra la puerta. Respira con dificultad. Acaba de darse cuenta de lo que ha hecho. Se ha colado en su despacho de una forma intrusiva y algo violenta. Ha estado tan concentrada en lo que debía hacer que no ha reparado en cómo lo está haciendo. Pero ahora que lo ve, sentado en su silla dándole la espalda y con la vista perdida en el horizonte es más consciente que nunca de que ha venido sola hasta la boca del lobo.
—James, ahora no es un buen... — dice Wellington girando la silla para descubrir que no se trata de su ayudante —... momento — concluye en un susurro. El desconcierto se dibuja en sus ojos con trazos claros —. ¿Qué está haciendo aquí? — pregunta frunciendo ligeramente el ceño —. ¿Tan restringidos son sus modales latinos que no sabe ni llamar a la puerta? — le espeta.
No lleva ni dos segundos entre esas cuatro paredes y ya se está arrepintiendo de haber venido. Odia esa capacidad que tiene para hacer que todo lo que dice suene insultante. Pone su mano sobre el pomo de la puerta que se clava en su espalda decidida a girarlo e irse. ¿Por qué no hacerlo? No le debe nada. Ella salvó su tratamiento con el único médico que parece lo bastante loco para llevarlo a cabo. Si está ahí es sólo para ponerlo sobre aviso, pero desde luego no está ahí para que la insulten.
—Disculpe — dice Wellington levantándose de su silla y apretándose los ojos con los dedos —. Como ya le he dicho no es un...
—Buen momento — continúa ella —. Pero, ¿sabe qué? Con usted nunca lo es — incrusta su negra mirada en la de él. Ha venido con un propósito. Dirá lo que tiene que decir y se irá —. Sólo quería decirle que August Leben llamó a mi teléfono personal hace unos días preguntando por su paradero — Wellington se tersa —. No se presentó a la supuesta cita que tenía con él para su evaluación en Múnich. Le pide que lo llame urgentemente — nota la confusión de él al ver toda la información que posee —. Él creyó que usted me habría informado de todo puesto que soy su... — se muerde la lengua. Esas tres palabras se le atragantan —, contacto de emergencia — Wellington desvía la mirada y empieza a pasear por el despacho —. Cosa que no es así, ni de lejos — susurra ella en español aprovechando que está distraído —. Podría morirme esperando a que eso sucediera — continúa en voz baja y de manera irónica. Él se gira y se queda mirándola fijamente con gesto extraño. Siempre que habla en su idioma le da la sensación de que él puede entenderla —. ¿Dónde ha estado, señor? — le pregunta cambiando su actitud de seca a preocupada.
—Ocupado ¿Algo más? — le pregunta con superioridad.
—¿Algo más? — repite ella con incredulidad. ¿Quién se cree que es? ¿Su secretaría? —. ¿Eso es todo lo que va a dignarse a decir? — le dice, notablemente molesta por la parsimonia de su interlocutor —. Después de llevar desaparecido un mes, de haber desperdiciado la oportunidad por la que tanto luchó, de haberme involucrado en esta farsa ¿eso es todo lo que tiene que decir? — ese hombre siempre consigue sacarla de sus casillas —. ¿Sabe qué?
—Tenga cuidado con lo que va a decir, joven — le advierte con tono sombrío —. Puede que se arrepienta más tarde.
—¿Me está amenazando? — pregunta con los ojos muy abiertos. Aprieta los dientes con tanta fuerza que le duele la mandíbula.
—No me ha entendido... — intenta explicarse Wellington.
—Nunca lo hago — lo interrumpe. Está harta. Esa sensación de no saber de qué habla jamás, de sentir que siempre sabe más que ella. No lo soporta —. Le diré algo, señor — comienza, haciendo caso omiso a la supuesta amenaza—. Para matarse no me necesita — dice con crudeza—. Ni como traductora ni como relaciones públicas. Haga lo que quiera. A partir de ahora está solo. Supongo que no notará la diferencia ya que es su estado natural — las palabras salen a trompicones de su boca —. Buenos días.
Sin darle tiempo a reaccionar, sale por la puerta y cierra con fuerza tras de sí. Como si cuanto más ruidoso fuese el portazo más a fondo lo estuviera enterrando. Como si eso borrara el hecho de que acaba de perder el control con él. Otra vez.
La imagen de esa noche regresa a su mente. Lo ve frente a ella. Abrazados y unidos hasta el punto de sentir su calor. Sólo de pensarse en sus brazos le provoca un escalofrío. No soporta sentir que se preocupa y no saber por qué. Lo detesta. Esa es la palabra. No lo aguanta. No es capaz de estar en la misma habitación que él y mantener una conversación que no acabe en discusión. Admira su competencia, pero aborrece su actitud.
En ese momento piensa en Jack. Lo comprende. Entiende lo difícil que resulta estar bajo el mando de alguien que demuestra una y otra vez que es superior a ti. Comparte esa sensación de inferioridad que produce el dar lo máximo, pero que, aun así, esa persona siempre vaya tres pasos por delante.
Así es como Jack debe sentirse con Oliver y así es como ella se siente en presencia de Wellington. Está acostumbrada a estar por encima de todos. A ir flotando a ras de la atmósfera. Sin que nada ni nadie pueda tocarla. Pero él la toca. La toca en cada mirada fría. En cada palabra desagradable. En cada acto calculado. Y eso la enfurece. Porque él explota a golpe de bien la burbuja en la que lleva viviendo años. La obliga a bajar a la tierra y revolverse en su propia mierda. Le muestra cuál es su lugar en el mundo y lo que no alcanzará jamás.
Antes de que Smith pueda dirigirse a ella, emprende el camino a su oficina con paso decidido. Lo que desde fuera puede verse como una actitud fuerte y con carácter, es en realidad una huida hacia delante antes de que el monstruo que ha despertado venga a por ella.
Pasa el día sin incidencias. Le ha costado trabajo concentrarse. Cada vez que la puerta se abría esperaba que un más que enfadado Wellington apareciera. Por suerte eso no ha sucedido. Lo único que ha sacado de intentar hablar con él ha sido atrasarse con su parte del proyecto y quedarse sola trabajando mientras todos se van a casa. Oliver es la última persona que queda en la oficina. Nota como la mira sin cesar mientras recoge sus cosas. Cada vez que ella le devuelve la mirada, él la fija en otro punto diferente evitándola. Sentir sus ojos clavados en ella la distrae de su trabajo.
—¿Quieres decirme algo? — le dice girando sobre su silla y poniéndose de cara a él. Últimamente Oliver ha estado algo extraño. Ha supuesto que era por la presión de la entrega, pero si no le pregunta, la duda terminará matándola —. Quizás alguna bromita que llevas germinando todo el día y que no has tenido ocasión de soltar — añade con tono sarcástico. Oliver la mira. Está serio. Ese gesto en su cara se le antoja extraño.
—No — responde encogiéndose de hombros —. Me voy ya, morena — continúa con fingida normalidad y sale por la puerta. Ahora sabe que oculta algo con más seguridad que antes.
Enfilar ese camino de tierra naranja nunca le ha resultado tan placentero. Lleva todo el día deseando llegar a casa. Sí, a casa. Se ha dado cuenta de que ha dejado de llamar a ese lugar "la cabaña" o "la casa de Travis". Ahora es su hogar. Algo que comparten. Aunque con ciertos matices. Ella sigue manteniendo su apartamento. Tiene cuidado de no llenar el baño con sus cosméticos y de no dejar su ropa por ahí tirada. Nunca ha sido tan ordenada. Lo recoge todo para que su huella sea lo menos notable posible. No porque a Travis le moleste su presencia, sino porque de esa forma ella cree que mantiene el control. Entre su mueble hecho a medida y parte del armario que Travis le ha cedido tiene espacio de sobra para guardar sus cosas.
Normalmente el porche está iluminado. Él siempre deja las luces encendidas para que ella encuentre el camino en la oscuridad de la noche. Pero no hoy. Baja de la moto. Sube los escalones hasta la puerta principal. Está abierta.
Entra en la cabaña. Todo está a oscuras y en silencio. Aquel lugar siempre está rodeado de una quietud especial, pero hoy es más notable que nunca. Suelta sus cosas sobre lo que cree que es la encimera de la cocina. Al hacerlo, una sombra se cierne sobre ella.
—¡Joder! — grita al sentir el cuerpo peludo de Poe entre sus manos —. ¿Se puede saber qué te pasa? — le pregunta —. Casi me trago la lengua del susto — el gato se agarra con las uñas a su ropa.
Se inclina para poner a Poe en el suelo después de desengancharlo con cuidado de su caro vestido. Cuando se incorpora alguien la agarra por detrás y no puede evitar soltar un grito que una gran mano ahoga tapándole la boca. Con la respiración desacompasada, escucha una risa. Una inconfundible y encantadora risa. No necesita girarse para imaginar su blanca dentadura y sus carnosos labios escondidos tras la espesa barba rubia.
—¿Es que os habéis propuesto matarme? — pregunta una vez que la mano de Travis le libera la boca. Aún con él pegado a su espalda y sintiendo su pecho elevarse y descender por las carcajadas, le atusa un certero codazo entre las costillas lo suficientemente fuerte para hacerlo retroceder, pero no para hacerle daño. Ella se gira —. Ahora no te ríes tanto, ¿eh? — le dice alzando una ceja y mordiéndose el labio inferior en un intento de aguantar la risa.
La oscuridad sólo le permite ver su silueta. Esa constitución grande y fuerte la vuelve loca. La luz de la luna entra en la cabaña y baña la curvatura de sus musculosos hombros. Su pecho torneado se marca por debajo de la camiseta desgastada.
Tiene el pelo suelto y despeinado. Puede ver los mechones rebeldes a contraluz. Le encanta ese pelo. Sedoso y brillante. Y cuando se lo recoge en una cola o un moño está tan atractivo... En los círculos donde se ha movido toda su vida los hombres no solían tener la suficiente personalidad como para dejárselo así. Todos iban con el mismo peinado. Aburrido.
En ese sentido él es tan distinto. Tan libre. Ese hombre es un auténtico vikingo y es todo suyo. Admira esa faceta suya tan natural y salvaje. Como su barba. Le ha crecido bastante desde que se conocieron. Los laterales están algo más cortos, pero la parte de la barbilla casi le tapa el cuello. Adora sentir esa barba cuando lo besa. La pregunta es, ¿hay algo que no adore de ese hombre?
Sin encontrar una respuesta a esa pregunta, se lanza sobre él y posee su boca con fruición. Él no tarda en responder al beso con su lengua. En cuanto ella se siente rodeada por el cuerpo de Travis, se derrite bajo su calor. Las entrañas le arden cuando lo tiene cerca. Es como un instinto animal que crece en lo más profundo de su ser y la hace actuar sin pensar. Siempre quiere más. Está segura de que la libertad sabe a sus labios. ¿Algún día él dejará de provocarle esa emoción tan fuerte?
—Espera, fiera — la frena un acalorado Travis —. Como sigas así olvidaré esto — dice respirando con dificultad y mirándola con los ojos brillantes por el deseo. Se aleja de ella unos metros hacia el interruptor. Lo pulsa. El salón se ve invadido por una luz amarilla —Sorpresa — añade con voz calmada y grave.
La mesa del comedor está decorada de una forma rústica y hermosa. En mitad de ésta, varias fuentes de comida y una cubitera con una botella de champán rodeada de hielo en su interior. Hay varias velas repartidas por la mesa que él comienza a encender mientras ella lo observa emocionada por el detalle.
—Nunca celebramos tu ascenso — dice casi en un susurro. La culpa puede palparme en el tono de sus palabras —. Has estado trabajando tanto que no hemos tenido ocasión de hacerlo como debe ser — continúa encendiendo velas —. En tu nota decías que vendrías pronto hoy — se acerca al interruptor de nuevo —. Así que he pensado que sería un buen momento — apaga las luces eléctricas y la luz natural de las velas se hace con la habitación dándole un aspecto aún más romántico a lo que tiene delante —. ¿Qué te parece? — ella no sabe qué decir. Esos detalles le hacen imposible mantener las distancias emocionales con él. Cada día se abre paso a su corazón a base de actos de puro amor —. Si no te apetece... — dice al ver que ella no contesta —, siempre podemos retomar lo de antes — añade con esa sonrisa de medio lado tan suya que le proporciona esa expresión tan traviesa y que la enloquece.
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