Capítulo 4
Todo el que ama ni es libre ni quiere serlo.
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Ella está comiendo sus cereales en la mesa de la cocina antes de irse al colegio. Mientras mira cómo un hombre pone un pestillo a la puerta de entrada y cambia la cerradura. Su mirada pasa de la parte superior de la puerta a la inferior. El agujero está tapado. La pintura que lo cubre es más blanca que el resto. Está fresca. Aún huele fuerte. Su madre aparece con su mochila para llevarla al colegio. Ella se levanta de la silla. Ve cómo su madre mira por la mirilla antes de abrir y salir al descansillo. Lo hace en un movimiento rápido. Cree que su hija no lo nota. Bajan por el ascensor al garaje. No hay monstruos. Se montan en el coche y arrancan. Llegan al colegio. Ella se baja. Se gira para despedirse de su madre. Entonces lo ve. Ve el coche plateado. Automáticamente mira la matrícula. Hace tiempo que la ha memorizado para interceptarlo si las sigue. Él está dentro del coche. Mirándola. No le menciona nada a su madre. Sólo ella se da cuenta de su presencia. No entiende por qué le pasan esas cosas. Se pregunta sí sus amigos también tienen un monstruo viviendo bajo sus pies. Quizás fuera lo normal. Para ella lo es. Esa ha sido su realidad desde que tenía cuatro años. No conocía otra. Su amiga se le acerca y ambas entran en el colegio. Pasan las clases y es hora de volver a casa. Ella sale del colegio. La calle está colapsada por los coches que esperan la hora de salida. Hay un montón de niños correteando. Padres buscando a sus hijos y dándoles la mano para llevarlos a casa. Ella busca. Ve a su madre. Está fuera. Apoyada en el coche que está aparcado en la acera de enfrente. Va hacia ella. No llega. Una mano fuerte la coge en volandas. Delante de todos sus compañeros de clase, profesores y padres. Todos la miran. Nadie actúa. La mete en el coche. Oye los gritos de su madre. Todo pasa tan rápido que cuando asimila lo que acaba de pasar él ya ha arrancado y se alejan a toda velocidad de allí.
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Ha sido una semana dura. Austech no está contenta con la nueva campaña publicitaria y eso hace que Johnson tampoco. Ella ha perdido la cuenta de las veces que él ha entrado en su oficina, puesto delante de sus mesas y gritado improperios sobre lo inútiles que son.
El trabajo de un líder no es fácil. Y menos cuando se encuentra en el medio. Por encima sus superiores lo presionan para que cumpla los tiempos. Por debajo sus trabajadores se quejan por las órdenes contradictorias que reciben o porque este compañero o este otro está entorpeciendo el trabajo.
Aquel hombre lleva días sin dormir. Sus ojeras y la barba descuidada dejan ver que no está pasando por su mejor momento. Quizás hasta su mujer lo ha dejado. A ella poco le extrañaría. Ese hombre no pisa su casa en toda la semana. Y si cuando lo hace tiene ese mismo humor es lógico pensar que su pobre mujer, cansada de cargar sola con sus tres hijos, cogiera la puerta y se fuera.
Anda dándole vueltas a esas cavilaciones cuando la mano de Johnson golpea la mesa por la parte de Oliver haciendo caer su lapicero. Eso la despierta automáticamente. Nunca escucha. Tiene que empezar a hacerlo. Tiene que empezar a controlar cuán lejos vuela su mente en situaciones de máxima atención. Sobretodo, cuando la persona a la que está ignorando, que la mira inquisitoriamente, acaba de hacer una pregunta que por supuesto no ha escuchado.
Por suerte parece ser una pregunta retórica. Parece que no quiere una respuesta, porque acto seguido sale de la sala dando un portazo. Suspira. Se ha librado de aquel ruido desagradable. Ya puede seguir con lo suyo. Lleva toda su vida escuchando gritos. Ha aprendido a no escucharlos. Desconecta. Cuando era pequeña aguantaba las broncas sin decir una sola palabra. Eso sacaba de quicio a la persona que discutía con ella. Es fácil pelear contra alguien que responde. ¿Pero contra alguien a quien parece darle igual todo? Es imposible.
Parece que este no es el caso de Oliver. El enfado de Johnson le ha calado hondo. Ahora él también parece molesto. Agobiado. En seguida empieza a trazar un nuevo plan de actuación. Llama por teléfono a varias personas. Concierta una reunión para después de comer. Irene se queja. Hoy quería salir pronto. Oliver le lanza una mirada que hace que su queja cese. Parece que el día de hoy será infinito.
Odia madrugar. De hecho, lleva bastante mal cualquier cosa que suponga un esfuerzo físico. El deporte está totalmente descartado. Pese a eso su constitución es fuerte. Siempre lo ha sido sin hacer nada. Siempre ganaba a las chicas en un pulso. Incluso a algún que otro chico. Su cuerpo es torneado y prieto. No es delgada. O eso es lo que la sociedad dicta. Tiene unas curvas demasiado pronunciadas para serlo.
Toda su vida ocultando sus prominentes pechos y su curvado culo hasta que un día un puñado de famosas se pone silicona en el trasero y todo cambia. Toda su vida sufriendo mientras se depilaba sus pobladas cejas negras hasta que fueran lo suficiente finas para que dejaran de llamarla Frida hasta que, un día, alguien decide que ahora se llevan los entrecejos. En definitiva, una vida llena de complejos que ahora se dan la vuelta y le abofetean en la cara.
Es alta. Eso nunca le ha supuesto un problema. Menos mal. Una cosa menos de la que avergonzarse. De hecho, le gustan los tacones. Y los hombres altos. Es muy progresista en todas sus ideas, pero tradicional en la altura de quien esté a su lado. Necesita un hombre alto y ancho. Los bajitos y pequeños la hacen sentirse a ella el hombre de la relación y aún más grande de lo que es.
Su pelo ni la disgusta ni le encanta. Es largo y ondulado. Siempre pensó que aquello estaba en mitad de ninguna parte. No es lo suficientemente liso como para no necesitar peinarse. Ni lo suficientemente rizado como para que esté definido. Al menos brilla. Es marrón oscuro. Aunque cuando el sol se cierne sobre él se vuelve caoba. Nunca se ha teñido. Está orgullosa de su color natural. De pertenecer al equipo de las morenas. Al menos está orgullosa de algo suyo.
Su piel es blanca en invierno, pero en cuanto toma un poco el sol se torna en un tono dorado oscuro y brillante. Le resulta fácil lucir un gran bronceado. Más ahora que vive en un lugar con playa. Baja a menudo. Se lleva un libro. Se sube al autobús. Se pone sus cascos inalámbricos. Y echa las tardes al sol. Sola. Con sus pensamientos. Y si la compañía de éstos la molestan demasiado sube la música hasta dejar de escucharlos.
Pero ahora no está en la playa. Está mirando para comprarse una moto. Es lo que va a comprarse con su primer sueldo. De esa manera no tendrá que depender del transporte público ni gastar dinero en taxis. Había vuelto a salir con Irene y las chicas un par de veces. Siempre hasta el amanecer. El taxi era la única y cara manera de volver a casa a esas horas. Sabe que no debe beber si va a conducir. Tanto como sabe que lo hará.
No debe olvidarse de solicitar una plaza de garaje en el trabajo. Es un servicio gratuito que ofrece AusTech. Un detalle. Le asignan una plaza en la parte subterránea. En la planta -3. No entiende por qué no puede aparcarla en el parking en superficie. Sólo es una moto. Al parecer ensucia la imagen de la empresa. Sólo Audis y Teslas por favor. Tendrá que subir y bajar las tres rampas cada día. Y eso hace.
Cada mañana baja en redondo tres plantas. Cada tarde las sube de nuevo. Cuando está doblando una esquina más rápido de lo que debería está a punto de atropellar a un hombre. Frena en seco y eso hace que se le eleve un poco el culo del asiento de la moto. Lo mira con los ojos abiertos y cara de susto. Va montado en una máquina de esas que pule y limpia el suelo. Hay un cable largo que une la máquina con el enchufe en la pared.
El hombre lleva una gorra sucia. Eso le tapa la mayor parte de la cara. Aun así lo ve. La mira fijamente. Mirada de... ¿asco? El hombre no se mueve. Es ella quien debe sortearlo y quitarse del paso. Cuando pasa de largo mira por el retrovisor. La mirada de aquel hombre aún la sigue.
Tiene la oreja caliente. Lleva más de una hora hablando con sus hermanos. Pone el manos libres mientras mira la nevera en busca de algo que cocinar. Berenjena rellena gratinada al horno. Habla mientras pica todas las verduras.
La acribillan a preguntas. Las responde caso todas sin dar una gran información. Esa es una de las razones por las que ha retrasado esta llamada el máximo tiempo posible. No quiere hablar más de la cuenta.
Hablan de planear un viaje y visitarla. Eso la pone nerviosa. Ya casi lleva dos meses allí y la echan de menos. Está tan lejos de ellos. En las antípodas de España. Literalmente lo más lejos que podía. Y eso porque apuntarse voluntaria para la colonización de Marte le pareció arriesgado. Además, allí no hay playa. Ni cerveza. Australia es una decisión más segura y realista.
—En Australia todo quiere matarte. Los animales. Las plantas —decía siempre su hermano.
El viaje que ella desea hacer desde que tiene memoria es alquilar una caravana y recorrer toda la costa este. De norte a sur. Desde Darwin hasta Melbourne. Luego ir a la isla de Tasmania. Y por último coger un avión hasta Nueva Zelanda. Estima que es un viaje de una duración aproximada de un mes. Tiene sus días de vacaciones intactos y algunas horas extras que puede canjear por días libres. Es un viaje que desearía hacer en compañía de sus hermanos, pero no es posible.
Después de algunas palabras vacías que no implican ningún tipo de compromiso sobre el tema de la visita familiar, sus hermanos entienden que no podrán ir a verla y que no lograrán saber en qué parte de ese recóndito país se encuentra.
—Vendrás en Navidad, ¿no? —le inquiere su hermana.
Su hermana es una persona decidida. Sin miedos. Siempre es directa. Siempre bromean con su posible Asperger. Es una gran persona, pero en cuanto a inteligencia emocional está frita. Se llevan bastante edad. Casi quince años. Ella ha sido más su madre que su hermana cuando era pequeña. Por cuestiones de la vida han estado separadas mucho tiempo, pero ahora son uña y carne. Máxima le explica que no ha mirado vuelos todavía, que tiene mucho trabajo aquí y que no sabe si sería una buena idea dejar tirados a sus compañeros.
—No puedo creer que te estés planteando quedarte. Sabía que irte no era buena idea. Ahora no volveremos a verte jamás.
Y, aunque no lo admite en voz alta, no puede evitar pensar la certeza de esas palabras.
—Los bichos más peligrosos de la tierra están concentrados allí. No se cómo puede gustarte. Además, veintisiete horas de vuelo, y eso sin contar con las escalas —su hermana tiene pánico a los aviones. Todo lo que fuera salir de su ciudad querida la trastornaba. No es precisamente una aventurera. En ese respecto, Máxima se ha asegurado ponerle difícil llegar hasta ella.
—Yo me apunto a unas navidades de surf y playa, siempre que no haya tiburones —dice su hermano en un intento por convencerla.
Su hermano se parece mucho a ella. Mismo humor, algo sarcástico. Les gusta viajar. Conocer cosas nuevas. Las comidas raras. Su hermano es un adolescente atrapado en el cuerpo de un hombre. La conexión entre ellos no tiene igual.
Al fin acuerdan que se verán en España cuando se encuentre más libre de carga de trabajo Para cuando cuelga ya tiene la cena preparada. Pero no hambre. Piensa en lo unidos que están los tres. No es fácil mantener una relación tan estrecha habiendo pasado por las cosas por las que ellos han pasado. Sus hermanos han podido disfrutar de una infancia normal. Juntos. En familia.
Familia. Esa palabra se le antoja extraña. Ese concepto se le escapa. Pese a ser hermanos, ellos han tenido una vida tan distinta a la suya. Cuando ella era una niña apenas pasó tiempo con ellos. No tiene recuerdos de vivir bajo el mismo techo dos años seguidos. El intento de su mente por no rendirse a la locura en los peores momentos ha hecho que borre de su mente cada recuerdo, malo o bueno, de aquella etapa de su vida. No hay recuerdos de despreocupadas vacaciones en familia. O cumpleaños todos juntos. No recuerda su comunión. Ni ir al parque. Ni hacer excursiones. Ni su graduación en el colegio. En su lugar hay una nada total y oscura.
Donde debería estar la imagen de una familia unida y feliz hay un vacío. Un agujero. Los echa de menos, pero no se lo ha dicho. Son muchos los sentimientos que no sabe expresar con palabras. O que no quiere expresar. Si la gente piensa que eres de hielo, tarde o temprano, terminarás por creértelo. De todas formas, nadie espera ninguna muestra de cariño por su parte. Sus amigos y hermanos la conocen bien. Saben que no deben saludarla con un beso o abrazarla en exceso. Eso la incomoda. Guardar las distancias. Pese a eso, es una persona volcada en el bienestar de quien considera un verdadero amigo. Es la primera en organizar una fiesta o una cena en honor a alguien y encargarse de todo sin rechistar. Hace lo que haga falta. Pero no la toques.
No le ha sonado la alarma. Va muy tarde. Oliver lleva unos días con un humor de perros por culpa de la presión de Johnson. Sabe que va a caerle la bronca y con razón. Se monta en su moto y acelera. Todo lo que ese trasto da de sí.
Cuando está llegando a la entrada del trabajo un coche negro le corta el paso y se mete en el parking antes que ella. Le da tiempo a reconocerlo. Lo ve como aparca su Mercedes Clase C a escasos metros de la puerta de entrada. La plaza tiene una placa con su puesto y su nombre, que no alcanza a leer. Se apea rápidamente del coche. Luce un traje de chaqueta azul oscuro con sutiles cuadros. Camisa celeste. Corbata. Entra como un rayo en el edificio y se pierde de su vista.
Ella entra al parking subterráneo. -1. -2. -3. No puede evitar sonreír al observar la ironía de la vida. Mejor reír que llorar. Observa cómo cada planta representa un estrato de la sociedad. En la primera berlinas negras y brillantes. En la segunda Chevrolets y Volkswagen. Y la tercera...tartanas viejas y descoloridas. Y entre chatarra y chatarra, ella.
Cuando va a aparcar se da cuenta de que ha pisado algo con la rueda. Un cable grande y largo. Lo sigue con la mirada hasta que se topa con él. Ahí está aquel hombre de nuevo. El pulidor de suelos. Montado en su maquinita. La mira. La mira como si pisar aquel cable le hubiera provocado un dolor físico indescriptible.
Su mirada es intensa y despreciativa. Está cansada del desprecio. Y más si viene de un hombre como aquel. Sucio. Sin afeitar. Sin peinar. Un hombre que lo más notable que hacía a lo largo del día era limpiar el suelo de un parking mugriento y oscuro.
Puede imaginárselo llegando a su casa, la cual estaría en condiciones insalubres, abriendo una cerveza barata con sabor a meado de burra, eructando y viendo el fútbol con la mano metida en los pantalones. No puede evitar sentir pena y asco por el hombre.
Mientras aparca pisa el cable un par de veces más. Esta vez, queriendo. "Que le den" piensa. Ya bastante mal estaba yendo el día y sólo eran las 8:30 de la mañana. ¡Las 8:30! Oliver va a matarla. Sale corriendo hacia el ascensor hacia donde está el hombre. Por primera vez pasa por su lado. Lo suficientemente cerca como para verlo bien. Y olerlo. Sorprendentemente, huele bien. Muy bien. Entonces algo la atrapa.
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