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Capítulo 39

El esfuerzo es una línea muy fina que separa el éxito del fracaso.

*****

Los exámenes han acabado. Y, por ende, el colegio. No volverá a dar clase entre esas paredes. Ese lugar que tanto ha significado para ella quedará atrás. En unos meses, entrará en la universidad. Sabe que echará de menos los momentos que pasó allí. Aquel edificio la había librado de tantas cosas malas. Era su fortaleza cuando estar en su casa era un infierno. Sus compañeros y amigos habían estado con ella desde que tenía cuatro años. Desde que su pesadilla comenzó. Eran todo su mundo. No había conocido a nadie más que a ellos y a los profesores, que eran los mismos que décadas atrás habían impartido clases a sus hermanos. Dar el paso a la universidad significaba acceder al mundo exterior. A un mundo nuevo y desconocido que la emocionaba y aterrorizaba a partes iguales. Pero tiene una cosa segura. Por muy lejos que se vaya. Por mucho que se aleje de aquel lugar. Siempre habrá una parte de ese colegio con ella. Una parte en forma de amigos. Axel, Elías y Aria siempre estarían con ella. Ellos nunca se abandonarían. Por primera vez desde que tienen uso de razón, no tienen nada que estudiar. En el horizonte les esperan tres meses de auténticas vacaciones. Sin trabajos de verano, sin exámenes en septiembre. Sólo diversión, playa y fiesta. Mucha fiesta. Llevan meses planeando todo el verano. La primera parada está clara y ya tienen todo organizado. La isla de Mallorca.

*****

Ese nombre provoca la mudez inmediata de los tres comensales. Queda latente que no es Oliver el único al que le causa cierto temor ese hombre. Pese a no estar presente, Wellington es capaz de ocasionar esa clase se sensaciones en el interior de las personas. Se ganaba el respeto de cualquiera a base de esfuerzo y trabajo bien hecho y se ganaba terror de quien lo rodeaba por su actitud imperativa y soberbia.

Wellington es un hombre fuerte, pero difícil de tratar. Le cuesta hacerse comprender. Sus reacciones a menudo son imprevisibles, y puede reaccionar de forma brutal e intempestiva, o replegarse sobre sí mismo en una sensibilidad dolorosa. Ella ha podido comprobarlo con sus propios ojos.

Es cierto que el diálogo, el tacto y la diplomacia no son su punto fuerte, pero lo compensa con una intuición muy desarrollada. Ante todo, es un hombre de deber. Por esa razón en la planta 11, nadie se atrevería a llevarle la contraria. Tras años de intenso trabajo, se ha ganado la admiración de todos y cada uno de sus empleados. Se dedica con mucho empeño a su oficio y se nota en sus resultados.

Es esa mezcla entre deslumbramiento y pánico lo que origina este tipo de reacciones cuando se habla de él.

—¿Qué te ha dicho? — pregunta Irene con la voz más aguda de lo normal.

Oliver tarda en contestar. Tiene los ojos muy abiertos y fijos en ninguna parte. Su verde mirada tiene un brillo especial. Pone las manos muy lentamente sobre la mesa. Su pecho se mueve con rapidez de arriba abajo. Máxima lo observa en silencio.

Hace tiempo que no ve ni trata con Wellington. Ha estado de viaje y apenas ha aparecido por su despacho. La última vez que hablaron fue aquella fatídica noche. Todavía no sabe cómo pudo pasar. Cómo perdió el control. Agradece la ausencia de él. No sabe ni cómo mirarle a la cara después de aquello. Puesto que el contacto con el doctor Leben se ha reducido notablemente en las últimas semanas, tampoco ha tenido razones para reunirse con Wellington. Pese a esa distancia impuesta, no ha dejado de preguntarse qué sería de él. Parece que ahora lo sabrá.

—Pues... — comienza Oliver aún con la mirada perdida —, me ha llamado para decirme... — continúa con lentitud —, que... — esas pausas hacen que Máxima ponga los ojos en blanco. No puede soportar la espera —, el proyecto de asignación que le presenté, se lo ha mostrado al Consejo de los hoteles Prize Resorts y han aceptado — el silencio de la mesa se hace aún más notable tras esas palabras. Oliver por fin fija la mirada en un punto, los ojos de Máxima.

Ella, en un gesto inconsciente, pone su mano sobre la de él y la aprieta. Está en shock. No puede creer lo que está escuchando. Cuando comenzaron con el proyecto Afrodia, Oliver tuvo la idea de ofrecer los productos de cosmética de alta gama a una serie de hoteles para surtir sus spas y suites de lujo. De esa manera y de un plumazo, llegarían a cientos de clientes de clase alta a los que, en condiciones normales, sería muy difícil y caro acceder. Así que se reunió con un puñado de cadenas hoteleras del país para plantearles el proyecto. De eso hace más de un mes. Ninguna contestó. Ninguna hizo ademán de estar interesados. Creyeron que habían quemado ese cartucho y que ese sistema no saldría adelante.

—Te juro que me cagué encima cuando vi el nombre de Wellington en la pantalla de mi móvil — dice Oliver, aún en estado catatónico —. Ese tío me pone los pelos de punta — ella sonríe. No es el único, piensa —. Me ha dicho que le gustó mi idea. Dice que ha estado revisando los números y que ve grandes posibilidades — Oliver aprieta con más fuerza la mano de ella — Llamó y se reunió con Matthew Prize. Y lo dice así, tal cual. ¡Cómo quien se reúne con la señora de la limpieza!

—¿Quién es Matthew Prize? — pregunta ella. No quiere perderse un solo detalle.

—Matt — interviene Irene, que ha estado increíblemente callada durante todo ese tiempo —, es un magnate australiano y director de la cadena de hoteles Prize. Un viejo verde que tuvo suerte especulando en bolsa y cuyo ejemplo en la vida es Hugh Hefner. Entró en los negocios de los hoteles sólo para tener un lugar donde montar sus juergas de manera íntima — añade en un suspiro mientras continúa comiendo su ensalada.

Máxima y Oliver la miran atónitos. Los conocimientos sobre la prensa rosa australiana y los cotilleos de alta cuna que Irene posee nunca dejan de sorprenderles. Siempre se ha codeada con las altas esferas debido a los contactos de sus padres. Mientras ellos iban a fiestas cutres de instituto, Irene iba a fiestas glamurosas con directores de banco, estrellas de cine y deportistas de élite.

—Matt... — repite Oliver con desconcierto —, lo ha llamado Matt — dice mirando a Máxima —. Mis respetos por las orgías del señor "Matt". Y Dios bendiga a Hefner y su mansión Playboy — añade juntando las palmas de las manos y mirando al cielo. Máxima suelta una risita —. La cuestión es que ese tío es propietario de una de las mayores cadenas de hoteles del país. Viene siendo como el Hilton australiano. Y quiere a Afrodia en todos sus hoteles. Si firmamos con ellos... — imagina todo lo que eso significaría — Si eso pasara, habría productos de Afrodia en cada suite de cada ciudad. En menos de un año hasta el puto Chris Hermsworth se lavará la cara con nuestros cosméticos — está pletórico y se le nota. Disfruta con su trabajo —. Aunque por mí, como si se limpia el culo con ellos. ¡Vamos a ser famosos! — grita zarandeando a Máxima y riendo como un loco.

Pensar en lo que significa crear algo y darlo a conocer al mundo la abruma. Ellos están creando Afrodia. Es suyo. Sin ayuda de nadie. Sin la estela de AusTech. Sólo ellos de forma independiente y con plena facultad para hacer y deshacer lo que quieran. Cada decisión que los ha llevado a donde están pertenece al equipo, a nadie más. Y, en poco más de un año, ese pequeño proyecto podría convertirse en toda una marca de verdad. Y todo será gracias a ellos.

—Bueno, ¿qué más te ha dicho el señor Wellington? — pregunta Irene con interés y haciendo que Máxima y Oliver dejen de mirarse.

—Pues me ha dicho que la firma del contrato tendrá lugar en el hotel del centro financiero. Será en un par de semanas durante una cena que van a organizar — explica —. ¡Y estamos invitados! — exclama haciendo un extraño baile con los brazos —. Estaremos todos. El equipo, los de Prize Resorts, algunos peces gordos de AusTech y el señor Wellington — hace una reverencia al mencionar al último, mostrando lo agradecido que le está por haber confiado en él y haberle dado esa oportunidad —. Me ha dicho que podemos llevar acompañante — dice dirigiéndose a Máxima —. ¿Llevarás al vikingo?

—Y tú me llevarás a mí — interrumpe Irene con decisión. Oliver se paraliza. Sólo de pensar en una velada con esa mujer del brazo le tiemblan las piernas. Pero Irene no le da opción. Sabe que no va a conseguir disuadirla —. Tenemos que ir de compras — le dice a Máxima.

Durante la hora que tarda en volver a la cabaña, ha estado pensando. "Podemos llevar acompañante". Las palabras de Oliver retumban en su mente. Recuerda la noche de la celebración del ascenso. Pensar en la posibilidad de que se repita esa situación, pero esta vez antes sus jefes, le hace plantearse si acudir sola.

Aunque no quiere hacerlo. Quiere estar con él y disfrutar juntos del momento tan maravilloso por el que está pasando. Ese pensamiento se le antoja entraño. Está admitiendo que quiere incluirlo en cada estrato de su vida. Y no siente miedo por ello.

Cuando sale de la carretera para enfilar el camino de tierra, ya es noche cerrada. Ha salido tarde del trabajo y ha perdido bastante tiempo al tener que pasar por su casa para recoger algunas cosas. Pero al fin está de vuelta. Cruzar ese camino, rodeada de altos y frondosos árboles, siempre le hace sentirse nerviosa. Sus ojos reconocen el lugar y su cuerpo reacciona ante la expectativa de verlo.

El porche está iluminado. Una luz tenue y amarilla en medio de la inmensidad del bosque que le indica que está donde debe estar. Sopla una brisa ligera que apacigua el calor sofocante que ha hecho durante todo el día. Él está sentado en una silla. Con el pelo recogido. Algunos mechones de pelo se han escapado y bailan al son del viento. Tiene algo en sus manos que mira con tanto interés que no ha deparado en su presencia. Ella no logra identificar qué es. Así que se acerca, sigilosamente. Quiere seguir observándolo sin ser vista.

Él se atusa la barba en un movimiento lento y suave. Parece pensativo. Concentrado en lo que sujeta entre sus manos. Ella da unos pasos más, intentado ver qué lo tiene tan absorto. Por fin puede verlo. Es un libro.

De repente, él lo cierra y mira al frente. Es entonces cuando la ve, a unos metros, observándolo. Su pelo y sus ojos son tan oscuros que apenas se distingue su silueta en la opacidad de la noche. Sólo el brillo de su atenta mirada. Como si de una ninfa se tratase, surge de entre la negrura. Ella da unos pasos más hacia delante y la cara se le ilumina. Ahora puede verla con claridad.

Incluso en la noche más sombría, su pelo, largo y ondulado, brillaría con ese fulgor caoba tan especial. Brillo que ilumina su corazón cada vez que la ve. Ese pelo lo fascina. Un mechón que ondea al viento guía su mirada hacia sus labios. Esos labios son las puertas a un paraíso inhóspito e indescifrable, su alma.

Sólo un beso es suficiente para hacerlo naufragar entre las aguas turbulentas de su interior. Pero, si se aguanta lo suficiente y esa diosa de los mares lo permite, puede llegarse a una isla. Una recóndita isla en lo más profundo de su ser. Un lugar tranquilo dónde nadie ha llegado jamás. El lugar dónde se encuentra su corazón. Sin barreras. Sin escolta. Rodeado de aguas cristalinas y plácidas. Él ha pisado tierra y ha sentido sus latidos. Y da gracias cada día por haber sido elegido para entrar en ese edén.

No la quiere. La ama. Como nunca jamás ha amado a nadie y como jamás amará. Lo sabe. Es más que consciente de ello. Y está asustado. Sería estúpido si no fuera así. Pero no le importa. Dará cualquier cosa que tenga para mantenerla a su lado y hacerla feliz. Sabe que puede conseguirlo. Sabe que puede procurarle la plenitud. No sabe si puede salvarla de sus demonios, pero puede protegerla. Y va a hacerlo, aunque le cueste la vida.

Ella continúa caminando hacia él. Sube las escaleras del porche. Suelta unas bolsas y su maletín en el suelo. No se hablan. No hace falta. Sus ojos lo hacen. Ambos se sonríen. Sin poder controlar la alegría nerviosa que les produce encontrarse después de un largo día separados. Ella le retira el libro de sus manos, que descansaban sobre los muslos, y se sienta sobre él. Rodea su cuello son sus brazos, acerca su frente a la suya y contempla el azul de sus ojos mientras se besan sin dejar de mirarse. Cuando se separan, con la respiración algo alterada por la pasión del beso, ella mira el libro.

—El gato negro — lee en la portada —, de Edgar Allan Poe — lo mira sin poder evitar reír —. ¿De dónde lo has sacado? — pregunta emocionada.

—Fui esta mañana al pueblo y lo compré — admite mostrando su perfecta dentadura en una sonrisa a la vez que le guiña un ojo —. No sé cuántas veces lo he leído — dice mirando el libro —. Es bueno. Muy bueno — añade embelesado —. ¿Tiene más obras? — pregunta con impaciencia.

Ella ríe al verlo tan impresionado. Se levanta de encima de él. Se acerca al maletín y lo abre. De él saca un paquete bastante grueso envuelto en papel de regalo. Se lo tiende para que lo coja y vuelve a sentarse sobre Travis.

—¡Venga! ¡Ábrelo! — le inquiere al ver que se ha quedado paralizado con el paquete entre las manos. Él reacciona y lo desenvuelve. Un libro negro con un cuervo en la portada surge de entre el envoltorio.

—Cuentos completos de Edgar Allan Poe — lee en un susurro y con la mirada gacha —. ¿Es para mí? — pregunta con un hilo de voz. Ella asiente. Él la mira profundamente. Nota algo en su expresión. ¿Aflicción?

Es el primer presente que recibe en mucho tiempo. Y que venga de ella es el mayor regalo de todos. Desde que su madre se fue, los cumpleaños y las celebraciones se habían limitado a pedir comida china y tomar unas cervezas con su padre mientras veían reposiciones de partidos de rugby en la tele. Era feliz sólo con eso. No le importaba. El dinero no sobraba y era lógico no gastarlo en absurdas fiestas de cumpleaños o regalos de navidad. Había olvidado lo que se sentía al recibir algo que alguien ha comprado expresamente pensando en él. Esa calidez que proporciona el hecho de que una persona tenga un detalle especial. Está conmovido.

Ella intenta averiguar qué sucede. Él apenas se mueve y permanece serio. Tiene la mirada vidriosa y clavada en ella. Nunca lo ha visto reaccionar así. Por un momento, cree que lo ha ofendido. Quizás no debió comprárselo. Quizás ha cometido un error dando por hecho que él querría leerlo sólo porque ella se lo recomendara. Entonces, él suelta el libro sobre la falda de ella y sujeta su cara con fuerza entre sus manos. Estampa sus labios contra los suyos y la besa con pasión. Escribiendo en su boca palabras de amor con su lengua. Apenas puede respirar debido a la intensidad. Entonces lo comprende, no está molesto, sino agradecido.

—Te traeré un libro cada día si vas a darme las gracias de esta manera — bromea Máxima cuando dejan de besarse. Travis sonríe mientras se toca la mejilla con la mano en un gesto sutil, frenando una lágrima furtiva que quería escapar de sus ojos.

—¿Qué es eso? — pregunta señalando las bolsas que están en suelo en un intento de desviar la atención de Máxima.

—Eso... — responde ella observando los bultos —, eso es el comienzo — él la mira extrañado. No comprende a qué se refiere —. Voy a... — no puede creer lo que está a punto de decir —, voy a comenzar a trasladar algunas de mis cosas aquí — la boca de Travis se abre como si su mandíbula hubiera desaparecido —. De forma permanente.

Travis se desinfla. Echa la espalda hacia atrás en la silla y deja caer sus brazos. Conmocionado. No puede creer lo que está escuchando. Mira al cielo y luego a ella. Una sonrisa crece en sus labios. Suspira de pura exaltación. Respira por la boca y de manera entrecortada. Niega lentamente con la cabeza. La incredulidad no le permite asimilarlo. En un movimiento suave, acaricia la mejilla de ella con su mano. Ella pega su cara a ésta y cierra los ojos. Absorbe el calor que le proporciona. Ambos se abrazan. Entusiasmados por la expectativa de un futuro juntos.

—Ven — ordena de manera misteriosa Travis al cabo de un rato —. Quiero mostrarte algo — se la quita de encima con delicadeza. Se pone en pie y la coge de la mano. Juntos, se adentran en la oscuridad de la noche camino del granero.

—¿Vas a degollarme y a enterrarme en el bosque? — comenta ella. Travis suelta una risita, pero no contesta. Continúa guiándola hacia la caseta —. Vale, oficialmente, tengo miedo — continúa con la burla.

—¿Quieres parar? — dice él entre risas poniendo los ojos en blanco —. Sólo quiero enseñarte una cosa — se explica —. No está del todo terminado... — habla despacio y con voz grave —, no tenía intención de... la verdad es que no sé qué intención tenía, pero... — se le nota nervioso —. Lo que quiero decir es que...

—Te golpearé con un palo si no terminas alguna de las frases — bromea, pero lo cierto es que también está nerviosa. Quiere descubrir de qué se trata. Él ríe.

—Será mejor que lo veas por ti misma — responde.

Por fin llegan a la puerta del granero. Travis ha estado trabajando mucho ahí dentro últimamente. Ella ha tenido tan poco tiempo que no ha podido ni ver qué ha estado haciendo. Así que cuando Travis abre las puertas y enciende la luz, lo que aparece ante ella la deja impresionada.

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