Capítulo 38
"Dios creó al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre"
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Corre. A grandes saltos. Tan rápido que le duelen las rodillas cada vez que sus pies chocan con potencia contra el suelo. No puede parar. Está detrás. Puede sentirlo. Le falta la respiración. Los pulmones le arden por el esfuerzo. Corre. A través de un frondoso y gris bosque. Apenas puede moverse sin rozarse con ellos. Hay tantos que no se ve nada más. La maleza se enreda entre sus piernas intentado hacerla caer. Una rama le raja la cara. Está cerca. Nota su aliento en la nuca. Escucha su respiración. ¡Corre! Siente sus manos, atrapándola. Cae al suelo. Cierra los ojos y grita. De repente, silencio. Abre los ojos. No lo ve. Un viento azota su pelo y su ropa de manera salvaje. Ya no está en el bosque, sino en un acantilado. El paisaje es plano. No hay árboles. Está sola. En la inmensidad del mundo. Sobre ella, se cierne un cielo negro y tormentoso. Está diluviando, pero el agua no la toca. La lluvia es tan densa que no puede ver con claridad. Escucha el sonido de las olas chocando contra las rocas con violencia. Se asoma al vacío. Está justo en el borde del acantilado. Alguien la llama. Una voz desesperada. No logra entender lo que le está diciendo. Mira hacia todos lados, afligida, pero no encuentra a nadie. Continúa sola. La voz se hace más clara. La lluvia cesa. Entonces, logra ver con claridad. Una ventana. En mitad de la nada más oscura. La voz viene de ahí. La está llamando. Le pide ayuda. Cuando está frente a ésta, la abre. Una furiosa corriente de aire la hace retroceder. Una mano negra y descarnada comienza a asomarse a través de la ventana, agarrándose a los quicios e intentando salir. Poco a poco, va surgiendo el cuerpo de una mujer envuelta en sangre. Su cara está tan destrozada que ella tarda en reconocerla. Esa mujer abre la boca de tal manera, que parece que tiene la mandíbula desencajada. Del interior surge un grito desgarrador. Ese sonido se le mete en los oídos destrozando sus tímpanos. El dolor es insoportable. Se tapa las orejas con fuerza y brama de dolor.
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Abre los ojos. Sus manos agarran con fuerza las sábanas. Se levanta de la cama. Su corazón aún bombea descompasado. Está ligeramente mareada. La tensión otra vez. Lleva unas semanas sin fuerzas y con mareos constantes. No está durmiendo bien. El trabajo le absorbe la mayor parte del día. Apenas tiene tiempo de nada desde que entró en Afrodia. El constante esfuerzo por estar a la altura consume sus energías.
El hecho de que Travis esté en paro no ayuda a su tranquilidad. Ahora que tiene tanto tiempo libre y ella tan poco, comienza a notar cierto distanciamiento entre ellos. Lo echa de menos. Tanto, que cada tarde, cuando sale de trabajar, recorre una hora de camino hacia su casa. Pasan la noche juntos. Y por la mañana, vuelve a hacer el mismo recorrido hacia el trabajo. Dos horas al día que se pasa en la carretera. Dos horas de descanso que pierde. Pero merece la pena porque está con él. Hace eso desde que Irene se fue de su apartamento hace casi un mes. El tiempo que pasaron separados por la presencia de ésta, los ha unido más. Nada cómo notar la falta de algo para echarlo en falta.
Travis le ha contado las condiciones de su despido. Por supuesto, debe tratarse de algún tipo de error, piensa ella. Debería interponer una queja alegando que la acusación es falsa. Será fácil demostrar que es así cuando no haya pruebas que lo inculpen. De ese modo, recuperará su trabajo y su credibilidad. Además, con una amenaza de demanda seguramente le dieran unas mejores condiciones y una abultada disculpa en forma de dinero.
El problema es que Travis no quiere volver a trabajar allí ni quiere gastarse el dinero en emprender acciones legales. Le parece absurdo e innecesario. Lleva tiempo cansado de la gente de allí y de la ciudad. Según él, lo que sea que haya pasado, ha sido para bien. En parte, ese conformismo la asquea. Aunque, por otro lado, admira la capacidad que posee de no verse afectado por la opinión de los demás.
—¿Y qué vas a hacer? — le preguntó una vez Máxima.
—Lo que llevo tiempo queriendo hacer — respondió cogiendo su mano y besándosela —, arreglar este montón de escombros — dijo refiriéndose a la cabaña —. Empezaré por el jardín. Luego las vallas del porche, las ventanas, la cubierta... Tengo bastante trabajo aquí.
Han pasado unas semanas y ya nota la diferencia. Él ha estado trabajando duro cada día. El jardín le lleva la mayor parte del tiempo. Ha levantado toda la tierra y arrancado las malas hierbas que habían crecido hasta en los sitios más recónditos. Esa fue la parte más dura. Le llevó más de una semana despejar todo el terreno.
Por suerte, lo que viene ahora parece ser menos pesado. Replantar. Ha llenado la cabaña de papeles y libros sobre arquitectura de jardines y de curiosidades sobre la plantación de los zarzos. Nunca lo había visto trabajar de esa forma. Lo cierto es que cierto respeto emana de su interior al ser consciente de lo válido que es. No hace las cosas a lo loco. Lo planea y piensa todo antes de llevar a cabo cualquier acto.
Cuando lo ve, rodeado de zarzos, es consciente de que la conjunción que hace con la naturaleza es perfecta. Es como si, Australia y él, se fundieran en uno. No puede evitar apreciar el carácter similar de ambos. El estado indómito de los paisajes australianos conecta de una manera increíblemente precisa con la personalidad de Travis. En momentos así, comprende por qué no quiere volver a la ciudad. Los edificios altos y las calles repletas de coches no son Australia. La naturaleza salvaje y el contacto con la vida silvestre, eso es Australia. Y aún no puede creer que esté formando parte de ella de la mano de Travis.
Como cada mañana, ella se despierta en su cama. Y, como cada mañana, él ya está despierto y en marcha. Le sorprende que sea capaz de despertarse con el alba con tanta facilidad como es capaz de dormir hasta mediodía.
Sale al porche en su busca. Pero no está en el jardín de la parte delantera. Ni dentro de la casa. Un ruido proveniente del granero llama su atención. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Ya lo ha encontrado. Cuando se dirige hacia allí, algo se cruza en su camino.
—¡Tú, otra vez! — le dice al gato negro que la mira fijamente. Ella se agacha lentamente y le tiende una mano para que la huela. No quiere que salga huyendo —. Hola, panterita. ¿Tienes hambre? — el tono amable y suave atrae al felino. La olisquea con algo de desconfianza, pero en seguida roza la cabeza contra su mano —. Me lo tomaré como un sí. Creo que hay algo de leche — para su sorpresa, el gato la sigue.
Cuando está a punto de cruzar la puerta, el animal se para. Seguramente, Travis le habrá prohibido la entrada más de una vez. Así que sólo entra ella. Ante todo, es la casa de él y si no quiere que entre, no debe contradecirle. Coge un cuenco y lo llena de leche. El gato sigue dónde lo dejó. Le pone la leche y se lanza sobre el recipiente para beber con ansia. Ella aprovecha para acariciarlo.
—¿Qué estás haciendo, Brumby? — el tono grave de su voz la sobresalta. Se gira para encontrarse con la mirada azul de Travis. Se ha recogido el pelo en una cola baja. Está algo sudoroso por el esfuerzo físico del trabajo. Su belleza nunca dejará de sorprenderla —. ¿Y bien? — insiste al ver que ella lo mira, pero no contesta —. Max, ahora no se irá nunca.
—Entonces, nos lo quedaremos, Trav — dice ella con una sonrisa y usando el diminutivo adrede. Por un momento, sabe que no existe la posibilidad de adoptar al animal. Entonces, nota un cambio en el gesto de él —. ¿Por favor? — le pide con las palmas de las manos juntas y una fingida cara de pena. Siente como el gato se roza con sus piernas. Se agacha y lo coge —. Mira que preciosidad — añade con un tono meloso —. Estos ojos verdes les hacen competencia a los tuyos — bromea. Él se acerca lentamente, tanteando al animal, que no le quita ojo de encima. Está claro que no se fían el uno del otro.
—Está bien — acepta al fin —, pero si araña un solo mueble, va a la calle — ella ya no escucha, está saltando con el minino entre sus brazos y hablándole como si fuera un bebé. Travis se acerca a ella y la besa. Huele a barniz. Ha estado trabajando con la madera —. Es la primera vez que hablas de "nosotros" — susurra contra sus labios.
Ella siente un hormigueo en la boca del estómago. ¿Es eso lo que lo ha convencido? Ese "nos lo quedaremos" significaba que lo había introducido en su vida con éxito. Para cualquiera, ese habría sido un detalle nimio. Para Travis es una victoria. Ahora sabe que, tanto ella como su subconsciente, lo incluyen en su vida. Si el precio a pagar es tener gato, poco le importa.
—¿Cómo vas a llamarlo? — le pregunta, ya en la cocina. El gato está olisqueando cada rincón, haciéndose a su nuevo hogar. Máxima se piensa la respuesta durante unos minutos.
—Poe — responde al fin —. Se llamará Poe — Travis pone una cara rara.
—Es un nombre extraño, ¿de dónde lo has sacado?
—Edgar Allan Poe — Travis no reacciona —. El escritor — no hay respuesta —. Ha escrito las mayores obras de terror de la historia de la literatura — nada —. ¡Es un genio! ¿El gato negro? ¿Pluto? ¿Has leído algo en tu vida que no sean las estadísticas de Rugby?
—No — contesta con calma mientras se acerca a ella y deposita un suave beso en sus labios. Ella sonríe. Esa parsimonia siempre la termina por vencer.
El gato sube a una de los taburetes de la cocina. Y Máxima presencia algo que no creía posible. Travis le acaricia la oreja con un dedo y éste se lo permite. Entonces extiende su mano y la pasa por la espalda del animal. Le encanta esa faceta de él que le permite adaptarse a todo con tanta facilidad.
—"Dios creó al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre" — cita Máxima. Él la mira con seriedad. Entonces una sonrisa surge de sus perfectos y carnosos labios que muestra su blanca dentadura.
—¿Es de ese tal Poe? — pregunta. Le ha gustado la cita.
—No — ella también sonríe —. De Víctor Hugo. Es un dramaturgo — él asiente. Cuando vaya a su casa, cogerá obras de ambos escritores y se las prestará —. Tengo que irme ya — dice Máxima mientras coge sus cosas —. Hoy saldré tarde, así que dormiré en mi piso. Además, tengo que coger ropa limpia y tengo que lavarme el pelo — él la mira, serio. No le gusta cuando se va.
—Quizás esté obviando algún detalle, pero... — piensa —, ¿por qué no puedes lavarte el pelo aquí?
Ella ríe. Le explica que es en su casa donde tiene los productos de belleza, la mayor parte de su maquillaje y, lo más importante, ropa limpia. Cada uno o dos días pasa por su apartamento para coger lo necesario para pasar un par de noches en la cabaña, poner lavadoras y ese tipo de cosas. Algo de lo que él se ha dado cuenta y que lo intriga.
—¿Por qué no dejas ropa aquí permanentemente? — pregunta con una mezcla de curiosidad y miedo —. Puedes traer todos los champús que quieras. Hay sitio para tus cosas — añade con naturalidad.
Por dentro es un flan. No quiere sonar desesperado ni ser pesado. Desea que ella viva con él. Lleva tiempo queriendo planteárselo, pero no sabe cómo afrontar el tema. Nota que ella aún necesita de mucha intimidad y privacidad. Ya se lo ha ofrecido de manera sutil en un par de ocasiones, pero ella no parece querer captar la indirecta.
—Ya sabes, la ciudad no es barata. Podrías ahorrarte el alquiler y con ese dinero comprar el coche que te estabas planteando adquirir — en cuanto ella nota la dirección de la conversación se tensa. Ya ha evitado hablar de eso con respuestas vanas.
Por un lado, el tiempo que está pasando con él lo disfruta. Día a día observa cómo su relación va solidificándose y cómo los miedos y la desconfianza va desapareciendo. Aun así, lleva demasiado tiempo sola. Ha sido independiente durante años y todavía a veces necesita de cierta soledad. Su apartamento le sirve para eso. No es que se canse de él. En absoluto. Simplemente es que necesita momentos de absoluta intimidad. Sabe que, poco a poco, irá necesitando menos estar sola. De hecho, ya lo nota. Aunque no puede negar que siente miedo ante la perspectiva de mudarse con él definitivamente. Tiene que pensarlo.
—Te propongo algo — le dice Máxima mientras pone sus manos alrededor de su cuello. Él le rodea la cintura con sus brazos —. Esta noche, cuando vuelva — le besa una mejilla, cerca de la comisura de los labios —, tú y yo — ahora le besa la otra —, hablaremos de eso, ¿vale? — él asiente y ella lo besa con profundidad.
Una vez en AusTech, se acabó la calma del bosque. El día de trabajo está siendo frenético. No se ha levantado de la silla ni para ir al baño. Tiene los ojos rojos por la pantalla del ordenador. En menos de cuatro meses tienen que tener operativo todos los aspectos de los productos porque se lanzará la plataforma de venta online. Para entonces, tendrán que estar preparados para manejar y controlar el flujo de pedidos.
El comienzo siempre es lo más duro. Son seis personas que deben aunar fuerzas y hacer concordar sus trabajos independientes de manera que todo confluya y dé como resultado una marca potente y con firmeza en el mercado.
—Ha habido un problema con el sistema de distribución — comenta Oliver —. EYR, la empresa de reparto con la que me reuní la semana pasada, dice no tener capacidad para llevar a cabo las expectativas que le plateamos. Edgar — llama al chico encargado a las ventas online y los presupuestos —, ¿te encargas? — éste asiente —. Adam, me han llamado los de IT, si vuelves a tumbarles la red dicen que subirán personalmente a patearte el culo. Les he dicho que seguro que fue el capullo de Fred — ambos se echan a reír pensando en la que le estará a punto de caer a ese pobre desgraciado, sea quien sea —. Helen... — se acerca a ella mientras mira el informe que ella le ha mandado. No sólo se ha encargado de la arquitectura del Big Data para el estudio de clientes potenciales y ha conseguido citarlo con un par de empresas de distribución, sino que ya ha comenzado el desarrollo de la App —... tú sigue siendo tú — dice mientras le da unas palmaditas en el hombro.
—¡No me jodas! — grita al teléfono Jack Hell, encargado de las relaciones públicas y las redes sociales —. Cuando Afrodia esté en el mercado te arrepentirás de no haber entrado cuando tuviste la oportunidad — cuelga con violencia —. Gilipollas...
—Cuando me hablaron de tus "increíbles dotes" para conseguir que las personas te dieran su dinero no me imaginaba un método tan poco ortodoxo como gritar e insultar a los inversores potenciales — lo reprende Oliver con calma. Sin duda, se le da de maravilla ser jefe. Antes de que Jack pueda rebatirle nada, añade —: Eres el que va más atrasado. Y con el presupuesto que el rancio de Edgar nos ha impuesto — dice elevando la voz para que el susodicho lo escuche. Éste le saca un corte de mangas sin desviar la mirada del ordenador —, no llegaremos muy lejos. Necesitamos dinero. Haz tu trabajo, Hell. Y hazlo bien — Jack se levanta de su asiento y sale de la oficina bastante cabreado —. ¿Crees que lo habré ofendido? — pregunta sarcásticamente a Helen, que está sentada al lado. No contesta, sigue tecleando —. Como siempre, un placer hablar contigo...
Al principio, esas formas de tratarse, incomodaban a Máxima. Con el tiempo se ha dado cuenta de que es la forma que tienen de tratarse. Lo cierto es que todos respetan mucho a Oliver. Comen juntos, salen a tomar copas y se entienden bien entre ellos. El único que parece resistirse más es Jack Hell. Aún no ha asimilado que no lo eligieran como director.
—Voy al italiano de la esquina a comer, ¿te apuntas? — pregunta Máxima a Oliver.
—¿Va ese tío tan simpático de mirada sensual que siempre te acompaña? — bromea mientras pone morritos —. Nadie hace que sienta que mi integridad física peligra tanto como con él — continúa de forma irónica y con voz de locutor de radio —. Y ese pelazo rubio ondeando al viento — dice moviendo la cabeza de un lado a otro. Máxima aguanta el espectáculo. Tiene ganas de reír, pero no lo hace —. Los hombres así deberían estar prohibidos. Nos hacen el trabajo más duro a los demás.
—Si quieres, puedo organizaros una cita — comenta Máxima.
—¿Tú irías incluida? — pregunta ladinamente mientras clava sus ojos verde esmeralda en ella.
—Desde luego, tu perversión no tiene límites — le dice tirándole la chaqueta —. Vámonos o no habrá quien coja mesa.
Siempre intenta ignorar las indirectas de Oliver. Sabe que sólo es un juego. Su amistad se basa en esas bromas salidas de tono. Nunca le da más importancia. Aunque sabe de alguien que sí se la daría si se enterara.
—Vamos, no me jodas — dice Oliver en cuanto llegan al restaurante y ve como Irene los saluda a lo lejos indicándoles que ya tiene una mesa —. Prefiero que el rubiazo de ojos azules me dé una paliza.
Máxima ríe malévolamente. Por un momento, estuvo tentada de contarle con quien había quedado realmente, pero decidió que sería más divertido darle la sorpresa. Y así ha sido. Además, sabía que si lo avisaba no querría ir a comer. Ahora ya no ven a Irene con tanta habitualidad. Hace semanas que se fue de AusTech. Está trabajando para una empresa de seguros a un par de manzanas de allí.
En mitad de la comida, el móvil de Oliver suena. En cuanto ve el número en la pantalla, su rostro se congela. Se levanta como un resorte y se aleja para poder contestar con más tranquilidad. Irene continúa hablando. Máxima lo observa. Quizás sea una mala noticia. Ha podido ver el miedo en sus ojos en cuanto ha visto de quién se trataba. Nunca se ha imaginado a Oliver teniendo miedo. Tiene siempre esa actitud tan decidida y jaranera ante todas las situaciones, que, ahora que lo piensa, nunca lo ha visto tan serio. Le da cierta curiosidad saber quién es capaz de provocarle tal reacción.
Al cabo de un rato, Oliver se acerca. Ella estudia su rostro. Lo ve algo más blanco. Un poco bloqueado. Con dificultad se sienta de nuevo en su silla.
—¿Va todo bien? — pregunta Máxima, algo preocupada —. ¿Quién era?
—Montgomery Wellington...
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