Capítulo 35
La sinceridad es caprichosa.
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Lleva un mes viviendo con su madre. No ha sabido nada de él. No ha vuelto a ponerse en contacto. Ni ganas tiene. Al parecer ha dejado el piso de abajo y se ha mudado. Es la primera vez en años que duerme de un tirón. Sin pesadillas. Sin peleas. Sin oscuridad. Sin monstruos. Y pisando fuerte, sin miedo a hacer ruido. Su madre es la luz que tanto necesitaba. Ahora está ayudándola a hacer las maletas, en unas horas coge el avión que la llevará a ella y a sus amigos a Lisboa. El primer viaje de grupo. Está eufórica. Visitará lugares preciosos. Saldrá de fiesta. Compartirá veinticuatro horas con las personas que más adora. Será la mejor experiencia de su vida. Cuando llega al aeropuerto, Axel y Elías son los primeros a los que ve. Se saludan y se abrazan mientras dan saltos de la emoción. "¡Eh! ¡Yo también quiero!" grita Aria al verlos. Se unen los cuatro formando un círculo. Rodeándose con los brazos. Mientras ríen y gritan de pura felicidad. Los profesores les llaman la atención. Siempre los mismos cuatro armando jaleo. Horas después, están en el hotel. Han cogido habitaciones contiguas. Todos sus compañeros creen que entre ellos hay algo amoroso. Todos se equivocan, son amigos. Los mejores que hay. Parece que la sociedad no está lista para una verdadera amistad entre hombres y mujeres. Pero a ellos las habladurías poco le importan. Se pasan toda la duración del viaje juntos. Son inseparables. Se lo han pasado tan bien, que cuando deben volver a casa, no pueden creer lo rápido que se les han pasado los cuatro días. Cuando aterriza es de noche. Llama a su madre para decirle que ya puede venir a recogerla, pero no se lo coge. Quizás se haya quedado dormida. Así que Axel y su padre la acercan en el todoterreno. Sube en el ascensor a su casa con una sonrisa en la cara. Nunca pudo imaginar que la felicidad fuera tan sencilla y tan cálida. Mete la llave en la cerradura de la entrada y abre. Todo el piso está a oscuras. Sin cerrar la puerta, suelta las maletas y va al salón, en busca de su madre. Pero no es a ella a quien encuentra. Sino a él. Cerca del ventanal, que está abierto de par en par.
*****
—¿De qué está hablando? — pregunta Máxima, titubeante. Necesita que le repita lo que acaba de decir. Necesita volver a escucharlo para creerlo.
—Este no es el lugar — responde él, mirando de un lado para otro. Es viernes por la noche y las calles están llenas de gente. No encontrarán ningún lugar tranquilo donde hablar. Sus ojos vuelan hacia el edificio de AusTech —. Entremos.
Ella lo sigue. Sin decir una palabra. Él saluda al hombre de seguridad nocturna que está sentando en su mesa en el hall. Lo hace con una sonrisa y naturalidad. Llamándolo por su nombre y contándole un cuento chino sobre unos papeles que ha olvidado y que viene a recoger. Está claro que Wellington la supera en todo. Incluso en su más notable capacidad. Fingir.
Se dirigen al despacho de él. A oscuras, recorren la planta hasta llegar a éste. Una vez dentro, él enciende sólo la luz de su escritorio, invadiendo la estancia de una tenue luz amarillenta.
—¿Quiere una copa? — le pregunta mientras saca una botella de un licor color bronce del armario — Yo necesito más de una — dice, apretándose el puente de la nariz.
—¿Le duele? — se ha fijado otras veces en ese gesto. Lo hace cuando la cabeza va a estallarle. Él, que le da la espalda, no contesta —¿Señor? — lo llama, preocupada por la falta de reacción.
—Veo que ya vuelve a tratarme con respeto — responde en un susurro.
—Nunca he dejado de respetarlo — añade Máxima. Nunca ha dejado de hacerlo. Para ella, él representa lo que siempre ha querido ser. Un hombre implicado, trabajador y con carácter. Sin miedo a nada —. De hecho... — duda —, lo admiro. Eso no significa que apruebe sus métodos — continúa rápidamente —. No es estrés, ¿verdad? — él se gira para mirarla — En Melbourne, usted me dijo que los dolores de cabeza eran por el estrés y que las pastillas que tomaba eran para mitigar ambos. Pero no se trata de eso — él niega, tan sutilmente, que apenas se aprecia el movimiento de su cabeza — ¿Qué es?
Wellington coge su copa y se dirige hacia su silla. Se deja caer en ésta. Al pasarse la mano por el pelo, unos mechones, antes perfectamente peinados hacia atrás, le caen sobre la frente. Bajo la débil luz, sus ojeras se hacen más notables.
—Huntington — ella, impresionada, busca con la mano un lugar sobre el que apoyarse. Se sienta en uno de los sillones. Él bebe el contenido de su copa y se levanta a por la botella —. Es una enfermedad degenerativa del cerebro. Herencia de mi querido padre — vuelve a sentarse. Esta vez, cerca de ella — ¿Sabe algo sobre la enfermedad?
Máxima ha oído hablar de ella. Sabe los principales efectos que provoca en el ser humano. Y sabe lo más importante, no existe cura. Ahora comprende sus constantes ojeras. Su mala cara. Su tono pálido. La poca paciencia.
—Por su cara y su reacción, supongo que algo conoce. El Huntington produce alteraciones psiquiátricas y motoras. Seguido de movimientos incontrolados de las extremidades y la aparición de muecas repentinas — explica mientras bebe — Con el tiempo, se hace difícil hablar y recordar. Los miembros se atrofian en dolorosas posiciones — ella se levanta. No puede seguir escuchando. Pasea nerviosa por la estancia. Asimilando todo lo que está escuchando. Él se limita a observarla —. Las facultades cognitivas disminuyen con el tiempo. La memoria y la concentración empeoran. No obstante, los trastornos psíquicos son los rasgos más característicos y graves de la enfermedad. Desencadena episodios depresivos reiterados con repercusiones negativas en el entorno de allegados...
—¿Por eso está solo? — lo interrumpe — ¿Por eso aleja a todos de su lado? — le pregunta con el ceño fruncido.
Está enfadada y no entiende por qué. Su interior es un torbellino. Todos sus esquemas se han visto destruidos en cuestión de minutos. Primero, sintió euforia al saber que participaría en el mayor negocio de su vida. Después, miedo al descubrir los trapos sucios del doctor y sus laboratorios. Más tarde, ira hacia Wellington. Deseaba matarlo. Y ahora...
—Usted está sola. He notado como guarda las distancias con las personas de su entorno — esa afirmación la desconcierta —. La he estado observado, señorita Baena. En más de medio año, sólo ha sido capaz de hacer dos amigos entre estos muros. Bueno, uno. Vi como discutía con su compañera hace unas semanas. Veo cómo come sola la mayor parte de los días. Sólo a veces, ese joven de Millman está con usted. Entonces, veo cómo, cada vez que intenta tocarla, usted lo repele. Incluso el día que la esperaba en el aeropuerto, observé cómo se despedía de aquel hombre tatuado sin besarlo siquiera. Él tuvo que cogerla para besarla — que sepa todo eso sobre ella la asusta —¿Significa eso que está enferma también? ¿Cuál es su dolencia? — se levanta y se acerca mucho a ella — Dígame, ¿qué es? — repite la pregunta que ella le había hecho hace unos minutos.
Su cabeza da vueltas. No ha comido nada en todo el día. Ha vomitado lo poco que le quedaba en el estómago de la cena de ayer. Al menos, gracias a haber dormido, el alcohol parece haber salido por completo de su cuerpo y el malestar de la resaca ha desaparecido. De nuevo, ese hombre iba tres pasos por delante de ella. Siempre ha estado ahí, observando.
—No sé de qué me habla — miente. Él sonríe amargamente y se aleja de ella, volviéndose a sentar en el sillón.
—Quizás si le cuento un poco más... — ella no comprende esa insinuación — ¿Por dónde iba? — pregunta retóricamente — Ah, sí. Episodios depresivos. Los que sufren esta enfermedad terminan padeciendo demencia. Eso sin hablar del intenso dolor que ésta produce. Dolor que puede conllevar deseos suicidas — Máxima ha vuelto a sentarse. Escucha atentamente cada palabra. Esa última le provoca un escalofrío. La ventana de su apartamento se dibuja en su mente — Fue el caso de mi padre — afirma, sin pena en su voz —. Él estaba enfermo. En aquella época, era una enfermedad de la que poco se sabía. Apenas había información. Mucho menos, tratamiento. Ni siquiera sabían que se transmitía genéticamente. Entonces, llegué yo. Condenado antes de nacer — dice en un suspiro —. A veces me planteo qué clase de ser sádico nos pone en este mundo y las razones que tendrá para hacerlo — ella asiente. Se ha hecho esa pregunta tantas veces —. Mi padre era una persona con poder. Nunca nos faltó el dinero. El problema es que no todo se compra con él. Gastó millones en investigadores médicos que encontraran alguna manera de hacer parar la enfermedad. No logró nada. Hasta que un día, conoció al doctor Leben. Al padre, claro. Él llevaba años estudiando el Huntington. Mi padre invirtió en su ambicioso proyecto. Quince años después, sin ningún avance a la vista, la enfermedad comenzó a hacerse con el cuerpo de mi padre. Y, más tarde, con su mente.
A ella le resulta increíble la frialdad con la que describe los hechos. Pero, ya comienza a entender. Las piezas empiezan a encajar.
—¿Por eso ese interés sobre las investigaciones de Leben? — pregunta ella. Él asiente.
—Ya conocía su trabajo — dice encogiéndose de hombros y rellenando su copa —. Así que, cuando me enteré de que tenía un hijo que había seguido sus pasos, me dije, ¿por qué no? — bebe —. Supuse que, si Leben padre había estado cerca de dar con una forma de mitigar los síntomas, quizás, su hijo, treinta años después, habría logrado algún avance — no sabe por qué, pero algo en el gesto de él le dice que no encontró lo que buscaba —. Lejos de una cura, Leben hijo me ofreció un tratamiento experimental. Una serie de medicamentos vía oral e intravenosa que ayudarían a ralentizar los espasmos y la demencia — agacha la cabeza y la oculta entre sus manos. En un movimiento raudo, la alza y la mira. Sus transparentes ojos la atraviesan—. No tengo intención de rendirme sin luchar, Máxima — su voz es ronca y profunda.
Esa frase suena como una amenaza a la vida. La está retando. La intensidad y el poder que emana de su forma de pronunciar esa frase le ponen los pelos de punta a Máxima. Ella había estado tan cerca de rendirse. De darlo todo por perdido. Y ahí estaba él, con un pasado terrible de muerte y locura y un futuro no más confortable, peleando por vivir. Otra vez, la fortaleza que irradia ese hombre la embauca. Otra vez, la debilidad que la envuelve a ella la decepciona.
—Su padre, ¿qué pasó con él? — necesita saberlo. Necesita saber que le espera a Wellington.
—Se suicidó — el silencio envuelve la sala —. Y mi madre con él — eso la hace temblar. No se esperaba algo así. ¿Cómo podían haberlo abandonado de esa forma? —. No fueron capaces de luchar. Malditos cobardes — dice para sí —. Claro que, antes de irse, me dejaron un par de cosas para sentir que lo habían hecho bien. Me dejaron su cuenta corriente, las propiedades y a James. En aquella época, era el asistente de mi padre. Me cuidó desde pequeño. Él me crio cuando ellos murieron.
—¿Qué edad tenía cuando...? — no puede repetir esa palabra. Siente que es superior a ella.
—Catorce — responde sin dudar.
Se está abriendo a ella. Y, por alguna razón, eso hace que vuelve a confiar en él. Justo lo que Wellington pretende. Ajena a las intenciones de él, ella comienza a sentir que puede relajarse. Está siendo realmente sincero. Lo ha prejuzgado y lo ha hecho mal. No pudo equivocarse más con él. Agacha la cabeza, avergonzada al verle el labio ligeramente hinchado por su puñetazo.
—Quiero disculparme. No debí pegarle.
—No — responde acercándose a ella. Se agacha para ponerse a su altura y le sujeta el mentón, obligándola a mirarle —. Hizo bien en pegarme. Si no me lo merecía por esto, seguro que me lo merecía por cualquier otra cosa — ella abre los ojos, sorprendida por lo que acaba de decir. ¿Ha hecho una broma? Le suelta el mentón, pero sigue cerca de ella —. Tenía razón. La engañé. Necesitaba una intérprete, eso al menos fue verdad. Pero lo que necesitaba realmente era no estar solo — esa afirmación la hace estremecerse —. La elegí porque creo que usted me entiende mejor que nadie. Hay algo especial en usted. Es cierto que, en la cena en Melbourne, al ver su reacción, me arrepentí de haber confiado en usted. Incluso me planteé mandarla a Sydney y cancelar la reunión con Leben. Entonces, se desmayó. Me contó lo de su corazón. Sus restricciones debido a los síncopes y los leves latidos de su corazón. Supuse que alguien con dolencias podría entenderme.
—¿Por qué no me lo contó desde el principio?
—Supongo que fui cobarde. No le he contado todo, señorita Baena — se incorpora, poniéndose de pie del todo — El tratamiento experimental, digamos, no es del todo legal. Por eso usted tuvo que firmar aquel acuerdo de confidencialidad. Debería disculparme por haberla puesto en esta situación. Fui egoísta y quise de su compañía sin pensar en el daño que esto podría ocasionarle. Pero, se lo aseguro, no tiene nada que temer. Si algo saliera mal, me estoy encargando de todo para que usted no se vea involucrada en nada.
—La comunidad médica canceló los estudios y prohibió las pruebas en humanos — dice, recordando parte de la noticia.
—Veo que ha hecho los deberes — responde con una sonrisa agria —. Estuve años tras Leben para convencerlo de que probara conmigo los medicamentos. La comunicación era lenta y compleja debido al idioma. Subvencioné sus estudios y él accedió, en Melbourne, a usarme de conejillo de indias. — antes de que ella pueda rebatirle la barbaridad de la que está siendo testigo, él añade —. Ya le he dicho que pienso luchar — la forma de decir eso hace que ella pierda toda esperanza de convencerlo de lo contrario.
—¿Cuánto...? — pregunta ella en susurro, sin ser capaz de terminar la frase.
—¿Cuánto me queda? — la completa él con un tono cómico. Ríe. Es la primera vez que ella escucha ese sonido. En medio de todo el horror que ha escuchado esa noche, ese ruidito le parece encantador — Me temo, señorita Baena, que tendrá que aguantarme durante muchos años. Esta cabrona — dice refiriéndose a la enfermedad — hace aparecer los síntomas bastante tarde. De manera progresiva, durante un período de veinte años o más. Con tratamiento, podré vivir sin temblores y con la cabeza despejada hasta los setenta — esa información la hace suspirar —. Moriré antes de estrés que de esto.
—Una muerte a fuego lento — añade ella para sí. Él la escucha.
—Sus ánimos me conmueven — responde con ironía —. Ahora, le toca a usted — ella lo mira —. Le he contado mi mayor secreto. ¿Me contará usted el suyo? — la forma en la que habla es suave, pero consistente. Suena confiado. Está seguro de que ella oculta algo. Lo sabe y no quiere dejar escapar la oportunidad de averiguarlo. El ambiente está cargado. Él está tan cerca que hasta puede olerlo. Huele bien. A miel —. Veo que no dará su brazo a torcer con facilidad — añade al ver que ella no contesta —. Está bien. Entonces, hábleme de usted. ¿De dónde es?
—De España. De una ciudad preciosa al sur.
—¿Su familia no la echa de menos? ¿Tiene hermanos? — pregunta, sentándose en la mesa, frente a ella.
—Sí, tengo dos. Mayores que yo. Mi hermana tiene quince años más y mi hermano, diez — no sabe por qué, pero no puede remediar responder con sinceridad y de forma detallada. Él asiente, pensativo.
—Es una diferencia de edad importante. ¿Fue por algo en particular?
—Supongo que fui un error — nada más pronunciar esas palabras, se arrepiente. ¿Por qué ha dicho eso? Él la mira algo sorprendido por la afirmación y la naturalidad con la que lo ha dicho.
—Vaya, es usted realmente sincera. ¿Por qué piensa eso? Quizás sus hermanos bromearon con eso alguna vez y lo ha creído así — ella no contesta. Tiene la vista clavada en el suelo —¿Se lo dijeron sus padres? — pregunta él, comprendiendo que puede haber otra opción a ese pensamiento — Hábleme de ellos. Su padre, ¿a qué dedica?
Hace tanto tiempo que no habla de él. Hace tanto que no está en su vida y, a la vez, está siempre tan presente. Wellington nota que ha tocado un tema delicado. Sabe que está cerca.
—Físico — responde ella con una sonrisa. Cambiando por completo su gesto taciturno de hace unos segundos —. Es físico. Trabaja en una empresa de telecomunicaciones en España — continúa con la cabeza bien alta y sin rastro de preocupación en su voz —. Es muy inteligente. Me enseñó cosas realmente interesantes. Es una pena que esté tan lejos — mantiene la sonrisa.
Wellington la observa. La escruta. No encuentra ningún indicio de que esté mintiendo. Aun así, algo le dice que debe continuar por ese camino. Por razones de trabajo, ha estudiado a varios autores que hablan sobre la psique humana. Por distintas teorías que expongan, siempre hay una común. La mayoría de los trastornos psicológicos surgen en la infancia y a causa de la familia. Así que, aún le queda un cartucho que quemar.
—Su madre. ¿Qué es de ella? — pregunta, apenas sin esperanza. Ella alza la vista y la clava en él. Sin cambiar el gesto. Entonces, él se da cuenta. Lo sabe. Sabe que ha llegado al hueso. Puede fingir todo lo que quiera, pero los ojos no mienten. Y él ve en los suyos el oleaje rabioso de un mar interior que lucha por salir.
—Mi madre... — hace años que no escucha ni pronuncia esa palabra. Sin tiempo para frenar su lengua, su boca habla —, murió.
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