Capítulo 33
Por terrible que sea la realidad, la duda siempre será peor.
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Llegan allí. Todos las miran. Cuando se tienen catorce años, tener una moto es una pasada. Eso y que tus padres te dejaran salir hasta tarde. Qué básico es el ser humano en ciertos momentos de su vida. La plaza está llena de gente bebiendo en la calle. Interceptan a los chicos que han venido a buscar. Están con las amigas que le habían dicho dónde estaban. "Vamos por buen camino" comenta Aria. Echa a andar, pero se da cuenta de que Máxima no la sigue. Se ha quedado congelada. Es la primera vez que va a estar cerca de él. La primera conversación cara a cara que van a tener. Llevan casi un año hablando, pero esto era diferente. Comienza a hiperventilar sólo de pensarlo. No puede. Tiene que salir de allí. Se acercan las otras chicas al ver la cara blanca de Máxima. "¿Está todo bien, cariño? Venga, te está esperando" la animan con una sonrisa. ¿Esperando? Habían planeado ese encuentro. Todos sabían lo que había entre ellos. O lo que no había, pero deseaban tener. Siente una presión en el pecho. La sangre fluye rabiosa provocando que su corazón la bombee a un ritmo frenético. Las manos le sudan. Entonces lo ve. La está mirando. Con una sonrisa. Una preciosa. Y sus ojos azules brillantes. Esa mirada marcará su debilidad por los ojos de ese color. Lo ama. No sabe cómo es posible, pero lo ama. Y por eso no puede hacerlo. Le importa demasiado. Podía soportar todas las vejaciones y actos atroces de su monstruo. Era inmune a ese dolor porque no sentía nada por quien las llevaba a cabo. Pero aquí es diferente. Si se permite sentir, se arriesga a sufrir. Y no cree que pueda con el dolor que eso conllevaría. No puede. Tiene que irse. Comienza a retroceder. La sonrisa del chico de sus sueños se borra en cuanto comprende lo que está haciendo. Huir. En aquel entonces, ella no lo supo, pero ese momento sería la lápida en la tumba del amor que se procesaban. Muerto, y enterrado. Para siempre. Su primera experiencia amorosa había acabado antes de poder empezar. Y sólo había un culpable.
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Cinco de la mañana. Despierta solo. Sobre la suntuosa cama de su lujoso apartamento. Pese a que su gran envergadura y su metro noventa y seis de estatura ocupan más de la mitad de ésta, la siente vacía. Es su estado natural. No suele llevar a nadie a su piso. Demasiada intimidad. No le interesa que sepan donde vive. Si él las necesita, ya las buscará. No quiere molestas féminas enamoradizas apostadas en su portal.
Lleva quince años viviendo en el edificio Aurora. Un rascacielos de cuarenta plantas en pleno centro financiero de Sydney. Antes, vivía en un espacioso piso en la planta veintiuno. Cinco años y tres ascensos después, consiguió trasladarse al ático. No fue tarea fácil. Junto a él, había unos siete candidatos deseando hacer suyo ese impresionante apartamento en la última planta. Tuvo que meterse en el bolsillo a toda la comunidad de vecinos para que votaran a su favor. Llevar allí viviendo unos años sin llamar la atención, sin dar problemas ni montar fiestas y su talento natural para convencer hasta al mismísimo diablo, fueron la llave para entrar en ese palacio colgante.
Después de enfundarse en uno de sus ostentosos trajes, se prepara un zumo de alcachofas y algas y una tostada de semillas con aguacate y salmón fresco. Desayuna de pie. Mientras revisa sus correos y hace algunas llamadas. Apenas son las seis y ya tiene cuatro reuniones concertadas por la mañana y una comida con los jefes en la que debe justificar los presupuestos, algo que le da dolor de cabeza sólo de pensarlo. Se toma una pastilla y bebe el resto del zumo.
Una vez en su Mercedes Clase C vuelve a sonar su móvil. Ese aparato nunca cesaba. Es James. Le informa de que dos posibles inversores han confirmado la reunión de esta tarde. Son duros de pelar. Debe ir bien preparado y dispuesto a dar su brazo a torcer. Odia eso. Está acostumbrado a ir sobrado. Pero si quiere pescarlos, tendrá que soltar cuerda antes de pegar el tirón.
Para cuando la planta comienza a llenarse de empleados somnolientos, él ya lleva trabajando dos horas. Debido al ruido que se forma por la llegada de los trabajadores, él se ve obligado a cerrar la puerta de su despacho. Lo hace de mala gana, dando un portazo. No está de humor. Hace tiempo que nunca lo está. La necesidad empieza a ganarle la batalla al autocontrol. Su cuerpo cada vez es más dependiente.
Recibe una llamada. El ayudante del doctor Leben, Stefan Pillen. Lo llama para cancelar la reunión de esta tarde. Lleva días dándole largas. No va a volver a aceptar un no por respuesta. No tiene más tiempo. Se encontrarán esta noche en un restaurante del centro que tiene una sala con suficiente intimidad como para no ser molestados por ningún conocido curioso. No hay más que hablar. No va a dejar escapar esta posibilidad.
Al cabo de un rato, el revuelo de voces del exterior se hace más notable. Molesto por la falta de concentración pega un puñetazo al escritorio. No aguanta más ese ruido infernal. Alguien grita como un descosido. ¿Es que no había ni un solo profesional en toda esta maldita empresa? Todos eran críos estúpidos con exigencias y una educación que brillaba por su ausencia.
De sopetón, abre la puerta de su despacho. Por encima de todas las cabezas, busca, ansioso y con los ojos crispados de ira, el núcleo de tal estruendo. James, al verlo aparecer de esa forma y ver su mala cara, se levanta automáticamente de su sitio para seguirlo.
Wellington se dirige con paso firme hacia el alboroto. Aparta a varias personas con desgana y violencia hasta ver, con claridad, la escena que está teniendo lugar. Johnson la sujeta con fuerza por la muñeca y tira de ella mientras la insulta de todas las maneras que ese cabeza-hueca es capaz. Se fija en ella. Nota el dolor en su cara, pese a que su posición ante ese desgraciado es firme. No la de alguien que tiene miedo, sino la de alguien que está dispuesto a pelear.
—...puta inmigrante.
Eso prende la mecha. Ya es suficiente. No va a permitir que le hable así. Odia a ese hombre. Lleva buscando una excusa para deshacerse de él desde que se reunió a sus espaldas con los jefes e intentó hacerse con su puesto. "Bastardo gilipollas" piensa. A los de arriba casi les mata de un ataque de risa. ¿Cómo pudo pensar que era mejor que él? ¿Cómo se atrevió a querer algo que él poseía? Desde ese momento los confinó, a él y a su costrosa empresa, en la planta más oscura que había en el edificio.
—¡Suéltela! ¡Ahora, Theodore! — se esfuerza en sonar lo más frío y aterrador posible. Debe contenerse. No quiere dar un espectáculo frente a sus empleados, pero verlo tocarla le hierve la sangre. Aprieta los puños para desviar la tensión que se forma en su cuerpo.
—¿Llamo a seguridad, señor? — le pregunta su asistente. James siente las intenciones de su jefe de lanzarse sobre esa alimaña. Quiere evitarle la exposición frente a todos los ojos que están pendientes de él.
Wellington tiene otros planes. Quiere encargarse él mismo. Muy lentamente se acerca a Johnson, que continúa con la muñeca de ella entre sus sucias manos. Cuando está frente a él, a escasos centímetros, acerca su cara a la suya. Nota el miedo en los ojos de Johnson. Le gusta. Tiene el control. El poder sobre los demás es, sin duda, su droga favorita. Con un gesto raudo, agarra su cuello y siente su pulso desbocado. Lo empuja hacia la pared y lo levanta ligeramente, de manera que Johnson se ve obligado a ponerse de puntillas. Por un momento, olvida a todos a su alrededor. Sólo piensa en apretar más y más hasta dejarlo seco. Por el rabillo del ojo se fija en que ya la ha soltado. Respira hondo y relaja su agarre hasta soltarlo. Verlo temblar empodera su ego.
No va a perder más tiempo con ese despojo. Coge la suave mano de ella con cuidado. No quiere hacerle daño. Pone la mano sobre su espalda para sacarla de allí. La lleva directa a firmar su nuevo contrato. No volverá a estar ni un segundo más bajo el mando de Johnson. Ahora estará, directamente, bajo el suyo.
Ha trabajado hasta la puesta de sol. Apenas es consciente de lo tarde que es. Le pide a James que lo acerque al centro. Un jueves por la noche las calles estarán atestadas de gente. Espera no llegar tarde. No hay algo que odie más que eso.
Cuando llega al restaurante, entra por la puerta trasera. Conoce a los propietarios. Es un habitual del lugar. Siempre le aseguran discreción e intimidad. Atraviesa la cocina y llega a la sala privada. Al cabo de unos minutos Pillen aparece. Puntualidad alemana.
—Buenas noches — se saludan.
Rápidamente, entran en materia. Eso le gusta de la cultura alemana. No les gusta perder el tiempo. Van al grano. Le viene bien. Quiere acabar esa velada cuanto antes.
—¿Ha traído el maletín? — pregunta Wellington, impaciente.
—Está todo ahí — responde Pillen acercándole un extraño maletín con gesto sutil —. Dentro de dos meses volveremos a contactar con usted. Debe seguir el plan trazado — le explica con seriedad —. Esa joven, ¿firmó lo que le mandamos? — Wellington asiente —. No nos llame. No hable con nadie de esto. Confiamos en su discreción, señor Wellington — añade justo antes de levantarse y salir del privado con paso ligero.
Tiene la boca seca. Está algo desorientado. Ayer su padre estuvo en la cabaña para ver el partido de rugby y tomaron algunas cervezas de más. Mira el reloj. Las siete y media pasadas. "Mierda". Se levanta de un salto y se viste con lo primero que ve. Camiseta sin mangas y los vaqueros de ayer. No le da tiempo a ducharse y menos a desayunar, pero necesita un café.
Su padre duerme en el sofá, roncando como un oso. Se acerca a él y le retira la botella de whiskey medio vacía que tiene en la mano. Lo mira con detenimiento. Sus arrugas. Su mal aspecto. Se considera un inútil. No puede ni ayudar a su propio padre. No sabe cómo hacerlo. Para Travis, pagar las deudas que éste dejaba en bares del extrarradio era ayudarlo. No es consciente de la gravedad de la situación. Cree que su padre está bien mientras esté con él.
Como ser humano racional, piensa de manera irracional. No culpa a su padre de sus actos y las consecuencias de éstos. Culpa a su madre. Si ella no se hubiera largado, él no habría empezado a beber. Si hubiera permanecido en la casa, no la habrían perdido. Si ese mamón con dinero no hubiera aparecido en su vida, ella nunca lo habría abandonado. Pero la verdad es que, por mucho que desee odiarla, el único responsable del alcoholismo de su padre es su propio padre.
Se monta en su destartalada camioneta. Arranca y acelera. Dejando en esa casa todas sus preocupaciones. Conduce rápido. Tiene la esperanza de que si llega antes de las ocho y media podrá verla. La última semana no ha podido disfrutar mucho de su compañía. Esa amiga suya tan pequeña está viviendo en su casa. No necesita un título en psicología para ver que no le cae bien. Otra niña mimada que lo detestaba sin conocerlo. No le molesta. Está más que acostumbrado.
La única que lo ha mirado y visto ha sido Máxima. Aún recuerda su primer encuentro. Nunca se había cruzado con alguien como ella. Lucía como una de ellos, pero sus ojos ocultaban algo mucho más profundo. Los de esa empresa tenían todos esa mirada perdida y vacía. Autómatas que sólo querían dinero y poder. Ella ya tenía poder. Podía notarlo irradiar de ella. Pero no era el que te proporcionan un puñado de subordinados a los que hacerle la vida imposible para sentirte superior. Era el poder que te da haber sufrido y haber sobrevivido.
Llega muy tarde. El tráfico ha sido horrible. Baja del coche a toda prisa y entra en el cuartillo para ponerse el mono y empezar a trabajar. Al final del día, John, el supervisor y encargado de los bedeles, su jefe, lo cita en su despacho. Es un tipo mayor que nunca sonríe, pero hoy está más serio de lo normal.
—Me temo que no tengo buenas noticias — comienza. No lo mira a los ojos —. No sé cómo decirte esto. Eres un buen chico y siempre has trabajado duro — habla en pasado —, pero... ha llegado un informe de Recursos Humanos... te... han acusado de acoso laboral — Travis frunce el ceño. ¿Es una broma? —. Ni que decir tiene, que no creo nada de lo que dicen. Tienes que creerme — se apresura a decir el supervisor —, pero... no me han dejado otra opción. Tengo que despedirte con aplicación inmediata.
—Pero, ¿quién...? — no lo entiende. ¿Acoso? Apenas le dirige la palabra a nadie de allí.
—No han querido decírmelo. Al parecer, ha pedido encarecidamente que todo quede en el anonimato. Puedes emprender acciones legales contra ellos — cómo si le sobrara el dinero para gastarlo en abogados —. Este es tu finiquito. Tómate el tiempo que necesites para llevarte tus cosas — mira el sobre que le tiende con cara de asco. Lo último que quiere es el dinero de esos desgraciados. Pero no puede permitirse rechazarlo. Eso hace que se desprecie a sí mismo. Tanto quejarse del sistema, pero es un eslabón más de éste. Coge el sobre y sale de allí.
El ascenso de Máxima llega en el peor momento. Aún más distanciamiento entre sus estilos de vida. No puede contarle que lo han despedido. Estropeará su día. Pero puede no ir a la celebración. Es lo último que le apetece. Cuando ve la cara de ella, no puede negarse. No quiere decepcionarla. El problema es que, a veces, lo que se quiere, no es lo que se hace. A veces, el camino equivocado es más fácil de coger. Y él no puede resistirlo. Está asqueado. Odia su vida y a sí mismo. Necesita calmarse. Lo que empieza con una inofensiva cerveza, termina con varias copas de whiskey. A medida que va ahogándose en alcohol, la bruma desaparece. Esa sensación cálida corriendo por su interior apaga su desesperación.
Se ha quedado dormido en el sofá. Va a llegar muy tarde. No ha podido ducharse ni mucho menos peinarse. Recuerda que ese lameculos de Oliver mencionó que el restaurante era bastante elegante. Se viste con lo menos indecente que tiene y sale disparado. Por el camino, pierde el control del vehículo en un par de ocasiones. Se pega en la cara para espabilarse. Antes de ver la decepción en la cara de Máxima, ya sabe que la ha cagado.
—¿A qué te dedicas? — le pregunta Oliver. Eso es lo único que les interesa a la gente así. Quieren saber cuántos ceros se tienen en la cuenta corriente para saber cómo tratarte. Antes de contestar, mira a Máxima de reojo. Está borracha. Le está dando una lección. No le gusta verla así. Pero está enfadado y quiere terminar de joder la situación del todo.
—A nada. Justo hoy me han despedido — responde, sonriente. No sabe por qué, pero le encanta ver la cara de desconcierto de Irene y Oliver. Un golpe a su derecha lo hace despertar de su ensimismamiento. Máxima se ha levantado violentamente y se aleja rápido, pero con dificultad debido al alcohol. Él se levanta para ir detrás de ella.
—Tío — Oliver también se ha levantado —, creo que no deberías seguirla. Conociéndola, no es el mejor momento.
—¿Conociéndola? — le pregunta Travis con gesto sombrío y voz grave. ¿Cómo se atreve a insinuar que la conoce mejor que él? —Tú no tienes ni puta idea de lo que necesita — añade mientras sujeta a Oliver por la solapa de la chaqueta. Sólo necesita una endeble excusa para desatar la envidia malsana que le tiene a ese tipo y partirle la cabeza, allí mismo.
—Y tú, ¿sí? — interviene Irene mirándolo con desaprobación, como lo hacen el resto de comensales de alrededor — Ilumínanos, por favor. ¿Es esto lo que ella necesita? ¿Qué te presentes aquí borracho como una cuba y destroces la noche? Su noche — dice haciendo hincapié en esas palabras — ¿Por qué no te largas? Sin duda, sería lo mejor para ella. Mira lo que le haces. Si te sientes sólo en tu asquerosa adicción, no intentes llevártela a ella contigo.
Esa insinuación lo hace recapacitar. No quiere hacerle daño. A ella no. Jamás. Pensar en que puede estar arrastrándola a su oscuro modo de vida le provoca náuseas. Sin darse cuenta, ha soltado a Oliver. Se apoya sobre la mesa y mira al suelo, avergonzado por el egoísmo de sus actos. Irene aprovecha ese bajón para intervenir.
—Oliver — éste da un respingo al oír su nombre —, ve a buscarla. Yo le pediré un taxi a este... — duda en cómo llamarlo — Travis — al final decide que no va a ponerse a su nivel insultándolo. Con gente como él, el respeto y la educación marcan la diferencia. Oliver acata la orden y sale disparado en busca de Máxima.
Va al baño de mujeres, pero nadie responde. Ve a un hombre trajeado salir de un pasillo con luces tenues. Nunca se había fijado en que existía otra sala dentro del restaurante. Una zona privada. Se adentra en el pasillo. Al final de éste, la ve. Está muy concentrada en algo y tiene mala cara.
—¿Máxima? — la llama con delicadeza.
—El asistente de August Leben — repite ella una y otra vez en español. Entre el idioma desconocido y la embriaguez, Oliver a duras penas entiende lo que dice.
La saca de allí. Irene y Travis ya no están. Un camarero le informa de que "la señorita rubia" se ha encargado de pagar la cuenta. Cogen un taxi y la acerca a casa. Ya de camino a la suya, piensa en ella. Está preocupado por su estado. No ha hablado en todo el camino y se la veía notablemente alterada y consternada. Y ese nombre que no paraba de repetir. No puede dejar de darle vueltas. Le suena de algo.
Los insistentes gritos y meneos de Irene la despiertan. Le dice que llegarán tarde y que debe darse una ducha. Descorre las cortinas y abre las ventanas. Una fresca brisa entra e invade el cargado ambiente del dormitorio. Bajo el agua de la ducha, intenta poner en pie la noche anterior. Tiene algunas lagunas.
No se encuentra nada bien. No ha podido comer ni beber nada. Tiene una resaca monumental. Sólo pensar en el día de trabajo que le espera ya le da náuseas. No quiere ni plantearse lo que pasó con Travis. No ha sabido nada de él. Tampoco ha mirado el móvil para ver si la llamó. No recuerda bien cómo llegó a casa.
—Máxima — la llama Oliver al verla aparecer en la oficina —Menuda cara, morena — bromea cuando ésta se quita sus oscuras y grandes gafas de sol.
—¿Qué quieres, Oliver? — pregunta con cansancio. No está para coñas. Se acerca a la mesa de él, que está sentado frente a su ordenador.
—Anoche no parabas de repetir un nombre — comienza —. August Leben — la mención de ese nombre le hiela la sangre —. Me dejaste pensando. Ese nombre me sonaba un montón. Así que he estado investigando en internet. No ha sido fácil, pero he encontrado esto — le enseña un enlace en el que se ve una noticia de un periódico —. Recuerdo que leí esto hace años. De eso me sonaba. Lo que no consigo entender — dice pasándose la mano por el mentón, pensativo — es por qué decías su nombre una y otra vez ayer.
Ella se inclina sobre la pantalla, para poder leer lo que pone. Lo que ve la deja atónita. Su cuerpo se corta. La sangre se espesa en sus venas. Su cerebro se colapsa. Siente como si el estómago subiera por su esófago arrastrando todo a su paso. El malestar se hace más fuerte. Sin tiempo para salir de allí, vomita en la papelera que tiene al lado.
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