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Capítulo 32

No hay nada más frágil que una promesa.

*****

Hace meses que no se hablan para otra cosa que no sea insultarse. Él no la lleva al colegio. Ella debe buscarse la vida. Él no cocina para ella. Ella ha tenido que aprender a hacerlo para no morir de hambre. Él desaparece durante días sin decir a dónde va o cuándo volverá. Ella debe ir a hacer la compra si quiere que haya cosas en casa. Hace malabares con el dinero que su madre le da. No le ha contado nada. No quiere preocuparla. A veces, se pasa días sin comer. Ha adelgazado mucho. Aria pasa los fines de semana con ella. Pero nunca le pregunta dónde está él. Sabe que no debe hacerlo. Sabe que está ahí para hablar de todo, menos de eso. Máxima le ha contado la correspondencia virtual que mantiene con el moreno rellenito de ojos azules. Aria no ha tardado en idear un plan para que, por fin, hablen en persona y vayan a más. Sólo de pensarlo, Máxima se estremece. De emoción y de miedo. Unas amigas suyas le cuentan que él y sus amigos estarán en una pequeña plaza donde se reúne la gente para pasar el rato. No saben cómo ir hasta allí, pero saben que la llegada tiene que ser espectacular. "La moto de mi hermano" dice ella. Su hermano lleva en Alemania unos años. Alguien inteligente que supo, y pudo, quitarse del medio. "No se dará cuenta". Así que, sin permiso y sin carnet de conducir, no pestañean en coger las llaves y robar la moto. Eso será lo suficientemente atrevido como para llamar la atención del chico. No ha conducido en su vida. Aria es la encargada de ir con siete ojos mirando que la policía no esté cerca, si las cogen se les caerá el pelo. Pero Aria no hace bien su trabajo y no es consciente de que al final de la calle, hay un coche de policía parando a gente. Máxima frena en seco en mitad de la avenida. Los coches de atrás pitan. Ve como los policías se giran para ver la causa de tal alboroto. Justo cuando ella, en un movimiento rápido, arranca a toda velocidad y gira para meterse en un callejón y evitar el control. Salvadas.

*****

Está furiosa. A duras penas es capaz de asimilar lo sucedido. Por un momento, temió que Johnson le hiciera daño. El hecho de que ese desgraciado la haya hecho sentirse una víctima la enferma. Se prometió no volver a serlo. Se prometió no volver a tenerle miedo a nadie. El recuerdo de su bloqueo ante la situación vivida la hace apretar la mandíbula. Debió haber reaccionado ante ese cabrón.

—¿Le duele? — le pregunta Wellignton, al ver que ella se toca la muñeca de la que Johnson la cogió. Aún tiene sus dedos marcados alrededor de ésta.

Le siente. Esa mano firme en su espalda. Había olvidado su presencia. Están solos. En el ascensor. Bajando. Su reacción la ha dejado perpleja. Nunca hubiera esperado tal actuación por su parte. Delante de todos sus empleados. Aunque tiene que admitir que, cuando lo cogió del cuello, sintió que algo se removía en su interior.

—No — miente. No tiene intención de parecer ninguna princesita.

—¿Está segura de que se encuentra bien? — insiste al notar la sequedad de su conducta. Normalmente, es capaz de adivinar lo que quieren y piensan las personas. Con ella, nunca sabe a qué atenerse.

—Ya le he dicho que... — le responde elevando un poco la voz y mirándolo a los ojos con el ceño ligeramente fruncido por el enfado que la carcome. Entonces cae en la cuenta de con quién está hablando —Sí, estoy segura — dice en susurro mientras dirige su mirada al suelo, algo avergonzada por la pérdida de control. Él continúa mirándola, algo sorprendido por la agresividad que ha mostrado.

Las puertas del ascensor se abren. La ha traído a la planta donde se encuentra el Departamento de Recursos Humanos. La verdad es que no se le ocurre una idea mejor que la de firmar el nuevo contrato en seguida.

Recorren el pasillo en silencio. Recuerda la primera vez que estuvo ahí. El principio de todo. La adrenalina se va disminuyendo. Los nervios le ganan espacio al enfado. A medida que se acerca al despacho del fondo, su corazón se acelera. Está emocionada. Incluso agradece la compañía de Wellington. Eso le recuerda algo.

—Señor — dice frenando en mitad del pasillo —, no le he dado las gracias por lo que ha hecho allí arriba. Siento que haya tenido que verse involucrado en algo así — él la mira. No le responde. Se limita a ponerle una mano en el hombro para guiarla hacia la puerta del despacho de Belinda König, directora de Recursos Humanos.

—¡Monty! — lo saluda al abrir la puerta con una sonrisa perfecta. Está sorprendida y algo excitada por su visita. Ambas emociones, desaparecen de su rostro en cuanto ve a Máxima, tras él —Ah... no sabía que venías acompañado. Buenos días señorita Baena — le resulta increíble que recuerde su nombre. Al fin y al cabo, ella firma sus nóminas cada mes. Quizás no sea tan raro —Supongo que es por el nuevo contrato — dice con algo de decepción en la voz.

¿Es que esperaba que "Monty" estuviera aquí por ella? No se plantea a ese hombre fijándose en ninguna mujer, pero, si lo hiciera, está segura de que sería alguien como Belinda. Ella es todo elegancia y excelencia. No se la imagina despeinada o con mala cara por las mañanas. La mujer que cualquiera desearía. "Quizás, incluso hayan tenido ya algo" piensa.

Una hora después, está saliendo de ese despacho. Ya no soportaba más las miraditas de cordero degollado que esa mujer le lanzaba a Wellington. Si Belinda pestañeaba una vez más, provocaría un huracán ahí mismo.

Tiene una carpeta con su nuevo contrato. Lo sujeta casi como si fuera un bebé. Piensa cuidarlo como oro en paño. Es, oficialmente, la diseñadora gráfica de Afrodia. Dirigirá y diseñará la plataforma virtual. Se encargará de packaging y será la encargada de la imagen de marca e identidad corporativa. Creatividad libre y en estado puro. Pensarlo hace que apriete la carpeta fuertemente contra su pecho, rebosante de felicidad.

Cuando sale al pasillo, ve a Johnson sentado en un sillón en la zona de espera. A su lado, hay un tipo de seguridad. De manera instintiva, aprieta los puños. La sangre se le congela. Seguramente esté esperando para ser despedido. Está claro que Wellington no estaba de broma.

Wellington sigue andando, sin pararse ni mirarlo, pero ella no. Se pone frente a él. Johnson frunce el ceño ante la mirada colérica de Máxima.

—¿Ves esto? — dice ella sacando uno de los papeles del contrato de la carpeta y señalándole el logotipo de AusTech. Al oírla hablar, Wellington se gira para ver qué sucede, pero no interviene. Quiere ver qué quiere hacer —¿Lo ves? Aus-Tech — articula cada sílaba lentamente. Como si esa palabra fuera un puñal y pronunciarla rajara a Johnson de arriba abajo —Y esto de aquí abajo, ¿adivinas qué es? — pregunta retóricamente. Wellington se plantea cogerla y sacarla de ahí, pero hay algo en la actitud que ve en ella que se lo impide. Esa oscuridad que ha notado otras veces. Algo oculto — Mi puta firma — responde ella misma con una sonrisa sombría —Que te follen, mamonazo — acto seguido, se da la vuelta y continúa su camino. Satisfecha.

—¿Por qué ha hecho eso? — la interroga Wellington, una vez que están de nuevo en la intimidad del ascensor.

—La próxima vez que me llame zorra, lo hará con razón — contesta con la mirada fija al frente y con la cabeza bien alta.



Al final del día, toda la planta 4 se ha enterado de lo sucedido. Al parecer, no despedirán a todos. Van a hacer una selección y a mantener a los que consideren útiles. Pero el grueso de la plantilla, irá a la calle junto con MKM. Eso deja a Irene en una situación delicada, pero, extrañamente, no parece preocupada.

Cuando ella baja al garaje para irse a casa, Travis ya la está esperando. Lo nota algo serio. El día se le ha hecho tan largo que no veía el momento de encontrarse con él. Está deseando contarle la buena nueva. Por supuesto, va a ahorrarle el violento momento con Johnson. No es necesario preocuparlo.

Se acerca a él con una sonrisa. Él se la devuelve. Está claro que lo que sucede arriba no llega tan bajo. Lo envuelve con sus brazos y lo besa, poseyendo su boca con locura. Volcando en sus labios toda la emoción contenida. Él, sorprendido por tal intensidad, no tarda en reaccionar abriendo su boca y devorándola.

—¡Puaj! ¿Por qué debemos presenciar algo así? — le pregunta Irene a Oliver, tapándose los ojos.

—A mí me pone — responde él en su tono sarcástico de siempre. Y, como siempre, Irene se lo toma al pie de la letra y lo mira con repulsión —¿Qué pasa tío? — saluda a Travis cuando dejan de besarse, ofreciéndole el puño para chocarlo. Travis lo choca, serio. Sigue sin gustarle.

—Irene — la llama Máxima —, este es Travis. Supongo que lo recuerdas de la noche de fin de año — Irene asiente y lo saluda con un gesto de cabeza.

—Bueno, ahora que todos somos muy amigos — dice Oliver notando la tensión —, ¿nos emborrachamos ya? — pregunta dando una palmada.


Van a salir a cenar para celebrar el ascenso, tanto literal como figuradamente, que han logrado Máxima y Oliver. Irán a un restaurante elegante que conoce su, ahora, jefe. Un sitio de moda con comida fusión en el centro de la ciudad. Todos deben irse a duchar y a vestirse para la ocasión. Buena comida, amigos y champán, ¿qué más se puede pedir para el cierre de un día casi perfecto?

Le ha costado bastante convencer a Travis para que se apunte, pero lo ha conseguido. Nada que unos buenos morritos y una fingida voz de pena no puedan solucionar. Le gusta ir adquiriendo la suficiente confianza con él como para sentirse libre de hacerle chantaje emocional. Además, él no podía negarse a asistir a la celebración del ascenso de su chica. Sabe que debe apoyarla, aunque no tenga el ánimo para ello.

Sabe qué va a ponerse. Hace tiempo pasó por una tienda y se enamoró de un vestido que había en el escaparate. Verde agua. Largo. De gasa y muy vaporoso. Con una sola manga. Ajustado en la cintura. Se ha recogido el pelo en un moño tirante y brillante. Lleva una gran pulsera dorada en el brazo sin manga que le ocupa casi todo el antebrazo. Sin pendientes ni collar. Se ha dibujado una delgada línea negra en los parpados que achinan aún más su almendrada mirada.

Sale del dormitorio. Totalmente lista. Se encuentra con Irene, también arreglada. Lleva un precioso vestido color nude hasta las rodillas con una serie de transparencias sutiles en lugares específicos. Ese color le siente genial.

Llegan al restaurante. Deben ir en taxi. En pleno centro un jueves por la noche no encontrarán aparcamiento. Oliver ya está en la puerta del restaurante, esperándolas. Viste un traje de chaqueta oscuro. Con abotonadura lateral, al más puro estilo Al Capone. Corbata a juego. Camisa blanca. Nunca lo ha visto tan elegante. Lo cierto es que, pese a la ingente cantidad de personas trajeadas que tiene a su alrededor, ninguno es capaz de hacerle sombra.

—¿Qué? ¿Soy o no soy un dandi? — pregunta con los brazos estirados mientras se gira, luciéndose. Las chicas ríen y asienten, sin dejar de tocarlo. La verdad es que está más guapo que nunca —. Tú — se dirige a Máxima —, estás preciosa — dice con admiración. Un silencio incómodo inunda el ambiente mientras no le quita la vista de encima —. Y tú — añade dirigiéndose a Irene —, estás muy... Irene — bromea. Aunque piensa que también está especialmente radiante. Ella le pega mientras le dice cuánto odia sus tonterías.

Máxima, que lleva buscando a Travis entre todo el revuelo de personas que hay esperando en la puerta del restaurante desde que llegó, por fin lo ve aparecer. Llega tarde. Anda de una manera diferente. Viene algo despeinado y con la barba descuidada. Viste una camisa. Sin corbata. Sin chaqueta. Por fuera de los pantalones que, al menos, no son unos desgastados vaqueros. Ella no puede evitar observar la gran diferencia que existe entre ellos. Cuando se acerca para besarlo, lo huele. Un pinchazo de decepción le recorre la espalda.

Como era de esperar, el empleado que está en la entrada y que asigna las mesas, le comunica a Travis que no puede entrar sin una chaqueta. Por suerte, tienen una gran colección de ellas para ocasiones como esta. La que elije le queda grande. Máxima lo observa. No puede evitar sentir cierta vergüenza. Lo que la sorprende es que, él, parece no tener ninguna. No le importa que todos estén mirándolo y susurrando a sus espaldas.

Un camarero los guía hacia su mesa. Por el camino, Travis se tropieza con la esquina de una. Ella agradece al cielo que Oliver e Irene estén lo suficientemente lejos como para no darse cuenta del estado en el que está él.

—¿Podrías comportarte? — le recrimina ella en voz baja y sujetándolo fuerte del brazo —Es vergonzoso — susurra para sí — ¿No podrías haberte puesto, al menos, una chaqueta para venir? O haberte peinado, joder. Con eso habría sido más que suficiente — él la mira. Él y varias mesas a su alrededor, que notan la tensión de la disputa.

Abochornada, continúa hacia la mesa donde ya están sentados sus amigos. Siente como él la sigue de cerca. Sabe que, si ella puede olerla, los demás también. Agrio. Amargo. Olor a cerveza. Mucha cerveza. Le resulta increíble que le haya hecho esto. Justamente hoy. Si no quería venir y ha hecho esto para que ella no vuelva a invitarlo a reuniones similares, ha captado la indirecta.

—Cuéntanos, Travis — comienza a entablar conversación Oliver, una vez que están todos sentados y han pedido la cena y un par de botellas de champán —, ¿de dónde eres? Te he notado cierto acento — el camarero llega con la bebida y sirve las copas. Ella se bebe la suya de un buche. No está cómoda. Está decepcionada. Cuando acaba con ella, coge la de Travis y repite la acción. Todos la miran. Si tiene que sentir vergüenza, al menos que sea por sus actos y no por los de un descerebrado egoísta. Es su manera de recuperar el control.

—De Maroota — empieza a responder Travis con notable desconcierto por la actuación de Máxima —, al norte — puede notarse cómo se traba al hablar. Irene suspira. Está claro que se ha dado cuenta del estado del novio de su amiga y le resulta indecoroso.

Gracias a Oliver, la situación y la conversación se va haciendo más distendida. Es quien se encarga de sacar algunos temas de conversación. Mientras, Máxima continúa bebiendo a un ritmo frenético.

—Sé lo que estás haciendo — le dice Travis aprovechando que Oliver e Irene conversan al otro lado de la mesa, ajenos a ellos. Ella lo mira con los párpados a medio abrir debido al sopor de la bebida —. Tienes que parar — le ordena con tono rudo mientras la sujeta de la muñeca por debajo de la mesa.

—¿Por qué? ¿Paraste tú antes de presentarte aquí borracho como una cuba? — arremete contra él. Lo está castigando. Le está haciendo sentir lo que siente ella cuando lo ve así. Sus amigos la miran.

—Travis — lo llama Oliver —, ¿a qué te dedicas exactamente? — pregunta para cambiar de tema y rebajar la tensión.

—Pues... a nada — añade sin titubear y con una sonrisa mientras dirige la mirada hacia Oliver —. Justo hoy me han despedido — ella lo mira con los ojos muy abiertos.

¿Qué acaba de decir? ¿Despedido? ¿Cómo no se lo ha dicho antes? Si hubiera sabido que invitaba a la celebración de su ascenso a alguien a quien acaban de despedir, nunca lo hubiera hecho venir. Está claro que esa es la razón de su embriaguez. ¿Así es cómo hace frente a sus problemas? Lejos de compadecerlo, se prende su ira. Coge la servilleta de tela que tenía sobre las piernas y la pone sobre la mesa dando un golpe. Se levanta con violencia. No sabe a dónde ir, pero tiene que alejarse de ahí.

Oye cómo la llama a sus espaldas, pero no puede parar de andar. Se dirige al baño. Está algo mareada por el alcohol. Enfila un pasillo que atraviesa dando tumbos. Llega a otra sala del restaurante. Esta es más lujosa aún si cabe que la principal, donde ella se encontraba. Hay pocas mesas. Íntimo. La luz es tenue. Una de las paredes es una pecera enorme. Música clásica flota en el ambiente.

Parpadea un par de veces para enfocar bien. Observa a las personas allí sentadas. Todos elegantemente vestidos y disfrutando de sus carísimos platos de comida. Siente como de ellos emana esa naturalidad ostentosa y opulenta que sólo posee alguien que nació con el don de la riqueza y el lujo.

Entonces, alguien que sobresale por encima del resto de personas, llama su atención. Su pelo platino perfectamente peinado hacia atrás. Su traje a medida. Su tez pálida y sus ojos transparentes. No puede creerlo. Está ahí. Wellington. Sentado en una de las mesas frente a un hombre. Éste le da la espalda a ella. Por el perfil, siente que lo conoce. Lo ha visto antes, pero ¿dónde? Se mueve un poco hacia la derecha para poder verle bien la cara. ¿Quién es? El alcohol le nubla la vista y no piensa con claridad.

De repente, el hombre le entrega un maletín a Wellington, justo antes de levantarse para irse. Se dirige hacia la puerta. Ella se oculta un poco para que él no logre verla. Cuando está cerca de ella, lo reconoce. El asistente de August Leben.

¿Qué demonios hacen reunidos? Si era una cena de negocios, ¿por qué ella no estaba al tanto? ¿Qué había en ese maletín? ¿Qué estaba tramando? Posiblemente, sabía la respuesta a la última pregunta. Está actuando a sus espaldas. Quiere apartarla. Quiere hacerse él sólo con el contrato y colgarse la medalla. Puesto que Leben no sabe inglés no puede comunicarse con él, por eso lo hace con su ayudante. ¡A saber lo que firmó en su despacho el otro día! Ya se lo avisó el propio Wellington. Nadie es de fiar.

Está conmocionada. Se siente engañada. Traicionada. Y no tiene nada con lo que luchar. Ese hombre es superior a ella en todos los aspectos. Todos los sucesos que han tenido lugar en el día de hoy la abruman. El caos de los sentimientos reina en su interior. Comienza a hiperventilar. Tiene tanto en lo que pensar. Tiene que salir de ahí. Se gira y va hacia la salida de la estancia con decisión.

—¿Máxima?

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