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Capítulo 3

Cuidado con lo que se desea, podría cumplirse.

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Los golpes la despiertan. Alguien le pega fuertes patadas y puñetazos a la puerta de la entrada. Intenta levantarse para ver qué pasa, pero su madre le dice que no salga de la cama. Que aquello no es nada y que ya pasará. Pero los golpes no hacen más que ir en aumento. Su madre está nerviosa. Lleva días sin dormir bien. La navidad es siempre una época difícil. Él se desata. Más ahora que se ha mudado al piso de abajo y todo ha empeorado. Su madre no la deja ponerse zapatos cuando está en casa para que no haga ruido al caminar y que él sepa que están en casa. Se ha convertido en algo habitual verlo sentado en las escaleras, al lado del ascensor, cada mañana cuando salen del piso para ir al colegio. Siempre está ahí. Esperando. Nunca dice nada. Sólo las mira. Pero la mañana que sigue a esa noche fatídica no es una mañana cualquiera. Es el día de reyes. Para una niña de ocho años eso significa regalos, despreocupación, felicidad, juegos, chocolate caliente y golosinas. Para ella ese día significa no hacer ruido o el monstruo aparecerá. Cuando ella despierta, su madre ya está levantada. La mira desde el quicio de la puerta de su cuarto. En cuanto sus miradas se encuentran su madre se lleva el dedo índice a la boca y le indica que no haga ruido ni se baje de la cama. Ella obedece. Detrás de su madre aparece una bolsa blanca grande con varios paquetes envueltos en su interior. Regalos. Ella sonríe. Su madre lo intenta. Ella abre los regalos sin salir de la cama. En silencio. Ahí está todo lo que ha pedido. Está contenta. Y esa silenciosa felicidad se trasmite a su madre, que por un momento olvida que debe tapar el agujero que las patadas han dejado en la puerta de la entrada antes de que ella lo vea.

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Ha estado evitando mirarlo durante toda la reunión. De nuevo comete el error de creer que él la ha reconocido. De repente unos nudillos golpean la puerta de cristal. El hombre joven se ve obligado a salir unos momentos y le pide a ella que siga con la presentación en su ausencia. Así. Como si careciera de importancia. Así. Como si fuera algo que cualquiera pudiera hacer. Sudor. Calor. Frío. Mareo. El joven le da el mando de las diapositivas después de disculparse y antes de salir por la puerta dejándola sola.

Es la primera vez que prefiere que no la dejen sola. Cuando coge el mando casi se le cae al suelo. Los temblores de sus manos son tan intensos que tiene que soltar los papeles que sujeta para que los demás en la sala no lo noten. Tiene que hablar. Tiene que recuperar el control. Comienza a exponer las ideas principales de la estrategia que seguirán. 

En ningún momento sonríe a su público. En ningún momento adorna con palabras vanas lo que tiene que decir. Al contrario de su, ahora, compañero prófugo. Les habla mirando a las dispositivas, señalando los diagramas que en ellas se ven y explicando de forma clara y concisa los aspectos más relevantes. Su cerebro va a mil. Pese a saberse de memoria cada recóndito detalle. Tiene que traducir al inglés automáticamente las ideas en su cabeza. La barrera del idioma. Normalmente se esfuerza por corregir su acento y controlar los tiempos verbales. Aquí, la gramática pierde importancia ante la necesidad de ir rápido al grano y acabar con aquella tortura lo antes posible. 

Para cuando su compañero vuelve, ya prácticamente ha terminado. Lo que fueron cinco minutos le parece una eternidad. El joven pone la guinda final con unos cuantos comentarios que hacen sonreír a aquellos hombres imponentes. No hay aplausos. Se acercan y les estrechan la mano. A ambos. Todos los hombres, menos uno. Todos salen de la sala, menos uno. Y ella, que también permanece en la sala. 

Tiene que recoger los papeles, apagar el ordenador y borrar la pizarra. Está ensimismada. Intentando recuperarse de la vergüenza y el mal rato. Pensando en todos los errores que ha cometido al expresarse y como su voz temblaba y en si lo habrán notado. No para de decir que no con la cabeza mientras recoge. Incluso se insulta a sí misma en voz baja un par de veces en español. No se da cuenta de que no está sola.

—¿Quién eres tú? —esa voz le hiela la sangre. La reconoce de la noche en la discoteca. Cuántas veces tendrá que presentarse para que ese hombre reconozca su cara. Su sarcástico pensamiento la hace tener que contener una leve sonrisa.

Ella se gira para mirarle a la cara. Él sigue sentado en la misma silla. En la misma postura. Echado sobre la silla. Piernas cruzadas. Codo derecho sobre la mesa. Dos dedos bajo su ceja, gesto que le achina el ojo. Azul translúcido. Profundo. Cejas rubio platino. Entrecejo fruncido. Temible. Solemne. Único. El hombre la mira fijamente y sin parpadear. Alguien dijo una vez que los ojos son el espejo del alma. Si eso es así, el alma de aquel hombre es oscura. 

Ella no puede apartar los ojos de él. Por unos segundos es como si todo a su alrededor se congelase. La está mirando. La está viendo. Lo único que escucha son los golpes de su corazón desbocado contra su pecho. De repente el corazón aminora. Incluso le parece que se para. No hay sudores. Sus manos no tiemblan. Cuando se siente el peligro hay dos opciones. Huir y esconderse o recuperar el control y luchar. Escoge la segunda. No volverá a preguntar quién es ella. No volverá a ser invisible para nadie.

—Soy Máxima —su voz es clara y segura—. Máxima Baena, señor —esta última palabra la dice con un poco de retintín.

Su actitud ha cambiado. Ya no es la chica tímida con la cabeza baja. Ha activado el escudo. Su mirada ya no es agradable, sino de desprecio. Ahora ella tampoco parpadea. Tiene clavado sus ojos en los de él. Desafiante. No sabe bien por qué, pero el odio y los sentimientos reprimidos que hay en su interior están recorriendo su cuerpo. Desde la cabeza a sus manos. Las cuales ha apretado cerrándolas en un puño. Él representa todas las personas que la han ignorado, subestimado y pasado por encima. Él representa la superioridad. Sólo mirarlo le recuerda cuál es su sitio en el mundo y lo impedida que está para llegar lejos y alto en la vida. Esto es envidia. Es ira. 

La impotencia de saber que es inferior a él y que no hay nada que pueda hacer porque carece de lo que hay que tener para luchar por lo que quiere. Si es que alguna vez algo le gustó realmente tanto como para darlo todo por la causa. Lo que siente en ese momento, esa actitud es el resultado de darse cuenta de que la culpa de su desastrosa vida y sus mediocres resultados en sus estudios, su carrera o su vida social y sentimental no es culpa del sistema, ni de hombres como ese, sino suya. Sólo y exclusivamente. Aceptar que tiene limitaciones la pone furiosa. Su constante vergüenza. Su ansiedad social. Su timidez. El retraimiento. La introversión. Todo eso es su culpa. De nadie más. Esas son las verdaderas barreras y mirar a ese hombre se lo recuerda. No hay nadie a quien culpar por ello. ¿O sí?

—No eres de aquí —afirma él para sí mismo mientras empieza a levantarse, pero no pregunta de dónde es—. Has sido algo brusca. Adular y no ir directamente al grano no siempre está de más en estas situaciones. No olvides que tu trabajo es convencer —la voz es grave. Autoritaria. Habla lentamente. Ya no la mira. No espera a que ella conteste, se va dirección a la puerta.

—No es mi estilo, señor —responde sin dejar de mirarlo.

Él se para de espaldas a ella al escuchar esa frase. Gira la cabeza ligeramente, pero no lo suficiente para que ella le vea la cara. Sólo divisa la comisura izquierda de sus labios. Tiene la impresión de que se tuerce en una... ¿sonrisa? Lo observa a través de las paredes de cristal mientras se marcha. Desaparece de su vista. Ella nota un dolor palpitante en sus manos. Aún tiene los puños apretados. Los relaja. En la palma de las manos tiene unas señales rojas en forma de media luna.

Aquella cría tímida tenía los días contados en la empresa. Al menos eso piensa él al verla tartamudear en la sala de reuniones. Esa actitud cobarde ante la vida lo altera. No tiene tiempo para aguantar esa falta de personalidad y profesionalidad a estas alturas. 

Las personas lo cansan. A su alrededor no encontraba nada que fuera lo suficientemente estimulante como captar su atención de manera duradera en el tiempo. El alcohol. Las fiestas. Las mujeres sin nombre. Eso lo estimula. Por supuesto. Pero no lo suficiente. Su trabajo le gusta. Codearse con la alta dirección. Los viajes. La fama. El dinero. Que los demás lo vean como alguien inalcanzable y un ejemplo de éxito se la pone dura. Pero en lo que a su interior se refiere, sólo se encuentra la nada absoluta. 

Le gusta su trabajo, pero sus compañeros no son más que unos buitres hambrientos de poder con los que tiene que fingir ser quien no es. Tener contactos en la alta dirección está bien, pero la realidad es que tener que recibir órdenes de personas inútiles que han logrado ese puesto por ser "el hijo de" y a las que no respeta y cree inferiores lo amarga. Los viajes son fascinantes. A lugares recónditos e increíbles. Pero siempre por negocios. Nunca por placer. Lo cual se traduce en trabajar durante todo el día, salir de copas con clientes que le importan una mierda y soportar sus perversiones nocturnas o quedarse en el hotel de cinco estrellas para beber solo hasta quedarse dormido. La fama... ¿Qué decir de ella? No es más que un agujero oscuro y repugnante donde sólo hay gente falsa y vicio. El dinero puede pagarle un buen coche. Buenos restaurantes. Elegantes trajes. Un gran apartamento con vistas al edificio de la ópera. Un enorme, amplio y vacío apartamento. Vacío. Esa palabra lo define bien. 

Odia esa vida tanto como la amaba. Es como una droga. No importa lo mucho que tenga que vender su alma. Quiere más. No le importa cuántos cuellos tiene que pisar si eso le proporciona poder. Poder. Él tiene tanto y esa mojigata tan poco. Ni siquiera puede decirse que tuviera poder sobre ella misma. No controla ni los temblores de su cuerpo. ¿Cómo va a llegar a algo en la vida? 

No puede despedirla directamente. Esa chica ni siquiera trabaja para AusTech, pertenece a una agencia de publicidad subcontratada por ellos. La agencia ha planteado proyectos interesantes en el pasado por lo que AusTech quiso contratarla de forma indefinida, dándole más responsabilidades en otras áreas de marketing. 

Y ahí entra él. Director de marketing, ventas y planificación de negocios de AusTech. Básicamente es el canguro de todos los niñatos hípsters que sueñan con diseñar absurdos anuncios surrealistas y que sólo comen cosas con nombres raros y con pinta de alpiste de pájaro. Aquella lacra lo hace odiar una parte de su trabajo. Exactamente aquella parte que lo hace tener que bajar de su elegante, cómodo y luminoso despacho de cristal de la planta 11 a la oscura, estrecha y decepcionante planta 4. Pese a que esa reunión se ha llevado a cabo en otra planta, verla a ella le hace sentir que estaba en aquel antro. 

No la conoce. No la ha visto en su vida. O eso cree él. Pero su modosa actitud le dibuja una mueca de repulsión en la cara. Se fija en que ella no sonríe. Ni una vez. Dice lo que tiene que decir de manera rápida. Sin dejar razón a dudas. No está mal. Así el suplicio de escucharla durará poco. Aunque en su fuero interno tiene que admitir que ese sistema le gusta más que el de Johnson, que ahora se encuentra fuera de la sala resolviendo alguna urgencia. 

Johnson es un buen trabajador. Consigue contratos. Pero es un lameculos. Habla demasiado y cree que puede engañar a cualquiera con su labia. Lo cierto es que puede. Pero a él no. Alguna vez Johnson ha intentado pasarse de listo con él. No es de fiar. Vendería a su madre si con eso consiguiera un puesto de directivo. No le gusta. Otra razón más para no bajar a la 4. 

Ha acabado la reunión. Vuelve a fijarse en ella. Su inglés es correcto. Tiene acento. Extranjera. Por el color oscuro de su pelo y ojos y el bronceado de su piel piensa que es latina. No puede despedirla, pero puede divertirse a su costa un poco. Quiere ponerla nerviosa. Ver hasta dónde puede llegar. Permanece sentado. Observándola. Ella está de espaldas y diciendo palabras en voz baja en español. Está hablando sola. Ni siquiera ha reparado en su presencia. 

Cuando él le habla le gusta notar el pequeño y casi imperceptible respingo que da. Ella dice su nombre. Nombre extranjero. No lo recordará. Con desprecio y desgana critica su trabajo y se va. Antes de que salga por la puerta la chica le habla. Pero no reconoce la voz alterada y titubeante de hace unos minutos. Ahora es clara y desafiante. Esa mutación lo sorprende. Y que algo proveniente de la planta 4 lo sorprenda, le hace sonreír. 

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