Capítulo 29
Buscar a la persona ideal puede llevarte a buscar, no a una persona, sino a un ideal.
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Está sentada en el suelo, apoyada contra la pared, cuando escucha el pestillo correr y ve la puerta abrirse. "Pero bueno, ¿qué haces ahí?" le dice él con una sonrisa. "Supongo que es lo que pasa cuando se sale de casa sin permiso" añade cuando ella pasa por su lado al interior del apartamento. Cínico hijo de puta, piensa. No lo expresa. No va a darle esa satisfacción. Se cambia de ropa y se va al colegio. Tiene un aspecto horrible. Apenas ha dormido unas horas. Por suerte, los profesores tienen una buena noticia. Van a organizar un viaje con ellos. Van a ir a Lisboa. Será el primero que hacen todos juntos. La perspectiva de desaparecer unos días se le antoja maravillosa. Un sueño hecho realidad que ojalá no tuviera que acabar nunca. Toda la clase aplaude a causa de la emoción. Ella mira a Axel, Aria y Elías. Se fija en cómo sonríen. En cómo, antes de que la profesora termine de hablar, ya están haciendo planes y organizándose para que los cuatro compartan habitación. Por un segundo, el jaleo que invade el aula parece esfumarse. Sólo los ve a ellos tres. La imagen es tan hermosa que le da ganas de llorar. No sabe qué sería sin ellos. Sin las bromas verdes de Elías. Sin el calor del apoyo incondicional de Axel. Sin la alegría perpetua y la estridente risa de Aria. Ese sonido era música para sus oídos. Aria era capaz de hacer desaparecer todos los nubarrones que se cernían sobre ella con sólo una sonrisa. Mantenía sus monstruos a raya con sus locas ocurrencias que tanto adoraba. Sin ellos, se hubiera perdido hace mucho tiempo. Ella nunca les ha dicho lo que significan en su vida. Son sus hermanos. Su familia.
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El club náutico no es más que un par de lanchas y un muelle. El bar es una cabaña de madera con el techo de paja. Tiene unas mesas mirando hacia el río. La vista es preciosa. Hay gente bañándose en la orilla.
Se sientan en una de las mesas y piden algo de comer. Un chico joven se acerca a Travis cuando éste va a sentarse y lo saluda. Se abrazan y ríen preguntándose sobre sus vidas. El chico enumera una serie de personas, cuyos nombres a ella no le dicen nada, con las que está. Travis se va con él para saludarlos, dejándola sola con Roger.
Nunca ha estado a solas con él. Le resulta un poco violento. No sabe muy bien de qué hablar. Así que decide sonreírle y girar la vista hacia el paisaje. Quizás así él también decida ir a hablar con esas personas y de ese modo se ahorre la incómoda conversación.
— Precioso, ¿verdad? — parece que Roger no va a perder la ocasión de socializar — ¿Qué tal la vida en la gran ciudad, querida? Trav me dijo que vivías en Sydney y que eras una gran dibujante. Me encantaría ver tus dibujos algún día — le propone con una sonrisa que arruga la piel alrededor de sus ojos, achinándonos por completo. Es el mismo azul. La misma tez tostada. El pelo es lo único distinto. Él lo tiene completamente lacio y Travis ondulado. Lo mira y lo ve a él. Y eso, le preocupa.
— No me puedo quejar — contesta risueña, pero cortante — Por supuesto, señor Jones, será un placer enseñarle mis bocetos — "ni de coña" — Hoy, por desgracia no los traigo — "están en el coche" —, pero en otra ocasión.
Le sonríe hasta que él le devuelve el gesto, convencido de que en algún momento verá sus trabajos. Pobre iluso. Ella siempre usa esa actitud falsa. Prefiere seguir la corriente para evitar encontronazos y luego hacer lo que quiere. En otras palabras, engaña y manipula. No es muy distinta de Wellington, piensa. La única diferencia, es que ella siente cierto remordimiento por haber sido tan falsa con el pobre hombre que tiene frente a ella.
— Gracias — le dice Roger — Gracias por haberlo traído — ella no entiende a qué se refiere — No viene mucho por aquí, ¿sabes? — la sonrisa perenne le desaparece del rostro — La casa... no puede verla. Y, en cierto modo, pese a echarlo mucho de menos, me alegro de que no venga. Verlo mirarla me hace recordar que yo fui el culpable de perder lo que teníamos — apoya el codo en la mesa y se tapa la cara con la mano. Máxima reza por que no se eche a llorar. Nunca sabe qué hacer en momentos así y las lágrimas la ponen nerviosa. El pobre hombre parece recomponerse — Si está aquí hoy es por ti — vuelve a sonreír, pero esta vez, sus ojos no — Gracias.
Lo mira fijamente. Algo en su forma de agradecerle la visita la ha emocionado. Pero, en seguida, el hecho de imaginarlo borracho y endeudado mientras su hijo se rompía el lomo trayendo dinero a casa hace desaparecer ese sentimiento. Quiere preguntarle tantas cosas. Las palabras le queman la lengua, pero no es nadie para echarle en cara nada. Lo sabe. Por eso calla.
— ¿Cómo era? — decide que esa pregunta será menos agresiva que las otras que tiene en la cabeza — De pequeño. Antes de... — hace una pausa — todo.
— Un comilón — responde Roger sin dudar. Ella ríe, esta vez, sinceramente. Lo ha visto comer y puede dar fe — Comía a todas horas. Hacíamos la compra y, al día siguiente, la nevera ya estaba vacía — las risas se hacen más sonoras — No, ya en serio. Era bueno. El mejor. Siempre preocupado por el bien de sus seres queridos. Siempre dispuesto a ayudar a quien hiciera falta. Muy trabajador. Le encantaban las flores. Su madre le inculcó esa pasión — al pensar en esa mujer, ella nota como el rostro de él se entristece — Eleanor y él — un calambre recorre su cuerpo al oír ese nombre. Sus pupilas se dilatan, oscureciendo su mirada. Su gesto se tuerce de manera casi imperceptible. La respiración se le acelera.
— Eleanor... — susurra, olvidando por completo la presencia de Roger.
— Sí, así se llama su madre. Significa ardor del sol. ¿No es hermoso? — ella lo mira, seria. Hace un enorme esfuerzo por asentir — En fin — continúa sin percatarse del cambio en la actitud de Máxima — se pasaban los días enteros en el campo. Sembrando y recogiendo flores. La relación de un hijo con su madre es algo único, ¿no crees? — vuelve a asentir. No se encuentra bien. Está algo mareada. Quizás sea el calor.
Antes de que pueda contestar, Travis regresa y se sienta a la mesa. Viene contento y animado. Se ha reencontrado con amistades de la infancia que hacía tiempo que no veía y se ha puesto al día.
Piden de comer. Charlan un poco sobre lo poco que ha cambiado ese sitio. Al parecer, todo está igual que hace cinco años. Está muy atenta a lo que cuentan. Le explican varias curiosidades del lugar y algunas anécdotas divertidas. Travis le habla de por qué ese suelo y esa localización es perfecta para el cultivo. Entre el acento y los tecnicismos, no es que se entere muy bien, pero verlo así de entregado le produce una sensación muy grata. No suele verlo motivado. Le gusta ese nuevo Travis que está conociendo.
Las jarras de cerveza invaden la mesa con determinación. Todos beben. Se ha fijado en la cualidad del padre para disimular la cantidad de alcohol que ingiere. Se levanta constantemente a limpiar la mesa de vasos y trae tres nuevos. Su capacidad para ser entendible va menguando. Pero eso no le impide seguir hablando. Lo hace con gracia y sin parar. Cuenta toda serie de cosas interesantes. Es encantador y siempre está pendiente de su bienestar. Ese hombre la desconcierta. Rompe sus esquemas. No cree que sea mala persona. Sólo está enfermo. Lo cierto es que siente cierta pena por él. Le está cogiendo cierto cariño.
Ella se levanta y se excusa diciendo que va a ir al baño. En cuanto se quedan solos, el padre pone la mano sobre el hombro de Travis y le sonríe.
— Es fantástica — le dice — Inteligente y guapa. ¿Qué más se puede pedir? — añade dándole unos golpecitos en la espalda.
— Demasiado inteligente — afirma Travis — A veces, pienso que no puedo seguirle el ritmo — admite. Lleva tiempo pensándolo, pero nunca lo había expresado en voz alta. Ahora que lo hace, le resulta más real — Su mundo interior es tan amplio que no se ni por dónde empezar.
— Me he fijado. Es muy callada.
— No te haces idea de hasta qué punto. A su lado, soy un charlatán, ¿te lo puedes creer? — pregunta riendo amargamente en un suspiro y meneando la cabeza.
— ¿La quieres? — pregunta su padre. Él asiente — ¿Se lo has dicho? — él niega — ¿A qué esperas?
Esa era una buena pregunta. ¿Por qué no se lo dijo en las múltiples ocasiones en las que lo sintió? Ante su padre, se encoge de hombros, pero, en su interior, sabe la respuesta. Tiene miedo. No de abrirse. No de sentir. Tiene miedo porque sabe que será demasiado para Máxima. Tiene la certeza de que si pronuncia esas palabras será el fin de su relación. Será un hombre con pocos recursos, pero no es estúpido. La conoce bien. Sabe que no debe esperar una expresión verbal de sus sentimientos. Tan bien como sabe que no debe declararle los suyos.
— Voy a pedir la cuenta — responde a su padre. Le hace un gesto al camarero, que se acerca — ¿Cuánto es?
— Está todo pagado. Esa morena de allí se ha encargado de todo — señala a Máxima, que está en la barra guardando la cartera en el bolso.
Sabía que no la dejaría pagar, por eso ha dicho que iba al baño y ha aprovechado para hacerlo a sus espaldas. Nunca ha hablado con él de dinero. No sabe cuánto cobra ni si aún está pagando el terreno donde vive. Pese a eso, sabe que el dinero no le sobra. Más aún, ahora que sabe que le da parte de su sueldo a su padre y que le quedan deudas que pagar en el pueblo.
La cuenta ha sido elevada. Es una zona turística y es Sydney al fin y al cabo. Aquí todo es caro. Ella tiene dinero, está ahorrando mucho. Su apartamento es barato y su sueldo no está mal. Puede permitirse pagar este tipo de cosas sin pestañear.
Después de tomar un café, se despiden y se van. Al parecer, el viaje no ha hecho más que empezar. Van a pasar la noche en un lugar llamado Port Stephens. A dos horas y media al norte de la ciudad.
— No tenías por qué hacerlo — le dice Travis una vez que están dentro del coche. Se refiere a pagar. Ella tenía sus dudas sobre si le sacaría el tema o se lo callaría, como siempre — Este viaje corre de mi cuenta.
— Lo siento, mi religión millennial me impide no pagarlo todo a medias. Tú pagaste la gasolina, yo pago la comida. Simple — mejor atacar el tema con humor y ocultar las verdaderas razones de ese acto. Él continúa serio — ¡Venga! ¡No seas carca! He hecho mis cálculos y... con que treintaicinco añazos, ¿eh? — dice cómicamente mientras le da un leve codazo en el costado — Vaya, eres casi un pederasta — bromea riendo.
— Jovencita, como siga así voy a tener que castigarla — dice poniendo el dedo índice en alto y moviéndolo como si estuviera reprendiéndola. Ella coge su mano y deposita un beso en ella. Ambos se sorprenden por ese gesto cariñoso tan fortuito — ¿Y tú? ¿Cuántos años tienes?
— Diecisiete. ¡Policía! — grita por la ventanilla mientras se carcajea. Él le coge el muslo a la altura de la rodilla y aprieta, haciendo que ella de un respingo debido a las cosquillas que le produce. Con las dos manos, intenta zafarse de su agarre mientras convulsiona y ríe a causa del cosquilleo. Cuando se lo quita de encima y recupera la compostura, añade — Veintiséis. Tengo Veintiséis. Y medio, por si eso te hace sentir menos pervertido — dice mordiéndose los labios para aguantar la risa y separando sus piernas de él antes de que vuelva a cogerla — Pon las manos en el volante. Vas a hacer que nos matemos — intenta disuadirlo — Esta forma que tenéis de conducir al revés es horrible e innecesaria. Al menos, con la moto no soy tan consciente.
— Eres tan europea — dice con un tono que casi parece un insulto, pero sin dejar de sonreír. Eso la despista.
— Y tú tan australiano — responde sacando la lengua — ¿Quién era esa tía? La rubia — pregunta de repente.
— Joder, menudo giro a la conversación — contesta, sin poder ocultar que lo ha cogido totalmente desprevenido — Una antigua amiga con la que...
— ¿Hacías galletas? — lo interrumpe. Quiere saberlo cuanto antes.
— Sí — simple y llanamente. Ella sabe que él tiene derecho a tener su pasado. Sabe que no es razonable, pero le molesta. Pensar en imaginárselo con otra le repugna.
— ¿Cuántas ha habido? — no quiere saberlo, pero no puede dejar de preguntar.
— Seis. Siete — se corrige, señalándola a ella con un gesto de la cabeza — Nunca nada serio. Más bien relaciones intermitentes. Hasta que... en fin... te conocí — titubea — ¿Y tú? ¿Hubo alguien después de aquel chico?
Por unos segundos, duda si decir la verdad. Lo cierto es que siempre ha intentado evitar el tema del sexo. Incluso con sus amigos. Es algo muy personal. Vive en un mundo donde la gente queda para follar y luego no vuelven a verse. Donde decir cuál es tu color favorito es más íntimo que tirarte a alguien en el baño cochambroso de alguna discoteca cutre. Ella nunca se ha sentido identificada con esa forma de ver el sexo. Exige más. Mucho más. Lo cual la ha llevado a tener una escueta lista de amantes.
— Uno — se sincera — Tres en total.
— Uno — repite, pensativo — ¿Cuánto hacía que no estabas con nadie? — ella cree saber a dónde quiere llegar y no le gusta.
— Desde anoche — responde, irónicamente. Automáticamente, el chasquea la lengua. Es imposible hablar nada serio con ella — Tres años — dice al fin. Su gesto se endurece. Ella conoce sus razones, pero la gente no suele comprenderlas.
— Joder — susurra. El silencio se hace con el interior de la camioneta — ¿Por qué no me lo dijiste? — pregunta Travis, después de unos minutos que se hacen eternos — Yo... habría sido... más cuidadoso — esa afirmación le pone la piel de gallina. El hecho de que él piense que ha podido hacerle daño y que eso lo atormente, en cierto modo, la reconforta.
— Ni de puta coña — comienza, vocalizando bien para que la entienda —, cambiaría uno sólo de los movimientos de esa noche. ¿Me he explicado con claridad? — lo mira fijamente. Con solemnidad y sin reír. Quiere dejar claro que habla muy en serio. Él, mirando a la carretera, le pone la mano sobre el muslo.
— ¿Por qué sólo uno? — continúa Travis.
— ¿Sinceramente? Probé con uno, una vez. Y fue más que suficiente, no sé si me entiendes — dice poniendo cara de indiferencia y lanzando un soplido de resignación — En serio, el porno os hace mucho daño. La experiencia fue tan insulsa que decidí que, para eso, era mejor nada. Así que preferí esperar a que alguien removiera algo en mi interior antes de comer galletas con él. Simple. Hubo algunos candidatos, pero... — lanza una pedorreta al aire y pone el pulgar hacia abajo — No me sentía atraída por nadie. ¿Para qué molestarme?
— ¿Y eso? ¿Tenía que ver con que aún tenías a tu ex en la cabeza?
— No — contesta — Nuestra relación me volvió exigente — él frunce el ceño. No termina de comprender a lo que se refiere. Ella lo nota — A ver — comienza — Imagina que quieres comprarte una chaqueta — le pondrá un ejemplo sencillo — Ya has tenido varias a lo largo de tu vida y sabes cómo quieres que sea y cómo quieres que no sea — Travis asiente — Así que te haces una idea en la mente de lo que buscas. La quieres con cuadros escoceses. Con una solapa verde. El forro rojo. Que sea tipo blazer — Travis pone cara de asco ante tal descripción — Es un ejemplo — se defiende ella — La cuestión es, que sabes lo que quieres. Así que, cada vez que pasas por una tienda, entras y vas directo a la sección de blazers. Los miras y los analizas. Ninguno se corresponde con la idea que te has hecho en la cabeza. De modo que no compras ninguno. Y así pasa el tiempo. El blazer que has ido creando en tu cabeza se idealiza y los que ves en los escaparates van resultándote cada vez más ordinarios. No tienen ningún defecto, pero tú no los quieres. No es por exigencia. No es porque busques lo mejor. El resto de chaquetas pueden ser más bonitas, de mejor calidad o más elegantes que la que tú quieres, pero no son perfectas para ti. Y no tienes prisa en comprarte la primera que encuentres, porque a ti ir sin abrigar no te da miedo. Lo mismo me pasa a mí con las personas. Sé lo que quiero y sé lo que no quiero. Y no me da miedo estar sola y sin el abrigo de alguien que me quiera. Así que cuando compro un blazer, es porque es especial. Para mí. Con sus defectos y sus virtudes. ¿Entiendes?
— Así que soy un blazer — responde risueño. Sólo ella es capaz de usar una analogía de moda para hablar de la vida y el amor.
— ¿Tú? — suelta una risa — Tú eres más bien como una sudadera ajada — Travis, sin dar crédito, abre mucho los ojos y se gira para mirarla. Antes de que él vuelva a hacerle cosquillas, ella dice — ¡Espera! ¡Déjame explicarme! — apenas puede hablar de la risa — Tú eres esa sudadera al fondo del armario. La que te compraste dos tallas más grande. La que te dura toda la vida y jamás quieres cambiar. De tanto ponértela, hasta está desgastada. Pero no importa, porque es tu favorita. Porque es única. Ella nunca decepciona. Va bien con todo y su calor es el más confortable. Tú eres esa sudadera que te acompaña toda la vida — suspira. Quizás no sea la forma más tradicional de decirle a alguien que le quieres, pero es su forma. Quiere estar con él. Punto.
Cuando llegan al hotel, situado cerca de la playa, el sol se está poniendo. Invade todo el cielo de colores naranjas. Ella se dispone a sacar su maleta, pero él la frena, la coge del brazo y la lleva hasta la playa. Y se quedan allí, de pie, contemplando la inmensidad del océano y la puesta de sol. No sabe muy bien porque la ha traído con tanta prisa hasta allí. Entonces, ve algo increíble. Decenas de canguros salen de la nada, saltando cerca de la orilla. De todos los tamaños. Ve sus siluetas de un lado a otro. Con sus largas orejas y sus fuertes patas traseras. Es una visión hermosa. La belleza de la naturaleza australiana a la que está accediendo de la mano de Travis es, sin duda, lo más inolvidable que presenciará jamás. La magnificencia del mundo la deja sin palabras.
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