Capítulo 28
¿Es más valiente quien se atreve a sentir y se expone a sufrir o el que evita ambas?
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Cuando despierta a la mañana siguiente, la puerta de su cuarto está abierta. Ha estado encerrada casi un día entero. Ni una sola vez golpeó la puerta o gritó en busca de una respuesta. No va a darle lo que él quiere. La única arma con la que él cuenta es el miedo. Sembrar el pánico en las personas que lo rodean. Así consigue lo que quiere. Y ella no va a ponérselo en bandeja. Tendrá que ser más cabrón si quiere hundir su moral. Ni siquiera le menciona el asunto. Sabe que eso lo desconcierta. De nuevo, la misma rutina. La lleva al colegio. No hablan por el camino. Va a clase. Olvida. Disfruta de sus amigos. Ríe. Vuelve a casa. Sonrisa borrada. Esta vez no cometerá el mismo error. Ha aprendido a asentir y a hacer lo que le da la real la gana por la espalda. Así que eso hace. Espera a que sea la hora de irse con su madre, coge sus cosas y sale por la puerta. Él sale corriendo detrás de ella. La sujeta del brazo y la zarandea. Le hace daño. Le grita tan fuerte que incluso le escupe mientras lo hace. La vecina, al oír los gritos, sale de la casa. Él no tiene más remedio que dejar ir a la chica. Cuando regresa, unas horas más tarde, no puede entrar en el piso. La puerta tiene el pestillo echado por dentro. Llama un par de veces al timbre. No hay respuesta. Sólo escucha los leves ladridos y los lloriqueos del perro al otro lado. Sólo tiene que subir una planta y podrá dormir con su madre. Pero tendrá que contarle que él no le abre y no quiere preocuparla. Nunca le cuenta las cosas que él le hace vivir. Esa noche, duerme en el frío y duro suelo del descansillo.
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Nunca antes había contado la historia de la manera en la que lo ha hecho ahora con él. Por supuesto, sus amigos lo sabían, pero ellos lo sabían todo de ella. Esto es distinto. Ha confiado lo suficiente en otro ser humano como para ser sincera y transparente. Por un lado, siente que se ha liberado de alguna carga. Por otro, se siente expuesta.
Su vida siempre había sido de dominio público. Por mucho que ella no quisiera ver la realidad, ésta era que todos a su alrededor conocían la situación en la que se veía obligada a vivir. Amigos, profesores, vecinos, jueces, psicólogos. En definitiva, todos conocían, al menos los pormenores, de su relación con su monstruo. Eso nunca le gustó. Siempre intentó ocultar su intimidad. Quizás por eso, hoy en día, sigue haciéndolo con cosas sin importancia. La costumbre es fuerte. Cuesta deshacerse de ella y, mucho más, cambiar.
— ¿Estás lista? — dice una voz desde el dormitorio. Esa pregunta la distrae de sus cavilaciones.
— ¿Para qué, exactamente? — Travis va al salón, donde se encuentra ella. Por el brillo en sus ojos, sabe que tiene algo entre manos. La mira de arriba abajo. Vaqueros, camiseta y...
— Necesitas unos botines — ella baja la vista en busca de sus pies descalzos — Aquí no tienes más que esos horribles zapatos de tacón de aguja — dice él mientras se pone una camiseta — Deberías dejar algo de ropa aquí — Máxima, que había dejado de escuchar en cuanto esos abdominales aparecieron en el salón, reacciona ante esa última frase.
Se queda muy quieta. Con los ojos como platos. Asimilando el significado de esas palabras. Lo mira de reojo. Él parece no percatarse. Está sentado en un sillón poniéndose los zapatos. Siempre tan ajeno y natural. Por supuesto, ella sabe que Travis es una persona básica. Alguien que no necesita grandes riquezas ni valiosas cosas materiales para ser feliz. No lo altera la necesidad de logros. Ni personales ni laborales. En definitiva, alguien sin inquietudes.
Eso le da ese halo de franca sencillez y espontaneidad que tanto llama la atención de Máxima. Ella es tan distinta. Le da mil vueltas a todo. Se lo plantea todo antes de actuar. Incluso antes de hablar. Analiza todos los puntos de vista antes de tomar una decisión. Él, en cambio, es capaz de decirle, en cubierto, que las puertas de su casa están abiertas para ella. Y hacerlo con una simplicidad pasmosa. Ella ni siquiera ha sido capaz de invitarlo a pasar una noche en su apartamento. Y él le acaba de ofrecer un espacio para ella y sus cosas todas las noches y días que fueran necesarios. Ahí radica la diferencia entre ambos. Uno, entregado a dar lo poco que tiene. Otra, recelosa de su privacidad e intimidad.
— No importa, los compraremos en Maroota. Junto con algo de ropa cómoda — ella eleva sus manos y encoge los hombros mostrando su desconcierto — Vamos de viaje. Voy a enseñarte dónde nací — le responde con esa sonrisa de medio lado que le hace parecer un niño travieso.
En cuestión de minutos, están entrando en el pueblo. Tiene una población de unos trescientos habitantes. Está plagado de tierras cultivadas. La agricultura es el negocio principal. Tiempo atrás habían sido el centro de extracción de arena y grava.
Después de varios kilómetros de cultivos y graneros, comienzan a surgir rústicas casas a ambos lados de la carretera. La cual atraviesa el pueblo. Alrededor de él todo son montañas y vegetación de un verde intenso.
Hay mucho comercio. Muchas tiendecitas que ofertan cosas de todo tipo. Ultramarinos, ferreterías, cafeterías, textil. Allí es a dónde se dirigen. Aparcan con facilidad frente a la puerta, se bajan y entran en la tienda. Ella analiza la ropa que allí se vende. No es su estilo. Hay una montaña enorme de camisetas en el medio bajo un cartel que pone "Todo a un dólar". Ni siquiera de acerca.
— Mejor comprar los botines cuanto antes y salir de aquí antes de que el espíritu de la moda cutre me posea y necesite un exorcismo — dice, tirando de humor negro. Él voltea los ojos. A veces olvida lo esnob que es.
— No puedo creerlo... — una voz femenina a sus espaldas los hace girarse. Es una chica. Joven. De unos treinta y tantos. Delgada. Rubia. "Parece que es en este país donde se esconden todos los rubios naturales del mundo" bromea para sí — ¡Travis Jones! — exclama con alegría. Demasiada, piensa Máxima, que ya ha puesto su cara de zorra en reposo — ¡Ven aquí! ¡Dame un abrazo! — y sin más dilación, la chica se lanza a los brazos de él y rodea su cadera con sus piernas — Dios mío, ¿cuánto tiempo hace? ¿cuándo nos vimos por última vez? — pregunta, una vez que se suelta de él.
— Años. No sabía que trabajabas aquí. ¡Cuánto me alegro de verte! — responde él con una sonrisa de oreja a oreja. Máxima tose, en un intento de interrumpir una conversación que, sin duda, quiere evitar presenciar. Ambos la miran — Ah, sí. Necesitamos unos botines — al usar el plural, la chica tuerce el gesto. Le da un par de modelos para que se los pruebe. Mientras, la intensa chica continúa haciéndole preguntas personales a Travis.
— ¿Dónde trabajas? ¿Sigues viviendo en el río? ¿Qué tal está Roger? — su voz es como un taladro. Máxima está agachada poniéndose los botines y aprovecha que nadie le ve la cara para poner los ojos en blanco. Está claro que lo conoce bien. No sabe por qué, pero eso le molesta sobre manera. Cuando levanta la vista para decidirse por uno de los zapatos, ve como ella tiene su mano puesta sobre el hombro de él.
— Estos... — habla subiendo el tono para hacerse oír — ...tienen una tara — dice sujetando el botín con desgana entre los dedos gordo e índice, como si, al tocarlos, pudieran transmitirle algún tipo de enfermedad — Así que me llevo los otros. Gracias.
— Espero verte más a menudo — se despide la empleada una vez que pagan, dirigiéndose sólo a él.
De vuelta en el coche, reina el silencio. Si hace algún comentario, se pondrá al mismo nivel que él cuando habla de Oliver y, si no lo hace, la curiosidad de saber si sus sospechas son ciertas la terminará matando. Lo mira de reojo. Sabe que él está esperando a que ella diga algo. A veces, odia esa comunicación no verbal que tienen.
— Te mueres por saber... — dice él con una sonrisa pícara, sin desviar la mirada de la carretera.
Ella no contesta. Se limita a mirar el paisaje por la ventanilla. Están saliendo del pueblo. Alejándose de la civilización. Los cultivos han ido desapareciendo dando lugar a un vasto y árido terreno cubierto de pequeños arbustos verdes. La carretera tiene muchas curvas y algunas leves inclinaciones debido a lo montañoso del lugar. De repente, aparece antes ellos un magnífico y azul río que parece acompañarlos en el viaje. El río Hawkesbury. Van paralelos a él. Es ancho y brillante. En él se puede ver reflejado el cielo y el radiante sol.
Al cabo de un tiempo, lo enfilan hasta llegar a una explanada justo en la orilla. Hay un sinfín de bungalós que se alquilan para vacaciones y roulottes aparcadas. Recorren el lugar hasta que, frente a una caravana blanca y algo destartalada, aparcan. Se bajan. Ella no entiende muy bien por qué la ha llevado a una especie de parque de caravanas en mitad de la nada.
Ve cómo Travis se acerca a la puerta de la caravana y llama a la puerta. Nadie abre. Vuelve a llamar, esta vez, con más fuerza. Una voz aguardentosa sale del interior del vehículo. Se escuchan unos pasos y como si algunos cacharros de cocina cayeran estrepitosamente al suelo. Se abre la puerta. Roger.
La ha traído a casa de su padre. El hombre, con cara de acabarse de despertar, se sorprende al verlos. Reacciona abrazando a su hijo con fuerza y luego a ella. Al hacerlo, ella nota el olor a alcohol. Le dan ganas de arrugar la nariz ante el agrio aroma, pero, en vez de eso, le devuelve el abrazo, sonríe y le dice que se alegra de volver a verlo. Aún no sabe si ese hombre tiene su simpatía o no. Es una persona agradable y amable, pero su estilo de vida le hace daño a su hijo. Y si Travis decidiera seguir los pasos de su padre, terminaría por hacerle daño a ella. Así que aún tiene su opinión sobre él en versión beta.
Roger hace el ademán de invitarlos a entrar, pero recuerda el estado en el que se encuentra su cubículo y decide que será mejor ir a la cafetería del club náutico. Dan un paseo por la orilla del río hasta llegar al bar. Roger se entretiene saludando a unos vecinos.
— ¿Ves aquella casa de allí? — le pregunta Travis señalando un trozo de terreno en la orilla de enfrente. En ese punto, confluyen el Hawkesbury y el Webbs Creek, formando una punta de flecha perfecta suspendida entre ambos ríos. Justo en el vértice de la flecha, una casa. Blanca. Grande. Con amplios ventanales. El techo de tejas verde oscuro se mimetizan con el color de los árboles que la rodean — Ahí vivía cuando era pequeño — le cuenta con una sonrisa nostálgica en el rostro.
— Es una casa maravillosa, Travis. Fuiste muy afortunado de criarte en un sitio así — le contesta ella emocionada al imaginar a un pequeño de ojos turquesa correteando por aquel páramo.
— ¿Ves las tierras de atrás? Justo en la ladera de la montaña. Esa tierra es ideal para cultivar zarzos. Algún día las compraré y los plantaré por todos lados — dice poniéndole el brazo por encima del hombro y besándole la coronilla — Cuando mi madre se fue, mi padre lo pasó mal — ella busca a Roger, que está a unos metros de ellos hablando animadamente con otras personas — Supongo que mal es quedarse corto. La cuestión es... — continúa, negando con la cabeza — que perdió el trabajo. Si con dos sueldos ya era difícil mantener una casa y unas tierras, con ninguno ya era imposible. Así que empecé a trabajar. Comencé en el bar de Dorothy. Ella fue buena conmigo, es una gran mujer — se calla y la mira — Jamás le digas que he dicho eso — ella sonríe — Al sentir lo que era ganar dinero, el estudio perdió sentido. No es que fuera un estudiante modelo. Así que trabajar y estudiar al mismo tiempo estaba totalmente descartado. Dejé el instituto y acepté un segundo trabajo en el aserradero.
— ¿Y tu padre? — pregunta ella con algo de malicia en la voz. No termina de comprender cómo un adulto permitió que su hijo dejara los estudios y tuviera dos trabajos, mientras él se gastaba su dinero en los bares del pueblo. ¿Conocería a un padre responsable alguna vez?
— Él no encontró nada — responde mirando hacia el suelo. Fin del turno de preguntas — Allí, en el aserradero, conocí a un ebanista muy amable que nos compraba madera muy especial. Era parecido a ti. Callado y taciturno — ella le pega un suave pellizco en la barriga para hacerle cosquillas. Él da un respingo y le sujeta las manos mientras ríe — Nos caímos bien. Me invitó a visitar su taller. Nunca olvidaré el olor a madera y barniz que envolvía aquel ambiente. Me contrató como ayudante, así que dejé el aserradero y ya sólo aparecía por el bar para echar una mano de vez en cuando. Él me enseñó todo lo que sé sobre la fabricación de muebles — su voz se apaga — Perdimos la casa — continúa con voz bronca — Mis tíos, los dueños del bistró, nos dejaron la caravana que has visto.
— ¿Son tus tíos? No lo sabía — dice ella, sorprendida.
— Bueno, no lo son realmente, pero me he criado con ellos así que es como si lo fueran. Allí vivimos durante años. En este mismo lugar. Cada día me despertaba, miraba la orilla de enfrente y veía lo que había perdido. Me resultaba insoportable. Pero dejar a mi padre sólo en su situación lo era aún más. Así que aguanté. El año que cumplí los treinta, el señor Allen, el ebanista, falleció. Y me quedé sin trabajo. En el pueblo, nadie quería saber de nosotros — ella no necesita preguntar para saber la razón. Su padre — Debíamos mucho dinero a mucha gente. Así que me fui a buscar algo a la ciudad y ahí me topé con AusTech. Y allí llevo trabajando cinco años ¿Quién me iba a decir a mí que terminaría trabajando para esos... — se calla de inmediato al entender que tiene delante a una potencial candidata a pertenecer a ese grupo — encantadores explotadores? — no pudo contenerse.
— Era dinero — dice Máxima — Lo necesitabas. Sólo alguien con el estómago lleno y la cama caliente o un idiota antepondría sus absurdos principios anticapitalistas a un trabajo remunerado — siempre intenta guardarse sus opiniones políticas, pero no ha podido remediar expresar lo que piensa realmente. Considera que los principios están bien siempre y cuando no rivalicen con la calidad de vida del individuo. Lo que significa, que carece de ellos. Sobrevivir. Ese es el objetivo. El instinto más fuerte y, a la vez, más básico, que posee el ser humano. Ella tiene claro que sobrevivirá a lo que haga falta y, si para eso, tiene que faltar a sus ideales, lo hará sin pestañear. La política le parece una trampa. La democracia una farsa. Y los políticos... mejor no hablar de ellos.
— Ya — responde mirando al horizonte. Los rayos de sol caen sobre su pelo convirtiéndolo en brillante oro y se cuelan en sus ojos haciéndolos resplandecer — Tienes razón en cuanto al dinero. Gané el suficiente como para poder comprar el terreno del bosque y construir la cabaña. También para ayudar a mi padre, que pareció mejorar o, al menos, de eso quise convencerme. Y aquí estoy — dice imitando las palabras que ella había dicho esa mañana.
— Y aquí estamos — le responde ella con una sonrisa.
Se miran durante un rato. Bajo el caluroso sol. Alma con alma. Corazón con corazón. Hasta que la pequeña distancia que los separa les resulta insoportable y se funden en un beso lento y profundo.
Ella nota que ese beso es diferente a todos los demás. Algo se ha removido en su interior al chocar contra sus labios. Algo tan fuerte que no le permite dejar de besarlo. Todo lo contrario, lo aprieta con más fuerza hacia sí. Siente como todo a su alrededor desaparece. Está construyendo una vida con alguien. Con él. Y se siente plena, completa. Hasta tal punto que se ha confiado. Vuelve a caer en la trampa de olvidar lo fácil que es acostumbrarse a algo bueno y lo duro que le resultó, en ocasiones pasadas, deshacerse del abandono y el olvido. Pero ya es tarde. Su corazón ha abierto las puertas.
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