Capítulo 26
Lo que complica la vida es lo que la hace hermosa y única.
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Abre el chat y lee el mensaje. Por la foto de perfil reconoce de quien se trata. Es el chico callado amigo de "su elección". Jamás han hablado. Ni siquiera sabe cómo se llama. ¿Por qué le escribe? Pronto averigua la respuesta. Resulta ser un mandado para hacerle saber que el otro chico tiene novia y que, ella, no es de su interés. Tantas molestias por algo a lo que no le da importancia en absoluto. No ha sido más que un juego absurdo. Por aburrimiento. Lo extraño es que ese chico, después de darle el mensaje, continúa hablando con ella. Al principio, es un insolente que la incordia continuamente. Ella contesta a su irreverencia con osadía. Y así pasan días, semanas y un par de meses. Lo que antes le molestaba de él, se ha vuelto adorable. La chulería con la que ella le respondía ahora lo hace reír. Los insultos se han convertido en largas e interesantes conversaciones sobre sus vidas y gustos, inquietudes y sueños. Pero dejan en el tintero el tema más importante, sus sentimientos. Ambos son una constante competición por ver quién es el más tímido. Se ven en los recreos del colegio. No se dirigen una palabra. Sólo miradas furtivas. Y cuando llegan a casa, corren hacia sus ordenadores y pasan la tarde charlando. Es su forma de estar juntos sin estarlo. En la soledad de sus cuartos, piensan el uno en el otro sin cesar. Disfrutan de su secreta amistad sin sufrir la incómoda vergüenza de estar frente a frente. El amor, oculto, comienza a surgir sin que ninguno de los dos lo exprese. Y eso, acabará con ellos antes de empezar.
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Silencio. El sonido de sus corazones, latiendo rabiosos, y de sus respiraciones, pausadas y profundas, es lo único que se escucha. No parpadean. Se miran desafiantes. En sus ojos no hay lugar para nada más que coraje y curiosidad. Sus oscuridades chocan. Hielo contra hielo.
— Usted saldría más perjudicada que yo si eso se supiera — le advierte con cautela. Está claro que la posibilidad de un escándalo de acoso laboral ha despertado temor en él. Si hay algo que le importe en esta vida, es su trabajo — Tiene a alguien a quien perder, yo no — intenta sonar amenazante, pero lo único que pretende es disuadirla. Es consciente de que se encuentra en una situación delicada.
— ¿Es que piensa que me inventaría un affaire para hundirle? — pregunta arqueando una ceja — Si cree que sería capaz de atacarlo a usted o a su carrera profesional con falsas acusaciones es que no sabe nada de mí. Sólo un ser rastrero haría algo así — responde vocalizando bien cada sílaba para dejarlo claro — "No tengo intención de hacerle nada malo. No debe rehuirme" — lo parafrasea. Eso parece relajarlo.
— Quería usted conocer el motivo por el que está aquí — dice sacando una carpeta de un cajón — Será mejor que vaya a darse una ducha. La razón está al llegar.
Aún tiene el cuerpo algo cortado debido a la bajada de azúcar. Se da una ducha fría. El agua caliente no le viene bien si quiere aumentar su tensión. Se viste y se recoge el pelo en una cola tirante. No quiere perder tiempo en secárselo.
En menos de media hora, está, de nuevo, en la habitación de él. Esta vez, Smith también está presente. Es quien le abre la puerta. Antes no se fijó, pero ahora es consciente del lujo que la rodea. Es una suite enorme. En tonos tierra. Con un grandioso salón oval con amplios ventanales desde donde se ve el esplendor de Melbourne bajo las luces del atardecer. En una larga y brillante mesa de madera oscura que hay cerca de la ventana, esta él, sentado en una de las sillas. Enchaquetado. Ahora, su albornoz y su húmedo pelo despeinado son sólo un recuerdo.
— Siéntese, por favor — le indica con la mano el asiento a su lado. Esta vez, no se levanta ante su presencia. Smith se adelanta y le separa la silla para que ella se acomode. Ese silencioso hombre siempre está pendiente de todo — Estamos esperando al señor August Leben — le explica mientras le da la carpeta con un movimiento lento. Ella la abre y comienza a leer mientras lo escucha. Es información sobre el hombre que acaba de mencionar — Se trata de un investigador médico que está haciendo importantes avances en la ciencia y en la creación de medicamentos nuevos contra enfermedades degenerativas. Es un visionario. Un pionero — lo venera. Es la primera vez que lo escucha hablar así de alguien — Justo lo que AusTech, ahora que va a adquirir los laboratorios de Afrodia, necesita para impulsarse en el mundo de la farmacéutica. Sólo existe un problema — Máxima lo mira, expectante —, es alemán.
— Ignoraba que eso fuera un problema — responde con una sonrisa burlona.
— Por favor — dice elevando su pálida mano, indicando que se guarde sus sarcásticos comentarios — Antes de que insinúe que también soy racista, déjeme explicarme — añade con voz paciente — Me refiero a que sólo habla alemán — ella por fin comprende — Y por eso está usted aquí. Oí cómo conversaba con la señorita König hace un tiempo. Lo habla usted con pasmosa soltura — de nuevo ese tono de sorpresa que le resulta tan insultante — Necesitaré que se encargue usted de las traducciones y de llevar la negociación a buen puerto. Si todo va bien, podríamos volver antes de tiempo a Sydney. ¿Será capaz de ser amable? — pregunta, buscando retarla.
De modo, que eso es todo. Lo único que jugó a su favor para ser seleccionada para este viaje no fue su portfolio o su experiencia en publicidad, sino su título en alemán. La quiere como intérprete. Por un momento, siente cierta decepción. Había llegado a pensar que su trabajo había llamado la atención de él. Luego piensa que mejor que la haya traído por hablar otro idioma que como atracción sexual y la decepción se convierte en alivio. Al menos, está ahí por un motivo laboral.
— Cuente conmigo, señor Wellington.
El señor August Leben es un hombre alto. Casi tanto como él. Pelo castaño y lacio. Ojos azul oscuro. De unos cuarenta años. Bastante joven para el éxito que ha logrado en el terreno de la medicina. Le ha dado tiempo a leer algunas cosas sobre él que había en la carpeta. Estudió en Múnich. Se licenció en medicina. En las ramas de psiquiatría y neurología. Todo un cerebro. Realizó, junto a otro compañero, unos estudios acerca de varias enfermedades neurológicas y de índole psiquiátrica. Desarrolló, con éxito, un tratamiento para una de ellas. Lo cual, lo llevó a ganar miles de millones. Con los cuales creó un instituto de investigación que resultó ser uno de los más rentables del mundo. Si se conseguía relacionar el nombre de AusTech con el de este hombre, el panorama farmacéutico australiano cambiaría por completo. Y, AusTech, tendría la mano ganadora.
Por un momento, los nervios de mantener una conversación con ese extraño la hacen sudar. Su cuerpo no está en el mejor momento. No debe someterlo a estas presiones tan pronto. Pero algo en su interior la hace recomponerse. Quizás es el afán de superación, de demostrar que puede hacerlo. Además, la satisfactoria sensación de saber hacer algo que Wellington no, como es hablar alemán, le da fuerzas para lucirse ante él.
Todo parece ser bastante informal y amistoso. Al principio le resulta raro que la reunión fuera en un lugar tan íntimo como su habitación, pero supone que es en suites de hoteles caros donde se firman los mayores negocios. Ella traduce y transmite todo lo que ambos hombres tienen que decirse. Leben habla del tratamiento experimental que están llevando a cabo ahora. De los progresos en los enfermos y la notable mejoría que advierten. Todo debido a un fármaco especial de creación propia.
Al acabar, todos se estrechan la mano. El alemán, junto con su asistente, salen de la suite. Ha sido una reunión diferente al resto. No sabe exactamente en qué, pero poco le importa. Wellington parece estar contento. Todo ha salido como esperaba. Eso es bueno.
— Vamos por buen camino — dice él para sí con algo que parece una sonrisa — James, nos vamos de aquí, mañana, lo antes posible. Encárguese — Smith sale disparado por la puerta con el único objetivo de cumplir la palabra de su señor.
— ¿Cómo lo hace? — pregunta ella sorprendida — ¿Tiene un control remoto o algo así? Es increíble...
— Cállese — le espeta. Adiós al buen humor — Ha demostrado su valía, señorita Baena. La felicito. Parece que ha conseguido llevarse bien con el doctor — dice, volviéndose a sentar — Siéntese, por favor — ella obedece — Supongo que, una joven inteligente como usted — el hecho de que la halague no le pasa desapercibido. Algo quiere de ella —, sabe la cantidad de ratas que hay escondidas bajo los cimientos de AusTech — vuelve a no seguirle el ritmo. ¿De qué está hablando? — De hecho, usted ha conocido, muy de cerca, a una de esas alimañas. Theodore Johnson. Un ser amoral, indecente, usurero y, ante todo, un busca recompensas sin escrúpulos. Y él no es de los peores. No es más que la punta del iceberg de la mierda humana que existe en este mundo — ella lo escucha, muy atenta, pero sin saber a dónde quiere ir a parar — Lo que intento decirle, Máxima — es la segunda vez que la llama por su nombre. Cuando lo hace, con ese acento limpio y perfecto, algo en ella se remueve —, es que debemos — hace hincapié en el plural — ser más listos que esa morralla. Si el nombre de August Leben llegara a oídos de alguno de ellos, todos nuestros esfuerzos se verían mermados. Todos querrían atribuirse el mérito y, en vez de una cómoda negociación como la que ha visto hoy, tendríamos un escenario mucho más turbulento. Y mostrarnos así ante el doctor, no sería muy profesional. Lo cual lo llevaría a hacer negocios con otra empresa. Lo cual me llevaría, a mí, al paro y a usted, conmigo — suena amenazante. El tono amable y distendido se ha esfumado — En conclusión, lo que le estoy pidiendo es discreción. Al menos, hasta que hayamos avanzado más en las negociaciones.
— No se preocupe, señor, nadie sabrá nada del señor Leben. Puede confiar en mí — no tiene intención de jugarse el puesto y su visado por fardar con sus compañeros sobre un médico que ni le va ni le viene.
— Bien. Quiero que usted se encargue de mantener la gestión de todo el proceso durante el tiempo que dure nuestra asociación — ella abre mucho los ojos. Por un momento cree que no lo ha oído bien — En el momento en que acceda y firme, será liberada de sus labores para conmigo — no puede creer lo que oye. La está haciendo partícipe del contrato del siglo — Ni que decir tiene que, si lleva a cabo su trabajo con maestría, nunca lo olvidaré y se verá recompensada. A parte, por supuesto, del ascenso correspondiente. No me falle y dirá adiós a esa lúgubre planta en la que trabaja — ella asiente, le estrecha la mano y le da las gracias. Cuando va a salir de la habitación para irse a la suya, él añade — Recuerde, a nadie. Eso incluye a su perro faldero.
Ya en la intimidad de su cuarto, comienza a analizar todo lo que ha sucedido en un solo día. Está atónita. La sangre fluye veloz por sus venas. Siente euforia y ansiedad al mismo tiempo. Tiene mucho sobre lo que pensar. "Ascenso". Esa palabra resuena en su mente. Hace cinco meses llegó a este país sin nada. Con la única compañía de sus demonios internos. Con miedo en cada recóndito y sombrío rincón de su ser. Ahora, cuando se mira al espejo, no se reconoce. Está cambiando. Está construyendo una vida. Su vida. Quizás siga siendo la misma por dentro, pero, por fuera, es alguien completamente diferente. Y, por primera vez en mucho tiempo, le gusta lo que ve.
El optimismo le da hambre. No se plantea ir al restaurante del hotel. Recuerda los excesivos precios de ese lugar. Irá a comprar algo y lo comerá en la habitación. Ese plan la transporta a las primeras noches que pasó en Sydney, sin salir de aquel hotel. Le resulta tan lejano.
Mientras pasea por la calle, en busca de algo que comer, el teléfono suena y un nombre se dibuja en su cabeza. Travis. La llamó anoche. Dos veces. No le contestó. No le ha devuelto la llamada en todo el día. No ha tenido tiempo de pensar en él ni un segundo. Se siente culpable. No quiere admitirlo, pero lo echa de menos. De hecho, cuando supo que el viaje de regreso tendría lugar un día antes de lo esperado, sólo pensó en él. En volver a ver su cara. Su pelo. Sus ojos. En tocarlo. Sólo de pensar en besarlo se le encienden las mejillas.
Mira la pantalla del móvil, pero no reconoce el número. Descuelga. Sólo es Smith. La llama para comunicarle la hora de salida y la del vuelo. Le pregunta si necesitará un coche para volver a casa. Responde que sí. Cuelga.
Vacila con el móvil en la mano. Se plantea llamarlo. Debería hacerlo. No sabe que la frena. Si la vergüenza o el miedo ante la posibilidad de que esté molesto con ella. Piensa que, si es la primera opción, obligarse a llamarlo sería como un entrenamiento y, si es la segunda, mejor hablar con él cuanto antes. Está decidido.
— ¿Máxima? — la llama una voz. Un chico rubio. Moreno de piel — ¿Eres tú? — ella tarda en situarlo. Por fin lo consigue. Es el chico del discurso inaugural de Rip Curl. El que no fue capaz de reconocer — ¡Hola! ¡Soy yo, Thomas! — dice con una enorme y blanca sonrisa — Thomas Hickling — en cuanto escucha ese apellido sabe de quién se trata — El hermano de Irene.
— ¡Thomas! — lo saluda. Nunca dejará de sorprenderla la facilidad con la que olvida las caras de la gente — ¿Cómo estás? ¿Qué estás haciendo aquí? — pregunta, aunque ya lo sabe.
— Los de Rip Curl me han traído a un royo de convención para que hiciera algunas demostraciones con la nueva tabla que estamos patrocinando — dice con tono aburrido. Se ve que los negocios no le van mucho. Solo el surf — Oye, ¿tienes hambre? — "mucha" piensa ella — Justo he quedado aquí con mi hermano Edward para cenar — señala un bar que hay frente a ellos. Como cosa rara, ella asiente.
Thomas es igual que su hermana. No calla. Habla rápido. Usa un montón de palabras que ella no consigue entender. En cambio, Edward es tranquilo y pausado. Con una visión realmente interesante de la vida. Muy semejante a la de ella. Hablan del trabajo. Edward le da su tarjeta. Quizás, en un futuro, ambos necesiten del otro profesionalmente hablando. Todo lo que multiplique sus posibilidades de quedarse en el país, son bien recibidas. Al cabo de un rato, terminan de cenar. Ella se despide con la excusa de que tiene que madrugar para coger el vuelo de vuelta. Lo cual no es cierto. Pero ya ha socializado suficiente por hoy. Quiere estar sola.
Una vez de vuelta en el hotel, por fin tiene tiempo de llamarle. Sabe que oír su voz y su marcado acento australiano serán la guinda para un día perfecto. No está enfadado. Ni siquiera menciona el hecho de que no le devolviera las llamadas hasta tanto tiempo después. Se limita a disfrutar de hablar con ella, que le cuenta uno y mil datos sobre la convención. Él no entiende la mitad de términos que ella utiliza. Pero no le importa. Está feliz de escucharla.
En cuestión de minutos, el avión aterrizará en Sydney. Está nerviosa. No le dijo a Travis que llegaría hoy. Él sigue creyendo que debe recogerla el sábado en el aeropuerto. Ella quiere darle una sorpresa. En menos de una hora, que se le hace eterna mientras espera la maleta y se despide de Wellington y Smith, está montada en el coche encargado de llevarla a casa. Le da la dirección de Travis. No quiere perder ni un segundo.
Hay un tráfico imposible en los alrededores de la ciudad. Algo muy común los viernes por la tarde. Van a tardar una eternidad. Las ansias la consumen. Fantasea con la idea del teletransporte. Por fin, están recorriendo el camino de tierra que lleva a la cabaña. Ella no para de removerse en su asiento mientras se come las uñas y menea una pierna arriba y abajo. Como siga así va a darle algo. Entonces ve su camioneta. Él está bajando de ella. Justo debe haber llegado del trabajo.
Travis mira el coche negro de cristales tintados que se acerca lentamente por el camino con una mirada extraña. "¿Quién coño viene a molestar a estas horas?". No tiene ganas de aguantar a nadie. Las pocas veces que alguien aparecía por sus dominios siempre era para presentar alguna queja sobre los destrozos que su padre había ocasionado con el coche en sus jardines o que se lo habían encontrado durmiendo en la puerta de sus casas. Pensar en enfrentarse a algo así de nuevo, lo pone enfermo. Sólo quiere tumbarse en el sofá y encender la tele. Cuando la berlina aparca a su altura, él, con cara de pocos amigos, se agacha un poco para intentar ver quien hay en su interior.
Ella sale del coche. La dura expresión de Travis queda petrificada. Las llaves que sujeta caen de sus manos, entumecidas por la impresión de verla frente a él. Un agujero se abre en su estómago, donde tiene lugar una tormenta eléctrica. La piel se le eriza. Con gesto desorientado y la boca ligeramente abierta, se acerca a Máxima. Lentamente, coloca sus grandes manos alrededor de la cara de ella. Necesita comprobar que es real. Entonces, con un gesto violento y enredando sus manos en su pelo oscuro, aprieta sus caderas contra las de ella con fuerza, aprisionándola. El choque de su impetuoso abrazo contra la puerta del coche provoca un estruendo que asusta al chófer. El cual se gira en su asiento sin saber que está pasando, a tiempo para ver cómo se devoran.
Cuando Travis siente sus labios, no es que se le pare el corazón, es que se le sale por la boca. La pasión contenida estalla en sus labios. Él no puede reprimir lanzar un gruñido dentro de su boca de puro frenesí. La besa con tanta ansia que incluso resulta doloroso, pero ninguno de los dos disminuye el ritmo. Él la levanta en vuelo con un brazo y con el otro, busca su maleta de viaje a tientas, sin dejar de besarla. La coge y las mete a ambas en la cabaña.
Una furtiva lágrima cae por la mejilla de Máxima a la vez que se veneran con los labios. Pero no es de angustia ni miedo, como en su primer beso, es la felicidad interior que no cabe en ella y se derrama por sus ojos en busca de espacio.
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