Capítulo 25
La envidia no es más que admiración disfrazada.
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Pelo negro. Lacio. Ojos azules. Tez pálida. Constitución redonda. Sin estar gordo. Tímido. Retraído. Puede que no sea la descripción del chico ideal, pero es su chico ideal. Muere por él. Desde que lo conoció no es capaz de pensar en otra cosa. No le ha contado a nadie su interés secreto por él. Ni siquiera a Aria. Prefiere guardarlo para sí. Quizás porque cree que, de esa forma, la escasa relación que mantienen es más íntima. Quizás porque tiene miedo de decirlo en alto y hacerlo más real. La forma en la que dieron a parar el uno con el otro es curiosa. Un día, Aria decidió por ella que ya era hora de que se fijara en algún chico. Así que, como si de un juego se tratase, Máxima buscó a alguno que le resultara atractivo. Lo interceptó. Un chico del colegio de un curso superior. No lo conocía, pero era mono. Suficiente para ser meramente platónico. Ahora, había que hacer algo para hacerle saber al elegido que ella estaba interesada. Una notita con su dirección de correo electrónico y una declaración sería suficiente para saber si él estaba interesado. Eso se lo dejó a Aria. Ella no quería saber nada. La vergüenza nublaba su cabeza. Lo curioso fue, que cuando llegó a su casa y abrió el ordenador, el mensaje que tenía no era del chico en el que ella se había fijado, sino del chico que se había fijado en ella.
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— ¿Hay alguna otra habilidad que tenga que deba saber? — le pregunta al cabo de un rato. A ella le da la impresión de que esa pregunta oculta algo. Han estado conversando sobre el trabajo. Han organizado todas las reuniones que tienen al día siguiente. Pero ya no quiere hablar más de eso. Quiere hablar de ella.
— Muchas — dice sacando una seguridad de su interior que no sabía que tenía. El vino comienza a hacer efecto en ella —, pero no necesita saberlas — ante esa insinuación, él levanta la vista y la fija en sus ojos, intrigado. Observa algo en su mirada que no consigue identificar. El silencio queda suspendido entre ellos.
— ¿La trata bien? — pregunta con voz melódica. Su inglés es perfecto. Limpio. Ella se sorprende por la pregunta. Tarda en comprender a qué se refiere — Ese hombre — aclara él. ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿A qué venía esa pregunta? Ya se había interesado por Travis en el aeropuerto y ahora esto. La indiscreción de ese hombre no tiene límites.
— No creo que sea asunto suyo, señor — responde con la sinceridad más absoluta. No tiene intención de darle información sobre su vida personal a un completo desconocido.
— No se lo estoy preguntado por cotillear como viejas de pueblo, señorita Baena — su voz se ha vuelto más dura. Está claro que la reacción de ella no le ha gustado — Si lo hago, es por cortesía y caballerosidad. No sería la primera cría que se deja conquistar por el chico malo de turno y luego acaba con hematomas y ojos morados.
Lo que sugiere acerca de Travis le parece atroz. ¿Cómo se atreve a hablar así? No lo conoce. No tiene ni idea de todo lo que ha hecho por ella. De la paciencia que ha tenido y lo mucho que la ha ayudado. Por un momento, se plantea estallar ante tal insulto. Pero opta por respirar profundamente y pensar rápido. Alterarse ante una pregunta de esa índole puede ser lo que él busque. Lo ve en sus ojos. Está deseando sacarla de sus casillas. Como si fuera un juego.
— Siento decepcionar sus retrógrados y tristes prejuicios, señor — controla su voz para sonar despreocupada — Pero me temo que no puedo tener quejas al respecto. Me trata como a una dama — contesta con calma y una sonrisa. Mostrando confianza.
— ¿Es eso lo que eres, Máxima? — la tutea. Por primera vez — ¿Una dama? — pregunta con los ojos entornados y las pupilas dilatadas. Más allá de eso, en su rostro no hay ni rastro de expresión.
Ella no comprende a qué está jugando. No sabe a qué se refiere. O no quiere saberlo. Es consciente de que no puede seguirle el ritmo a ese hombre. Le da la sensación de que él va, siempre, tres pasos por delante. Ella lo mira. Su cerebro intenta buscar alguna respuesta que darle. Algo que corte la conversación de raíz. Entonces una duda surge en su mente.
— ¿Por qué estoy aquí? — pregunta sin quitarle los ojos de encima — ¿Por qué me ha invitado a cenar? ¿Dónde está el señor Smith?
— Descansa. No sé si se ha dado cuenta, pero no es un jovenzuelo, precisamente. Estaba agotado por el viaje y el intenso día de trabajo — dice cogiendo la botella de vino para servirle más. Ella pone la mano sobre la copa, sin dejar de mirarlo. Ese gesto llama la atención de él, que, ahora, también la mira — En cuanto a por qué está usted esta noche aquí — continúa sirviéndose él el resto del vino —, quería compañía — añade antes de darle un sorbo a su copa.
— Creo — responde ella — que la compañía que usted busca puede adquirirla pagando — acto seguido, se levanta de la mesa abruptamente — Buenas noches, señor — se despide antes de coger su bolso. Él también se levanta.
— ¿Qué demonios insinúa? — pregunta, furioso. "Jode que te juzguen, ¿eh?" piensa ella para sus adentros — ¿Es que se ha vuelto loca? — le espeta elevando ligeramente la voz y sujetándola de la muñeca para evitar que se vaya.
— No, lo he estado toda mi vida — contesta acercándose violentamente a su cara — Suélteme — le ordena en un susurro que sale de lo más profundo de su garganta. Por suerte, el restaurante está vacío y nadie puede ver la escena que están montando. Él no tarda en soltarla y ella no tarda en salir de allí como un rayo.
Se dirige a su habitación a grandes pasos. Entra en ella dando un portazo. Ni siquiera comprende lo que acaba de pasar. No está segura de haber captado bien las señales. Quizás se ha precipitado. Pero siente que arde de cólera ¿Cómo ha podido ser tan estúpida? No tiene intención de presentarle a nadie. Ni ningún interés en impulsar su carrera profesional. Se siente absurda. Cada vez que recupera un poco de esperanza en el ser humano, algo hace que vuelva a perderla de nuevo. Da vueltas por la habitación. Nerviosa. Un temblor acude a sus manos. Las cierra con fuerza. Crispada por la encrucijada en la que se encuentra. ¿Qué futuro le espera?
Algo vibra. Su móvil. Sobre la mesita de noche. Las luces de la pantalla iluminan la estancia que permanecía a oscuras. Se acerca y mira la pantalla. Travis. Desliza el dedo y silencia la llamada. No va a descolgar. No es un buen momento. No quiere hombres cerca. Necesita desahogarse. Sola. De nuevo, el móvil comienza a vibrar. Otra llamada. No puede pensar con ese sonido en la cabeza. Necesita que pare. Empieza a agobiarse. Esa insistencia le resulta desquiciante. Su asqueo se traslada a Travis inconsciente e injustificadamente. Todos los adelantos conseguidos con él se estaban viendo tambaleados sólo con pasar un par de horas con ese manipulador.
¿Qué clase de persona es? ¿Qué clase de persona aleja de su vida lo único bueno que hay en ella sólo por comodidad? Conoce la respuesta. Una autodestructiva. Una incapaz de comprometerse. Una con un agujero tan profundo en el pecho que es incapaz de sentir amor sincero y sano por otro ser humano. Sin excusas. Una que no sabe expresar el torbellino de sentimientos que fluyen en su interior a cada momento. Una rota. Destrozada. Muerta.
Despierta. Con los ojos hinchados y ojeras. Otra vez las pesadillas. No habrá dormido ni dos horas seguidas. Mira el móvil. Dos llamadas perdidas. No las devuelve. Se mete bajo la ducha. Se maquilla como puede para intentar ocultar su mal aspecto. Se viste y baja a reunirse con él. No ha desayunado. No tiene hambre. Ayer ni siquiera pudo terminar la cena. Ahora mismo, tiene el estómago vacío. En media hora comienzan las reuniones con los inversores y clientes potenciales. Han reservado una de las salas de negociación que posee el hotel. Los recibirán allí. Uno a uno. Será un día muy largo.
— Buenos días — saluda ella seriamente. Él, con actitud condescendiente, le devuelve el saludo.
Entran en la sala. A los pocos minutos, el primero en el orden del día aparece por la puerta. Que comience la pesca. ¿Cuántos peces gordos logrará atrapar nuestro, en ocasiones, encantador depredador?
Así pasa la mayor parte de la mañana. Sentada en una silla. Escuchando y observando. Por muy disgustada y desilusionada que esté, no puede negar que está aprendiendo mucho de estar allí. Su cerebro no para de captar la información. Almacena lo que considera importante para aplicarlo en su trabajo. Pero de lo que más está aprendiendo, sin lugar a dudas, es de cómo mantener conversaciones distendidas con desconocidos. Asimila cada expresión que él pone. Cada movimiento que hace. Cómo estrecha la mano. Cómo los toca en el momento justo. Cómo mantiene el silencio hasta que su víctima, cede y entra en su terreno. Cómo resulta paciente, pero presiona en el momento oportuno. Las personas entran en esa sala para conseguir un patrocinador que gaste dinero en ellos y salen de allí convencidos de invertir todo lo que tienen en AusTech. Básicamente, está asistiendo a una clase de manipulación psicológica. Ha perdido la cuenta de cuántos clientes ha conseguido en lo que llevan de mañana.
Por fin han acabado. Es tarde. No han comido. Se han pasado allí encerrados lo que le parece todo el día. Cuando ella se levanta, con el estómago completamente vacío, comienza a sentir un temblor en sus manos. Sudores fríos. Todo da vueltas a su alrededor. Ve destellos claros. Parpadea un par de veces. Intentado recuperar la visión. Pero sólo ve blanco. La fuerza la abandona. Siente la calma entrando en su cuerpo y apropiándose de él. Se deja ir.
"Al fin" piensa Wellington mientras le estrecha la mano al último hombre con el que debe reunirse hoy. Ha conseguido un buen contrato. Cinco años bajo la mano negra de AusTech. Supondrá millones. Llevaba tiempo queriendo pescar a este espécimen. Se siente satisfecho. Incluso podría decirse que está de buen humor.
— Como siempre, ha sido un honor verlo en acción, señor — lo alaba Smith cuando el empresario ya ha abandonado la sala.
— Gracias, James. Vaya al restaurante y reserve una mesa, por favor. Me muero de hambre — acto seguido el asistente desaparece. Dejándolos, a él y a Máxima, solos.
Siente una presión fuerte en la cabeza. Se aprieta el puente de la nariz con los dedos para intentar frenar el dolor. El estrés y su estilo de vida no ayudan. Está agotado. Apenas duerme. Y menos cuando se va a la cama pensando en las cosas que esa chica le dijo. Él le da la espalda a ella mientras se sirve un poco de agua de una mesa que había preparada con café, galletas y otra serie de alimentos. Oye cómo ella está recogiendo los papeles de la mesa. Entonces, se hace el silencio. Total, y absoluto. No la escucha moverse. Le resulta raro que haya parado tan de inmediato. Se gira para ver qué sucede. Justo para ver cómo Máxima, con la cara amarillenta y los ojos completamente en blanco, comienza a caer, desplomada, contra la enorme mesa de cristal.
Por un segundo, todo parece ir a cámara lenta. Él tira el vaso que tiene en su mano, que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos. Echa a correr hacia ella. Lo más rápido que le es posible. Apenas los separan unos metros, pero, si no la coge a tiempo, se golpeará la cabeza contra el cristal. Si éste se rompe, le cortará la cara o, peor, los ojos.
Por suerte, él logra cogerla a tiempo. Se lanza sobre ella y la rodea con sus brazos, evitando el impacto. Lo hace tan rápido y con tanta intensidad, que la empuja unos metros en dirección contraria a la mesa. Él respira entrecortadamente. Cuando se calma, le sujeta la cabeza, echándola hacia atrás. Aparta el pelo negro para lograr verle la cara. Continúa amarilla. Está completamente inconsciente en sus brazos. Con la boca ligeramente abierta.
La coge en brazos y la lleva hasta el sofá que hay en la sala. La tumba y le abre los párpados con cuidado, para comprobar su estado. Los tiene totalmente vueltos, no se le ven los iris. Le sujeta la mano y le pone unos dedos en la muñeca, midiendo sus pulsaciones. Casi no las siente. Tiene la tensión muy baja. Sabe lo que necesita. Azúcar. Se dirige hacia la mesa de café y coge una Coca Cola. Azúcar embotellada. Se acerca a ella y le da ligeros golpecitos en las mejillas para espabilarla. Ella parece reaccionar. Al menos, lo suficiente para dejarse abrir la boca y tragar el líquido edulcorado.
Cuando abre los ojos, ve un techo que no reconoce. No recuerda bien qué ha pasado. Hace memoria. La sala de reuniones. Se desmayó. Ella y sus bajadas de tensión. Llevaba mucho sin comer y dos días sin pegar ojo. Mucho ha tardado su cuerpo en llamarle la atención. Está en una cama. Pero no es su habitación. Se incorpora súbitamente.
Está ahí. Mirándola. Sentado en un sillón a unos metros de la cama. Tiene el pelo húmedo y un albornoz. Lo lleva abierto. Viste una camiseta interior y unos pantalones a cuadros que parecen ser un pijama. Descalzo. Verlo con esa ropa la sorprende. Siempre lo ha visto tan arreglado y elegante. Esos pensamientos vuelan rápidamente hacia otro más importante. ¡Está en su habitación!
— ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? — pregunta desconfiada. Tiene el estómago revuelto y el cuerpo tembloroso. Suele pasarle siempre que se desmaya.
— Inconsciente no estuvo más de diez minutos — responde él — Parece que, estaba tan agotada, que se quedó dormida después de recuperar levemente la consciencia — silencio. Antes de que ella pueda formular la pregunta que él sabe que viene a continuación, contesta — No iba a dejarla sola, sin supervisión, en su habitación. Yo necesitaba una ducha y no vi adecuado dármela en su baño. Así que la traje aquí y para poder controlar su recuperación — ella no dice nada — He pedido que traigan algo para que coma. Coja lo que quiera. Lo necesita — le dice señalando la mesa llena de comida que tiene al lado de la cama.
— Es usted muy amable, pero, si no le importa, prefiero irme a mi cuarto y... — comienza a levantarse la cama.
— ¡Siéntese! — le exige elevando la voz. Hay un deje de impaciencia en su forma de hablar. Algo que hace que ella plante el culo automáticamente de nuevo sobre la cama. Cuando le habla así se siente como una niña pequeña a la que están castigando — Coma — ella coge un panecillo de nueces y se lo mete en la boca. En cuanto siente el delicioso sabor en la lengua, su cuerpo se estremece. Realmente está hambrienta — Por el amor de Dios, joven, no tengo intención de hacerle nada malo. No debe rehuirme — explica — No se ofenda, pero no me atrae físicamente — ella abre mucho los ojos. No tiene interés en gustarle, pero no puede evitar sentir una puñalada a su orgullo — Lo que usted interpretó ayer que buscaba es una completa y total equivocación. Debo decir que tiene unos cambios de humor muy curiosos.
— Mira quien fue a hablar — susurra en español. Él la mira fijamente. Como si la hubiera... ¿entendido?
— ¿Le sucede a menudo? — pregunta poniéndose en pie y apretándose las sienes — Los desmayos — abre el minibar y saca una botella de agua.
— Sí, desde hace años. A veces puedo prever que me va a ocurrir, pero otras... es tan inmediato que no me da tiempo a reaccionar — él se acerca al armario y busca algo en los bolsillos de una chaqueta.
— ¿Ha ido a ver a algún especialista? ¿Sabe la razón? — a ella le sorprenden tantas preguntas acerca de su salud. Pero, sobre todo, le sorprende su tono. Es dulce. Plácido.
— Sufro de síncope vagal. Mi corazón late más lento de lo normal y no bombea al ritmo que debe. Mezclado con una tensión tan baja como la mía, provoca los vahídos — él cesa de buscar y la mira. Se fija en que lo hace con angustia — No es grave — se apresura a decir — Significa que, no moriré de un infarto, precisamente — bromea con una sonrisa irónica. Él no ríe. Incluso se diría que ve algo parecido a la preocupación en su rostro. Esa actitud la desconcierta. Él reanuda su búsqueda y saca un pequeño bote de lo que parecen ser aspirinas. Se mete una en la boca y bebe agua — ¿Y a usted? ¿Suele dolerle la cabeza? — quizás se esté sobrepasando, pero quiere corresponderle con la misma preocupación. Aunque pensándolo mejor, es lógico, tiene que estar consigo mismo veinticuatro horas. Eso le daría dolor de cabeza a cualquiera.
— Sólo es estrés — responde tapándose los ojos con las manos, notablemente cansado.
— Quizás abusó del vino — sugiere burlona ella mientras coge más comida.
— Señorita Baena — por el tono seco que usa sabe que ha vuelto el Wellington de siempre —, en cuestión de horas, ha insinuado usted que soy un casquivano y un alcohólico — la reprende, molesto — Olvida que soy su jefe. ¿Debo recordarle la precaria situación en la que se encuentra? — la amenaza — No debería hablarle así a un superior — dice en un gruñido. Su forma de ponerla siempre en su lugar la irrita. Se cree tan perfecto y tan impoluto. Sin taras. Siempre dando lecciones, pero nunca se las dan a él. Quiere cambiar eso.
— Y usted no debería meter en su cama a "un inferior".
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