Capítulo 20
La amistad consiste en permanecer unidos aun estando separados.
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Primer día de colegio después de un largo verano. Al menos, a ella se le ha hecho eterno. La casa de la playa ha estado abarrotada de todos sus primos y tíos. Nunca ha tenido mucho en común con ellos. Prefiere no mezclarse. Como siempre, se ha mantenido al margen durante todas las vacaciones. Pero ahora, por fin va a estar con sus amigas. Con ellas si se siente a gusto. La vuelta al colegio siempre es emocionante. Son las ocho mejores horas del día. Aria y ella han llegado las primeras. Quieren coger pupitres contiguos para así estar juntas el resto del curso. Y lo consiguen. Comienzan a llegar el resto de compañeros de clase. Cada curso se divide en dos grupos. A y B. Ellas y sus amigas pertenecen a B. El tutor que les ha tocado este año entra en clase y da la peor noticia que se le puede dar a una reservada niña de once años. Van a barajar los grupos para fomentar nuevas amistades. Es posible que la separen de sus amigas. Es suficiente para que las manos comiencen a sudarle por los nervios. Por suerte, a Aria y a ella les ha tocado en el mismo grupo. Las demás han caído todas en la otra clase. Han cogido dos pupitres al fondo de la clase. En los de delante de ellas, se sientan dos chicos. Se llaman Axel y Elías. Antes asistían al grupo A. Ahora todos son de B. Ella reconoce a Axel. Lo ve todas las mañanas en la parada del autobús. Un chico callado que no se separa de su madre hasta que no sube al autocar. Debe vivir cerca de su casa. Pero nunca han hablado. Lo cual está cambiando. Cuando las clases del primer día llegan a su fin, los cuatro ya son inseparables.
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Después de compartir tanto tiempo con ella, se le hace raro no tenerla cerca. Teniendo en cuenta que sus encuentros siempre se han visto interrumpidos de manera abrupta, haber pasado casi un día entero con ella le parece un sueño cumplido. Al despertar, extiende la mano hacia el lugar de la cama donde el día anterior estaba tumbada. Sabe que no está, pero cree que, de ese modo, está más cerca de ella.
Gira sobre sí mismo hasta quedar boca arriba. Mira al techo y suspira. La echa de menos. Se la imagina en su moto camino del trabajo. En ese trasto diminuto. Imagina las olas que hace su oscuro pelo al viento. Ese pelo marrón tan especial. Es difícil encontrar ese color en toda Australia. Sin duda, el rubio es el color predominante. Piensa en sus ojos, bajo sus oscuras cejas, y en cómo lo miran cuando están juntos. Piensa en lo que le haría si la tuviera en su cama. Sonríe sólo de pensarlo.
Por ahora, tendrá que conformarse con un café. Se levanta, va a la cocina y se prepara uno. Mirando por la ventana. Hace un día cálido. Debe arreglar el jardín. Ir a la ciudad a por unas herramientas. Limpiar la chimenea. Y muchas cosas más. Entonces, en su cabeza se dibuja una idea...
Debe pensarlo bien. No puede precipitarse. Ha sentido la angustia que le produce ser despedida. Si pierde ese trabajo su visado quedaría automáticamente invalidado y debería abandonar el país o encontrar otro trabajo en cuestión de días. Sólo pensar en eso le provoca un escalofrío.
No puede decirse que la relación entre ese hombre y ella haya tenido el mejor comienzo. Está claro que no disfruta de su simpatía. Esta podría ser la ocasión para enmendar eso. Como bien ha observado él, es una gran oportunidad. No sólo por el mundo que tendrá la oportunidad de conocer, sino porque podrá intentar caerle en gracia a ese hombre. Nunca debe olvidar que es su jefe.
Pese a todos los puntos a favor, en contra está el miedo. Siempre latente. Ha oído hablar a Johnson de esa convención en alguna ocasión. Sabe que dura cuatro días. Tiempo suficiente para meter la pata en alguna cosa. Es una mujer inteligente y cultivada, pero los nervios suelen jugarle malas pasadas haciéndola parecer torpe.
– Señor, – comienza comprobando que su voz no tiembla - ciertamente, lo que me ofrece es una gran oportunidad. Me complace que haya pensado en mí para acompañarlo. Pese a eso, no alcanzo a comprender por qué me ha elegido a mí. Johnson sería el indicado para algo así. Incluso mi tutor, el señor Millman. Él está realmente preparado y estoy segura de que le agradecerá eternamente que cuente con él – Wellington permanece serio. No parece gustarle lo que escucha – Seré sincera con usted. No creo estar a la altura. No me perdonaría dejarlo en ridículo, señor – esa fingida preocupación, que él toma como verdadera, lo satisface.
– No se preocupe por eso. Soy muy consciente de su poca experiencia. Si la he elegido a usted es porque no soporto a ese capullo de Johnson. Me dejaría cortar una mano antes de darle la oportunidad a ese buitre de escalar en esta empresa – en cuanto habla de él los ojos se le oscurecen. Es notable que lo odia – En cuanto al señor Millman, no tendrá tiempo para viajar. Ha sido seleccionado para otras labores – en cuanto escucha eso abre mucho los ojos.
– ¿El proyecto Afrodia? – pregunta elevando demasiado la voz. Debido a la emoción ha puesto ambas manos sobre la mesa dando un ligero golpe. Wellington, serio, levanta una ceja sorprendido por tal cambio de actitud.
– Así es – responde muy lentamente – Contrólese, joven, cualquiera diría que es usted la seleccionada – esa orden hace que ella se ponga recta en su silla y recoja sus manos sobre su falda. Se siente como una niña pequeña siendo regañada – ¿Y bien? – él, que permanecía de pie, se apoya en la mesa sobre sus dos manos, mirándola – ¿aceptará?
La euforia de ese momento por la suerte de su amigo la nubla. Ya no ve ese despacho blanco, ahora lo ve todo de color rosa. Sólo puede pensar en la cara que pondrá su amigo cuando le dé la buena nueva.
– Sí, señor – responde emocionada – Iré con usted – dice mientras sonríe. Sonrisa y emoción que él asocia a la perspectiva del viaje. No es capaz de comprender que la alegría de ella es por la potencial felicidad de su compañero.
Está de nuevo en el ascensor. Vuelve a su planta. El descenso se le hace eterno. Necesita llegar ya a la oficina y contarle a Oliver lo que sabe. Tiene ganas de gritar. Está realmente contenta. Nadie se lo merece más que él. Por fin Johnson no podrá hacerle la vida imposible. La única vez que Oliver ha discutido o sido cruel con ella fue por la presión que Johnson le provocaba. Siempre ha sido bueno con ella. Le encontró el piso en el que vive. Le enseñó todo lo que sabe del trabajo. La hace reír con sus tonterías. Es un buen chico. Eso hace que se alegre aún más por él.
Oliver está preparándose un café. Ella pasa por su lado. Sin decir nada. Se sienta en uno de los taburetes y espera. No le quita la vista de encima. Una sonrisa ladina asoma en sus labios. Quiere hacerlo sufrir un poco. Él la mira extrañado.
– ¿Qué? – pregunta, encogiéndose de hombros y con un donut en la boca – Sé que soy un hombre atractivo, pero no está bien que me comas así con los ojos – bromea mientras mastica.
– La verdad es que verte hablando con la boca llena despierta mi libido – dice ella tocándose el pelo. Es el gesto que hace siempre que quiere controlar sus nervios. Está deseando contárselo.
– Bueno, cuéntame, ¿qué querían los de ahí arriba? – señala al techo con el dedo – Está claro que despedirte, no. Supongo que tendré que seguir aguantando tu cara de zorra en reposo por mucho más tiempo – ella lanza un suspiro risueño.
– Por casualidad, me he enterado de a quién ha seleccionado para llevar el equipo de los cosméticos – Oliver hace un gesto de indiferencia mientras se mete otro donut en la boca – Al parecer, es un chico muy trabajador. Tiene cantidad de ideas propias muy interesantes – a eso Oliver contesta con una pedorreta infantil.
– Algún hipster pretencioso como todos los de ahí arriba. Un capullo, seguro. Te lo digo yo – coge otro donut. Ella no puede entender su buen estado físico comiendo de esa forma.
– No sabes cuanta verdad hay en tus palabras - dice sarcásticamente con una medio sonrisa. Él la mira sin comprender qué le hace tanta gracia – Quizás le conozcas. Se llama... Oliver Millman.
Por unos segundos, él no reacciona. La mira con los ojos como platos. Tiene la boca abierta, con el donut a medio comer colgando. Observa como el pecho de él sube y baja con fuerza. Está hiperventilando. Durante un momento piensa que está en shock. Quizás debería asegurarse de que está bien.
Entonces, Oliver lanza un grito. Sale corriendo hacia ella. La sujeta por los hombros y empieza a zarandearla mientras ríe a carcajadas y le pregunta mil veces si no está bromeando. Mientras lo hace, no para de escupirle trozos del donut. Una cosa es que la toque, lo cual ve innecesario. Aunque las personas en momentos de extrema felicidad suelen hacerlo. Pero otra muy distinta, es tener su comida masticada por toda la cara. Eso es demasiado.
– O... li... ver - intenta hablar a la vez que sigue siendo sacudida por él – ¿Quieres parar? – no puede controlar reírse. La alegría de su compañero es contagiosa – Por dios, vas a dislocarme los hombros – dice entre risas.
Oliver para el zarandeo. Y la abraza. Fuerte. Tanto que va a aplastarla. Incluso la levanta del suelo y comienza a saltar mientras la sujeta en volandas. Después de unos minutos así, por fin la suelta y se separan.
Es entonces cuando ella ve, de reojo, una sombra en el umbral de la puerta de la cocina. No están solos. Seguramente tantos gritos han llamado la atención de los demás. Ojalá no sea Irene. No la dejará en paz si los ve abrazarse de esa manera. Se gira para ver de quien se trata. Aunque la persona que ve es la última que espera encontrar ahí.
– ¿Travis? – pregunta asombrada.
Está serio. Con el ceño ligeramente fruncido. Una expresión que esconde sus brillantes ojos tras las cejas rubias. Hay algo extraño en su mirada. Tiene el pelo recogido tras las orejas. Brillante. Viste una camiseta azul marino que realza su ancha espalda. Es de mangas cortas, lo que deja ver sus torneados brazos y sus tatuajes. La sorpresa de verlo se ve superada, rápidamente, por el deseo que siente de besar esa boca perfecta.
¿Qué le está pasando? ¿Por qué siente ese ardor tan fuerte en su interior? Apenas hace unas horas que lo vio por última vez. No puede echarlo de menos tan pronto. Tiene que controlarse. No es ningún animal. Es una mujer. No pueden dominarla de esa forma sus sentimientos.
Baja la mirada en un intento de no caer prendada ante ese hermoso rostro. Mira sus manos. Sus grandes y fuertes manos. El calor aumenta. "¿Quieres parar?" se dice a sí misma. Se fija en que Travis sujeta una bolsa de cartón, como de una panadería, en una mano y un bote de algo oscuro en la otra. Suficiente para distraerla. Cuando va a hablar para preguntar la razón de su visita, Oliver se adelanta.
– ¡Vegemite! – exclama Oliver – ¡Y bollos! Vaya, tío, tú sí que sabes – dice cogiendo la bolsa y el tarro.
No es consciente de que se está tomando excesivas confianzas con ese hombre, que continúa serio. Por suerte, Travis permite que Oliver le quite la comida sin montar ninguna escena. Aunque la tensión, al menos para Máxima, es más que palpable. Oliver abre la bolsa. Saca un bollo y comienza a untarle la crema marrón que contiene el tarro. Ahora que está concentrando en su quinto desayuno, ella aprovecha para llevarse a Travis de la cocina hacia el pasillo. Tras una esquina. Ahí podrán tener intimidad para tener la discusión que parece avecinarse.
– ¿Qué haces aquí? – le pregunta ella en un susurro.
– Interrumpir algo importante, por lo que he visto – responde. La voz es tranquila y grave, pero sus ojos indican que, en su interior, no es así como se siente.
A ella no le gusta lo que insinúa. Ni le gusta el hecho de insinuar en sí. Si tiene algo que decirle, quiere que lo haga de manera clara. No le gusta perder el tiempo con indirectas que no llevan a ninguna parte. Si le aclara que su compañero ha recibido una gran noticia y sólo lo estaban celebrando, Travis tendría que retractarse, pero no quiere tener que darle explicaciones. Su orgullo no se lo permite. Hacerlo sería establecer un precedente peligroso para el futuro. ¿Futuro? ¿De verdad está pensando en un futuro con él?
– Tenía que venir a la ciudad. Así que pensé en traerte el desayuno – dice Travis al ver que ella no piensa dar el primer paso – Desayuno que, ahora, está disfrutando el tío que, hace unos segundos, te sobaba como un Quokka en celo – ella frunce el ceño.
– Si eso es algún pokemon, no he entendido la referencia, nunca me gustaron mucho – se aventura a contestar.
– ¿Qué? – pregunta alzando un poco la voz, desesperado. La verdad es que verlo celoso le resulta sexy – ¡Es un animal! Un marsupial autóctono excesivamente sociable y besucón que...
– Dios... tú y tus mierdas australianas – lo interrumpe suspirando – Calla y bésame – y sin esperar a que él reaccione, enrosca sus brazos en su cuello y lo besa apasionadamente.
Es obvio que lo ha cogido totalmente desprevenido. Durante unos segundos, él ni reacciona al ataque. Permanece quieto, como un pasmarote, con los brazos colgando, los labios muertos, dejándose querer, y los ojos muy abiertos. Antes de cerrarlos, la mira. Observa como ella, que sí los tiene cerrados, lo besa desenfrenadamente. Puede sentir su necesidad. Y la de él comienza a hacerse más fuerte. Sin dudarlo esta vez, mueve sus brazos y sujeta con fuerza ese culo que lo vuelve loco. Lo siente entre sus manos. Prieto. Redondo. Ella lanza un gemido sutil entre sus labios. Suficiente para aumentar su excitación y abrir la boca para devorarla con ímpetu. El calor los está abrasando. De repente, ella recuerda donde está. Que la pillen en una situación así daría una visión poco profesional. Se separa de sus labios con un esfuerzo tan grande que hasta le duele en las entrañas. No quiere soltarle.
– Pienso hablarte de "mierdas australianas" más a menudo – le dice él mientras intenta recuperar el aliento aspirando grandes bocanadas de aire.
Ella sonríe y oculta la cara en su pecho, un poco avergonzada por el furtivo ataque de pasión que ha sufrido. Entonces alguien tose cerca de ellos. "Mierda". Se separan de inmediato y miran al silencioso espectador. Alto. Delgado. Pelo platino. Ojos transparentes. Piel blanca. Traje a medida. Ella cierra los ojos, bajando la cabeza. No quiere seguir mirando. La ha cagado, pero bien.
– Creí que era la planta 4, pero parece que he ido a parar al zoo – interviene el señor Wellington.
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