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Capítulo 2

El dolor empieza cuando la esperanza acaba.

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Baja en el ascensor con su pelota verde. Como cada jueves a las seis de la tarde para ver a su madre que viene a recogerla y siempre la espera en el hall del edificio. Cuando las puertas del ascensor se abren aparece frente a ella una pequeña casa en ruinas. Todo en colores grises. Una cancela oxidada rodea la casa y el jardín. Un jardín lleno de plantas muertas y secas. La vida parece haber sido absorbida. Árboles de formas fantasmagóricas que dan la impresión de espíritus malvados. Ante tal impresión, la pelota cae de sus manitas y entra en los jardines de la casa. Por un momento se plantea si entrar en ese tenebroso lugar. Lo hace. Aquel escenario la aterroriza. La niebla blanquecina apenas la deja ver. Por fin llega a la pelota. Cuando se agacha para recogerla, nota que hay alguien a su lado. Alza la vista. Rodeada por un halo espeluznante y tétrico, aparece la parca. Ésta se abalanza sobre ella sin piedad y le coloca algo en el cuello que la pequeña no es capaz de ver. Mira hacia todos los lados en busca de ayuda. Ve un espejo desde el que se puede ver el portal de su casa, donde su madre la está esperando. La ve. Pero su madre a ella no. Está apenas a unos metros. Grita su nombre. Todo lo fuerte que puede. Abriendo tanto la boca que puede sentir el dolor en las comisuras de los labios. Le ruega ayuda. Pero ningún sonido sale de su boca. Su madre mira el reloj. La está esperando. Pero ella no llegará jamás. Está atrapada.

*****

Sábado. Resaca. Mal sabor de boca. Saliva espesa. Ojos hinchados. Ojos de panda. Aún está vestida con la ropa de la noche anterior, al menos de cintura para arriba. Cuando llegó anoche no tuvo fuerzas de ponerse el pijama. Bastante que se acordó de cómo llegar al hotel. 

Bebió demasiado. Gastó demasiado. Incluso bailó. Recuerda que el sol ya brillaba cuando llegó a la habitación. Sin atreverse a correr las cortinas y dejar entrar la claridad, piensa que será tarde. Su estómago ruge. Tiene hambre. 

Mira el móvil. La luz la deja temporalmente ciega. Dolor. Baja la intensidad de la pantalla. Tiene varios mensajes. Su hermano le pregunta por su primer fin de semana en el paraíso. Irene le ha escrito de madrugada preguntándole si llegó bien. Ella y sus amigas la han añadido a un grupo nuevo de WhatsApp. "Shameless". Aunque ahora parece que también son las suyas. Ese pensamiento la hace sonreír. Han estado pasando todas las fotos que se hicieron anoche y hablando de lo "increíblemente cojonuda" que había sido la noche. Se pasa en la cama unos minutos leyendo y riendo al recordar las anécdotas de la noche. 

Le llega otro mensaje. Oliver. Le pregunta si quiere ir a ver un apartamento que un amigo suyo ha dejado libre y no ha conseguido encontrar a nadie de confianza a quien alquilárselo. Desde que Oliver se había enterado de que estaba en un hotel gastando más dinero del necesario no había parado de buscar alguna buena opción donde vivir. Es un chico serio. Pese a su gran sentido del humor y a estar siempre bromeando, cuando se le pide un favor o se propone hacer algo lo hace rápido y bien. Es competente y comprometido. De esas personas que realmente se preocupan cuando alguien tiene un problema. Ella agradece ese trato, pero no lo comparte. Para ella preocuparse por los problemas de los demás es difícil. Le cuesta que las cosas le importen. Ha pasado mucho tiempo intentado crear una capa a su alrededor por la que resbalase todo lo que le sucede.

Se ha duchado. Comido. Pintado. Peinado. Lavado los dientes. Y ahora espera en la esquina del hotel a que Oliver la recoja para ir al apartamento. Le ha costado contestarle. Se le pasaron por la cabeza mil excusas para declinar la invitación. La ansiedad que le provoca quedar a solar con él la tentaba a apagar el móvil y encerrarse en sí misma. Pero si hace eso jamás encontrará un lugar donde vivir. Esta es una buena oportunidad. Él ha hecho el trabajo sucio. A ella sólo le queda dar el sí. Y el dinero. 

Nunca le ha faltado esto último. Siempre ha vivido bien. Clase social media-alta. Un gran apartamento. Colegio privado. Casa en la playa. Coche. Moto. Ropa. Viajes. El gobierno australiano le ponía como condición para entrar en el país una cuenta en el banco con cinco mil dólares australianos. Seguramente para asegurarse de que pueda permitirse cierto nivel de vida una vez dentro. No le costó reunir ese dinero. Había ahorrado y había trabajado para ello.

El piso es genial. Algo pequeño. No más de 40 metros cuadrados. Pero más que suficiente. Totalmente amueblado. El hall, el salón y la cocina están unidos. La única pared que hay es la que separa esas estancias del dormitorio. Eso le da más amplitud al reducido apartamento.

La pared de donde cuelga la televisión está llena de estanterías. Son artesanales. Las ha hecho el amigo de Oliver. Le vendrán bien para todos los libros que ha traído y los que va a comprar. Se bebe los libros. Sus favoritos son los grandes clásicos. Las antigüedades que jamás pasan de moda. Y Edgar Allan Poe. Esa manera espeluznante de describir historias terroríficas. Ha perdido la cuenta de cuántas veces se ha leído "El gato negro". 

Se acerca a la única ventana que hay en el salón. Gran ventanal que iluminaba toda la estancia. Las vistas no están mal. Puede verse una gran avenida de tres carriles para un lado y tres para el otro. Al otro lado de la carretera todo son árboles y casitas con jardines. Es una séptima planta. Aun así, el ruido de los coches es más que notable. Las ventanas tendrán que estar siempre cerradas. Por suerte el apartamento tiene aire acondicionado. 

Es perfecto para ella. Lo quiere y pagará lo que haga falta. Sabe que los alquileres en Sydney son caros. Oliver ha pactado un precio más que justo con su amigo. Al parecer se va a Los Ángeles. Es actor de spots publicitarios y quiere ver si llega más lejos. Ahí deja de escuchar. La distrae pensar que el trayecto Sydney-Los Ángeles fue el que realizaron los personajes de Lost cuando sufrieron un terrible accidente que los dejó atrapados en esa extraña isla. 

Suele perderse en sus propios pensamientos. Lo cual le supone un problema de concentración. Aunque no parece preocuparle no enterarse de la vida de las personas que no le interesan. Ahora lo único que le importa es ese piso. Mira la que será su casa a partir de ahora. Su hogar. Suyo. Sólo suyo. Sonrisa. Nervios. Emoción. ¿Felicidad? Podría ser. Hace mucho tiempo que no la siente. 

Está deseando llenar los estantes de la cocina con comida. Los cajones con su ropa. Las estanterías con sus cosas. Y no tardará. Si quiere puede empezar a llevar cosas e instalarse enseguida, le dijo el chico. Y eso hace. Es fácil transportarlo todo. Apenas ha deshecho las maletas. De vuelta en el hotel, hace una bola con la ropa que ha usado y mete lo que cabe en una de las maletas y el resto en una bolsa de plástico. Se larga de allí. A su casa. Su. Casa. No se cansa de oír esas dos palabras. 

Oliver la ayuda a trasladarlo todo en el coche. Eso le ahorra mucho tiempo y esfuerzo. Está muy contenta, así que lo invita a cenar, pero él tiene planes. No es correcto decirlo, pero que decline la invitación la alegra. Está increíblemente agradecida, pero no puede parar de pensar en quedarse a solas en su casa. No quiere a nadie a su lado. Quiere disfrutarlo. Y disfrutar significa estar sola. Con la exclusiva compañía de Spotify, sus cosas, una botella de cava y algo de comida basura. Todo lo demás y todos los demás le sobran ahora mismo. 

Y así pasa lo poco que queda ya del sábado y el domingo entero. Prácticamente ya lo tiene todo colocado. Dos maletas grandes llena de ropa veraniega. Una maleta mediana con su altavoz, una carpeta con sus dibujos, lápices, varios libros, un router, secador, plancha, maquillajes y otras cosas. Y dos cajas grandes que su hermana había enviado con cortinas, sábanas, un nórdico, su almohada e incluso comida de España. 

Hay una frutería en su calle que abre todos los días de la semana. Así que decide vestirse y bajar a comprar algunas cosas para cocinar por primera vez desde que está aquí. Lasaña de espinacas y ricotta con bechamel casera. Cerveza. Película. Siesta. Ordena su ropa en el armario. Sólo hay uno. Saca la ropa que va a ponerse mañana para el trabajo. Pone música. Se ducha. Habla un poco con sus amigos. Lee. Duerme.

Han pasado casi dos semanas desde que se llegó. Belinda no ha vuelto a bajar a ver cómo le va. "Les pago demasiado a esos patanes". Pensar en Belinda es pensar en aquella noche y pensar en esa noche es pensar en él. Pese a la cantidad de cosas positivas que sucedieron ese día, lo que permanece latente es esa palabra. "Patanes". Esa mirada. Azul. Mirándola, no viéndola. Las risas. Una decepción más que añadir a la larga lista y una vergüenza más que tapar con la manta de la indiferencia y el olvido. 

Se ha instalado bastante bien. Ya apenas necesita ya la ayuda de Oliver. Está aprendiendo y lo hace rápido. Por ahora su trabajo no tiene grandes responsabilidades. No diseña mucho. Apenas dibuja. Por ahora se dedica a realizar encuestas de mercado y a ayudar en el desarrollo de nuevos negocios y segmentos. Lo que significa, básicamente, que ella prepara las presentaciones y analiza datos para que luego otra persona lo exponga delante de los clientes y se lleve los laureles. 

Eso no le molesta. No por falta de ambición, simplemente hablar en público la pone nerviosa. Pero no le pasa desapercibido el hecho de que, una vez más, ella y su trabajo están a la sombra. La vergüenza la ha consumido siempre. Vergüenza a todo. No es capaz de superarla. Pese a que cada día de sus veintiséis años ha sido un avance en la carrera contra ella, aún le queda mucho por delante. La falta de confianza no es un aliado en este contexto. 

Se ha pasado su adolescencia escuchando lo inútil que era. Siendo infravalorada. Es muy consciente de lo que las personas que formaban parte de su vida por aquel entonces pensaban de ella. Sabía que se sentían superiores. Que se sentían con la autoridad suficiente para entrometerse en su vida sin molestarse en conocerla. De opinar sobre lo que le estaba pasando sin saber lo que pasaba. De dar consejos cuando sus vidas eran igual de desastrosas y tristes. Aquello la desquiciaba y la desquicia. El derecho que cree tener la gente a inmiscuirse en sus asuntos la enferma. 

Que alguien pueda verla de verdad. Que alguien la haga o la vea llorar. Sólo la idea de que alguien logre traspasar sus muros y verla realmente es suficiente para apartar a todo intruso non grato de su lado. Y poco le cuesta hacerlo. Está acostumbrada a separar los sentimientos de la razón. Y en ella la segunda siempre prevalece. A veces esas decisiones radicales la han hecho sufrir. Pero ese ha sido siempre su estado natural. Hasta tal punto que ya no siente ciertas cosas. Esa capacidad se ha perdido. Quizás nunca la tuvo. 

Pocas cosas la enfadaban realmente. Suele ser una persona tranquila. Con buen humor. Sarcástica. Siempre sonriente. Siempre impasible. Pero en su interior es un torbellino. Lo que piensa sólo ella lo sabe. El por qué hace lo que hace sólo ella lo conoce. De nuevo, sola. Siempre sola. No importa cuán rodeada de gente esté. En su interior sólo está ella. Es la única persona de quien tiene la certeza de que guardará un secreto. Y tiene muchos. La única persona en la que puede confiar. La única que jamás la abandonará. Ella.

La persona que administra directamente el proyecto en el que están trabajando ahora es un hombre joven. Ella ha estado preparando el proyecto y el presupuesto de un cliente. Y después de comer será la presentación. Ella nunca va a esas cosas. Pero en esta ocasión aquel joven necesita a alguien que le ayude con el proyector y otras cosas. No tendrá que hablar. Sólo estar ahí por si se la necesita. Suficiente para que apenas coma debido a los nervios. Se sabe la presentación perfectamente. Ella la ha preparado entera. Pero por mucho que se lo repite no sirve para calmarse. 

Llega antes a la sala donde se reciben a los clientes y empieza a prepararlo y organizarlo todo. Hace café y té y abre unas galletas que pone en un plato. Tazas. Servilletas. Azúcar. Miel. En cada sitio pone unas tarjetas con los nombres de las personas que acudirán a la reunión y una carpeta con los presupuestos. Enciende el ordenador y el proyector. Limpia la pizarra. Y espera. 

Pronto llega el joven que presentará el proyecto. Hablan un poco. Sólo sobre si está todo listo. ¿Qué otra cosa puede contarle ella que a él pueda interesarle? El chico no está nervioso. Hace esto casi todas las semanas. Su trabajo es estar en contacto directo y constante con los clientes. A veces, incluso, sale a cenar con ellos. Ella se lo imagina diciéndole a su mujer "hoy acuesta tú a los niños, yo tengo una cena de negocios importante". Y, a la vez, imagina la "cena de negocios importante" en el palco de alguna discoteca pija con botellas de champán y mujeres imponentes. Ese pensamiento la traslada a aquella noche.

—Buenas tardes, señores. Por favor siéntense en los sitios asignados —dice el chico—. En cuanto estén todos sentados y listos comenzaremos si les parece bien.

Todo hombres. Chaquetas. Corbatas. Afeitados. Permufados. Y él. 

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