Capítulo 19
La única manera de guardar un secreto es no compartirlo.
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Han pasado varios días desde el juicio. Consiguió lo que se propuso. Ahora vive con él. No le ha contado a su madre las verdaderas razones que la han llevado a tomar esa decisión. Si lo hubiera hecho, no lo habría permitido. La madre no se lo ha tomado bien. Lo considera una derrota. Incluso siendo ese hombre el monstruo que es, su hija prefiere estar con él. No lo entiende. Pero tiene que aceptarlo. A partir de ahora, será ella la que tenga un horario de visitas. La pequeña se está haciendo a su nueva forma de vida. Pasa mucho tiempo sola. Lo cual le gusta. De esa forma no hay gritos. De esa forma no escucha continuos insultos hacia su madre y hacia el hombre con el que ella está. Disfruta de su soledad. De la paz que le supone. Ha tenido que aprender a cocinar. Se prepara su comida, casi siempre pasta con alguna salsa, y se sienta a ver la tele. Cuando se cansa, dibuja un poco. Pronto volverá al colegio y todo será menos aburrido. Tiene ganas de ver a sus amigos. Como cada vuelta al curso, seguro que Aria se tirará encima de ella y la acribillará a besos y abrazos. Y, como cada vez que lo hace, ella intentará zafarse sin éxito. Lo cierta es que la echa de menos. Pensar en la alegría que siempre rodea a su mejor amiga es lo que la ha salvado en muchas ocasiones de caer en la oscuridad. Ella es el único pilar sobre el que apoyarse en su mundo derruido.
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Sabe que la información que está a punto de recibir la está consiguiendo de manera desleal. Ha estado siguiendo las reglas, pero ya no es un juego para él. Es más serio de lo que nunca pudo imaginar. Lo que siente por ella se ha ido haciendo tan real que lo siente en cada hueso de su cuerpo.
Esa mujer era una reina que había instaurado su régimen en él sin darle tiempo a reaccionar a tal invasión a su corazón. La conquista era oficial. Si su amigo le contaba cosas que facilitasen la tarea de ayudarla y hacerla feliz, cometería traición a la corona. Sin dudarlo.
– ¿Y bien? – apremia a Axel, escrutándolo con sus azules ojos. No quiere presionarlo, pero nota que está cerca de conocer la verdad y le resulta difícil ser paciente. Axel comienza a abrir la boca. Tras esos labios se encuentra la verdadera razón de sus miedos. De su inaccesibilidad sentimental. Su confidente se dispone a hablar.
– Creo – interviene Aria alzando la voz. Su interrupción los ha sobresaltado. Ha estado escuchando la conversación desde la cocina. Es lo que sucede cuando no hay paredes – que es ella quien debería responder a eso – Travis hace el intento de hablar, pero Aria ya sabe lo que va a decir – Si te ha dicho que quiere vivir una aventura, es que querrá vivir una aventura. Es muchas cosas, pero no una mentirosa – dice callándolo de inmediato – Me has caído bien, – Aria se ha ido moviendo por el salón – así que el único consejo que te damos – hace hincapié en ese plural a la vez que mira a Axel – es que, antes de apostarlo todo a ciegas, te asegures de que no sea eso lo que eres para ella, una aventura más. Buenas noches.
Parece que la conversación se acaba aquí. Aria coge su pijama, el cepillo de dientes y desaparece tras la puerta del dormitorio de Máxima, dirección al baño. Travis es muy consciente de que, esta vez, sí debe irse. Se despide y sale por la puerta. Se encuentra a Victoria, aún al teléfono, y se despide de ella con un gesto de la mano y una sonrisa.
Las palabras de Aria han sido duras, pero certeras. Sabe que no lo ha dicho con mala intención. Todo lo contrario. Lo ha dicho con intención de ayudarle y no hacerle perder el tiempo. Aria, mejor que nadie, conoce los actos de Máxima. En definitiva, le ha dado un buen consejo. Debe conocer las intenciones de Máxima antes de arriesgarse a sentir. Aunque se estaría mintiendo si negase que ya siente algo por ella.
Suena el despertador. Los ojos de Máxima se abren levemente. Los párpados le pesan. Unos pocos días sin madrugar la han hecho olvidarse de lo duro que le resulta hacerlo. El sol está totalmente fuera. Por suerte, instaló unas cortinas lo suficientemente opacas para parar la insistente luz que llama a su habitación cada mañana a las seis de la mañana. Aun así, duerme con antifaz. Sólo un poco de claridad es suficiente para que no pegue ojo.
Ha dormido a pierna suelta. Sabe que ha soñado, pero no recuerda el qué. Ya se acordará. Fuese lo que fuese, no le impidió descansar. Lo necesitaba. Ahora necesita no hacer ruido mientras se prepara para no despertar a sus amigas, que duermen en el sofá. Ya tiene experiencia en irse a hurtadillas de su propia casa. Ese pensamiento la hace sonreír.
Inconscientemente, cuando aparece por el garaje, lo busca. Sabe que no está ahí. Lo imagina en su cama. Con el sol rozando su cuerpo dormido. Su pelo rubio. Su piel morena. Sus densas pestañas. Sus brazos torneados. Su musculosa espalda. Los hoyuelos de su prieto trasero...
– ¡Máxima! – grita una voz que llama su atención – ¿Estás sorda? Llevo llamándote un rato – es Oliver – ¿En qué estabas pensando? – "si tú supieras..." piensa ella.
– ¿Eh? Ah, sí... en... el proyecto Afrodia – responde de manera improvisada.
El proyecto Afrodia era la nueva iniciativa de AusTech. Con él, pretendían entrar en el mercado de los cosméticos para mujeres. Habían adquirido un laboratorio que fabricaba dichos productos y que estaba en concurso de acreedores. Allá donde AusTech veía una oportunidad, metía sus largas narices. Esa empresa no tenía fin. A ese ritmo, se convertirá en la Unilever australiana.
– ¿Te han cogido? – pregunta un sorprendido Oliver.
Los mandamases llevaban tiempo seleccionando personas para formar el equipo que se encargara de las ventas, distribución, comunicación y publicidad de Afrodia. Es el trabajo soñado para cualquiera que trabajase en la planta 4. Y eso seguiría siendo, un sueño. Es un proyecto demasiado importante para cederle la gestión a una subcontrata novel como lo eran ellos. AusTech tiene su propio departamento de marketing. Cuyo trabajo está destinado, en exclusiva, a los productos fabricados por la propia empresa. MKM, la empresa a la que ella y Oliver pertenecen, se encarga de clientes externos. Aburridos trabajos de productos poco importantes con clientes con aires de grandeza que sólo saben gritar y exigir cosas imposibles por el precio más reducido posible. Sin duda, son la última mierda de la empresa.
– Obviamente, no. Dudo si quiera que tengamos oportunidad de participar en la selección. Aunque soñar despiertos es gratis – le dice Máxima con una sonrisa – Imagínatelo. Todo un equipo de personas a tu cargo. Ser libre para diseñar y tomar decisiones. Sin jefes. Sin Johnson – le guiña un ojo – Sin rendir cuentas a clientes faltos de ideas. Creatividad en estado puro. Ver tu trabajo en las calles, tiendas, escaparates... – al oír todo eso, Oliver suspira de emoción. Ambos suben en el ascensor, aunque creen estar volando sólo de pensar en lo maravilloso que sería.
No ha hecho más que sentarse en su mesa cuando el teléfono suena. Mira la pantalla y ve que la llamada proviene de algún despacho de la planta 15. ¿A quién conoce allí? ¿Por qué la llaman a ella? Lo descuelga desconfiada. Es un hombre. Desconoce la voz. La cual es un poco aguda para ser masculina. Se presenta. James Smith. Asistente personal del señor Wellington.
Señor Wellington. Sólo oír su nombre le corta el aliento. Tiene que hacer un esfuerzo por sujetar el teléfono con fuerza para que no se le caiga. Siente un escalofrío que le sube por la espalda. Se le eriza la piel. Sudor frío.
– ¿Hablo con la señorita... – se oyen unos papeles, debe estar buscando su nombre – ... señorita "Beina"? – pronuncia su apellido con acento inglés. Ella aclara su voz antes de contestar.
– Baena, señor – lo corrige – Sí, soy yo. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
– El señor Wellington me ha pedido que la cite en su despacho de manera inmediata. He llamado en varias ocasiones antes de que usted descolgara el teléfono. Me temo que no se encontraba en su puesto hasta ahora – habla de una manera refinada y pedante. Reconoce el acento. Es británico – El señor insistió en que le transmitiera el poco tiempo del que dispone un hombre como él – ella pone los ojos en blanco y saca la lengua en un gesto de asco – Debe tratar unos asuntos de máxima importancia con usted y debe venir cuanto antes – después de indicarle cual es el despacho, cuelga. Sin despedidas.
– Que encanto de señor – susurra ella.
– ¿Qué? – pregunta Oliver mientras levanta la cabeza por encima del ordenador – ¿Me hablas a mí?
– Acaban de llamarme para que suba a la 15 – le explica con los ojos fijos en ninguna parte. Continúa susurrando. Aunque habla en voz alta, parece que lo hace consigo misma.
– Joder, ¿crees que van a despedirte? – eso la hace reaccionar.
– Hasta ahora, ¡no! – exclama mirando a Oliver con los ojos como platos – ¿Por qué? ¿Por qué iban a despedirme? – titubea.
– Bueno, relájate – dice él alzando las manos – Lo he dicho por decir. Normalmente, es la Reina de Hielo – se refiere a Belinda – y sus secuaces quienes se encargan de esas cosas. Seguro que te llaman por otra cosa – recula.
Pero ya es tarde. La duda está sembrada en su cabeza. Recuerda el primer encuentro con ese hombre. Segundo, en realidad. En la discoteca. Después, aquella horrible presentación. No demostró ser muy válida. Y lo peor de todo. La cena de las convivencias en Newcastle. No fue nada amable con él. Aquella mirada vampírica aún la persigue.
¿Es posible que Wellington tenga la potestad para despedirla? Supone que sí. Su jefe directo es Johnson. Su empresa es MKM. Esa es la empresa que paga sus facturas. Pero las paga gracias a AusTech. De manera que, si Wellington es el director de marketing y publicidad de AusTech, muy por encima de Johnson, podría despedirla sin problemas.
Así que está claro. Se ha quedado sin trabajo. Todo por no acceder a un estúpido baile. ¿No es eso acoso laboral? Para qué planteárselo siquiera. ¿A quién pretende engañar? No tiene el valor de defenderse. No tiene intención de insinuarle tal pensamiento. Y si la tuviera, ¿cómo demostrar que su cesión es por eso? No hay nada que pueda ni vaya a hacer. Tendrá que aceptar lo que sea que le espera dentro de ese despacho.
Sube en el ascensor. Planta 15. Se abren las puertas. Destellos blancos y amarillos la ciegan temporalmente. Cuando sus ojos se hacen a tal luminosidad, ve la planta al completo. Amplia. Ventanales enormes desde donde se tiene una vista panorámica de todo el centro de Sydney. Las paredes de los despachos son de cristal en su mayoría, exceptuando algunas de madera oscura y brillante. Todo diáfano. El suelo, los pilares y el techo son blancos. Definitivamente, es ahí donde guardan la luz.
Los pasillos que forman las mesas de los trabajadores, están decorados con algunas plantas verdes. Las mesas, son blancas también. Con ordenadores de alta gama y pantallas enormes. Así da gusto trabajar. Qué diferencia con las ruidosas torres y pantallas anchas de la planta 4. Al fondo, hay una zona de sofás. Parece ser para poner en práctica el sistema de cultura colaborativa. Se sientan, como si estuvieran en el salón de sus casas, y trabajan de manera desenfadada. De esa forma, la fatiga laboral es menor y la eficiencia mayor. Está claro que no se deja nada al azar. El control dentro de la libertad.
– ¿Señorita Baena? – la llama una voz masculina. Ha pronunciado su apellido con retintín, para demostrar que se ha aprendido como se dice.
Ella se gira. Debe ser el asistente. Es un hombre mayor. De unos sesenta años. No muy alto. Pelo lacio y canoso. Ojos claros. Algunas arrugas. Impecablemente peinado y afeitado. Traje de chaqueta oscuro, camisa blanca y corbata. Estirado como un palo.
Ella asiente. Se estrechan la mano. Todo muy formal. El asistente la guía por ese palacio de cristal hasta un despacho que hay al fondo. Apartado de todo el bullicio. Es un cuadrado perfecto. Dos paredes de madera, la de la izquierda y la derecha. Dos de cristal. Una donde se encuentra la puerta y otra, un ventanal gigante desde donde puede verse el edificio de la ópera, el conservatorio y el Royal Botanic Garden al completo. Impresionante.
Las vistas desde su oficina son la fachada de ladrillo de un edificio ruinoso y una avenida ruidosa. "La diferencia entre estrellas y estrellados" piensa sarcásticamente.
En la puerta, una placa. "Montgomery W. Wellington. Director General Internacional de Marketing y Ventas". Sin lugar a dudas, la noche de la cena cabreó a la persona equivocada. Smith, el asistente, llama a la puerta. Una voz en el interior del despacho le da permiso para entrar. Ella traga saliva, haciendo más ruido del que le hubiera gustado. Smith le hace un gesto con la mano indicándole que pase. Él se queda fuera. A partir de ahora, está sola.
Sobre las paredes de madera no hay colgado ningún cuadro. A un lado hay un sofá chester azul oscuro, dos sillones Barcelona del mismo color a los lados y una mesa de cristal rectangular bajita. Sobre ella, nada. Ni una simple planta. Ni un solo objeto de decoración en toda la sala. Cercana al ventanal, se encuentra la mesa de trabajo. Toda de cristal. Con una pantalla de ordenador blanco a un lado y papeles a otro. Dos sillones blancos delante de la mesa. Y una silla de escritorio, también blanca. Sentado en ella, él. Le da la espalda. Está mirando por la ventana mientras habla por teléfono. Eso le da tiempo a ella de observar el despacho con más calma.
Él no tarda en colgar. Entonces se gira. Se ha dejado una pequeña barba. Es tan rubia que apenas se le nota. Quizás ya la tenía antes y nunca se fijó. Él se levanta. Lentamente. Se acerca a ella. Al no llevar tacones hoy, es consciente de lo alto que es a su lado. Medirá casi dos metros. Su constitución es estrecha y delgada, pero fuerte. De nuevo, el traje que luce parece hecho a medida.
– Es un grato placer volver a verla, señorita – le dice tendiéndole la mano. Ella tarda unos segundos en estrechársela. Está temblando. Ese hombre le da miedo – Pase, por favor. Siéntese. ¿Quiere tomar algo? ¿Un café? ¿Una tila? – pregunta cómicamente al ver lo nerviosa que está.
– Se lo agradezco, señor Wellington, pero no es necesario. Estoy bien – miente.
– ¿Quién lo diría? Está blanca como este despacho – comenta mientras la guía hasta uno de los sillones. Él se sienta en su silla, frente a ella – Bueno, quizás sentarse la relaje. ¿Cómo le va todo aquí? ¿Se encuentra cómoda? – ¿Para qué le hace todas esas preguntas si va a echarla? ¿Es que quiere regodearse? – Tengo entendido que está haciendo un buen trabajo en MKM. Tengo aquí varios informes de su tutor, el señor... Oliver Millman. Las calificaciones que le ha concedido son extraordinarias. Responsable. Creativa. Seria. Eso salta a la vista – susurra mirando el informe – Buena trabajando en equipo. Vaya... ¿quién lo diría? Parece usted una persona muy... – hace una pausa para escoger la palabra correcta – introvertida.
Bajo la luz cegadora del sol que entra por las ventanas, ese hombre, tan blanco, tan rubio y con los ojos tan claros que parecen transparentes, posee un aspecto etéreo. Le recuerda a algo. No es capaz de averiguar a qué. Entonces él la mira. Apenas se ven sus pupilas. La luminosidad las contrae hasta hacer de ellas unos minúsculos puntos en mitad de unos iris cristalinos. Ya sabe a qué le recuerda. A un tiburón.
– ¿Sabe por qué la he hecho llamar, señorita Baena? – es la primera vez que la llama por su nombre sin preguntárselo previamente. "Justo se lo aprende cuando ya no hará falta" piensa.
– Lo cierto es que no, señor. Me ha sorprendido la llamada de su asistente. Si he cometido algún error o he hecho algo mal, yo... me gustaría disculparme. Desde luego no fue mi intención... Este trabajo ha sido lo mejor que he conseguido en mucho tiempo... Yo...
– ¿De qué está hablando? – la interrumpe. El tartamudeo de esa joven comienza a irritarlo – No sé qué le habrá dicho ese octogenario inglés pretencioso que tengo como ayudante, pero no está aquí por hacer algo mal. Todo lo contrario. Quiero ofrecerle la oportunidad de participar en un proyecto – le dice.
Lo que escucha es música para sus oídos. No puede creerlo. Quiere que participe en un proyecto nuevo. ¿Es posible que quiera seleccionarla para Afrodia? No van a despedirla. Incluso podría decirse que se trata de un ascenso. Su corazón, que estaba helado desde que entró en ese despacho, ahora late con fuerza. Está emocionada. Aunque en su exterior, sigue exactamente igual.
– No será un trabajo complicado – continúa él. Se levanta de su silla y le da la espalda a la vez que mira por la ventana – Por supuesto, no pretendo insultar su futura carrera profesional insinuando que esta podría ser la oportunidad de su vida. Aunque, ciertamente, creo que será importante – tiene los brazos cruzados detrás de la espalda y mueve los dedos lentamente – Me gustaría que me acompañara a Melbourne – esa proposición la pilla totalmente desprevenida. ¿Ha dicho Melbourne? – En unas semanas será la convención internacional de marketing y publicidad allí. Acudirán grandes directivos. – se gira, para tenerla de frente – Si aceptara, tendría tiempo para conocer a personas de lo más interesante. Los contactos siempre son útiles. Sus tareas no serían muy complejas. Se encargaría de los itinerarios, mi agenda, las reservas y organizaría las reuniones pertinentes.
Nada tiene que ver esa "oportunidad" con el proyecto Afrodia. Ni mucho menos con un ascenso. Ese hombre quiere que ella sea su secretaria. Ni más, ni menos. Ese no es su trabajo. Tendría un lápiz y un papel, sí, pero no precisamente para dibujar. Sabe para lo que vale, igual que sabe para lo que no. ¿Contactos? ¿Ella? Sabe que no hablará con nadie. ¿De qué le serviría estar rodeada de personas importantes si no podrá pronunciar ni una sola palabra en su presencia? Ella está hecha para diseñar. En silencio. Sin relacionarse. En un despacho oscuro de la planta 4. No para elegantes convenciones de peces gordos.
Su cara, seria y sin expresión durante toda la reunión, es la viva imagen de la decepción.
– Máxima, – la llama – ¿aceptará?
Qué prefiere ser para ese gran tiburón blanco, ¿una sardina entre sus fauces o una rémora en su estela?
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