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Capítulo 17

Normalmente, aquí vendría una frase introductoria, pero hoy no. Hoy quiero dedicar este epígrafe a una serie de personas muy concretas. Personas que me inspiraron para crear esta historia y a sus personajes. Personas que me animaron a llevar a cabo este proyecto. Y, sobre todo, a las personas que he tenido la inmensa suerte de conocer aquí. Gracias a ellas, esta obra sigue adelante. Vuestros constantes votos, opiniones y críticas son la fuente de mis ansias de superación en cada capítulo. Vuestros comentarios, los cuales intento contestar siempre, y teorías me alegran la vida. Vuestra comprensión de los complejos sentimientos de los personajes y de la trama me alienta a continuar. Podría dedicaros cientos de palabras con las que corresponder a vuestro apoyo incondicional, pero, aun así, no serían suficientes para expresar lo increíblemente magnífico que resulta tener unos lectores como vosotros. Por todo, muchas gracias.

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MavisGo-Ku Evahlin ImYanM MariaRoldanGaliana Colmillo04 LaVentanaIndiscreta

*****

No hay testigos. Ninguna cámara grabó el supuesto incidente. En definitiva, no hay forma de probar que aquel hombre estuviera en esa carretera en el momento del accidente. El vehículo del acusado no presenta ningún golpe o rayón. Además, Un familiar paterno, tío de la víctima más joven, afirma estar en compañía del acusado durante todo ese día. Eso dicta el informe policial. Han pasado unos meses de eso. Su madre ha vuelto a casa. Le ha costado recuperarse. El hecho de tener una ligera osteoporosis no contribuye a una rápida recuperación de los huesos. Por fin vuelven a estar juntas. Sus hermanos no pueden creer que él las echara de la carretera. Prefieren pensar que ambas confundieron, en un momento de tensión, la matrícula, y que, quien las empujó, fue otro coche por error. Pero ellas saben muy bien quien fue el autor de tan maléfico acto. Desde ese momento, la pequeña ha sido consciente de lo peligroso que se está volviendo su monstruo. Todo por ella. Por conseguir su custodia. No puede luchar contra él. No tiene fuerzas. Ni armas. Ni capacidad mental o física. Pero hay algo que sí puede hacer. Entregarse. Voluntariamente.

*****

Vuelve a estar en su cama. Rodeada por sus sábanas. Por sus brazos. Su olor está en todas partes. A savia. Hierba mojada. Corcho. Como el olor de las hojas de un libro nuevo. Lo cierto es que él es exactamente eso. Un libro por abrir. Uno que desea leer. De principio a fin. Está segura de que la trama la atraparía y que el final no la decepcionaría.

Es increíble lo cálida que es siempre su piel. No le molesta. Pese a las altas temperaturas que amenazan en el exterior, la casa siempre permanece templada. Verano en enero. En este país, todo está del revés. Incluso su vida. Ha cambiado por completo. Él la está cambiando.

Esta vez, ambos permanecen despiertos. Él, por miedo a que ella persista en su intento de escapar. Ella, porque no quiere cerrar los ojos y perder la oportunidad de recorrer ese espectacular cuerpo con su mirada. Tiene la cabeza sobre su pecho. Él la rodea con su brazo derecho mientras el otro descansa sobre la cama. Ella se atreve a acariciarle el torso. Las ganas de sentirlo superan toda timidez.

Observa sus tatuajes. El que simula el desgarro en la piel dejando ver la bandera, en el interior del bíceps, quizás sea su favorito. Considera que no hay bandera más hermosa que la australiana. Es lógico que sus habitantes la lleven tan a gala e incluso lleguen a tatuársela. Es realmente estética.

– Muy patriota – comenta pasando la mano por el tatuaje en cuestión – En mi país, si alguien se tatuara la bandera lo tacharían de fascista – esa afirmación lo hace fruncir el ceño. Como si no entendiera.

– ¿Sois una dictadura? – pregunta él. Ella suelta una risita y dice que no con la cabeza – ¿Tenéis un gobierno de ultraderecha? – ella vuelve a negar – ¿Opresivo? ¿Racista? ¿Totalitario? – ella ha seguido negando – Entonces ¿qué hace fascista a vuestro país? Las personas como tú y como yo somos unos privilegiados por haber nacido en países con libertades, derechos humanos y oportunidades. ¿Por qué no lucir con orgullo la bandera del lugar que nos lo ha dado todo?

– Visto así... Supongo que hay mucha gente que sigue anclada en el pasado.

– El pasado es traicionero. Hay que saber coger lo bueno y desechar lo malo. Sino, se convierte en veneno para el futuro – él habla de política, pero ella no puede evitar extrapolarlo a su vida. Piensa en su pasado. En cómo ha contaminado su presente. No quiere que también lo haga con su futuro.

– Reconozco esta flor – dice ella cambiando de tema y señalando el otro tatuaje – Me costó recordar dónde la había visto antes. Son las flores que tienes plantadas en el jardín delantero. Las amarillas que parecen bolitas. ¿Cómo se llama? – pregunta acariciando el dibujo en la piel.

– Es un zarzo dorado. Es la flor emblemática de Australia. Justo ahora es la época en la que florecen. Simboliza la unidad. Es inmune a las sequías, los vientos e incluso a los incendios. Su resistencia y su aguante representan la fuerza de... – piensa durante un segundo. Corrige lo que iba a decir, mejor guardárselo – del país.

Esa conversación hace que su mente vuele. Muy lejos. Tiene ocho años. Está en el jardín de su casa de la infancia. En Maroota. Una preciosa casita rústica en la ladera de una montaña. Frente al río Hawkesbury. Al otro lado se encuentra el gigantesco parque nacional de Dharug. Uno de los lugares más hermosos que existen sobre la faz de la tierra. Está con su madre, a la que adora. Ella es su heroína. La idolatra. Ella tiene un sueño. Ganar el dinero suficiente para comprar las tierras que ahora están mirando. Y cosechar en ellas campos de zarzos dorados. Tal fue la intensidad con la que aquella mujer le inculcó su sueño que lo convirtió en propio. Cuando creciera, trabajaría, ahorraría y, juntos, lograrían cumplir ese propósito.

– De nuevo, todo un patriota – bromea ella.

– Las razones de que esté aquí – dice girando el brazo para verse el tatuaje – son muy distintas.

Ella permanece callada. A la espera. No quiere preguntar si él no quiere contestar. Sabe mejor que nadie lo incómodo que es que te presionen. Si su excesivo retraimiento tiene algo bueno es la pasmosa capacidad de no caer en la curiosidad y dejar espacio a los demás. Bajo el cuerpo de ella, él se mueve nervioso. Eso hace que ella levante la cabeza de su pecho y sujete las sábanas para mantenerse tapada.

– Cuando era un crío, mi madre me hablaba continuamente de las leyendas e historias que rodeaban a esta planta. Me contaba que el amor que el zarzo le profesaba a la tierra australiana era tan grande, que ninguna catástrofe meteorológica lograba nunca hacerla perecer. Decía que así de fuerte era el amor que la unía a mí – habla lentamente mientras le pasa la mano por el pelo a ella, recogiéndoselo detrás de la oreja. Ella sonríe al oír la historia – Teníamos un sueño. Comprar unas tierras fértiles y vivir de la cosecha y venta de las flores – ella continúa escuchando embelesada – Claro que el hecho de que ella se largara con otro hombre cuando yo tenía dieciséis años, abandonándonos a mi padre y a mí, jodió nuestros idílicos planes.

En cuanto pronuncia esas palabras, se levanta de la cama y se sienta en el borde. Dándole la espalda a ella. Comienza a vestirse. Ella aún está en la misma postura. Con los ojos como platos. No esperaba ese giro en la historia. Ahora que lo piensa, le sorprende no haber reparado antes en la ausencia de la madre. El hecho de no tener un concepto de familia formado en su cabeza debido a sus experiencias, le impide comprender que el resto de personas sí tienen una.

No sabe muy bien cómo debe reaccionar. Estos momentos nunca los ha sabido gestionar. Supone que una persona normal lo abrazaría en una situación de este tipo. Pero, claro, ella no es normal. Así que lo que hace es darle unos golpecitos en el hombro con la mano. En cuanto nota el contacto, él voltea los ojos y ríe. Gira la cabeza ligeramente, para mirarla de reojo.

– Eres penosa dando consuelo – se burla.

– Eso me han dicho. Al parecer, soy un caso perdido – ambos ríen. Entonces algo llama la atención de ella. El tercer tatuaje. La mancha negra – ¿Era ella? – le pregunta señalando su hombro.

Él asiente. Ella se extraña de que haya preferido taparlo con más tinta en vez de borrarlo del todo. Quizás no ha sido capaz de hacerlo. Quizás cree que de ese modo aún está con él. Aquellas suposiciones se escapan del entendimiento de Máxima. No es capaz de comprender cómo alguien puede echar de menos a quien le hizo daño. Ella expulsa a todo aquel que la decepcione o hiera. Y cuando lo hace, es para siempre.

– ¿Tienes alguno más? – le pregunta ella para romper la tensión que se ha formado.

Entonces, él se levanta de la cama. Luciendo sólo su ropa interior. Y comienza a girar lentamente sobre sí mismo con los brazos elevados, formando una cruz con su cuerpo. En el proceso, ella ha olvidado respirar. ¿Se acostumbrará alguna vez a esa perfección? ¿Alguna vez tendrá la confianza que él tiene para mostrarse tal y como es? Aunque viendo su esculpido cuerpo no le extraña que no tenga ni un solo complejo. Después de dar una vuelta, él se para, frente a ella. Sólo tres tatuajes. Ni uno más.

– Te toca – le dice él.

Ella abre mucho los ojos. Sus labios, que se habían ido curvando en una sonrisa furtiva ante tal espectáculo, se ponen rígidos y serios. Sujeta la sábana con la que se cubre aún más fuerte. No tiene intención ninguna de mostrarse ante él. Una cosa era estar desnuda mientras se abrazaban, besaban o hacían el amor. Y otra muy distinta era que, a plena luz del día, sin tapujos, se expusiese a su mirada.

– Oh... yo... no... tú... yo... – ha comenzado a tartamudear. Va a resultar que si es "la chica tartamuda". Debe concentrarse y contestar algo con sentido. Cierra los ojos un momento para conseguirlo. Los abre – Ni de coña – responde al fin con el semblante severo. No dejando duda a que habla muy en serio.

Él también permanece serio. Manteniéndole la mirada. Se debate entre actuar o dejarlo pasar. Lo cierto es que esa chica le inspira respeto. No se atreve con ella. Nunca sabe cómo va a reaccionar y eso lo deja un poco fuera de juego. Lo piensa por un momento. Podría abalanzarse sobre ella y despojarla de las sábanas. Pero no quiere forzarla a hacerlo. En otra ocasión, quizás.

Así que, después de unos segundos de miradas tensas y desafiantes. Él esboza una sonrisa ladina y levanta las manos a modo de rendición. No insistirá. Ella se ha librado, al menos, por esta vez.

– Ven, quiero enseñarte algo – la invita.

Él se ha agachado y cogido la ropa de ella para dársela. Entonces se fija en que es un pijama. No se había dado cuenta hasta ahora. Mira la camiseta desconcertado. Ella entiende qué pasa por su mente.

– No es que pensara mucho el plan antes de venir aquí. No tuve tiempo de pensar en un modelito más digno – se defiende ella arrancando la camiseta se sus manos.

Han salido de la casa. El sol le quema la piel. Hoy es uno de los días más calurosos. Casi se han secado todos los grandes charcos que las fuertes lluvias formaron hace semanas. A plena luz del día, aquel lugar parece sacado de un cuento. Necesita un pequeño retoque, eso es cierto, pero el emplazamiento es insuperable. Al salir, se fija en los zarzos. Rodean todo el porche. Las flores son redondas y amarillas. Sus hojas, verde esmeralda. Ahora los mira con otros ojos. Esas flores representan más de lo que se ve a simple vista. Como él.

Lo sigue. La está llevando al pequeño granero que está a la izquierda de la cabaña. También está enteramente hecho de madera. Todo, menos la puerta, que es de chapa. La abre y entran. El olor es fuerte. Profundo. A aguarrás. Serrín. Barniz. El sol exterior la ha cegado temporalmente. A sus ojos les cuesta hacerse a la tenue claridad del lugar. No hay ventanas. La luz se cuela por la separación de las tablas de madera de las paredes y el techo. Poco a poco, la mancha blanca que ve, va desapareciendo. Hasta que aprecia, con toda claridad, lo que tiene delante.

No hay paredes. Es amplio. Más de lo que parece desde fuera. En una esquina, hay montones de tablas y trozos de madera de todas las formas y tamaños. En el centro, una enorme mesa de trabajo con sierras y otras máquinas para la carpintería. De una de las paredes cuelga una enorme colección de herramientas de todo tipo. Por todos lados, no importa donde mire, ve muebles. Rústicos muebles de madera. Algunos acabados y otros a medio hacer. Son preciosos. Poseen unos detalles increíbles.

– ¿Los has hecho tú? – pregunta lentamente. Mira a todos lados con la boca abierta.

No necesita que le responda. Lo sabe. Aquellas impresionantes obras de arte llevan la firma de Travis. Lo salvaje y basto de los diseños. La muestra de la naturaleza en cada retablo. Lo imponente del estilo en cada pequeño detalle. Él está por todas partes. Mirar ese lugar era como ver su interior. Ese pensamiento le eriza la piel.

– ¿Te gusta? – pregunta él.

Nunca ha mostrado su trabajo. Algunas veces su padre había entrado a echar un vistazo. Pero éste es un hombre con escasos conocimientos artísticos. No le sirve como crítico fiable. En cambio, ella... Ha visto sus dibujos. Aquellos impactantes y hermosos dibujos. Es consciente de la creatividad que la envuelve. Sabe que se dedica al diseño. Ella puede darle una opinión válida sobre su trabajo.

– Esto es... – ella no tiene palabras. Se pasea por el taller, deslizando la mano por todos los muebles. Está encantada con lo que ve – Es increíble, Travis. Nunca he visto nada igual – entonces cae en la cuenta – El mobiliario de tu casa. Lo has hecho tú – no necesita preguntar, se limita a afirmar. Él asiente – No sé qué decir. Gracias por enseñármelo – sigue paseando por los pasillos que forman la disposición de los muebles – Tu casa ¿También la hiciste tú? – mientras dice eso se acerca a la mesa de trabajo que hay en el medio del taller. Ve lo que parece ser el inicio de un nuevo proyecto. Cuando ella se detiene ante eso, él se tensa. Ella no nota el cambio de actitud de Travis y continúa andando. Él se relaja.

– Con ayuda, pero sí – ha comenzado a seguirla. De esa manera cree podrá evitar que vuelva a fijarse en lo que se gesta encima de la mesa de trabajo – Tardé unos años en darle el aspecto que tiene ahora, pero mereció la pena. Aunque la he desatendido. Últimamente he estado más pendiente de otras cosas.

Después de un silencio, durante el que ella ha estado mirando todas las herramientas, se gira. Choca contra él. No se ha dado cuenta de que la ha seguido de cerca.

Él ha clavado sus ojos en ella. La calma del océano la recorre. Cuando la mira así, siente que no puede mentirle. Siente que, si se sumergiera en ese mar, lo haría completamente desnuda. Sin disfraces. Sin evasivas. Sólo ella y lo que es. Cuando la mira así, consigue olvidar todos los miedos y las ansiedades. Y, al mismo tiempo, la visión de aquel hermoso ser le hace creer que es demasiado bueno para ella.

En ese momento, y simultáneamente, siente la necesidad de besarse. No pierden el tiempo en hacerlo. Sin necesidad de palabras o gestos, ambos se envuelven en un cálido beso. Suave. Lento. Profundo. Él entrelaza sus dedos en su pelo. Atrayendo con fuerza contenida su cabeza, para que sus labios se besen con más intensidad. Abren sus bocas dejándose vía libre el uno al otro. Explorando con sus lenguas cada espacio.

Ella enreda sus brazos alrededor del cuello de él. Pegando sus cuerpos lo más posible. Entonces, ella comienza a besarle el cuello. Va subiendo hasta la oreja. La muerde. Oír la respiración acelerada de ella le provoca que una corriente eléctrica le recorra el cuerpo. Esta vez no duda en tocarla. Baja sus manos a sus muslos y los acaricia. Comienza a subir por ellos. Hasta que llega a su objetivo. Hace tiempo que desea hacer esto. Desde que ella apareció en vaqueros en el bar country para recoger sus dibujos. Desde entonces, quiere tener entre sus manos ese culo. Y ahora que lo ha conseguido, lo aprieta con fuerza. Ella suspira ante tal contacto. Él la alza y la pone encima de la mesa de las herramientas. Entonces se separan unos milímetros y se miran.

– ¿Quieres que vayamos a la cama? – pregunta él.

– No.

En ese momento ella se lanza sobre su boca y comienza a besarlo con impaciencia y deseo. Abre las piernas y él se acomoda entre ellas. Se deshacen de la ropa con avidez, al menos, de la que les molesta en su unión. Nota la presión que él provoca en su intimidad al introducirse en ella. Cierra los ojos, disfrutando de la sensación que la invade.

Ella alza la cabeza y la echa hacia atrás, concentrándose en cada suave embestida y recibiéndola con pleno placer. Él aprovecha el acceso a su cuello para besarlo. Nota como la agitación de su cuerpo aumenta. El calor que ella desprende y sus gemidos, le hacen imposible controlarse. Se deja ir. Entre besos y abrazos, permanecen unos minutos. Disfrutando de la tranquilidad y el silencio. Hasta que un rugido lo interrumpe.

Es la barriga de ella. Ahora cae en la cuenta de que no han comido nada en todo el día. Lo cierto es que se muere de hambre. Ambos ríen por el sonido de sus tripas, que exigen alimento. Ella se pone colorada por lo poco sutil de ese ruido y se tapa la cara entre risas.

– Creo que alguien tiene hambre – se burla él abrazándola más fuerte – Vamos, a ver que tengo para ti – esto último lo dice dirigiéndose a la barriga de ella.

– ¿Sabes? En mi casa hay comida para un regimiento de la cena de ayer. Si quieres... podríamos ir. Así conocerías a mis amigos – le propone ella. Él piensa. Lo cierto es que tiene el ojo amoratado y, después de la intrusión que llevó a cabo, no sabe si es la mejor impresión que puede dar – Venga, di que sí. Te caerán muy bien. Y seguro que tú a ellos.

– Está bien – accede. No puede negarle nada a ese ángel.

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