Capítulo 13
No existe la mala suerte, sólo los errores que no se acepta haber cometido.
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La puerta se abre. Él aparece. Ella se ha alejado del teléfono. Si él comprende lo que pretende nunca conseguirá hacer la llamada. Debe disimular. Hacer como si nada pasara. Como si todo estuviera bien. Siempre fingiendo. Siempre siendo quien no era. Cada día madura a golpe de maldad. Es una cría. No tiene ni 10 años. Pero en su interior ya es una adulta. El hecho de tener que vivir rodeada de tragedia y tristeza la han obligado a madurar prematuramente. No piensa como una niña. Lo hace como una mujer. Una mujer atrapada que no encuentra la salida. No siente como una niña. En sus adentros ha hecho limpieza. Ha creado un lugar en su mente donde mete lo que le hace sentir que la vida merece la pena. También tiene un agujero. Uno negro y profundo. En el pecho. Donde esconde todo lo que la daña. Donde olvida todo lo malo. Donde no hay luz. Un agujero que, a medida que oculta más cosas, se va haciendo más grande. Hasta que llegue el día que la cubra entera y pierda la esperanza. Hasta que las sombras la posean por completo. Y, entonces, será demasiado tarde para salvarla de la caída. No juega como una niña. Simplemente no juega. Ya no le apetece. Se limita a sentarse fuera de la vista de los presentes. Sin hacer ruido. Hasta que la quietud y el silencio la hacen invisible. Y así lleva dos días. Atrapada en la casa y atrapada en sí misma. Hasta que vuelve a quedarse sola. No lo piensa. Coge el teléfono y marca. Le cuesta hacer memoria y recordar el número. Prueba un par de veces. "Le comunicamos que el número que marca no está disponible o es incorrecto". Por fin consigue dar con la tecla. Da señal. Pip. Pip. Pip. "¿Diga? ¿Hija, eres tú?".
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Están sentados alrededor de la mesa del salón. Han desayunado y hablado. Ella le ha contado varias cosas sobre su país. Le ha resultado más fácil de lo que creía hablar con Roger. Lo cierto es que ese hombre no ha parado de hacerle preguntas y de contar cosas. No ha habido silencios incómodos. Aun así, ella se ha mantenido silenciosa y un poco al margen en la medida de lo posible.
Ahora ellos hablan sobre rugby. Ella aprovecha que nadie pedirá su opinión para desconectar un poco. Le cuesta trabajo mantener la atención al cien por cien. Cuando son conversaciones cortas, no hay problema. Pero cuando tienen mucho contenido, se le hace pesado traducir continuamente en su cabeza. Si ya de por sí, en su lengua materna, le suponía un esfuerzo escuchar a los demás, éste se multiplicaba cuando se trataba de un idioma extranjero.
Está ligeramente tensa. Apenas puede decirse que tenga una relación con Travis. Lo cual ya la pone bastante nerviosa cuando están ambos en una misma habitación. Ahora, el número de personas con las que sociabilizar se ha multiplicado por dos. Eso también duplica su incomodidad. Su cabeza lleva unos minutos buscando alguna razón para excusarse y de esa manera poder volver a la soledad de su casa.
No necesita poner ninguna excusa. Es Travis quien, levantándose, le ofrece a su padre llevarlo de vuelta a casa. Eso pone fin al desayuno. El padre se incorpora y va a la cocina a servirse un café para el camino. Travis comienza a meter la ropa de éste, lavada y doblada, en una bolsa. Para lo cual, se pone de espaldas a la cocina. Pero ella no, ella lo ve. Ve cómo el padre vuelca en un termo de café el contenido de una de las múltiples botellas de licor que hay en la encimera.
Los ojos de ella chispean. No le gusta. En menos de nueve horas, ese hombre ha tenido un accidente, destrozado un coche y alterado a su impasible hijo. Su pobre hijo, que no ha pegado ojo en toda la noche. Se lo ve notablemente afectado. Está agotado y las ojeras se han ido tornando de un morado oscuro. Apenas ha hablado durante el desayuno. Ni comido. Todo ha sucedido por aquel asqueroso líquido. El cual vuelve a correr por el interior del señor Jones como si nada hubiera pasado.
La mirada que ella lanza al cogote de aquel hombre es negra. Sus ojos, ya de por sí oscuros, lo son ahora aún más. Bajo sus pobladas y marrones cejas, el gesto de su cara da miedo. Permanece de pie. Con la cabeza un poco hacia abajo y los ojos fijos en él. Su cuerpo está tenso. Sin darse cuenta ha empezado a apretar los puños. La cólera corre por sus venas. La oscuridad viene a por ella.
– ¿Estás bien? – le pregunta Travis poniéndole la mano sobre el hombro. El roce rompe la rigidez de su cuerpo. Él no se ha dado cuenta de nada. Ella lo mira y asiente casi imperceptiblemente con la cabeza. – ¿Me esperarás aquí? No tardaré.
Ella se piensa la respuesta. Quiere estar sola. Pensar. Decidir qué hacer. Decidir qué le parece lo vivido en las últimas horas. Hacerse una opinión firme. Pero no tiene suficiente información. Quizás él quiera que se quede para hablar. Eso le devuelve la tensión. Lo cierto es que no quiere que le cuente cosas íntimas sobre su vida. Eso daría lugar a una conversación que no quiere tener. Conocer las confidencias de él significaría compartir las suyas propias. No está preparada para eso. Debe irse.
Él aún espera una respuesta. La mira. Azul. Por unos segundos siente el impulso de quedarse. Pero el miedo de sus secretos ciega sus sentimientos. Una vez más, el control que tiene sobre sus emociones gana la batalla. Una vez más, él la entiende sin necesidad de palabras.
– Está bien. Al menos deja que te lleve a casa. No tardaré lo prometo – no puede negarse.
Padre e hijo se montan en la camioneta y se van. Mientras él se aleja, mira por el retrovisor y la ve. De pie. En la puerta. Su imagen va haciéndose pequeña. Y sus ilusiones de un futuro juntos, también. Algo en su interior sabe que la ha perdido. Al menos una parte de lo que había conseguido. Ha visto demasiado. Sabe demasiado. El estilo de vida que él lleva no es para nada lo que ella espera de la vida. Ni lo que se merece, piensa. Volverá, la llevará a casa y se olvidará de que algún día la conoció.
En una semana será Navidad. La pasará en Sydney. No va a España. Les ha explicado a sus amigos y hermanos que no le viene bien un gasto tan grande como un billete de avión en plenas vacaciones. Lo cierto es que no quiere volver. Quiere quedarse aquí. Es más fácil mentir. La frase "tengo mucho trabajo y poco dinero" no da espacio a réplicas.
Va a pasar las fiestas sola. Le parece bien. A decir verdad, no será la primera vez que recibe el año nuevo con la exclusiva compañía de una botella de champán y alguna cena gourmet. Lo cierto es que está impaciente por ver la ciudad estallar en fuegos artificiales y luces. Lo ha planeado todo. Apenas ha pedido vacaciones entre el día 25 y el 1. De esa manera trabajará y se mantendrá entretenida. Los fines de semana se irá a la playa. Y la Navidad y la Nochevieja las pasará en casa tranquilamente.
Pero, como comienza a ser costumbre, nunca se cumple nada de lo que planea con antelación. Irene se ha enterado de que estará en la ciudad. Sola. Y eso le resulta extremadamente triste. Irene es una persona de esas que no sabe estar sola. Ni un solo minuto. Necesita la compañía humana. Hablar continuamente. Estar rodeada de gente. Así que la ha invitado a pasar las fiestas con su familia.
– ¡Está bien! – contesta Máxima elevando un poco la voz – Iré – dice, agotada después de la intensidad de Irene, que la ha estado persiguiendo durante todo el día para convencerla – Con tal de que te calles, iría hasta el infierno – lo dice en voz baja. Irene no se entera, se ha puesto a saltar de felicidad por la oficina, pero Oliver sí, y ríe sonoramente.
Es hora de irse. Como cada día eso le supone un nudo en el estómago. Debe bajar al aparcamiento. Debe verlo. Aunque no ha sido así en los últimos días. Exactamente, lleva sin verlo una semana y media. La última vez, la había dejado en su casa y se habían despedido. En ese momento no imaginaba que podía ser para siempre.
Aun no habiéndolo visto desde hace tanto tiempo, cada vez que aparca o se va a casa lo busca. Con la mirada. Por cada esquina. Temiendo y deseando a partes iguales encontrarlo de nuevo.
No busca una explicación a su desaparición repentina. Prefiere conformarse con las de su propia cosecha. Seguramente se cansó. Era demasiado trabajo cargar con esa niña tonta. Ya tenía demasiados problemas como para tener que encargarse de ella. Seguramente ha descubierto que no era tarea fácil lidiar con ella. Seguramente se aburrió. Y huyó. Ella huye de todo y de todos. ¿Cómo va a echárselo en cara? Otro recuerdo que enterrar en su agujero negro.
Viernes. Sigue sin noticias. Apenas queda media hora para salir del trabajo. Esta vez no ha olvidado hacer la maleta. Se va el fin de semana a Little Bay. Es un pueblecito costero al sur de Sydney donde los padres de Irene tienen una casa a pie de playa. El lunes será Navidad. Así que pasarán allí cuatro días.
– Cuatro días escuchando su voz. Piénsalo – la incordia Oliver.
– ¿Quieres parar? Lo único que quieres es que me quede aquí, contigo. Y, créeme, prefiero su voz a aguantar tus tonterías – le responde con malicia. Cuando oculta su rostro tras la pantalla del ordenador, sonríe perversamente. Le encanta maltratarlo.
– Te doy dos días. No aguantarás más. No conoces a su familia. La típica familia perfecta de serie de televisión. Te darán besos al llegar. Incluso antes de irte a la cama – bromea. Eso provoca que ella lo mire instantáneamente y se le dibuje una pequeña mueca de disgusto en la cara. – Dos días – repite en un susurro. Irene se acerca.
– ¿Estás lista para el mejor fin de semana de tu vida? – pregunta Irene con la voz más chillona que nunca.
– ¡Sí! – dice ella imitando el tono agudo de su amiga y levantando los puños con fingida emoción. Eso hace que la agitación de Irene crezca. Nunca entiende su sarcasmo. Se toma todo lo que ella dice y hace al pie de la letra. Eso la hace adorable.
Van en autobús. Es un viaje de menos de una hora. Están llegando. Aquel lugar es hermoso. Un pequeño pueblecito de casas imponentes. La playa de Little Bay tiene forma semicircular y está rodeada de promontorios. Posee una de las playas más limpias de Sydney. El agua es absolutamente cristalina. Tiene un gran club de golf que ocupa la mitad del territorio del pueblo. A finales del XIX, se utilizó como campamento de saneamiento durante un brote de viruela. Hoy en día, sirve de residencia para varias celebridades, sobre todo, jugadores de rugby. Rugby... "Cállate".
Oliver no mintió. La familia de Irene es perfecta. Su padre es médico. Su madre, abogado. Tiene dos hermanos. Uno está intentando labrarse un futuro en el mundo de los negocios. Edward. El otro es surfista profesional. Thomas. Al parecer, ha ganado algunos trofeos. Rip curl ha firmado un contrato de dos años con él como imagen de la marca. Todos rubios. Ojos azules. Piel uniformemente bronceada y tersa. Altos. De hecho, parece mentira que Irene, con su metro cincuenta, pertenezca a esa familia. Por todo lo demás. Los cinco son iguales.
Le agrada ver que no la besan, como le advirtió su malicioso compañero. Le estrechan la mano y le muestran lo ilusionados que están de tenerla en casa. Le enseñan la casa. Es enorme. Blanca. Con jardín. A pie de playa. Dos plantas. En la de arriba están las habitaciones. Tiene una para ella sola. Con unas impresionantes vistas al mar. Le hace una foto al soleado dormitorio y se la envía a Oliver. "¿Dos días? Me quedaré aquí el resto de mi vida." le escribe.
Sin duda, Irene es la niña de papá. Ese hombre la idolatra. La adora. Máxima observa lo bien que se entienden y la cantidad de gustos que comparten. Entonces se sorprende sonriendo. Una sonrisa abierta. Sincera. Lo que ve la agrada. Puede sentir la felicidad que los rodea. Que los une. Entonces se da cuenta de que sus ojos empiezan a empañarse. Acto seguido quita la vista de la pareja feliz y mira al mar. Se alegra de llevar unas oscuras gafas de sol.
Está sentada en una tumbona en el porche. Tomando un refresco. Edward se sienta a su lado. Pese a llevar un par de días allí, aún no ha hablado mucho con él. Esta es una buena ocasión. Pero en vez de entablar una conversación, se limita a mirarlo, fingir una leve sonrisa y seguir mirando al mar. Él permanece en silencio. Está descansando mientras toma el sol. Entonces habla. Se hacen algunas preguntas de respuesta corta. Al parecer, vivía en Sydney. Con su mujer. Está embarazada. A ella le han ofrecido un trabajo en Melbourne y se han mudado. La familia de ella también vive allí. Máxima escucha simulando atención. Sabe que mañana no recordará nada de lo que le está contando.
Es Nochebuena. La decepciona comprobar que las costumbres no difieren mucho de las españolas. Cantan villancicos. Preparan una copiosa cena. Pavo al horno. Múltiples verduras multicolor. Del huerto familiar. Cómo no iban a tener un huerto. Puede imaginárselos recogiendo juntos la cosecha. Esa imagen le provoca una sutil risita. De postre, un pudín típico de Navidad en el que normalmente se esconde una pepita de oro. A quien le toca el pedazo con la pepita, supuestamente, está predestinado a tener un año de buena suerte. Y pavlova. Al ver la tarta, se le escapa un rugido. Suerte que nadie lo aprecia.
El día 25 sí es distinto. En España, se dan los regalos el día de Reyes. Aquí, el día de Navidad. Ella ha comprado un detalle a cada uno. Menos a Irene. A ella le ha regalado un vestido de una tienda del centro que, una noche que salieron hace semanas, Irene vio y del que quedó prendada. Al día siguiente, ella fue a la tienda y lo compró. Lo guarda desde entonces para esta ocasión. Como es de esperar Irene la abraza y besa en exceso en cuanto descubre de qué se trata. La próxima vez le regalará una esponja, quizás así no la manosee tanto.
Comen las sobras de la noche anterior. Cuando le sirven un buen trozo de pudin, comienza a comer. Entonces nota que algo le cruje entre los dientes. La pepita. Todos se alegran y la felicitan. "La suerte del principiante" dicen. Un año de buena suerte. Eso significa. No puede evitar plantearse lo absurdo que es ese concepto. La suerte no existe. Ni la mala tampoco. Sólo las acciones que acometemos. El año que está por venir será igual de malo que los veintiséis anteriores, piensa. No es consciente de lo mucho que se equivoca.
Las vacaciones de ensueño llegan a su fin. Tienen que volver el mismo día 25. Al día siguiente, tienen que trabajar. Se despiden. Máxima agradece más de mil veces lo bien que se han portado con ella. Y ellos la invitan a venir más fines de semana. Oferta que acepta, increíblemente, de manera sincera.
Después del viaje de vuelta, Irene baja del autobús dos paradas antes que ella. Se despiden. Ella vuelve a agradecerle haberla convencido de ir. Irene le coge la mano y le lanza una mirada de pura amistad. Cuando Máxima llega a la puerta de su edificio, no puede creer lo que ve.
Sus amigos. Todos ellos. Están con las maletas en la puerta. Preguntando a una pareja que pasea por la acera si estaban en la dirección correcta. Ella no puede creer lo que está viendo. La piel se le pone de gallina de manera automática. Pierde la fuerza de sus manos. La maleta, y la bolsa con los regalos que ha recibido, caen al suelo. El ruido hace que el grupo de amigos la mire. Entonces ella echa a correr lo más rápido que puede. Hacia ellos. Cuando está a pocos metros, pega un salto y se cuelga del cuello de uno de ellos. Lo abraza con las piernas y lo aprieta contra sí. Tan fuerte que no lo deja respirar. Se baja y comienza a abrazar a cada uno sin parar de reír. Hasta que todos se funden en el mismo abrazo. Y así se quedan unos minutos. Disfrutando del reencuentro después de más de cuatro meses separados.
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