Capítulo 12
La felicidad se alcanza cuando la inquietud de conocer cosas mejores desaparece.
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Lo bueno de las vacaciones, es que el incidente de la botella pasara justo el último día que vería a sus compañeros de clase. De esa manera se ahorra la vergüenza de las preguntas de sus amigos acerca del "hombre loco", como lo llamaban. Lo malo es que tiene que decirle que pasará lo que queda del verano con su madre. No se equivoca al pensar que eso lo enfadará. La noche antes de que su madre tenga que ir a recogerla, él la monta en un coche mientras duerme. No es consciente del viaje. De vez en cuando despierta y escucha unas voces. Él no está solo. Hay alguien sentado en el sitio del copiloto. Su tío. Para cuando despierta descubre que han estado viajando de noche y que han llegado a la playa. Hace años la familia había comprado una casa allí. En la separación, esa casa le había tocado a él. La coge en brazos y la mete en la casa. La está secuestrando de nuevo. Cuando su madre llegue por la mañana y llame al timbre, nadie le abrirá. Su hija está muy lejos de ella. Cuando se hace de día y la pequeña despierta, no hay nadie en la casa. Está sola. Quiere volver con su madre. No entiende qué hace allí. No entiende para qué llevarla hasta allí si luego no va a pasar tiempo con ella. No entiende que el objetivo de su captura no es más que para hacer daño a su madre. No entiende que su malestar no es más que un daño colateral para su monstruo. En la casa hay un teléfono. Va hacia él. Va a llamar a su madre. A decirle dónde está y a pedirle que venga a por ella. Cuando está a punto de descolgar y de marcar, el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la casa la hace colgar de inmediato. Sin conseguir su objetivo.
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La pregunta flota en el aire. El tiempo se congela. Ambos pierden el sentido de lo que les rodea. Sólo existe esa habitación. Sólo ellos. Dos pares de ojos que se devoran. Dos corazones. Hielo y fuego. Dos almas que se funden formando un solo ser.
Él mantiene la cercanía, pero no se mueve. No cometerá el mismo error dos veces. No se arriesgará a que ella salga corriendo de nuevo. Esperará lo que haga falta.
Ella puede sentir su respiración. El calor de su cuerpo derrite su frío corazón. Un centímetro la separa de sus más profundos deseos. La batalla está perdida. La razón se bate en retirada y las emociones galopan triunfantes. De su fuero interno nace un impulso que desemboca en sus labios.
Lo besa. Como si fuera lo último que va a hacer en la vida. Entrelaza los dedos en su pelo dorado y lo atrae hacia sí. Como si el contacto con sus labios no fuera suficiente cercanía. Quiere más. Él no tarda en reaccionar a esa intensidad poseyéndole la boca. Se pone en cuclillas. Apoya sus fuertes manos en los muslos de ella, aún sentada, y los aprieta con suavidad. Ese tacto provoca una reacción eléctrica en el cuerpo de ella. Ambos se levantan sin dejar de besarse. Necesitan hacerlo para poder abrazarse. Para que cada parte de sus cuerpos se toque. Él desliza su mano de la cintura al cuello. Con su cuerpo la empuja levemente contra la mesa.
Entonces un golpe seco y unos gritos fuera los hacen detenerse inmediatamente. Travis sale corriendo de la casa sin dar una explicación. Ella se queda sola. Con la única compañía del sonido de su respiración desacompasada.
Por la puerta entra Travis sujetando a quien parece ser un hombre. Es una persona mayor. De unos sesenta años. En buena forma. Con el pelo lacio y totalmente canoso. Bigote blanco. Apenas se mantiene en pie. Si no fuera porque Travis lo tiene cogido se desplomaría en el suelo. Le sangra una ceja.
Ella está paralizada. No entiende quién es ese hombre, ni que le pasa. Es mas de medianoche. ¿Qué clase de visita era esa? Travis está intentando ponerlo en el sofá. Ella reacciona y lo ayuda. En cuanto se acerca al desconocido siente nauseas. Huele fatal. Una mezcla entre vómito y alcohol. Su primera reacción es taparse la nariz. No lo hace. No suelta al hombre. Debe ayudar a Travis a colocarlo en el sofá.
- Debes irte - le dice él imperativo, después de dejar al hombre tumbado. - Toma - le coge la mano de mala manera y le pone las llaves de la camioneta en ella. No la mira. - Coge mi coche y vuelve a casa. Mañana puedes traérmelo. O cuando quieras. Ahora vete - la toma bruscamente del brazo y la lleva a la puerta. - ¡Vete! - grita desesperado.
El eco de su grito queda suspendido en el aire. En ese lugar, siempre silencioso. El próximo ruido es la puerta cerrándose de un golpe.
Está fuera. Llueve a mares. Sale corriendo hacia la camioneta. En cuanto pisa el barro se da cuenta de que no lleva zapatos. Sólo unos calcetines. Y que va prácticamente en pijama. Un pijama de talla gigante. Se monta en el coche y arranca. Es entonces cuando se da cuenta de que hay otro coche. Uno que no había visto antes ahí. Está chocado contra un poste de madera. Con la puerta del copiloto abierta de par en par.
Gira en redondo. Derrapando con las ruedas traseras. Más rápido de lo que debería, llega a la carretera principal. Apenas se ve nada debido a la lluvia. Pero el agua no es lo único que la ciega. La ira. Está furiosa. Furiosa y confundida. ¿Cómo se atrevía a tratarla de esa manera? La ha echado de casa. Sin ropa. Con el chaparrón. De malas maneras. Sin explicación.
Pero, sin duda, lo peor de todo ha sido que le gritase. Ese hombre nunca le ha gritado antes. Pese a todos los desplantes y malas palabras que ha tenido con él. Siempre se ha mantenido impasible. Pero no ha sido el caso esta noche. Esta noche la ha cogido fuerte del brazo y la ha echado sin miramientos. Eso no es propio de él. O quizás sí. ¿Qué sabe ella? Si lo acaba de conocer. Si no sabe nada de él. De su estilo de vida. De su posible alcoholismo. De sus compañías ¿Quién puede asegurarle que no es esa faceta que acaba de ver la verdadera?
Tampoco tiene a quién preguntárselo. Nadie que ella conoce lo conoce a él. Ni Oliver fue capaz de reconocerlo esa tarde. No ha hablado de su relación con nadie. No ha querido hablarlo ni con Irene ni con sus amigos. ¿Para qué? ¿De qué serviría? Si quiere saber algo sobre él, deberá preguntárselo personalmente. Y eso es lo último que le apetece ahora. Tenerlo delante.
A la mañana siguiente, se despierta muy temprano. Ha estado durmiendo a ratos. Ha perdido la cuenta de cuántas veces se ha despertado y vuelto a dormir. Ha decidido lo que va a hacer. Llamará un taxi para que la recoja en el kilómetro de la carretera donde está el camino a la casa. Cogerá la camioneta. La conducirá hasta allí. La dejará sin hacer ruido. Se montará en el taxi y se irá.
Así hace. Ya está atravesando el camino de tierra. En el asiento del copiloto tiene una bolsa con la ropa de él. Lavada. Lo ha planeado todo. Todo menos que él estuviera sentado en el porche a las ocho de la mañana. "Joder" dice en voz baja dentro del coche. Por unos segundos cree que no la ha visto. Que puede retroceder. Pero en cuanto ve cómo se levanta de la silla y la mira sabe que no puede escapar. Incluso a esa distancia distingue el azul de sus ojos.
La tormenta ha dado paso a una llovizna fina y molesta. Se baja de la camioneta sin paraguas. Coge la bolsa y se dirige hacia él. Con paso decidido. Y, esta vez, con zapatos. Cuando lo tiene cerca. Le da la bolsa estampándosela en el pecho y se gira para irse. Pero no puede. Algo se lo impide. Él la ha cogido de la muñeca. La atrae hacia él de un tirón y la besa.
Un beso que nada tiene que ver con el de la noche anterior. Es ligero. Suave. Suplicante. Lento. La boca de él absorbe cada segundo. Estudia cada rincón. Con calma. Saboreando el momento. Le ha soltado la muñeca y ahora tiene el rostro de ella entre sus grandes y fuertes manos. Entonces la envuelve con sus brazos y el beso termina transformándose en un apasionado abrazo. Y así permanecen.
Ella tiene su cara oculta en el pecho de él. Él apoya la cabeza sobre la de ella. Con los ojos cerrados. Pese a que la rodea con sus brazos, los de ella no lo tocan. Están suspendidos en el aire. Aún se debate entre si entregarse o no. No puede resistirse. No quiere resistirse. Así que envuelve la cintura de él con sus brazos. Travis, al sentir el contacto, la aprieta con fuerza.
Sin decirse una palabra entran en la casa. Quizás es eso lo que los hace volver una y otra vez el uno al otro, pese a ser completamente opuestos. El hecho de entenderse sin decir nada. Explicarse con palabras no es precisamente el punto fuerte de ninguno de los dos. Aun así, en sus silencios, se hablan. Con sus miradas, cuentan sus historias. Sus dolores. Sus penas. Con sus besos, expresan el amor que comienza a surgir entre ellos. Para ellos, el lenguaje oral está sobrevalorado.
Una vez en la cocina, ella busca al intruso nocturno. No está. Al menos ella no lo ve en el sofá. Él se da cuenta de lo que busca y le hace un gesto, señalándole el pasillo que da al dormitorio, haciéndole entender que duerme en su cama. De nuevo, sin palabras. Una persona normal le preguntaría ahora de quién se trata. Ella no. Quizás porque no es muy normal. Quizás porque prefiere respetar su intimidad. Cuando él quiera darle una explicación, lo hará.
- ¿Quieres un café? - dice rompiendo el silencio.
- Sí - ha respondido casi de inmediato. Sin pensar. No quiere café. No le gusta. No importa. Va a tomárselo. - Gracias - contesta al darle él una taza de humeante café solo. Sin leche. Beber eso va a costarle.
- Es mi padre - sin rodeos. - Cuando sale por el pueblo se queda a dormir aquí. Él vive en las afueras.
En las afueras. Este lugar es las afueras. Ella no concibe un lugar aún más apartado que ese. La casa se encuentra en los alrededores de un pequeño pueblo llamado Maroota. A unos cincuenta kilómetros al noroeste de Sydney. De no más de 300 habitantes. Así que su padre vive en las afueras de las afueras.
- Supongo que anoche verías el coche - dice mirándola de reojo. Se refiere al que está estampado contra el poste. - Es el suyo. Tiene la manía de conducir cuando bebe - se toca el puente de la nariz con los dedos mientras cierra los ojos y suspira. Ahora que lo mira más fijamente ve sus ojeras. Duda que haya dormido algo en toda la noche. - Bebe más a menudo de lo que debería. No puedo controlar eso, así que le tengo que dicho que cuando lo haga, al menos venga a dormir aquí. Su casa está más lejos - ha apoyado los codos en la barra de la cocina. Se pasa una mano por el pelo, con gesto preocupado y la cabeza gacha. Entonces la levanta y abre sus ojos, que vuelan hacia los de ella. - Siento haberte tratado así. Yo... No quería que lo vieras así... Es una buena persona... Es complicado... No supe reaccionar.
La tristeza de su mirada es demasiado para ella. Ya es suficiente. No puede permitir que ese hombre se sienta culpable por lo sucedido. Siendo sincera, ella habría reaccionado mucho peor si la situación hubiese sido al revés. Si fuera él quién hubiese descubierto los secretos de ella. Quiere parar el martirio al que él se está sometiendo. Y sólo sabe salir de eso de una manera...
- Este café es asqueroso - bromea. Desde luego, funciona, él ya no piensa en la vergüenza de tener que explicarse. - Bueno, no este café, todos los cafés - continúa dándole un sorbo - No, lo siento, este es especialmente malo - pone una cara de asco y suelta la taza. Luego alza la vista para encontrarse con la de él y le sonríe haciéndole ver que todo está perdonado.
Travis, que la miraba serio y sorprendido, entiende lo que está haciendo y se lo agradece devolviéndole la sonrisa. Pasa la mano por encima de la encimera para dársela a ella, que está a otro lado. Pero antes de que lleguen a tocarse el semi-desconocido aparece en la cocina.
Ahora que está en pie se da cuenta de que es un hombre alto. Delgado. Bien parecido pese a la edad. Comprende que la belleza de Travis no es casualidad. Huele a jabón. Seguramente su hijo lo duchó ayer en cuanto ella se fue. Va vestido con ropa de deporte, diferente a la que vestía anoche. ¿Cuántos pantalones de chándal tendrá este chico?
El hombre se mueve lentamente por la cocina. Va directamente a la cafetera y se pone una taza de café. Se tapa los ojos con la mano. La luz del amanecer le molesta.
- Papá - lo llama Travis. El hombre responde con un gruñido grave. - Tenemos visita - automáticamente el padre se gira y la mira. La misma mirada azul. Tiene una tirita en la ceja. - Ella es Máxima. Es mi... una amiga.
El padre se acerca muy lentamente a ella. Sin dejar de mirarla. Tiene la piel oscura por el sol y con arrugas, pero nada de eso oculta el atractivo que debió poseer en tiempos mejores. Cuando están uno enfrente del otro. Él extiende su brazo y le ofrece la mano. Ella se la estrecha. Y él la sujeta con suavidad, con las dos manos.
- Querida, disculpa mis modales, no he pasado buena noche - ella mira a Travis. Ese hombre no sabe que ella también estuvo ayer en la casa. - Soy Roger. Roger Jones. El padre de este patán, - esa palabra le trae recuerdos que creía olvidados - que no me avisa de la presencia de visita tan delicada para que yo pueda acicalarme y recibirla como se merece - dice amablemente, aún con la mano de ella entre las suyas.
- Es un placer, señor Jones. No se preocupe, le aseguro que su presencia supera con creces a la del patán - bromea ella mirando a Travis.
El hombre ríe a carcajadas. Travis mira su atuendo. Sin entender. Camiseta sin mangas. Ancha y vieja. Pantalones de deporte. Descalzo. Tiene el pelo algo alborotado y grasiento. Ojeras marcadas. Necesita una ducha.
- Vaya, que acento tan magnífico. ¿De dónde vienes, querida? - le pregunta el padre.
- De Españ... - apenas acaba de hablar cuando Roger la interrumpe.
- ¡No puedo creerlo! ¡España! - dice el señor elevando la voz. - ¡Qué maravilla! Nunca he conocido a ningún español. Por favor, querida ¿te gustaría quedarte y desayunar con nosotros?
- Papá - interviene Travis rápidamente, poniéndole una mano sobre el hombro a él. - No creo que ella quiera... tendrá cosas que hacer...
- Será un placer - contesta ella.
El padre se da por satisfecho con esa respuesta. Sale de la cocina, según él, para ponerse más presentable. Se quedan solos. Mirándose. Los ojos de él dicen "no tienes por qué hacerlo", los de ella dicen "cállate".
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