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Capítulo 11

En la soledad está la libertad.

*****

Están subiendo al coche. Ha tenido que irse tan rápido del colegio que no ha podido ni despedirse de sus amigos. Todo sucede a un ritmo frenético. El acompañante de su madre sangra. Lo examina manteniendo las distancias. No logra averiguar de dónde viene la hemorragia. Sólo sabe que es en la cara. Sólo ve rojo. Él intenta taparse la herida con las manos. Pero es en vano. La sangre encuentra el camino entre los dedos. Su madre conduce a toda velocidad. La pequeña supone que se dirigen al hospital. El coche frena y bajan. Es la comisaría. Quieren poner una denuncia. El acompañante es quien habla. Explica lo sucedido. Han asistido a una fiesta de fin de curso. Intentaban disfrutar de una agradable velada. Se sentaron en una mesa compartida con varios padres de los amigos de ella. Mantenían una conversación agradable. Entonces un grito enmudeció a todos los asistentes. Un hombre se dirigía hacia ellos, madre y acompañante, gritando improperios y elevando los brazos en posición amenazadora. Lo amenazaba de muerte. Delante de cientos de testigos. Les decía que le habían destrozado la existencia. Que se lo estaban robando todo. Y que pagarían por ello. Varias personas intentaron cerrarle el paso. Entonces el hombre cogió una botella de vino de una de las mesas. La rompió de un golpe y amenazó al acompañante con rajarlo. Al no conseguir acercarse a él, pues la gente se lo impedía, lanzó el trozo de botella que tenía en la mano con tal puntería que fue a dar en la cara de su objetivo. Lo que quedaba de la botella se rompió en mil pedazos al estampar contra el rostro de aquel desafortunado. Algunas esquirlas se le habían clavado en la piel provocando un manantial escarlata. Una vez puesta la denuncia, van al hospital.

*****

Esa lágrima recorre su mejilla sin permiso. Su corazón late desbocado. Las manos apretadas en un puño. No puede respirar. Le falta el aire. Se ahoga. Siente frío. Su vista se nubla. Se mira las manos, pero no puede vérselas. Oscuridad. Todo su cuerpo tiembla. Está sufriendo un ataque de pánico. Tiene que recuperar el dominio de su ser. Pero es tarde.

Grita. Grita tan fuerte que le duelen los oídos. Comienza a golpear todo a su alrededor con sus puños. Está furiosa. La ira viaja por su cuerpo sin aduanas. Sin control. Continúa gritando hasta que el pecho comienza a dolerle. Tiene que respirar. Como sea. Necesita coger aire.

Ha cerrado tan fuerte los ojos que cuando los vuelve a abrir ve puntos blancos. Se desploma en el suelo. Callada. Escuchando su agitada respiración. Intentado recuperarse. Intentando tranquilizarse. El dolor, el miedo y la desesperación abren las compuertas de su corazón, que, cansado de haber permanecido cerrado tanto tiempo, se da por vencido. Y llora. Saladas lágrimas sin fin. Por mucho que intenta contenerlas con sus manos no logra pararlas.

Ha recuperado la compostura. Sigue en el suelo. Tumbada. Mirando hacia el techo. Pensando. Siempre pensando. Nunca actuando. Se odia. Odia su vida. Su pasado. Sus sentimientos. Sus problemas. A 14.000 km y no ha tardado ni tres meses en volver a la misma mierda. No importa lo lejos que huya si se lleva a sí misma consigo. ¿Cómo acabar con los problemas cuando el mayor de ellos es uno mismo? ¿Cómo desprenderse de la contaminación de la propia alma? Ella, que vive dentro de cada uno. Ella, que nos persigue implacable. Su solución a cada piedra en el camino con la que se cruzó había sido huir. ¿Cómo huiría esta vez? Si sus monstruos la perseguían allá adonde iba.

Está cansada. No físicamente. Sino de espíritu. Quiere olvidar. Abre una botella de cava. Pone música. Queen. Cocina. Cocinar la relaja. No tiene hambre. Pero no importa. Nada importa. Ese es el objetivo. Bebe. Canta. Está sola. Puede hacerlo sin cortarse. La soledad es su prisión y, a la vez, la única que la hace realmente libre.

Un ruido la despierta. Está dormida en el sofá. Con la cena a medio comer. La botella vacía. Y una película proyectándose para nadie. La música de una escena la ha despertado bruscamente. Es tarde. Noche cerrada. Se va a la cama. Tambaleándose. Está algo ebria. Al menos así se asegura de dormir de un tirón esa noche. No bebe sin razón. Lo hace sabiendo muy bien el fin que busca. Olvidar. Desaparecer. Sólo cuando no puede más. Sólo cuando le duele tanto el corazón que cree que va a morir.

Al día siguiente, en el trabajo, tiene la boca seca, ojeras y los ojos hinchados. Nadie parece darse cuenta de su mal aspecto. Piensa que cada mañana se levanta temprano y pasa veinte minutos dibujándose la raya del ojo. Hoy, que no lo ha hecho, ni se ha puesto anti-ojeras, el mundo ha seguido girando. En momentos así, no entiende ni por qué se molesta en arreglarse los demás días ni para quién lo hace.

No está teniendo un buen día. Se lo ha pasado callada la mayor parte del tiempo. Ha trabajado sin descanso. Concentrándose en cada detalle. Ahora tiene ganas de volver a casa. Aun así, espera a que Oliver también se vaya. De esa forma no bajará sola. De esa forma evitará una conversación con el objeto de sus pensamientos. Él.

Él le ha devuelto algo que creía perdido. La esperanza. Las ganas de vivir. La posibilidad de levantarse cada mañana sabiendo que le importa a alguien. No porque compartan sangre, sino porque es querida. Sin más unión que un sentimiento romántico. Alguien a quien ella le haga falta. Siempre escuchaba como la gente hablaba de lo mucho que deseaba enamorarse. Ella no quiere amar. Quiere ser amada. Incondicionalmente. Idolatrada. Deseada. Tenerlo todo sin sentir. Sin dar nada a cambio.

Sus planes no están yendo como ella ha planeado. Está sintiendo. Más intensamente de lo que debe. De lo que puede permitirse. Y eso la aterra. Tanto que en vez de lanzarse a sus brazos pretende alejarlo.

No se equivoca. Al bajar con Oliver, él no se acerca. Eso le da la oportunidad de salir de allí evitando situaciones violentas. De nuevo, huyendo. Su solución para todo. Su error en todo.

Por fin es viernes. La semana llega a su fin. Al menos la parte que implica fingir frente a los demás que está bien. Lleva lloviendo todo el día. Tiene que ir a coger el autobús. La parada no está lejos. Sale del edificio con su paraguas. Echa andar por la acera. Pero algo se lo impide. Una mano. La ha agarrado del hombro. Es Oliver. Se ofrece a llevarla a casa. Llegará antes y más seca.

– Ya la llevo yo – ella alza la vista para ver al propietario de esa voz, aunque no lo necesita. La reconoce en seguida. Ronca. Grave. Profunda. Tranquila. Travis.

Está empapado. No lleva paraguas. No sabe cuánto tiempo llevará en la calle bajo la lluvia. Tiene la camioneta aparcada en segunda fila. Varios coches pitan, pero él no se mueve. Permanece quieto y mojado frente a Oliver y Máxima. No la mira a ella, sino a Oliver. Pero sus ojos no son tan claros como de costumbre. Su mirada es más oscura. Tiene las pupilas muy dilatadas. Como las dilata un felino a punto de lanzarse sin piedad a por su presa. Ese hecho le proporciona un aspecto algo aterrador.

– ¿Nos conocemos? – pregunta Oliver intentando escrutarlo y recordar dónde lo había visto antes. Travis no contesta. Máxima siente la tensión. Antes de que Oliver diga nada, ella habla.

– Sí, ya había quedado con él en que me llevaría a casa – dice con una fingida naturalidad y una falsa sonrisa. – Así que no te preocupes, muchas gracias por el ofrecimiento de todas formas – evitando el contacto con Travis se dirige a la furgoneta y se sube.

Travis tarda unas milésimas más de segundo en moverse. Se queda mirando a Oliver. Hasta que por fin decide montarse en el coche y arrancar. Se incorpora al tráfico con una brusca maniobra y la figura de Oliver se va haciendo pequeña en el retrovisor.

La lluvia es espesa. Apenas se ve la carretera. Mirar por la ventanilla no sirve de mucho. No se ve nada. El silencio envuelve el ambiente. Ninguno dice nada durante todo el camino. Hasta que ella se da cuenta de que no la lleva a su casa. Están yendo al norte. Saliendo de la ciudad.

– ¿Qué haces? ¿A dónde vamos? – exige saber ella. – Que ¿a dónde vamos? – repite al ver que él no contesta.

– Vamos a mi casa. Es fin de semana. Te dije que te prepararía algo de comer.

– Primero, es viernes, dudo que eso se considere fin de semana. Y, segundo... – no sabe qué decir.

– ¿Qué? ¿Se te han agotado las excusas? – dice él con tono sarcástico.

– Y, segundo, no me has preguntado sí quería hacer esto – comienza hablando con fuerza, pero la última palabra se pierde en un susurro. Todo esto la coge desprevenida. No tiene armas con las que luchar. No está preparada.

– No te he visto estos días. Eso hace difícil poder preguntarte nada. – hace una pausa. Habla lento y en voz baja. Mirando a la carretera. – No te preguntaré por qué has estado evitándome. Sé que me lo dirás cuando estés lista – ella no contesta. – No quiero hacerte ningún mal. Sólo quiero cocinarte algo y hablar. Me gusta tu compañía – el silencio vuelve a prevalecer – Dime que dé la vuelta. Y la daré.

– No.

El resto del trayecto han seguido en silencio. Después de más de cuarenta minutos en la carretera, llegan al camino serpenteante de tierra y se adentran en él. La poca luz que se colaba entre las densas nubes desaparece en cuanto penetran entre los frondosos árboles. Todo queda a oscuras. Pasados otros minutos, llegan a la casa de madera. Aquella vivienda perdida de la mano de Dios. Nadie que no supiera que está allí daría con ella. La densa manta de agua que cae sobre ella la difumina.

Corren hacia la casa, pero eso no impide que se empapen. Ella tiene sus tacones llenos de barro. La falda de vuelo está tan mojada que se le pega a los muslos. Y el pelo lo tiene húmedo. Cuando entran, él enciende la chimenea. No hace frío, pero secará la ropa. Le ofrece unos calcetines, un pantalón de chándal y una camiseta. De hombre. De hombre alto y ancho. Cuando Travis se lo ofreció, le pareció buena idea cambiarse. Quería quitarse la ropa mojada. Ahora que está en el baño y ve las pintas que tiene, con esa camiseta enorme y el pantalón arrastrando por el suelo, desea haberse quedado con su ropa, por muy calada que estuviera.

El pelo, que antes estaba liso, ahora es ondulado y salvaje. Oscuro y brillante. Busca un peine. No lo encuentra. Ríe por la ocurrencia. Cómo si Travis se peinase... Lo cierto es que en el baño no hay muchas cosas. A simple vista, sólo un par de cepillos de dientes, la pasta y una pastilla de jabón. Le resulta raro que haya dos cepillos, pero no le da mayor importancia.

Sale del baño y va a la cocina. Él está allí. Metiendo algo que saca del frigorífico en el horno. En cuanto nota la presencia de ella levanta la cabeza y la mira. De arriba abajo. No se molesta en disimular una sonrisa. Ella pone los ojos en blanco y abre los brazos en cruz.

– Hecho a medida – bromea. Eso provoca que la sonrisa de Travis se convierta en una dulce carcajada.

Él también se ha cambiado. Ahora lleva una camiseta blanca sin mangas y unos pantalones de deporte grises. Aprovecha que está distraído preparando una ensalada para mirar sus brazos. Tiene varios tatuajes. Dos en el izquierdo y uno en el derecho. No hay más. Al menos que ella pueda ver. El del bíceps izquierdo simula el desgarro de la piel dentro del cual puede verse la bandera de Australia. El del antebrazo, también en el lado izquierdo, es una rama de hojas verdes con flores circulares amarillas. Unas flores que ella ha visto antes en algún lado. Pero no es capaz de recordar dónde. En el hombro derecho tiene uno que no alcanza a ver con exactitud. Se mueve por la cocina para lograr una mejor vista de éste. No representa nada. Sólo es una mancha negra de tinta deforme que le ocupa todo el hombro.

– Si te estás preguntando con qué voy a envenenarte esta noche – dice Travis distrayéndola de sus cavilaciones. – la respuesta es pastel de carne, ensalada de espárragos y esto – acto seguido coge un plato tapado con un papel de aluminio, pero no descubre su contenido.

– Y ¿qué es eso? – pregunta ella acercándose.

– La joya de la corona australiana – dice levantando el papel de aluminio y dejando ver una especie de tarta blanca con fruta encima. – ¡Pavlova! – exclama emocionado. Ella mira el postre sin expresión. Al ver que ella no reacciona, añade a modo de explicación – : Es un merengue con frutos rojos.

– Muy australiano no suena – "Sé amable" – se dice.

– Tiene ese nombre en honor a una bailarina rusa llamada Anna Pávlova. Era conocida por su elegancia en el escenario y su espectacular talento en la danza. Durante una gira mundial que realizaba, vino a Australia y el chef del hotel donde se hospedaba creó este postre para sorprenderla.

– Vaya, debe ser increíble ser de esas personas que inspiran a otros hacer cosas en su honor. La mayoría pasaremos por este mundo sin ser los primeros en nada. Sin ser recordados. Sin ser nadie – ella habla en voz baja y con la mirada fija en ninguna parte. Casi ha olvidado que no está sola en la habitación.

– Y ¿eso te molesta? – la mirada de ella vuela hacia la de él, que ya la está mirando.

– Sí. Amo y odio a partes iguales a los que son algo en la vida – responde ella en un arrebato de sinceridad. Travis, sin quitarle los ojos de encima, se ha dirigido al frigorífico mientras ella hablaba y ha sacado una cerveza. Se la ofrece. Ella la acepta. – ¿A ti no te pasa? ­– le pregunta.

– Yo soy alguien, no algo. Y tú también. Y somos muy reales. Me conformo con ser una buena persona con los que lo son conmigo. Para mí eso es más que suficiente – dice eso mientras vuelve a cubrir el pastel y a colocarlo donde estaba. Ella se queda pensando en sus palabras. – Además, – agrega llamando su atención. – nadie comería nunca una tarta que se llamara Travis. No suena muy apetecible – dice en tono de broma, levantando el labio y fingiendo una mueca de asco. Esa cara la hace sonreír.

– Yo la comería – en cuanto pronuncia esa frase se arrepiente. Baja rápido la mirada hacia su cerveza y bebe. Él se limita a curvar sus labios en una sonrisa y a dejarlo pasar para no incomodarla.

La comida es increíble. Realmente sabe cocinar. Son platos básicos. Sin mucha técnica. Pero deliciosos. Disfruta cada bocado. A él le gusta ver que ella no es de esas chicas que no come por miedo a no parecer una princesa. Come. Y con apetito. Le hace mil preguntas sobre la preparación y la receta. Tantas, que prácticamente se pasan la cena entera hablando de comida. Sobre todo, de comida típica de ambos países.

– La próxima será en mi casa y con comida típica de España. No sabes lo que es comer bien hasta que no has probado una tortilla de patatas – dice ella. Está relajada. Se siente bien.

– Así que ¿habrá próxima vez? – pregunta Travis levantando la ceja con un gesto de picardía en el rostro.

La relajación le dura poco. Ese hombre siempre encuentra la manera de ponerla nerviosa con sus insinuaciones. No es tanto lo que dice como la manera de decirlo. Sus almendrados ojos turquesa. La sonrisa burlona mostrando una dentadura amplia y blanca. El levantamiento de la ceja. Y su voz. Esa voz ronca y siempre tranquila. Imperturbable. Como el sonido que hacen las olas una y otra vez en la orilla de una playa. Así es él. Una playa azul y transparente. Sin piedras en el camino. De arena blanca y fina. Y la luz de sus ojos son el sol abrasador que la hace arder por dentro.

– Es lo justo. Tú me has organizado una fantástica velada, lo correcto es hacer lo mismo – explica ella.

– No me importa lo correcto o lo incorrecto – dice él mientras se levanta de la silla y comienza a acercarse a ella. – Y no te digo ya la justicia – habla más bajo que nunca. Se acerca más. Ella permanece sentada. Él se inclina, poniendo su cara a la altura de la de ella. Vuelve a tener las pupilas dilatadas. Felino. Los ojos más oscuros. La mirada fija. Sin parpadear. Ahora están tan cerca que las puntas de sus narices hasta se tocan. – ¿Puedo besarte?

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