Capítulo 10
Su alma confía en él. Su mente tiene dudas.
*****
Apenas los separan unos centímetros. Hasta puede sentir el calor que desprende su cuerpo. Entonces, él comienza a acercarse aún más. Ella se tensa. Sus pechos se rozan. ¿Va a besarla? Los nervios le recorren la columna. En un gesto instintivo y rápido, ella le besa la mejilla. Ambos se miran con los ojos muy abiertos. Él sorprendido. Ella avergonzada. No sabe por qué ha hecho eso. Se da cuenta de que la mano de él, que estaba detrás de la espalda de ella, está cogiendo el pomo de la puerta. No se acercó para besarla, sino para abrirle. Desea que la trague la tierra. En cuanto la puerta está totalmente abierta sale, se despide con un casi inaudible adiós y baja rauda las escaleras. Tiene que irse de allí.
Debe estar roja como un tomate. Puede sentir el calor de sus mejillas abrasándole la cara. Se pone el casco para disimularlo. Es tarde. Él ha notado su rubor. Se apoya en el quicio de la puerta y observa cómo se marcha levantando polvo. Sonríe maliciosamente. El beso ha sido una grata sorpresa. Pero ríe por otra razón más pícara. Es consciente del malentendido que la ha empujado a besarlo. Y de la vergüenza que le ha supuesto a ella darse cuenta del error. Eso le hace gracia. Ver cómo reacciona en situaciones incómodas le parece divertido. Y como a ella todo le resulta incómodo, mirarla siempre es entretenido.
Por fin llega a casa. Ha decidido no pensar. Para ella pensar no es un acto reflejo, sino racional. Bloquea lo que la hace sentir mal. Si descubre a su mente jugándole alguna mala pasada y pensando en cosas que prefiere olvidar la frena instantáneamente. No permite que nada ni nadie le quite el sueño. Eso le provoca no plantearse mucho las cosas que suceden a su alrededor. Según ella, no tenía ninguna posibilidad con aquel hombre. Él era claramente superior a ella. Físicamente al menos. No se plantea que pueda ser superior en otros aspectos. Lo cual, equilibraría la balanza. Él es simplemente inalcanzable. De modo que, ¿para qué seguir pensando? ¿Qué sentido tendría imaginar conversaciones o situaciones con él?
Decide no darle más vueltas. Se ducha y se mete en la cama. Está agotada. Pronto empieza a sentir el sopor. El sueño la envuelve. Entonces, la imagen aparece tras sus párpados. Ese beso furtivo y erróneo. El roce de sus labios con su piel. La cara que puso él. La titubeante despedida. Literalmente salió huyendo. Corriendo como alma que lleva el diablo. Como una niña, no como una mujer. Podría haberse reído. Haber reaccionado al malentendido de forma natural. Eso no era no darle vueltas. "Duérmete".
Cuando se despierta, al día siguiente, está lloviendo. No mucho. Lo suficiente para que no pueda coger su moto. Debe coger el autobús. Le resulta raro. Ahora que lo piensa, desde que llegó hace meses no ha visto una sola nube. Siempre un cielo azul. Siempre un ardiente sol. El invierno está próximo. Será una Navidad de lo más original. En vez de muñecos de nieve, habrá paseos por la playa y un buen bronceado. No está mal. Puede acostumbrarse a eso.
A mitad de semana la llovizna para. Aún hay nubes, pero no agua. Siempre le han gustado los días de lluvia y nieve. El frío. Pero, por alguna razón que desconocía, ahora deseaba que saliera el sol. Quizás sí que conoce el motivo de su brusco cambio de gustos climatológicos. Quizás es que no quiere admitirlo. Que lloviera significaba que tenía que coger el autobús. Coger el autobús significaba no tener que bajar al garaje para aparcar. Y eso significaba que...
Pero hoy si lo verá. Se ha cambiado de ropa más veces de las que le gustaría admitir. Se ha secado el pelo con secador y peinado con la plancha. Se ha maquillado. De manera natural. Pero un poco más de lo normal. Mientras hace todo eso se odia a sí misma por ser tan básica. Tiene múltiples cualidades dignas de admiración. Pero, al fin y al cabo, todo se reduce a eso. Un atractivo escaparate. La belleza está en el interior, pero sólo interesa cuando viene en un lindo envoltorio. No debe escogerse un libro por la portada, entonces ¿por qué molestarse en ponerle una? Una bonita etiqueta pegada a la botella no hace al vino mejor, pero atrae a ignorantes.
¿Es la atención de ese tipo de personas la que quiere captar? ¿Es él de esa clase? La respuesta es un rotundo no, pero ella aún no lo sabe. Así que pierde el tiempo frente al espejo. Tiempo que jamás recuperará. Se despilfarran más horas a lo largo de una vida de las que se aprovechan. Las personas creen ser inmortales. Creen tener todo el tiempo del mundo. Y malgastan la vida como un crío rico malgasta el dinero de sus padres. Un dinero que no le ha costado trabajo conseguir. Simplemente ha nacido con él. Igual que se nace con tiempo. No se le da valor a las cosas que se creen un derecho. Nadie se plantea que antes de tener ese derecho hubo personas que murieron por implantarlo. Así que se juega con la vida como jugaría un niño con un fino jarrón de porcelana. Sin comprender su valor.
Llega tarde. Falla a sus responsabilidades por estar bien peinada. Baja rápido y aparca. No le importa retrasarse. Si él está ahí perderá aún más tiempo manteniendo una conversación. Y le seguirá sin importar. Y así sucede.
—Buenos días — saluda ella. Nunca le devuelve el saludo. Ya no le importa. Sabe que lo hace queriendo. Incluso le gusta saber que ya no tiene que esperar una respuesta. Eso la hace creer que existe cierta complicidad entre ellos. Se ha convertido en un juego.
—Ahora lo son — contesta él, sorprendiéndola — ¿Te gustaría tomar algo esta noche? — sin rodeos. Él si valora el tiempo y no quiere perder ni un segundo.
Esa pregunta la descoloca totalmente. Instintivamente, su respuesta es no. Vergüenza. Pero guarda la lengua tras sus dientes y se lo plantea. Quiere ir. Está cansada de perderse las cosas que quiere hacer por miedo a sentirse incómoda. Pero no quiere ponérselo fácil.
—Tengo que trabajar mañana.
—Tienes que hacerlo mañana, no esta noche — insiste manteniendo fijos sus ojos brillantes y azules en los de ella.
—Vale — dice con cara de boba. Se le olvida que no puede ofrecer resistencia a esos iris. Aquello no era precisamente "no ponérselo fácil".
—Mejor entre semana. No tengo buena experiencia con citas en fines de semana contigo — añade con una mirada traviesa.
Ella levanta una ceja. Fingiendo condescendencia. Se gira y se dirige al ascensor. Sin intención ninguna de contestar a sus insinuaciones. En cuanto lo pierde de vista, sonríe. Lo que no sabe es que no es la única en hacerlo.
No hace más que sentarse en su silla cuando suena el teléfono. La voz de una chica pregunta por Oliver. Más bien le exige que se ponga. Los malos modales le molestan. Le pasa el teléfono a él lentamente con expresión incrédula. ¿Desde cuándo era su secretaría? ¿Por qué llamaba esa mujer a su línea? Lo nota tenso mientras habla. Apenas dice algunas palabras. Todas monosilábicas. Por fin cuelga.
—¿Debo apuntar alguna cita en su agenda, señor Millman? — se burla ella mientras pone una voz chillona y muy repipi — ¿O prefiere que le traiga un café? ¿Mejor un masaje de pies? — él no ríe. Mala señal. Quizás sea algo grave — ¿Ha pasado algo? — dice, ya con su voz normal.
—Esa mujer... — comienza a decir con la mirada fija en ninguna parte — ¡Esa mujer está loca! — ahora la mira a los ojos, con los suyos muy abiertos. Son verdes. Ahora que se fija piensa que son bonitos — No ha parado de llamarme desde que volvimos de Newcastle. Me acosa día y noche. Me escribe para darme los buenos días, las buenas noches. Me pregunta constantemente cómo estoy o cuándo volveremos a vernos. He intentado bloquearla, pero no sé cómo ha encontrado el número de la oficina. Como yo no lo he cogido supongo que ha empezado a llamar a todos hasta dar conmigo — dice escondiendo el rostro entre sus manos. Está realmente desesperado. Verlo así le parece divertido. El ruido de su risa hace que él la mire —. Esto es culpa tuya — al escuchar esto, ella frunce el ceño —. Si hubieras aceptado bailar conmigo, esa psicópata no se me habría agarrado al cuello toda la noche. Y ahora yo estaría tranquilo y feliz sin llamadas y mensajes a todas horas.
—¿Te acostaste con ella?
—Sí — dice poniendo una mueca de dolor.
—¿Sin conocerla de nada?
—Sí — responde, sin saber muy bien a dónde quiere llegar.
—Así que tuviste sexo con una persona cuyo carácter desconocías. Intimaste con ella y ahora es una loca por querer socializar contigo más allá del dormitorio. Y la culpa de todo aquello es mía. ¿Lo he entendido bien? — él asiente con la cabeza. Ella suspira. No conseguirá llegar a nada —. Ponte a trabajar. Y, Oliver... — la mira —, que no vuelva a llamarme.
Ella no da crédito. Lo cierto es que nunca ha visto a Oliver como una persona sexual. No se lo imagina teniendo impulsos sexuales. ¡Qué tontería! Está claro que los tiene. Y que no es diferente a la mayoría de los hombres. Los mismos problemas de cama que cualquiera. Esa forma de sexo siempre le ha resultado extraña. Ella nunca supo separar el simple sexo por placer del sexo por amor. Para ella son lo mismo. No puede existir el placer sin el amor. Si de ella dependieran aplicaciones como Tinder, sus creadores se morirían de hambre.
Por unos segundos, Travis cruza su mente. Se plantea si él habrá tenido alguna relación de ese tipo. Se pregunta si es eso lo que busca. Si es que busca algo de ella. Si es que hay algo que ella pueda ofrecerle y que él quiera. Pensar eso hace que se arrepienta de haber aceptado la invitación de esa noche. Su cabeza empieza a volar en busca de mil excusas que poner para cancelarla. Entonces se da cuenta de que es hora de irse. Va a ir. Se lo pasó bien el domingo en su casa. No hay motivo para echarse atrás. Además, fue él quien le pidió la primera cita. Y quien le ha pedido una segunda. Si no estuviera interesado en ella no lo habría hecho. "Vamos" se dice. Coge su bolso y baja.
Él está esperándola. Se ha quitado el mono de trabajo. Lleva una camisa de leñador a cuadros abierta y una camiseta blanca debajo. Su gorra, por supuesto. Unos vaqueros oscuros y unos botines algo sucios y con los cordones de diferente color en cada pie.
—¿Eres daltónico? — le espeta ella haciendo un gesto en dirección a los cordones. No entiende por qué es así. ¿No puede saludar como las personas normales? Como empieza a ser costumbre, él la ignora.
—Montaremos la moto a la camioneta. Está lloviendo.
Abrió la parte trasera de su coche. Saco una lámina de madera que usó de trampilla y subió la moto sin problemas. Ella sube a la camioneta y se sienta en el asiento del copiloto. Es cómoda. Amplia. Está limpia. Al menos con sus cosas parece cuidadoso. Él también sube y arranca.
Recorren el centro de la ciudad. Ella mira por la ventanilla. Aquella ciudad es hermosa. Han salido de la zona de los rascacielos y ahora cruzan el Puente de la Bahía en dirección norte. La vista desde ese puente es insuperable. El cielo se torna naranja. El sol está poniéndose. El edificio de la Ópera empieza a iluminarse con luces amarillentas. Parece de oro. El mar se cuela por la ciudad dibujando figuras increíbles. Los salientes de tierra, con edificios y casas que los cubren por completo, parecen pequeñas islas distribuidas por toda la ciudad.
Rápidamente dejan atrás la civilización. Se adentran, cada vez más, en un paisaje salvaje y verde. Adora lo cambiante que resulta aquel país. De estar en la urbe más cosmopolita a la naturaleza más indómita. Apenas se ven casas ya. Reconoce el camino. Por aquí está el bar country. En seguida corrobora que está en lo cierto. Es ahí a donde la lleva. Aparcan y entran al lugar.
No hay mucha gente. Sólo unas cuantas familias cenando y algunas personas en la barra tomando copas. La luz es tenue. La música es agradable. El país no era lo único con capacidad de transformarse. Había estado tres veces en ese lugar y las tres veces había tenido un aspecto distinto. Entonces lo recuerda.
—Tú trabajas aquí — afirma. Él lanza una carcajada echando la cabeza hacia atrás. Mientras, la sujeta por el hombro y la lleva hasta la barra.
—No trabajaría aquí ni por todo el oro del mundo — dice elevando la voz para que la mujer robusta que sirve en la barra lo escuche. Es algo mayor. Poco más de cincuenta años. Con algunas canas y el pelo recogido en un moño desordenado. Lleva un delantal. Tiene muchos anillos y va maquillada en exceso.
—Y yo no te ofrecería un trabajo ni aunque lo hicieras gratis, maldito bastardo — le contesta la mujer mientras limpia unos vasos.
Entonces él se incorpora sobre la barra y ambos se abrazan entre risas. Ella no entiende nada de lo que está pasando. ¿Quién es esa señora? Sin tiempo para seguir pensando, Travis le pregunta qué quiere tomar. Una cerveza fría estará bien. Hace calor y tiene sed. La mujer ha entrado en la cocina dejándolos a solas. Así que es Travis quien coge las cervezas de un arcón que hay tras la barra.
—¿Es... tu madre? – se atreve a preguntar.
—¿Esa vieja bruja? Ni de coña — dice riendo. Como si la ocurrencia fuera lo más divertido que ha escuchado nunca.
Acto seguido coge su cerveza y se la bebe de un tirón. Se incorpora y coge otra del arcón. Esta vez sólo le da un buche. Se mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un paquete de tabaco. Se enciende uno y le da una calada.
—Fumas — dice ella. No recuerda haber visto ceniceros en su casa. Nunca ha notado el olor del tabaco las veces que lo ha tenido cerca. Todo lo contrario que aquella "vieja bruja", cuyo olor a humo llegaba desde lejos a su delicada nariz.
—Sólo cuando bebo — responde él y vuelve a empinar el botellín hasta que acaba con su contenido. Ella lo mira con incredulidad. Algo sorprendida. Aunque no sabe por qué. Ya había visto su cocina. Toda llena de botellas. Y estaba borracho aquel día. Empieza a pensar que quizás tiene cierto problema con el alcohol.
—Y, ¿sueles beber siempre de esa forma? — no va a dejarlo pasar.
Si existe algún problema prefiere saberlo cuanto antes. No tiene nada en contra del alcohol. Siempre que el control prevalezca. Ella bebe. Lo ha hecho siempre. En ocasiones, en muchas ocasiones, más de lo saludablemente recomendable. Pero con control. Nunca ha llegado a casa inconsciente ni vomitando. Ha fumado, de manera intermitente. Sin problemas para dejarlo. Nunca ha dejado que las drogas y los vicios la dominen.
Él la mira con los ojos achinados y de reojo, con la bebida en la mano. Con una media sonrisa bribona. La está escrutando. Ella ya reconoce esa mirada. Es la que pone cuando no tiene intención de contestar. La que pone mientras espera paciente a que ella cambie de tema.
—Si no es un buen momento para ti, podemos dejarlo para otro día — dice ella mientras recoge sus cosas y se levanta de la banqueta.
—Vaya, ¿ya te estás escaqueando? — le pregunta desvergonzadamente. Ella se gira hacia él molesta — Me preguntaba cuánto tardarías en inventarte una excusa para largarte y cuál sería. Había apostado conmigo mismo que sería pronto y pobre. Y he ganado — esto último lo ha dicho acercando mucho su cara a la de ella. Abriendo sus almendrados ojos. Todo azul. Turquesa. Brillante.
Él ha bajado la mirada y ahora la dirige a sus labios. Se fija en ellos. La boca es pequeña, pero sus labios son abultados. La unión de ambos forma una curva hacia abajo. A la altura de las comisuras, los lados de la curva se elevan. Aquella boca de piñón se le antoja. Se muere por besarla. Pero no va a hacerlo. No hasta que ella se lo pida. O hasta que ella dé el primer paso. No quiere asustarla. Lo que no sabe es que ella nunca lo hará. Antes moriría de vergüenza.
Aquella tensión puede con ella. Tiene que irse o volver a sentarse. Pero no puede engañarse. Esa decisión ya la ha tomado. En cuanto esos dos luceros la han mirado su cuerpo se ha sentado de nuevo y sus brazos han soltado el bolso donde estaba. Siguen muy juntos. De hecho, él ha acercado aún más su taburete al de ella.
—No pienso irme a ningún sitio. Tendrás que aguantarme toda la velada — dice ella intentado hacerlo sonar a amenaza.
En ese momento Travis eleva su cerveza y hace un gesto que indica que está brindando por lo que acaba de decir. Entonces se acerca al oído de ella muy lentamente. Su calor la envuelve. Y su olor. Su pelo le roza la mejilla.
—Por mí, no te vayas nunca.
Esas palabras producen que una corriente eléctrica le recorre toda la columna. Inmediatamente nota como su cara arde. Él se ha separado de ella. Eso le da el espacio suficiente para recomponerse. Su cerebro va a mil. Busca como sea un tema de conversación que rompa un poco esa tensión.
—Pues si no es tu madre — comienza — ¿Quién es?
—Es una amiga de la familia de toda la vida. Me cuidaba cuando era un bebé y mis padres necesitaban un respiro. Es una buena mujer, pero nunca digas que lo he admitido — le advierte poniéndose el dedo índice en los labios —. A veces vengo y la ayudo con algunas cosas. Sobre todo, a cargar las cajas más pesadas y a organizar el almacén. Otras veces cocino. No sé, lo que vaya necesitando, si puedo hacerlo, lo hago.
—Cocinas — responde, gratamente sorprendida.
—Y de maravilla. De hecho, quiero que vengas este fin de semana a casa. Te prepararé algo.
Acepta sin dudarlo. Le encanta la cocina. Es una de sus pasiones. Cocinar y dibujar. Todo lo que requiera creatividad es su pasión. Se le da muy bien. Tiene miles de libros de cocina. De todos los lugares del mundo. Ella le cuenta que incluso llegó a presentarse a un concurso de cocina en España. No la cogieron.
—Me alegro de que así fuera — afirma él. Ella lo mira frunciendo ligeramente el ceño —. De no haber sido así, quizás no estarías aquí ahora — ahora es ella quien brinda. Le ha gustado esa reflexión.
Es hora de irse. Él la acerca a casa. Baja la moto. Ella lo acompaña hasta la parte trasera del coche y se acerca a él en un intento de ayudarlo. Entonces él aprovecha ese acercamiento para besarla en la mejilla. Eso la coge totalmente por sorpresa. Se queda mirándolo. Recuerda cuando ella lo hizo. Él tiene sus ojos clavados en los suyos. Ese océano salvaje, pero tranquilo. La inunda. La invade. Y ella se deja llevar.
No necesitan hablar. No necesitan pensar. Sólo sentir. Sus labios se funden en un profundo y suave beso. Intenso. Tanto que ella siente que va a estallarle el pecho. Experimenta la protección que le brindan sus brazos alrededor de su cintura. La cubren entera. Nota el calor de su cuerpo. Pegado totalmente al de ella.
Una sensación extraña la asalta. No puede respirar. Lo aleja bruscamente poniendo su mano en el abdomen de él. Intenta recomponerse. Él la observa con los ojos muy abiertos. Ella se despide. Mirando al suelo y notablemente nerviosa. Entra en el edificio rápidamente. Sin mirar atrás. Él se queda en la calle. Solo. Sin entender del todo qué ha hecho mal. Se monta en el coche y se va.
Ella sube en el ascensor. En cuanto entra en la seguridad de su casa se mira en el espejo de la entrada. Una lágrima se derrama por su mejilla.
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