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Capítulo 1

No hay monstruos en los armarios, viven dentro de cada uno y ella estaba repleta.

*****

Se dispone a coger su cartera para ver si tiene algo de dinero suelto cuando la interrumpen. Una mujer viene a preguntarle cómo se encuentra. Hace un esfuerzo por sonreír ligeramente y dice que bien. La mujer empieza a contarle cómo se siente ella y el susto que ha pasado, pero para entonces ya no escucha. Su mirada se ha perdido junto con su mente. Ahora presta atención a un médico y a un enfermero que hablan acaloradamente de una serie de papeles por cuya tenencia parecen pelearse. Es entonces cuando un suspiro de esa mujer la devuelve a la conversación. No sabe de qué ha estado hablando por lo que se limita a suspirar también y a mirarla con cara de preocupación. Falsa preocupación. La mujer le dice que va a la cafetería a tomar algo y que si quiere acompañarla. Invitación que declina amablemente. Falsa amabilidad. La mujer le sonríe y se va. Ella saca unas monedas de su cartera. Se gira para ponerse de cara a una máquina de cafés que había en el pasillo. Mira a su izquierda para asegurarse de que la mujer se monta en el ascensor y se pierde de su vista. No puede contener mirarla con asco. No tiene nada contra ella, simplemente es así. No tiene nada contra nadie, pero la gente la pone nerviosa. Mete la moneda en la máquina y pulsa la tecla "té con leche".

*****

Acaba de llegar a Sidney. Lleva semanas preparando la entrevista. No puede dejar escapar la oportunidad de meter la cabeza en el mundo del marketing y la publicidad. Quiere diseñar. Ese es su sueño. Ser vista. Por alguien. Por quien fuese. Cualquiera que quiera verla a ella y a sus dibujos. Tiene veintiséis años y acaba de graduarse en la universidad. Ha perdido mucho tiempo viviendo en las nubes y va algo tarde a ese sueño y a la entrevista.

Cruza corriendo la calle justo cuando una moto pasaba cerca. El conductor pita. Ella ni lo mira, ni responde. Sigue su camino a grandes zancadas. Inmutable ante todo lo que la rodea. Así ha ido siempre por la vida. Inmutable. No dejar que el exterior la afecte es su máxima. Ahí está el mundo. Rodeándola. Pero no tocándola.

Por fin llega al edificio donde ha quedado hace diez minutos con la mujer encargada de los becarios. Belinda König. Alemana. Rubia. Ojos azul oscuro. Metro ochenta. Sin sonrisa. Ella entra en su despacho y se disculpa en un alemán aún en versión beta. Ese era el idioma en el que se comunicaban desde que Belinda se enteró de que había estado estudiando alemán desde pequeña. 

Belinda sujeta su currículum entre las manos. Lo ojea mientras hace algunas preguntas de respuesta corta y toma algunos apuntes en una hoja que parece contener una especie de test psicotécnico que tanto está de moda hacer a los candidatos a puestos de trabajo en empresas de cierta envergadura. 

La empresa para la que va a trabajar es una organización pequeña en desarrollo. Acaban de instalarse en el edificio. Tuvieron que hacerlo después de ser subcontratados por su único cliente, AusTech, una empresa de tecnología que vio, en el mundo de la publicidad, un gran mercado. La gran empresa quería convertir a la pequeña en una fábrica de anuncios en masa vacíos de significado. 

El edificio es un mamotreto rectangular de hierro y cristal de 21 plantas. Cada planta pertenece a un departamento. Ahora, ella está en la 10, el departamento de recursos humanos. Todo son ventanales y pasillos anchos. Despachos luminosos, pintados con colores relajantes y decorados con esos cuadros con frases que intentan ser motivadoras con fotos que no guardan sentido con la frase. De nuevo, vacío de significado.

—La veo el jueves — dice Belinda, despertándola de sus pensamientos —. Y, recuerde, ahora está usted en AusTech, no vuelva a llegar tarde.

Jueves. Un día extraño para empezar. Quieren que se familiarizase con el entorno, las tareas, para lo que le han asignado un tutor, y con sus compañeros de planta, que salga con ellos durante el fin de semana con la intención de que el lunes conozca las instalaciones y tenga confianza con y en los demás trabajadores. En resumen, que sea productiva desde el minuto uno que empieza a trabajar. Control.

Se hospeda en un hotel, aún no ha tenido tiempo de encontrar un apartamento de alquiler decente sin un precio desorbitado. No deshace las maletas, no estará mucho tiempo, su intención es pasarse los dos días que quedan hasta el jueves buscando y visitando pisos disponibles. La realidad es que, pasados esos días, no ha deshecho la maleta. Ni buscado apartamento. Apenas sale de la habitación. Miedo. Lo más lejos que consigue llegar del hotel son unas tres manzanas. Absurdo. La presión de la gente desconocida rodeándola y la idea de que alguien le hable y tenga que comunicarse en un idioma en el que no se siente cómoda del todo, pese a hablarlo perfectamente, la superan. 

Quiere un té. Pasa por una cafetería. Lo piensa. Va a entrar, pero en ese momento alguien abre la puerta y sale. Suficiente para hacerla retroceder y seguir su camino. No. Volverá al hotel. A la habitación. Sola está segura.

Jueves. Está frente a AusTech. Entra sin pensárselo. Si lo piensa será capaz de dar media vuelta y volver a encerrarse en su habitación. Debe conocer a sus compañeros, debe hacer ese esfuerzo para que todo vaya mejor el lunes y en los días venideros. Esa va a ser su vida durante un año y esos sus compañeros de trabajo y, con suerte, sus amigos. Al menos lo suficiente para que le sirvan para sociabilizar un poco y tomar unas copas los viernes por la tarde. Lo suficiente para no ser la rarita marginada e insociable. Lo suficiente para entrar en sus vidas, pero no demasiado, para que ellos no entren en la suya.

Entra en el hall del edificio. Busca la planta donde se encuentra su departamento. Diseño digital. PLANTA 4. Enseña su identificación a un hombre bastante grueso que está sentado detrás de una mesa con ordenadores. ¿Se supone que es el encargado de correr detrás de alguien que quisiera colarse? Apenas podría levantarse antes de que el supuesto intruso entrara en el ascensor. Falsa sensación de seguridad. Sin sentido.

Ella sube. No por las escaleras. No está en mala forma, pero mejor no llegar sudada a la primera reunión. Ya sudaría bastante al presentarse. Se abren las puertas del ascensor. Un pasillo estrecho mal iluminado con fluorescente y con papeles por el suelo aparece ante ella. Está todo silencioso. Llega hasta el final, donde hay una pequeña cocina con barra americana y unas sillas altas. El único lugar luminoso de toda la planta. Deprimente. 

Ahí hay cuatro personas. Unchico. Tres chicas. Están tomando café alrededor de una caja con donuts y hablando animadamente. Se giran. La miran. Los mira. Sudor. Presentaciones. Sonrisas amables. Preguntas típicas para empezar a entablar una conversación. Por fin acaba el tercer grado y comienza el turno de dejar que hablen ellos. Silencio. Callada. Escuchando. Eso se le da bien. Así empieza a relajarse. 

Le explican dónde está todo, le enseñen su mesa. Es una de esas mesas con formas elípticas, en un lado se sienta ella y en frente el chico. Oliver Millman. Pelo lacio moreno. Ojos verdes. 

—Todos los días a las 12:30 quedamos en el ascensor para ir a comer juntos. Puedes venirte con nosotros siempre que quieras. Cada día ponen algo diferente y no suele estar mal. Incluso hay platos veganos. ¿Eres vegana? — Irene Hickling. Bajita. Con curvas. Rubia claro con betas. Pelo lacio y brillante como recién salida de la peluquería. Ojos turquesa que parecen tener luz propia. Habla muy rápido.

Ella niega con la cabeza. Le gusta la carne. Le encanta. Y adora a todos los animales. Es incapaz de hacerle daño a ninguno. Otra incongruencia más del mundo. Una hipocresía silenciosa a la que no se le busca un sentido, simplemente es así. La sociedad lo asume. "Te callas y lo asimilas". Y así vamos viviendo, sin plantearnos la vida. Y así vamos muriendo, sin enterarnos. 

Las personas a su alrededor le dan la impresión de vivir por inercia. Personas perdidas en un mundo de reglas no escritas, prejuicios y miedos que siguen un camino enfangado sin preguntarse hacia dónde irá. Sin levantar la cabeza y pensar que pueden existir otras posibilidades, otras formas de conseguir ser feliz que no sean las socialmente aceptadas. Porque, al fin y al cabo, en eso consiste ¿no? Esta gymkhana de pruebas crueles que es la vida tiene como premio la felicidad. El premio gordo, si no, ¿quién coño jugaría?


El jueves va bien. Puede organizar su mesa, aprenderse donde está la fotocopiadora, el baño y cómo funciona la cafetera. De poco le servirá. No toma café. Sólo té. 

Oliver es el encargado de resolverle las dudas que tenga sobre el trabajo. Es muy amable. No sonríe mucho, pero siempre está bromeando. Tiene ese humor un poco negro y constante, del que no sabes cuando algo que está contando es verdad o mentira. Eso a ella le gusta. Se siente identificada. Aunque todavía es pronto para tener la confianza de soltarse y bromear sobre ellos. Ya llegará el momento.

La comida con sus nuevos compañeros está bien. Ha salido bien del paso con el idioma, lo que le ha dado más seguridad para la próxima quedada. Aun así, se siente liberada cuando los deja y vuelve al hotel. Sola de nuevo. Su estado natural. Vuelve a estar a salvo. Sólo hasta la mañana siguiente, cuando regresa al trabajo para continuar con la preparación.

El viernes es un día más duro. Tiene mucho que aprender y Oliver le habla muy rápido y con términos muy técnicos que se le escapan de las manos. Pero no se rinde. No es su estilo. Al menos no cuando quiere algo realmente. Quiere estar allí. No quiere volver. Así que o aprende rápido o morirá en el intento. Jamás volverá. Esa opción queda totalmente descartada. 

Hay una mujer en el pasillo. Belinda. Habla con un grupo de hombres trajeados muy altos y elegantes. Ésta se separa del grupo y se acerca a ella. Quiere saber cómo se va haciendo al puesto y a sus compañeros. Sólo lo hace porque es su trabajo. A Belinda poco le interesa  el estado de bienestar que ella tenga o deje de tener. 

Aquellos hombres son jefes de departamento al igual que Belinda. Sólo pretende mostrar lo bien que hace su trabajo y lo enterada que está de todo lo que sucede en sus dominios. Pese a estar en pleno siglo XXI, las mujeres siguen necesitando demostrar algo.

—Ya podemos irnos, chicos. Aquí está todo listo — dice Belinda en un perfecto inglés.

Si sabe hablarlo tan bien, ¿por qué siempre habla con ella en alemán? ¿La pone a prueba? Todos los hombres la siguen. Ninguno mira siquiera levemente a la chica nueva. Es invisible. Pero ellos no lo son para ella. Los observa. Los mira. Los admira.

—Morena — dice Oliver en un español con mucho acento australiano para luego añadir en inglés —, no los mires tan de cerca, podrían dejarte ciega con su esnobismo — antes de decir eso último se asegura de que ya se han subido al ascensor y se han ido.


Por fin es hora de irse. El día se le ha hecho largo y duro. Se imagina yendo a recoger un pedido de comida china del restaurante de debajo del hotel y metiéndose en la habitación. Pasando allí todo el fin de semana hasta que el lunes el mundo real volviera y la obligara a salir. Lo que no sabe es que sus planes están a punto de truncarse.

Irene. Ha entablado buena relación con ella en poco tiempo. Irene es fácil. No calla. Eso le gusta. Deja poco espacio al silencio incómodo y a los sudores que éste le provocan. La chica le propone ir a tomar unas copas con unas amigas que "están deseando conocerla". Le ha hablado de ella a sus amigas. Nunca piensa que alguien la considere digna de mención en una conversación ajena y menos alguien a quien acaba de conocer. 

No puede decir que no a la proposición. Descubriría demasiado pronto su cara real. Marginal. Solitaria. Vergonzosa. Antisocial. Con una más que escasa zona de confort. Todo la pone nerviosa. Hasta lo más banal, si incluía socializar con alguien, la hace temblar y sudar. Pero no puede mostrarse así ante los demás. Otro secreto más que mantener guardado. ¿Cuántos iban ya? Ha perdido la cuenta.

Irene y sus amigas la llevan a un bar con karaoke. Horror. No cantará. Ni una sola letra. Pese a saber hacerlo. Las amigas de Irene son divertidas. Solteras, menos una. Katrina. Eso la convierte en objeto de bromas para las demás. Tienen buen humor. Parecido al que ella tiene con sus amigos. Los que había dejado en España. Como tantas otras cosas. No eran muchos, aunque de una calidad excelente. Le gustaría haberlos metido en la maleta y tenerlos a su lado ahora, pero esto tiene que hacerlo sola.

Las chicas y ella toman copas hasta perder la cuenta. Cantan. Las chicas. Ella no. La respetan y no la presionan. Son mujeres fuertes, han tenido éxito en sus carreras y hacen ostentación de su feminidad y sus derechos sin importarles las opiniones de quien las mire. Cantan a gritos y desafinando. Da igual. Cuanto peor las miren, más fuerte ríen y peor cantan. Esa positividad es  contagiosa. Esa sensación de que el mundo les pertenece. De que sólo ellas importan. De que el mundo está ahí para disfrutarlo. Sin miedos. Sin vergüenza. Sin ansiedad. Sólo carácter, fuerza e independencia. ¡Qué envidia le provocan! ¡Cómo admira esa actitud ante la vida!

Justo lo que a ella le falta. Pero es ahora o nunca. Si juega bien sus cartas podrá pertenecer a su grupo y con suerte aprender algo. Eso se le da bien. Estar callada. Observar. Aprender. Hay que ser amable. Hay que sonreír. Hay que hacerles creer que una conversación sin interés para ella es lo más importante que ha escuchado nunca. En definitiva, hay que fingir. Eso también se le da bien. Lleva toda la vida fingiendo. Riendo cuando quiere llorar. Hablando cuando quiere callar. Callando cuando quiere hablar. Mintiendo. Ocultando. Pero ahora no puede pensar en aquello. Ahora tiene que pensar en coger un taxi.

Las chicas quieren cambiar de lugar. Ya se ha hecho de noche y quieren un sitio con un poco más de clase. Es un sitio caro, dicen, pero merece la pena. El nuevo lugar está en pleno centro financiero de Sydney. Es increíble el ambiente que tiene la ciudad de noche. Todo son luces y gente arreglada moviéndose de un sitio a otro.

Llegan. Por el camino dos de las chicas han decidido recogerse y volver a casa. Una de ellas es Katrina. Su chico la espera en casa. Ya sólo quedan tres. Después de cuarenta minutos de cola y 25 dólares de entrada, pueden entrar.

La discoteca es realmente espectacular. Parece un teatro antiguo. Es circular. La pista de baile principal en el centro. Tiene un escenario justo en frente de la entrada semi-cubierto por unas cortinas rojas de terciopelo que llegan del techo al suelo. En el centro del escenario, el DJ y la mesa de mezclas. A los lados, bailarinas profesionales que se mueven al ritmo de la música. Y encima del escenario, una piscina flotante. Dos sirenas en su interior hacen algo similar a los movimientos de la natación sincronizada. Hay dos barras semicirculares en la pista principal, la cual está abarrotada. Las escaleras que llevan a los reservados también están adornadas con una alfombra de terciopelo rojo.

Los reservados son palcos de lujo en la planta superior. Camareros privados. Cómodos sofás. Aire acondicionado. Baños limpios y con papel. Sin multitudes. Sin colas. Desde ahí arriba debía verse todo el esplendor del lugar. Arriba los reyes. Abajo el pueblo. Una bonita metáfora sobre la vida. Aunque nadie parecía reparar en ello. Dales alcohol y un buen espectáculo y la plebe estará contenta y contenida.

La entrada no incluye copa. Pagas por sentir que eres uno de ellos. Uno de esos que pagan 500 dólares por una botella de champán sin despeinarse. Jugadores de fútbol. Grandes empresarios. Algún que otro actor. Personajes del corazón. Es la clase de gente que acude a esos reservados. Para cerrar la firma de algún contrato importante o para pasar un rato de ocio y placer evadiéndose del mundo a golpe de talonario. Los chicos pagan por la posibilidad de poder mojar con algún bombón. Las chicas buscan hombres que la tengan bien gruesa. La cartera, claro.

El calor del lugar le resulta sofocante. Hay tanta gente que no puede ni moverse. Empieza a agobiarse y decide ir a pedir una copa. Las chicas van a buscar algún lugar más tranquilo donde puedan, al menos, bailar y soltar las chaquetas.

Por fin consigue llegar a una de las barras a base de empujones. Nadie la atiende. Está un poco ebria. Espera hasta que la atienden. Ginebra con tónica y rodaja de limón. Cuando va a cogerla alguien la empuja y derrama un poco de la copa en la barra. Se gira. Reconoce al hombre que acaba de chocarse con ella. Es uno de los hombres que esta mañana habían estado en el pasillo con Belinda. Él se la queda mirando. Ella cree que la ha reconocido. Error. Tira de su embriaguez para empujar la vergüenza a un lado y dirigirle una leve sonrisa al hombre que ella cree se la devolverá. Otro error.

—¿Conozco a esa tía? — le oye decir por encima de la música a una mujer rubia y alta que hay de espaldas a su lado. Al girarse ésta, le ve la cara. Belinda.

—Trabaja en tu departamento, en la 4 — dice con una mirada de indiferencia y vuelve a girarse. No saluda. Sabe quién es. Han hablado en varias ocasiones. En persona. Por Skype antes de que se mudara a Australia. Nada. Al parecer no se merece ni el más básico gesto de cortesía.

—¿En ese antro? ¿Y puede permitirse venir aquí? — pregunta con los ojos azules muy abiertos. Se traba un poco, lo que deja ver que ha bebido — Joder, eso significa que les pago demasiado a esos patanes — mira al resto del grupo y las risas no tardan en surgir.

Son todos los hombres de esta mañana, Belinda y otras mujeres. Siguen riendo mientras se dirigen hacia las escaleras que llevan a los palcos. El hombre, del que ahora sabe que es su jefe, lleva una botella de Dom Pérignon en la mano y la otra se la choca al portero que custodia la escalera. Se conocen. Está claro que es un habitual en aquel lugar. Ella se queda mirando al hombre de ojos transparentes que ahora le da la espalda. 

Él asciende por las escaleras hacia el lujo y la despreocupación. Ella cae sin frenos en el menosprecio y la vergüenza.



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