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𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐞𝐢𝐠𝐡𝐭

"Un paso a la vez"

tw // advertencia: mención de depresión en las notas de autor, por favor, no lean si es que se sienten incómodxs.

La madrugada siguiente Ana aún tenía los ojos abiertos, observando el techo que cubría el dormitorio, mientras veía la oscuridad asomarse por las ventanas de color bordó. Dormir había sido imposible. Su estómago no paraba de gruñir y su boca se encontraba seca de haber tomado agua solamente del grifo del baño. Además, cada vez que observaba la luna a través de las cortinas que flotaban por el viento, un sentimiento de terror se apoderaba de su cuerpo y no deseaba irse a dormir. Temía que volviesen las pesadillas, o mejor dicho, los recuerdos.

Por aquella razón, cuando otra dócil oleada de viento entró por una de las ventanas, se levantó. Alisó el saco azul de su papá, con el cual había arropado durante la noche, y lo dobló para dejarlo guardado dentro de su baúl. Hermione, Parvati y Lavender seguían durmiendo, y Ana podía oír el suave sonido de sus respiraciones, tapadas por las cortinas que cada cama poseía para darle privacidad a la dueña. Basil se encontraba roncando suavemente en los pies de su propia cama y Ana tomó la oportunidad para darle un pequeño beso en su cabeza.

Sin embargo, al abrir las cortinas de su cama por completo, dio un brinco al ver a otra criatura en el dormitorio. Un elfo que se encontraba doblando algunas prendas en sus respectivos armarios.

Al notar que el elfo aún no había sentido su despierta presencia, Ana tendió su brazo a su mesa ratona y tomó suavemente su varita pare luego susurrar su hechizo preferido. La pequeña luz iluminó su cama un poco y con una sonrisa se volvió al elfo que seguía concentrado en su tarea.

—Hola señor... o señorita.

La elfina dejó salir un pequeño chillido que fue rápidamente acaparado por sus manos tapando su boca, y se volvió hacia Ana con terror en su mirada. Sus grandes ojos cristalinos la miraban, brillando por la plateada luz de la varita de Ana y dio un par de pequeños pasos torpes hacia atrás, con su expresión de puro terror.

—Lo siento, lo siento —susurró Ana rápidamente mientras bajaba cautelosamente de su cama—. No quise asustarte...

La elfina dejó de tapar su boca pero no dejó de temblar mientras Ana se acercaba lentamente hacia ella. Dio otro paso hacia atrás, golpeando suavemente el armario con su pequeño cuerpo.

—Mimi fue descubierta... —comenzó a susurrar horrorizada—. Mimi ha sido una mala elfina...

Con horror, Ana vio cómo Mimi tomaba el armario detrás suyo se preparaba para golpear su cabeza contra la madera. Tal vez los reflejos de Ana no eran los mejores —eran casi nulos—, sin embargo, había cuidado los suficientes niños pequeños en St. Davids como para saber cómo salvarlos de un golpe o caída. Así que lo más rápido que pudo se tiró hacia Mimi y puso una mano sobre la madera del armario contra la que se quería golpear y la elfina solamente golpeó su mano, aplastándola contra el borde de la puerta.

Ana mordió su lengua para no soltar una exclamación, y giró su rostro hacia las cortinas que cubrían a Lavender —la cual estaba más cerca del armario—, y suspiró con alivio cuando escuchó sus suaves respiros que significaban que seguía durmiendo sin problema. Se volvió a Mimi, que se sostenía la cabeza con confusión.

—No hagas eso nunca más, por favor —le susurró y se levantó un poco más cansadamente que antes—. Vayamos a la sala común, ¿sí?

La elfina miró la puerta de madera del armario compartido de Lavender y Parvati y luego a Ana, como si no supiese qué hacer. Sin embargo, cuando vio que la chica había comenzado a caminar hacia la puerta del dormitorio, se decidió en seguirla.

Si había algo que Ana adoraba de la sala común, era su esplendor durante la noche cuando todos estaban durmiendo. El sonido del fuego crujir en la chimenea, el aroma a madera y el tímido cantar de los primeros pájaros en despertarse a través de las ventanas, todo aquello le daba un sentimiento de paz tan profundo que no podía hacer otra cosa que sonreír satisfecha. Más cuando todos los sillones con sus mantas tejidas posándose en sus almohadones se encontraban sin una persona en ellos. Pura paz.

Aunque tal vez, ver a Mimi temblar como un tractor no era especialmente pacífico. Cualquiera que la viese en esos momentos pensaría que estaba a punto de recibir una tortura inexplicable. Lo que era completamente lo opuesto de lo que Ana iba a hacer.

—Mimi lo siente profundamente, señorita... —comenzó a explicar Mimi una vez que había bajado completamente las escaleras—, n... no volverá a pasar, se lo prometo... por favor, no castigue a Mimi.

«"Los elfos son felices así"» pensó Ana sarcásticamente en las palabras de Ron. Claro, ¿a quién no le gustaba ser oprimido? ¡Su actividad favorita! Ser oprimida.

—Mimi, no has hecho nada mal —le aseguró y se volvió a ella—. ¿Se te castiga mucho por aquí?

Mimi la observó con los ojos bien grandes.

—¡Oh, no! El amo Dumbledore es muy bueno, siempre nos trata con respeto y amabilidad... ¡no podríamos pedir por un mejor amo!

Cada vez que la elfina pronunciaba la palabra «amo», un gusto amargo se posaba en la lengua de Ana. Pero antes de que pudiese decirle algo, su estómago rugió dentro suyo. Se volvió roja de la vergüenza mientras que Mimi la observaba con curiosidad.

—¿Está la señorita con hambre?

«Lamentablemente» suspiró Ana antes de que una brillante idea se cruzara por su mente, haciendo que su mirada brillara con genio.

—Primero, Mimi por favor llámame Ana. No necesitamos formalidades. Segundo... ¿podrías llevarme a las cocinas? Es que sí tengo hambre.

•      •      •

Ana jamás había estado en aquella parte de Hogwarts. Había bajado por la escalera principal, cerca del Gran Comedor, y ahora se encontraba en el pasillo de un sótano que estaba decorado con pinturas brillantes y coloridas de comidas. La verdad es que si hubiese pasado por allí con anterioridad, hubiese usado la lógica para suponer que había una habitación con comida cerca. O tal vez lo hubiese pasado de alto, que tampoco era poco probable.

Mimi se acercó a un retrato que tenía pintado un cuenco con frutas y estiró uno de sus pequeños brazos y le hizo cosquillas a una pera. Con la mandíbula por el suelo, Ana escuchó a la pera reír hasta que se convirtió en una manija verde, revelando la entrada a lo que sería la cocina de Hogwarts.

Luego de que la elfina le hiciese un ademán de que la siguiera, Ana caminó detrás de ella, adentrándose a la gran cocina. Y enseguida fue recibida por miles de aromas.

La cocina era una gigantesca habitación de techo alto con cinco mesas idénticas a las del Gran Comedor que se encontraba arriba; también estaban en los mismos lugares. Había una gran cantidad de ollas y sartenes amontonadas alrededor de las paredes de piedra, presumiblemente en encimeras y hornos, y una gran chimenea de ladrillo en el otro lado del pasillo desde la puerta de entrada.

Pero lo que hizo que Ana tuviera que apoyarse contra la pared, fue ver la cantidad de elfos que trabajaban en sus respectivas posiciones. Algunos se encontraban amasando masas que en minutos se convertirían en panes recién hechos; otros estaban en los hornos cocinando huevos fritos, tocino y otras delicias que hicieron que el estómago de Ana gruñera nuevamente. Se escuchaba el sonido del agua caer de las canillas y las burbujas del jabón flotar por el aire mientras una parte de los elfos lavaban las vasijas y ollas que se usarían durante el desayuno.

Al notar la presencia de Ana, muchos elfos la observaron con curiosidad y comenzaron a susurrar entre ellos, preguntándose qué hacía una niña en las cocinas. Y al darse cuenta de ella, Ana se aclaró la garganta y le sonrió a Mimi.

—Bueno, Mimi, gracias por traerme y perdón por las molestias. Ahora me haré algo para comer...

—¡Oh! ¿Es que la seño... Ana necesita ayuda? —inquirió Mimi y Ana tuvo la suposición de que estaba añorando porque dijera que sí.

—No. No te preocupes, puedo hacerlo yo sola. Tú... tómate un descanso, ¿sí?

—Pero... pero los elfos domésticos no se toman descanso, señorita Ana —le explicó nerviosamente Mimi y Ana quiso arrancarse los cabellos de su cabeza. Con Hermione debían comenzar un plan rápido porque esto era cada vez peor. Sin embargo, le sonrió con falsa comprensión y asintió.

—Bueno... entonces... ¡Oh! ¿Qué tal si me cuentas un poco acerca de los elfos, Mimi? Me encantaría saber más acerca de ustedes. Me ayudarías mucho...

Cuando Mimi escuchó esas palabras, sus grandes ojos cristalizados brillaron y asintieron felizmente. Si Ana iba a ayudarlos, primero debía ganarse su confianza, ¿y qué mejor manera que conocerlos mejor?

Mientras Ana preparaba un gran desayuno que pensaba compartir con sus amigos, Mimi le contaba acerca del gran corazón de Helga Hufflepuff por haber traído una gran cantidad de elfos domésticos a trabajar en Hogwarts para que no fueran abusados y de su generosidad al hacerlo. Le relataba acerca de todos los trabajos que hacían todos los días, como mantener la cocina en movimiento, la ropa limpia y el césped cortado. Al escuchar aquello, el tocino que Ana estaba cocinando se prendió fuego y tuvo que maniobrar para salvarlo. Siempre rechazando la ayuda de los elfos.

Cuando estaba colocando las mermeladas en sus respectivos tarros para llevarlos al Gran Comedor, a Ana se le ocurrió hacerle otro tipo de pregunta a Mimi, que parecía muy contenta de hablar de cada detalle de su trabajo.

—Mimi, ¿qué me puedes decir acerca de la historia de los elfos? Más allá de Hogwarts, claro... es que... ¿han alguna vez estado... libres?

Cuando aquella palabra dejó los labios de Ana, al cocina se volvió tan callada que tuvo que observar a su alrededor con cautela. Llevándose de la sorpresa de que la estaban observando de la misma forma. Todos los elfos habían dejado su trabajo por un par de segundos para mirar a Ana con atención, como si estuviesen esperando que se equivocase.

Ana volvió su mirada oceánica a Mimi y la observó reaccionar a la palabra con asco.

—Debe tener mucho cuidado con aquella palabra señorita Ana —dijo cuando los otros elfos dejaron de mirarla—, a nosotros, los elfos, no nos gusta oírla. Es una deshonra siquiera pensarlo... a Mimi le dan ganas de llorar de tan solo pensar que Mimi puede quedar libre si se porta mal... —su voz se rompió y comenzó a temblar—, no señorita Ana, es una pesadilla... pero si es que alguna vez lo hemos estado... pues me alegro que ya no.

El corazón de Ana dio un vuelco y tuvo que morder su lengua para no opinar. Si lo hacía perdería toda confianza que había estado construyendo esa mañana y no quería echarlo todo a perder porque su bocota la había puesto en apuros nuevamente.

Ana apoyó la última tetera en la segunda bandeja de madera que había encontrado en uno de los estantes. Finalmente había terminado de cocinar y era hora de subir al Gran Comedor con toda aquella comida que había preparado.

—Bueno, debo ir subiendo todo esto porque será la hora del desayuno en cualquier momento... —murmuró Ana mirando el reloj de pared que se encontraba arriba de la puerta.

Con una mano agarró una de las bandejas y trató de balancearse para que no se cayera nada (aunque fue un poco difícil dado la cantidad de platos que habían con comida), y luego miró la otra bandeja que llevaba las jarras con líquido. Estaba el té con saquito que le gustaba a Harry, el té de macha que prefería Hermione, café con leche y mucha azúcar para Ron y su chocolate caliente. Con cautela miró su brazo libre y luego nuevamente a la bandeja. Habían varias formas en que podría terminar esa travesía... y aunque la mayoría era negativas, ¿qué perdería si no intentaba?

Con mucho cuidado deslizó la bandeja con su mano libre hacia su brazo. Sus ojos observaban con temor cada vez que veía las bebidas moverse en sus recipientes y cada segundo rogaba porque nada se le cayera encima o terminaría llorando por la desgracia.

—¿Ne... necesita ayuda señorita Ana? —preguntó Mimi preocupada y ansiosa pero tercamente Ana negó con la cabeza.

—No... no te preocupes Mimi... puedo yo sola...

Eso era debatible. Sin embargo, luego de unos minutos Ana temblaba bajo el peso de las dos bandejas pero con una sonrisa triunfante.

—Te dejo a tus... deberes, Mimi. Fue un gusto conocerte...

Ana comenzó a caminar lentamente hacia la puerta mientras que Mimi la miraba preocupada.

—¿Está segura de que no necesita ayuda, señorita Ana? —insistió y Ana se detuvo para observarla de reojo.

—Estoy segura —afirmó y antes de volverse a dar la vuelta dijo:—. Y ¿Mimi?

—¿Sí, señorita Ana?

—Por favor, solamente llámame Ana.

Mimi la miró avergonzada y asintió frenéticamente. Satisfecha, Ana volvió a caminar hacia la entrada a paso lento.

Una vez afuera de la cocina, Ana dejó salir un largo suspiro de alivio. No podía esperar a contarle a Hermione todo lo que había descubierto —lo que la verdad no era demasiado—, así podrían comenzar el Proyecto de Abolición a la Esclavitud Elfina, en palabras de Ana. Hermione le había dicho que cambiarían el nombre y Ana se encontraba un poco recelosa al respecto.

Iba a dar un paso hacia las escaleras cuando un cuerpo salió de la nada y casi chocó contra ella, haciendo que comenzara a rezarle a Dios en cuestión de segundos.

—Ay Dios ayúdame que se me caen las cosas —chilló Ana tratando de reestablecer su balance. Aquella jarra con el té estaba muy peligrosamente cerca del borde de la bandeja.

—¿Ana?

Ana se quedó quieta y miró detrás de su hombro que Hannah Abbott la observaba con confusión. Los ojos verdes de la rubia la inspeccionaron y antes de que Ana la pudiese saludar, Hannah tendió sus brazos.

—Déjame ayudarte o un desastre va a terminar ocurriendo.

Ana no podía negar aquello así que un poco renuente a darle la bandeja, lo hizo, pensando que sería la mejor opción.

—Gracias, Hannah...

—No te preocupes —Hannah le sonrió de costado—. Y me alegra oír que recuerdas mi nombre.

Mientras que el rostro de Ana se tornaba rosado por la vergüenza, Hannah reía risueñamente. Cuando trató de explicarse, Hannah negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—No te hagas ningún problema Ana. Es decir, solamente habíamos hablado una vez, no te puedo culpar —Hannah siguió caminando, haciendo que la coleta que recolectaba su cabello dorado se moviera de un lado a otro, y señaló las bandejas con un ademán de cabeza—. ¿Por qué el desayuno así?

—Oh, bueno... hace unos días me enteré todo acerca de los elfos domésticos así que decidí que no quería alimentarme de su esclavitud... —un suspiro dejó su boca y negó—. Pero si te soy sincera esto tomó mucho tiempo y no creo que pueda hacerlo todos los días, es decir, no dormí nada. Creo que voy a dejar este trabajo para los fines de semana solamente.

—Es muy honorable que pienses así... —afirmó Hannah y subieron los últimos escalones de la escalera—, los elfos son un tema sensible... pero si es que alguna vez necesitas apoyo para hacer oír tu voz, aquí tienes a alguien que te apoyará. El curso pasado inspiraste a muchos de nosotros, Ana, y no dudo que lo harás de nuevo.

Ana le sonrió tímidamente y le agradeció antes de entrar al Gran Comedor.

Ambas llegaron a la mesa de los Gryffindors y colocaron las bandejas al lado de la comida ya servida. Ana le agradeció nuevamente y Hannah le deseó suerte, antes de irse a su propia mesa y juntarse con sus compañeros.

Una vez sentada, Ana se sirvió su chocolate caliente en su taza mientras el comedor se llenaba de gente y de un momento a otro sus amigos aparecieron frente a ella.

—¡Dónde estabas! —inquirió Hermione exaltada—. Jamás te despiertas antes que yo, Ana.

—Es que no me desperté antes que ti, Hermione —explicó Ana, untando mermelada en su tostada—. Ni dormí... por lo contrario ¡hice el desayuno! Así que hoy disfruten un desayuno sin esclavitud.

Los tres la miraron atónitos y se sentaron para observar las bandejas llenas de comida.

—¿Todo esto lo hiciste tú, Ana? —dijo Ron aturdido, agarrando la jarra pequeña que llevaba su café con leche. Ana asintió orgullosa.

—¡Así es! Y Hermione, tengo mucho que contarte...

Luego de que Hermione escuchase atentamente a Ana explicarle cuán desastroso había sido todo, el desayunó transcurrió con normalidad. Las nubes enormes del color gris del peltre se arremolinaban sobre las cabezas de los alumnos, mientras los tres amigos examinaban sus nuevos horarios. Unos asientos más allá, Fred, George y Lee Jordan discurrían métodos mágicos de envejecerse y engañar al juez para poder participar en el Torneo de los tres magos.

—Hoy no está mal: fuera toda la mañana —dijo Ron pasando el dedo por la columna del lunes de su horario—. Herbología con los de Hufflepuff y Cuidado de Criaturas Mágicas... ¡Maldita sea!, seguimos teniéndola con los de Slytherin...

—Y esta tarde dos horas de Adivinación —gruñó Harry, observando el horario.

Ana leyó su horario y notó que tenía la tarde libre.

—¿Esto es cómo la paz se siente? —murmuró encantada.

—Tendrían que haber abandonado esa asignatura como hice yo —dijo Hermione con énfasis, untando mantequilla en la tostada—. De esa manera estudiarían algo sensato como Aritmancia, o hasta Runas.

De repente oyeron sobre ellos un batir de alas, y un centenar de lechuzas entró volando a través de los ventanales abiertos. Llevaban el correo matutino. Las lechuzas volaron alrededor de las mesas, buscando alas personas a las que iban dirigidas las cartas y paquetes que transportaban. Una lechuza amarronada se acercó a Ana y dejó caer un par de cartas, y luego apareció Hedwig que se posó en el hombro de Harry con un paquete.

—Muchas gracias, linda —Ana le agradeció a la lechuza con unas pequeñas caricias en su cabeza y le tendió uno de los dulces que había tomado de la cocina.

Ana tomó las cartas y leyó quiénes le habían escrito: Su abuela y Dalia.

Su rostro se iluminó al leer que Dalia le había escrito que tuvo que retener su risa para leer rápidamente las cartas. Su nana le deseaba un buen comienzo de clases y le daba noticias de Limonada que aún seguía extrañándola. Por el otro lado, Dalia le preguntaba anqué clase de escuela elitista podría estar yendo que no le podía mandar directamente una carta y le decía —o más bien demandaba humorísticamente— que le enviara postales para coleccionar. Aquello hizo que Ana riera y notó que dentro del sobre donde había enviado su carta, había una postal bastante común del Palacio de Westminister, y que tenía escrito:

Pensé que iba a ser más grande el reloj

¿Cuánto dices que debo pagar para tocar su campana?

Ana soltó una carcajada y guardó la postal junto a la carta. Ahora obligatoriamente debía mandarle una postal.

Sus ideas de postales duraron todo el recorrido a través del embarrado camino que llevaba al Invernadero 3; pero, una vez en él, la profesora Sprout la distrajo de ellas al mostrar a la clase unas plantas bastante intrigantes. Desde luego, no parecían tanto plantas como gruesas y negras babosas gigantes que salieran verticalmente de la tierra. Todas estaban algo retorcidas, y tenían una serie de bultos grandes y brillantes que parecían llenos de líquido.

—Son bubotubérculos —les dijo con énfasis la profesora Sprout—. Hay que exprimirlas, para recoger el pus...

—¿El qué? —preguntó Seamus Finnigan, con asco.

—El pus, Finnigan, el pus —dijo la profesora Sprout—. Es extremadamente útil, así que espero que no se pierda nada. Como decía, recogerán el pus en estas botellas. Tienen que ponerse los guantes de piel de dragón, porque el pus de un bubotubérculo puede tener efectos bastante molestos en la piel cuando no está diluido.

Ana se divirtió exprimiendo los bubotubérculos. Cada vez que se reventaba uno de los bultos, salía de golpe un líquido espeso de color amarillo verdoso que olía intensamente a petróleo. Lo fueron introduciendo en las botellas, tal como les había indicado la profesora Sprout, y al final de la clase habían recogido varios litros.

—La señora Pomfrey se pondrá muy contenta —comentó la profesora Sprout, tapando con un corcho la última botella—. El pus de bubotubérculo es un remedio excelente para las formas más persistentes de acné. Les evitaría a los estudiantes tener que recurrir a ciertas medidas desesperadas para librarse de los granos.

—Como la pobre Eloise Migden —dijo Hannah en voz muy baja—. Intentó quitárselos mediante una maldición.

—Una chica bastante tonta —afirmó la profesora Sprout, moviendo la cabeza—. Pero al final la señora Pomfrey consiguió ponerle la nariz donde la tenía.

El insistente repicar de una campana procedente del castillo resonó en los húmedos terrenos del colegio, señalando que la clase había finalizado, y el grupo de alumnos se dividió: los de Hufflepuff subieron al aula de Transformaciones, y los de Gryffindor se encaminaron en sentido contrario, bajando por la explanada, hacia la pequeña cabaña de madera de Hagrid, que se alzaba en el mismo borde del bosque prohibido.

Hagrid los estaba esperando de pie, fuera de la cabaña, con una mano puesta en el collar de Fang, su enorme perro jabalinero de color negro. En el suelo, a sus pies, había varias cajas de madera abiertas, y Fang gimoteaba y tiraba del collar, ansioso por investigar el contenido. Al acercarse, un traqueteo llegó a sus oídos, acompañado de lo que parecían pequeños estallido.

—¡Buenas! —saludó Hagrid, sonriendo a Ana, Hermione, Harry y Ron—. Será mejor que esperemos a los de Slytherin, que no querrán perderse esto: ¡escregutos de cola explosiva!

Ana sonrió animada y observó a las cajas abiertas. No conocía aquellas criaturas y observarlas le transmitió mucha curiosidad. Parecían langostas de unos quince centímetros de largo, sin caparazón, pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les salían de sitios muy raros y sin cabeza visible. Encada caja debía de haber cien, que se movían unos encima de otros y chocaban a ciegas contra las paredes. Despedían un intenso olor a pescado podrido. De vez en cuando saltaban chispas de la cola de un escreguto que, haciendo un suave «¡fut!», salía despedido a un palmo de distancia.

—Recién nacidos —explicó con orgullo Hagrid—, para que puedan criarlos ustedes mismos. ¡He pensado que puede ser un pequeño proyecto!

—¿Y por qué tenemos que criarlos? —preguntó una voz fría.

Acababan de llegar los de Slytherin. El que había hablado era Draco Malfoy. Crabbe y Goyle le reían la gracia. Hagrid se quedó perplejo ante la pregunta.

—Sí, ¿qué hacen? —insistió Malfoy—. ¿Para qué sirven?

Hagrid abrió la boca, según parecía haciendo un considerable esfuerzo para pensar. Hubo una pausa que duró unos segundos, al cabo de la cual dijo bruscamente:

—Eso lo sabrás en la próxima clase, Malfoy. Hoy sólo tienes que darles de comer. Pero tendrán que probar con diferentes cosas. Nunca he tenido escregutos, y no estoy seguro de qué les gusta. He traído huevos de hormiga, hígado de rana y trozos de culebra. Prueben con un poco de cada.

Por más extraño que fuese la experiencia, Ana se la pasó fenomenal mientras cuidaba de su escreguto.

—¿Y qué clase dices que son, Hagrid? —inquirió Ana dándole un huevo de hormiga a su criatura.

—Son híbridos —comentó Hagrid con orgullo—. Entre mantícoras y cangrejos de fuego.

Ana lo miró atónita e impresionada. ¿Cómo había hecho para...?

—¡Ay! —gritó Dean Thomas—. ¡Me ha hecho daño!

Hagrid, nervioso, corrió hacia él.

—¡Le ha estallado la cola y me ha quemado! —explicó Dean enfadado, mostrándole a Hagrid la mano enrojecida.

—¡Ah, sí, eso puede pasar cuando explotan! —asintió Hagrid.

—¡Ay! —exclamó Lavender—. Hagrid, ¿para qué hacemos esto?

—Bueno, algunos tienen aguijón —repuso con entusiasmo Hagrid (Lavender se apresuró a retirar la mano de la caja)—. Probablemente son los machos... Las hembras tienen en la barriga una especie de cosa succionadora... creo que es para chupar sangre.

—Ahora ya comprendo por qué estamos intentando criarlos —dijo Malfoy sarcásticamente—. ¿Quién no querría tener una mascota capaz de quemarlo, aguijonearlo y chuparle la sangre al mismo tiempo?

—El que no sean muy agradables no quiere decir que no sean útiles —replicó Hermione con brusquedad—. La sangre de dragón es increíblemente útil por sus propiedades mágicas, aunque nadie querría tener un dragón como mascota, ¿no?

—Además, Malfoy, siempre es bueno aprender acerca de nuevas criaturas. Solamente te cuesta porque tu cerebro es el del tamaño de una nuez —musitó Ana con una mueca de asco.

Antes de que Malfoy pudiese levantar su varita contra ella, Hagrid se interpuso con seriedad.

—Suficiente. Vuelvan a cuidar a sus escregutos.


Una hora más tarde, el grupo de amigos se dirigía al Gran Comedor para almorzar. Ana había decidido que cocinar todos los días iba a ser imposible así que se abstendría a solo hacerlo durante los fines de semana si es que podía.

—¿Quieres ir a la biblioteca ahora para buscar más información? —inquirió Hermione en un susurro a Ana y ella sonrió.

—Claro que sí. Tengo toda la tarde libre además...

Se sentaron a la mesa de Gryffindor y se sirvieron papas y chuletas de cordero. Hermione y Ana empezaron a comer tan rápido que Harry y Ron se quedaron mirándolas.

—Eh... ¿se trata de la nueva estrategia de campaña por los derechos delos elfos? —les preguntó Ron—. ¿Intentan vomitar? 

—No —respondió Hermione con toda la elegancia que le fue posible teniendo la boca llena de coles de Bruselas—. Sólo queremos ir a la biblioteca.

—¿Qué? —exclamó Ron sin dar crédito a sus oídos—. Chicas, ¡hoy es el primer día del curso! ¡Todavía no nos han puesto deberes!

Ana y Hermione se encogieron de hombros y siguieron engullendo la comida como si no hubieran probado bocado en varios días. Luego se pusieron en pie de un salto, los saludaron y se fueron corriendo a la biblioteca.

Una vez que llegaron a la biblioteca, ambas se encontraban rojas por el breve ejercicio y Ana se arrepentía de haber comido tan rápido porque ahora tenía ganas de devolver todo.

—No fue nuestra mejor idea —confesó Ana apoyándose contra la pared y tratando de calmar su estómago. Hermione asintió. Estaba verde ahora.

—Respiremos un poco... —Hermione tomó una bocanada y se aclaró la garganta—. Bien, vamos.

Ana quiso quejarse pero sin decir nada la siguió adentro de la biblioteca. La señora Pince se encontraba detrás de su escritorio como siempre y llevaba la misma expresión de molestia que siempre.

Por alguna razón siempre le había intimidado aquella mujer, aunque tal vez no por alguna razón desconocida, sino que era por su semblante que podría afilar un cuchillo. Aún recordaba cuando la había echado a ella y a Zabini por pelear. Parecía como ayer cuando quería ahorcar al chico con sus propias manos.

Se acercaron a la bibliotecaria y ella las miró sobre sus anteojos de lectura.

—Madame Pince, ¿dónde estarían los libros acerca de elfos domésticos?

—¿Y de organizaciones de lucha para los derechos de las criaturas? —añadió Ana, ganándose una mirada de inspección por Pince.

—¿Debo preocuparme por sus ridículas peleas, Abaroa?

—¡No...! No, Madame Pince —Ana bajó su voz al ver que la mujer había alzado su ceja aún más al principio.

Pince las examinó una última vez y asintió.

—En las estanterías siete y trece se encuentran estos libros que les servirán. Esperen que se los anoto aquí...

Luego de que Pince les escribiera, con su letra ridículamente elegante y bonita, los libros a tomar en cuenta, ambas se pusieron a buscarlos.

La cantidad de libros que habían escritos acerca de los elfos domésticos se podían contar con las manos. O más específicamente, con una. Cuatro dedos. Eran cuatro libros, y uno era un reglamento de cómo debían comportarse. Y ni hablar de organizaciones que luchaban por los derechos.

—Esto es completamente absurdo —masculló Hermione leyendo la sinopsis de uno de los libros—. A nadie le importa.

—Está muy normalizado... nadie se lo cuestiona —suspiró Ana mientras empezaba a leer otro—. Ni siquiera los mismos elfos quieren saber acerca de su libertad... prefieren morir antes que tenerla.

—Un espanto.

Ambas se quedaron calladas mientras leían y se deprimían más por las pocas esperanzas que cada oración les sacaba. Era como leer y morir un poco cada vez. Ana ya estaba a punto de tener una rabieta, y si no fuese porque escuchó la campana que anunciaba el comienzo de las clases de la tarde, lo hubiese hecho.

—Tú avanza con la lectura que seguramente podamos terminar mañana con estos seis libros. Cuando lo hagamos debemos ser más meticulosas acerca de los temas, debemos ir más... profundo.

—No te preocupes, antes de que termine el día voy a tenerlo leído. Mejor ahora que no tenemos deberes —admitió Ana levantándose de su asiento mientras observaba a su amiga guardar los libros en su mochila luego de haberle dicho a Pince que se los llevarían.

—Confío en ti.

Y con eso, Hermione desapareció rápidamente por la puerta de la biblioteca, huyendo a su próxima clase de Aritmancia.

Ana se volvió a su mochila y comenzó a ordenar tranquilamente. No pensaba quedarse en la biblioteca. Aunque fuese uno de los lugares más silenciosos de la escuela, Ana simplemente no lo soportaba. No era tan privado como le gustaba a ella.

Cuando terminó de ordenar todo, pensó en irse directamente pero un pensamiento recorrió su cabeza y se dirigió al escritorio de Pince con un aire de inocencia para que la mujer no sintiera que debía sacarla corriendo.

—Eh... ¿Madame Pince?

—Shhh —le dijo posando un dedo sobre sus labios y Ana se aclaró la garganta y bajó su voz.

—Perdón... es que estaba buscando algunos otros libros... eh... acerca de hombres lobo.

Madame Pince le prestó atención y pareció retener su usual dureza, optando por suavizar sus facciones.

—Hay toda una sección en la estantería número veinte —señaló y se acomodó en su asiento—. Pero recuerda que son solo cinco libros por persona, Abaroa.

—Sí, claro... —asintió Ana frenéticamente—. Gracias...

Nuevamente, Ana iba a dirigirse a las estanterías para buscar más información en cómo ayudar a su padre y todas las otras personas que estaban sufriendo bajo las estrictas normas y leyes que los oprimían, cuando otra idea cruzó su mente, haciendo que por última vez se volviese a Pince.

—¿Y acerca del Palacio de Westminister?

•      •      •

Ana se encontraba sentada en la silla de Remus que pertenecía a su oficina, leyendo el libro que Hermione le había indicado a terminar. Sabía que al estar allí, con los pies apoyados en su escritorio de madera, estaba infringiendo tal vez unas cuantas reglas acerca de la formalidad y respeto... ¡pero cómo no podía hacerlo cuando aquella silla era tan cómoda!

Era una verdadera desgracia que no tuviesen aquellas sillas para los estudiantes. Si eso fuese así, su cuerpo se sentiría mejor después de cada clase. No como una papa aplastada.

Mientras daba vuelta a la siguiente página, la puerta se abrió y pudo escuchar la voz de Remus hablarle a uno de sus alumnos.

—... y no te preocupes acerca de los hechizos no verbales, eso lo veremos más a mitad del curso. Ahora céntrate en los inferi, ¿sí?

Luego de escuchar un «Gracias, profesor Lupin», la puerta se cerró y Remus se sacó su saco antes de notar que Ana se encontraba concentrada en su lectura, sentada cómodamente en su silla.

—Esta no es una vista de todos los días —sonrió él dejando salir una pequeña risa y Ana dejó salir una protesta, apoyando su cabeza en el respaldo.

—¿Cómo se ayuda a un grupo que no quiere ser ayudado? —preguntó Ana desesperada y Remus alzó una ceja antes de sentarse en frente suyo.

—¿Y eso a qué viene?

Ana le mostró la tapa del libro y Remus asintió, comprendiendo. Pasaron unos segundos, Ana impaciente por la respuesta, y Remus suspiró antes de encogerse de hombros.

—Con mucha paciencia...

Una protesta dejó los labios de Ana y cerró los ojos con una mueca. Remus sonrió suavemente y se acomodó en su asiento.

—Pasos pequeños, Ana. No puedes cambiar miles de años de historia un día al otro. Los elfos son criaturas increíblemente leales, ¿qué tal si usas aquella característica para ayudarlos? —sugirió Remus y Ana lo miró por encima del libro.

—¿Y me escucharán...?

—Siempre te haces oír, Ana. No veo porqué esta ocasión sea diferente.

La mirada de Ana vagó por el rostro de su padre y luego por las líneas negras que cubrían las páginas del libro que sus manos sostenían. Sí. Podía hacerlos oír. Debía hacerlos oír.

Era hora de que el mundo comenzase a cambiar.

Pero claro, en pasos pequeños.

•      •      •

Ana se volvió a encontrar con sus amigos cuando bajaban por las escaleras para dirigirse al Gran Comedor para la cena. Llegaron al vestíbulo, abarrotado ya de gente que hacía cola para entrar a cenar. Acababan de ponerse en la cola cuando oyeron una voz estridente a sus espaldas:

—¡Weasley! ¡Eh, Weasley!

Ana, Ron, Hermione y Harry se volvieron. Malfoy, Crabbe y Goyle estaban ante ellos, muy contentos por algún motivo.

—¿Qué? —contestó Ron lacónicamente.

—¡Tu padre ha salido en el periódico, Weasley! —anunció Malfoy, blandiendo un ejemplar de El Profeta y hablando muy alto, para que todos cuantos abarrotaban el vestíbulo pudieran oírlo—. ¡Escucha esto!

MÁS ERRORES EN EL MINISTERIO DE MAGIA

Parece que los problemas del Ministerio de Magia no se acaban, escribe Rita Skeeter, nuestra enviada especial. Muy cuestionados últimamente por la falta de seguridad evidenciada en los Mundiales de quidditch, y aún incapaces de explicar la desaparición de una de sus brujas, los funcionarios del Ministerio se vieron inmersos ayer en otra situación embarazosa a causa de la actuación de Arnold Weasley, del Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles.

Malfoy levantó la vista.

—Ni siquiera aciertan con su nombre, Weasley, pero no es de extrañar tratándose de un don nadie, ¿verdad? —dijo exultante.

Todo el mundo escuchaba en el vestíbulo. Con un floreo de la mano, Malfoy volvió a alzar el periódico y leyó:

Arnold Weasley, que hace dos años fue castigado por la posesión de un coche volador, se vio ayer envuelto en una pelea con varios guardadores de la ley muggles (llamados «policías») a propósito de ciertos contenedores de basura muy agresivos. Parece que el señor Weasley acudió raudo en ayuda de Ojoloco Moody, el anciano ex auror que abandonó el Ministerio cuando dejó de distinguir entre un apretón de manos y un intento de asesinato. No es extraño que, habiéndose personado en la muy protegida casa del señor Moody, el señor Weasley hallara que su dueño, una vez más, había hecho saltar una falsa alarma. El señor Weasley no tuvo otro remedio que modificar varias memorias antes de escapar de la policía, pero rehusó explicar a El Profeta por qué había comprometido al Ministerio en un incidente tan poco digno y con tantas posibilidades de resultar muy embarazoso.

—¡Y viene una foto, Weasley! —añadió Malfoy, dándole la vuelta al periódico y levantándolo—. Una foto de tus padres a la puerta de su casa...¡bueno, si esto se puede llamar casa! Tu madre tendría que perder un poco de peso, ¿no crees?

Ron temblaba de furia. Todo el mundo lo miraba.

—Métetelo por donde te quepa, Malfoy —masculló Harry—. Vamos, Ron...

—¡Ah, Potter! Tú has pasado el verano con ellos, ¿verdad? —dijo Malfoy con aire despectivo—. Dime, ¿su madre tiene al natural ese aspecto de cerdito, o es sólo la foto?

—¿Y te has fijado en tu madre, Malfoy? —preguntó Harry. Tanto él como Hermione sujetaban a Ron por la túnica para impedir que se lanzara contra Malfoy. Ana ya tenía alzada su varita por su las moscas—. Esa expresión que tiene, como si estuviera oliendo mierda, ¿la tiene siempre, o sólo cuando estás tú cerca?

Ana tuvo que disimular una carcajada con una tos falsa y para que nadie viese su rostro se dio la vuelta, perdiendo toda seriedad.

—No te atrevas a insultar a mi madre, Potter.

—Pues mantén cerrada tu grasienta bocaza —le contestó Harry, dándosela vuelta.

¡BUM!

Hubo gritos. Ana se dio vuelta rápidamente, pero antes de que pudiese hacer algo, oyó un segundo ¡BUM! y un grito que retumbó en todo el vestíbulo.

—¡AH, NO, TÚ NO, MUCHACHO!

Ana se volvió completamente. Moody bajaba cojeando por la escalinata de mármol. Había sacado la varita y apuntaba con ella a un hurón blanco que tiritaba sobre el suelo de losas de piedra, en el mismo lugar en que había estado Malfoy.

Un aterrorizado silencio se apoderó del vestíbulo. Salvo Moody, nadie movía un músculo. Moody se volvió para mirar a Harry. O, al menos, lo miraba con su ojo normal. El otro estaba en blanco, como dirigido hacia el interior de su cabeza.

—¿Te ha dado? —gruñó Moody. Tenía una voz baja y grave. 

—No —respondió Harry—, sólo me ha rozado.

Ana no sabía qué estaba pasando.

—¡DÉJALO! —gritó Moody.

—¿Que deje... qué? —preguntó Harry, desconcertado.

—No te lo digo a ti... ¡se lo digo a él! —gruñó Moody, señalando con el pulgar, por encima del hombro, a Crabbe, que se había quedado paralizado apunto de coger el hurón blanco. Según parecía, el ojo giratorio de Moody era mágico, y podía ver lo que ocurría detrás de él.

Moody se acercó cojeando a Crabbe, Goyle y el hurón, que dio un chillido de terror y salió corriendo hacia las mazmorras.

—¡Me parece que no vas a ir a ningún lado! —le gritó Moody, volviendo a apuntar al hurón con la varita. 

El hurón se elevó tres metros en el aire, cayó al suelo dando un golpe y rebotó.

—No me gusta la gente que ataca por la espalda —gruñó Moody, mientras el hurón botaba cada vez más alto, chillando de dolor—. Es algo innoble, cobarde, inmundo...

El hurón se agitaba en el aire, sacudiendo desesperado las patas y la cola.

—No... vuelvas... a hacer... eso... —dijo Moody, acompasando cada palabra a los botes del hurón.

—¡Señor Moody! —exclamó una voz horrorizada.

La profesora McGonagall bajaba por la escalinata de mármol, cargada de libros.

—Hola, profesora McGonagall —respondió Moody con toda tranquilidad, haciendo botar aún más alto al hurón.

—¿Qué... qué está usted haciendo? —preguntó la profesora McGonagall, siguiendo con los ojos la trayectoria aérea del hurón.

—Enseñar —explicó Moody.

—Ens... Moody, ¿eso es un alumno? —gritó la profesora McGonagall al tiempo que dejaba caer todos los libros.

—Sí —contestó Moody.

—¡No! —vociferó la profesora McGonagall, bajando a toda prisa la escalera y sacando la varita. Al momento siguiente reapareció Malfoy con un ruido seco, hecho un ovillo en el suelo con el pelo lacio y rubio caído sobre lacara, que en ese momento tenía un color rosa muy vivo. Haciendo un gesto de dolor, se puso en pie.

—¡Moody, nosotros jamás usamos la transformación como castigo! —exclamó con voz débil la profesora McGonagall—. Supongo que el profesor Dumbledore se lo ha explicado.

—Puede que lo haya mencionado, sí —respondió Moody, rascándose la barbilla muy tranquilo—, pero pensé que un buen susto...

—¡Lo que hacemos es dejarlos sin salir, Moody! ¡O hablamos con el jefe de la casa a la que pertenece el infractor...!

—Entonces haré eso —contestó Moody, mirando a Malfoy con desagrado.

Malfoy, que aún tenía los ojos llenos de lágrimas a causa del dolor y la humillación, miró a Moody con odio y murmuró una frase de la que se pudieron entender claramente las palabras «mi padre».

—¿Ah, sí? —dijo Moody en voz baja, acercándose con su cojera unos pocos pasos. Los golpes de su pata de palo contra el suelo retumbaron en todo el vestíbulo—. Bien, conozco a tu padre desde hace mucho, niño. Dile que Moody vigilará a su hijo muy de cerca... Dile eso de mi parte... Bueno, supongo que el jefe de tu casa es Snape, ¿no?

—Sí —respondió Malfoy, con resentimiento.

—Otro viejo amigo —gruñó Moody—. Hace mucho que tengo ganas de charlar con el viejo Snape... Vamos, adelante... —Y agarró a Malfoy del brazo para conducirlo de camino a las mazmorras.

La profesora McGonagall los siguió unos momentos con la vista; luego apuntó con la varita a los libros que se le habían caído, y, al moverla, éstos se levantaron de nuevo en el aire y regresaron a sus brazos.

—No me hablen —les dijo Ron a Ana, Harry y Hermione en voz baja cuando unos minutos más tarde se sentaban a la mesa de Gryffindor, rodeados de gente que comentaba muy animadamente lo que había sucedido.

—¿Por qué no? —preguntó Hermione sorprendida.

—Porque quiero fijar esto en mi memoria para siempre —contestó Ron, con los ojos cerrados y una expresión de inmenso bienestar en la cara—: Draco Malfoy, el increíble hurón botador...

Ana, Hermione y Harry se rieron, y Hermione sirvió estofado de buey en los platos.

—Sin embargo, Malfoy podría haber quedado herido de verdad —admitió ella—. La profesora McGonagall hizo bien en detenerlo.

—¡Hermione! —masculló Ron como una furia, volviendo a abrir los ojos—. ¡No me estropees el mejor momento de mi vida!

Hermione hizo un ruido de reprobación y volvió a comer lo más aprisa que podía. Ana la copió.

—¡No me digan que van a volver ahora, por la noche, a la biblioteca! —dijo Harry, observándolas.

—Es urgente, y muy necesario —explicó Ana dándole un trago a su jugo de uva.

—Tenemos mucho que hacer...

—Pero has dicho que la profesora Vector...

—No son deberes —lo cortó Hermione.

Cinco minutos después, Ana y Hermione ya habían dejado limpios sus platos y habían salido. Era hora de comenzar a cambiar al mundo.

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Hola

les voy a ser sincera, esta nota no va a ser muy larga porque tengo que decirles algo: no estoy bien emocionalmente.

hoy pensé que iba a poder escribir sin problemas pero volví a tener un episodio muy malo y mentalmente no estoy en el mejor lugar. la universidad, mi propio bajo autoestima, y principalmente mi depresión me está alcanzando y estoy muy muy cansada. así que si no actualizo muy seguido ya saben porqué. perdonen por las molestias ♥

como siempre, lxs leo y adoro

•chau•


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