𝐬𝐞𝐯𝐞𝐧𝐭𝐲
"El comienzo del fin"
REGRESA EL-QUE-NO-DEBE-SER-NOMBRADO
El viernes por la noche, Cornelius Fudge, ministro de la Magia, corroboró que El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto a este país y está otra vez en activo, según dijo en una breve declaración.
«Lamento mucho tener que confirmar que el mago que se hace llamar lord..., bueno, ya saben ustedes a quién me refiero, está vivo y anda de nuevo entre nosotros —anunció Fudge, que parecía muy cansado y nervioso en el momento de dirigirse a los periodistas—. También lamentamos informar de la sublevación en masa de los Dementores de Azkaban, que han renunciado a seguir trabajando para el Ministerio. Creemos que ahora obedecen órdenes de lord..., de ése.
«Instamos a la población mágica a permanecer alerta. El Ministerio ya ha empezado a publicar guías de defensa personal y del hogar elemental, que serán distribuidas gratuitamente por todas las viviendas de magos durante el próximo mes.»
La comunidad mágica ha recibido con consternación y alarma la declaración del ministro, pues precisamente el miércoles pasado el Ministerio garantizaba que no había «ni pizca de verdad en los persistentes rumores de que Quien-ustedes-saben esté operando de nuevo entre nosotros».
Los detalles de los sucesos que han provocado el cambio de opinión del Ministerio todavía son confusos, aunque se cree que El-que-no-debe-ser-nombrado y una banda de selectos seguidores (conocidos como «mortífagos») consiguieron entrar en el Ministerio de la Magia el jueves por la noche.
De momento, este periódico no ha podido entrevistar a Albus Dumbledore, recientemente rehabilitado en el cargo de director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, miembro restituido de la Confederación Internacional de Magos y, de nuevo, Jefe de Magos del Wizengamot. Durante el año pasado, Dumbledore había insistido en que Quien-ustedes-saben no estaba muerto, como todos creían y esperaban, sino que estaba reclutando seguidores para intentar tomar el poder una vez más. Mientras tanto, «El niño que sobrevivió»...
La voz de Hermione era un susurro lejano al que Ana no podía concentrar su mente para seguirle. Aún todos estaban en la enfermería. Ana seguía acostada en su camilla mirando al techo, mientras que Harry se había sentado a los pies de la cama de Ron y ambos escuchaban a Hermione, que leía la primera plana de El Profeta Dominical. Ginny, a quien la señora Pomfrey había curado el tobillo en un periquete, estaba acurrucada en un extremo de la cama de Hermione; Neville, cuya nariz también había recuperado su tamaño y forma normales, estaba sentado en una silla entre las dos camas; y Luna, que había ido a visitar a sus amigos, tenía la última edición de El Quisquilloso en las manos y leía la revista del revés.
Ana sabía que sus amigos habían estado hablando con ella, o al menos tratando de que ella les hablara a ellos, pero no dejó salir ninguna palabra de su boca. Creía que si lo hacía y le preguntaban si estaba bien, se largaría al llanto.
Desde que hacía unas noches había escuchado la profecía de su bola de cristal, Ana se había encontrado en un estado extraño. Su mente estaba miles de kilómetros lejos de su cuerpo y aunque recibiera visitas de parte de sus amigos (Parvati y Lavender la habían ido a ver, y sabía que Blaise se quedaba las noches con ella aunque ninguno de los dos decía palabra alguna), Ana no les podía dar el tiempo del día. Quería. Solo que no podía.
La profecía había sido clara: «Una se salvará mientras la otra se muere.» O en otras palabras, debería matar a aquella persona si es que quería seguir viviendo. Ana. Ana debería matar a alguien que no conocía. ¿Qué le había hecho esta persona para que ella tuviera que cometer tal acto? No podía recordar a una persona que la había lastimado tanto y tan personalmente que ella tuviera que hacerle daño. ¿Cómo podía hacerle daño a alguien que no odiaba? ¿Es que cuando conocería a esa persona la odiaría en un instante? ¿Es que la furia sería tan potente para tener que matarla?
Sentía náuseas de tanto pensarlo.
—¿... Ana?
La voz de Hermione era suave mientras se dirigía a ella. Podía sentir los seis pares de ojos en ella, pero no se podía mover. Le dolía todo el cuerpo, adentro y afuera. Le dolían las costillas tanto como el cuello. No estaba paralizada, más bien, estaba entumecida.
—Ana debes desayunar... no has tocado tu plato.
El estómago de Ana rugía del hambre, y el olor a huevo revuelto, tocino y galletas de jengibre inundaba sus fosas nasales haciendo que la añoranza por la comida se situara aún más en su cerebro. Sí quería comer. Aunque su estómago estuviera revuelto y sus manos no se pudieran mover sin que cientos de cuchillos se clavaran en su piel. La impotencia hizo que cerrara los ojos con fuerza para detener las lágrimas.
Escuchó que alguien se movía a su lado y luego de unos segundos de no ver a nadie, el rostro de Harry se situó frente suyo. Llevaba su plato y un vaso con leche en sus manos. Se sentó a su lado y con un tenedor pinchó algunos bocados antes de acercarlo a ella.
—Tiene razón —dijo él y Ana sintió la comida chocar suavemente con sus labios—. Te ayudaré.
Ana tembló y se sorbió la nariz antes de abrir de a poco su boca para que Harry la ayudara a disfrutar su desayuno. Cuando tragó, tosió al aún sentir su garganta lastimada pero Harry enseguida le dio para que bebiera la leche con un sorbete.
—Te sentirás mejor pronto. Ya has oído a Mary, necesitas unos días de descanso para que las pociones surtan su efecto completo. No te preocupes.
Ana no dijo nada pero siguió comiendo. Solo esperaba que fuera más pronto que tarde su recuperación, así al menos podría contarle a sus amigos lo que realmente la tenía tan... desolada.
Media hora más tarde, Harry se fue a visitar a Hagrid ya que le había prometido que eso sería lo que haría una vez que ambos estuvieran de nuevo en el colegio. El resto del día, Ana se dedicó a descansar mientras sus amigos hablaban para no aburrirse.
Durante su estancia en la enfermería, supo que había recibido visitas de Blaise aunque nunca se armaba de valor para hablarle. Sus emociones aún estaban nubladas, y la impotencia de no poder pensar con claridad ni de poder moverse, la hacía querer hundirse entre sus sábanas blancas. El aroma de la tela limpia y fría contra su rostro era lo único que terminaba por calmarla hasta que caía dormida.
El martes por la mañana, luego de que Hermione y Ron fueran a desayunar ya curados y con un humor mejorado, fue el turno de Ana en ser atendida por última vez por Mary. La habían dejado dormir pasado el horario del desayuno.
Mary llegó a su camilla con un portapapeles en sus manos, y un palo grueso y de madera de treinta centímetros de largo en su bolsillo. Ana la esperaba sentada, ya ansiosa por salir de allí, aunque una parte de ella temía hacerlo. Las ojeras bajo los ojos oscuros de Mary hacían notar su falta de sueño, y Ana no la podía culpar. Habían sido unos últimos días pesados. Una guerra había empezado.
Quizá dos. Ana no sabía en cuál preocuparse más.
—Faltan tres días para que termine el año escolar —dijo Mary, su pluma se movía sobre el pergamino de su portapapeles—. No quiero que estés encerrada aquí hasta el último momento... aunque recomendaría que sí.
—Pero... —Ana se aclaró la garganta. Su voz sonaba ronca porque no había hablado mucho durante aquellos días. Tomó agua de su vaso—. Pero estoy mucho mejor...
—Mucho mejor no es suficiente —suspiró Mary y guardó el portapapeles en el otro bolsillo de su túnica verde—. No luego de tu decaída. Puede que hayamos curado todos tus golpes, tus costillas y huesos rotos, pero hay heridas que no sanan, Ana. Al menos algunas no en tan poco tiempo.
Los dedos de Ana rozaron sus piernas sin que ella se diera cuenta.
Desde la batalla en el Departamento de Misterios, su cuerpo no había estado funcionando de la forma correcta. Y luego de meses entrenando y mejorando junto la ayuda de Mary, Ana también había notado su decaída desde el viernes. Había sido algo tan fuerte que su mente aún se sentía entumecida. Igual que sus piernas.
Ambas lo habían notado luego de la prueba de reflejos que Mary le había hecho aquel sábado mientras sus amigos almorzaban. Las piernas de Ana habían reaccionado tarde, más por instinto que por sentir el golpe contra los nervios de su rodilla. Estaba débil, más de como lo había estado al empezar aquel año.
—Supongo que eso... —Ana señaló el palo de madera en el bolsillo de Mary—... me ayudará.
—Tus piernas aún funcionan —aceptó Mary y sacó el palo para mostrárselo a Ana—, no obstante, se han debilitado por causas especiales. Te cansarás más rápido y sentirás el peso de tu cuerpo mucho más que antes. Esto te ayudará a apoyar el peso muerto que tú sola no puedes balancear.
Mary dejó caer el palo de madera y, antes de que Ana se encogiera al escuchar el ruido seco del material golpear contra el suelo, este se extendió hasta cobrar la medida de la mitad del cuerpo de Ana y convertirse en un bastón. Su mango encorvado era de un material metálico mientras que la contera parecía ser de una especie de goma oscura. Estaba estático en su lugar.
—Entonces... Todo lo que hicimos durante el año... ¿no sirvió?
Mary se cruzó de brazos; Ana inspeccionó el bastón con la yema de sus dedos.
—Cada ejercicio, cada gota de transpiración que te hice dejar caer, cada día que estuviste bajo mi tutela impidió que terminaras en un estado peor que ahora. Si te hubieras enfrentado a lo que hicieron el viernes junto al cuerpo con el que llegaste a mi cuidado, ahora te hubiera presentado a una silla de ruedas, Ana. No un bastón.
Ana tomó el mango del bastón entre su mano y lo estrechó hasta que sus nudillos se volvieron blancos de la presión.
—Te enviaré a hacer ejercicios durante el verano —dijo Mary y la pluma que seguía flotando se guardó por sí sola en uno de sus bolsillos—. Por ahora te mostraré cómo usar el bastón y te dejaré salir para la hora del almuerzo, ¿sí?
Cuando la hora del almuerzo llegó, en vez de dirigirse al comedor, Ana se dirigió hacia el patio donde se encontraba a la vista la Torre del Reloj y se sentó sobre el borde de la fuente cuyas gotas salpicaban hacia su túnica cada vez que caían. Quería un momento a solas, sin nadie que hiciera preguntas acerca de su bastón o cómo se sentía.
Se sentía de terror; pero la gente no debía saber eso.
Su paz duró una media hora hasta que, mientras tenía los ojos cerrados y el rostro levantado hacia el sol, alguien se sentó a su lado con un suspiro. Ni ella, ni la persona hablaron hasta que luego de un minuto Ana escuchó cómo se removía en su lugar.
—Tenías razón.
Ana abrió sus ojos y giró su rostro hacia Harry. El chico miraba hacia abajo, hacia sus manos oscuras que ahora portaban algunas cicatrices casi curadas. Levantó una ceja.
—Bueno, eso no pasa seguido. ¿A qué te refieres?
Harry la miró de reojo, Ana notó las bolsas oscuras bajo sus ojos verdes. Ya ambos se habían acostumbrado a ver aquel detalle en el otro. Parecía ser mandatorio al crecer.
—De él. Acerca de Dumbledore.
Una mueca se posó en los labios de Ana y asintió con lentitud. Sus ojos volvieron a cerrarse hacia el sol brillante.
—Ah... entonces lo siento. Una parte de mí quería estar equivocada de ello.
—¿Cómo? ¿Cómo lo sabías? —dijo Harry, Ana notó un dejo desesperado en su voz. Se aclaró la garganta.
—Creo... Creo que es difícil admitir que alguien en quien confiamos se aprovechó de nosotros, más alguien a quien admiramos... Yo solo... —suspiró—. En un tiempo solo habían dos personas a las que yo confiaba: mi abuela y mi papá. En ese entonces pensaba que los adultos alrededor mío me harían sentir igual. Estaba equivocada, claro está —Ana se irguió y lo volvió a mirar con el ceño fruncido—. ¿Quieres contarme qué hizo exactamente?
Harry le contó absolutamente todo. El hecho de que Dumbledore le había escondido una gran cantidad de información, en donde se encontraba la profecía completa en la que Harry participaba y su destino tan horrorizante. Le contó acerca de cómo hasta su propio papá estaba cegado a los hechos reales porque Dumbledore nunca le había contado la historia completa; si James hubiera sabido más temprano la verdadera historia, había una gran chance de que hubiese mantenido a Harry escondido por mucho tiempo. Más del que Dumbledore parecía aceptar.
—... Y lo peor de todo es que aún no se ha dignado en decirme cuál su plan es —una risa amarga dejó a Harry, sus manos despeinaban su cabello azabache—. Todo el mundo sabe qué voy a tener que hacer menos yo...
El viento golpeó contra ellos, algunos mechones de Ana pasaron por su rostro, picando su nariz y mejillas. A lo lejos se oía a los estudiantes que ya iban terminando su almuerzo.
—Pero... Bueno, creo que sus planes fueron arruinados de alguna forma —admitió Harry y Ana lo miró—. Noté algo extraño en la forma en que hablaba... Como si en un tiempo hubiera pensado un futuro diferente para mí, pero no pudo llevarlo a cabo. Y creo saber porqué —irguió su postura y la miró directo a los ojos—. Tu madre. Creo que de alguna forma, algo que hizo, algo que dijo... Creo que cambió el curso de todo.
—Já... —suspiró Ana con una sonrisa cansada en sus labios—. Mamá... siempre en el medio de algo. Qué extraño.
Sus dedos rozaron la bola de cristal que aún yacía en el bolsillo interno de su túnica, y luego de unos segundos la tomó en su mano antes de tenderla hacia Harry. Sus cejas se dispararon hacia arriba al verla.
—Creo que mamá nos metió a ambos en varios líos.
—Ana... esto es... Es tuyo... —los dedos de Harry casi tomaron la profecía en sus manos, hasta que las guardó en los bolsillos de su túnica y sacudió la cabeza—. ¿Qué dice?
—Otro destino deprimente que no me podré olvidar jamás—admitió Ana antes de mirar una última vez la bola de cristal. En vez de guardarla, la tiró dentro de la fuente donde se hizo añicos. Dos figuras de blanco nacarado se alzaron sobre el aire y en cuestión de segundos desaparecieron junto al susurro de una de ellas.
Ambos mantuvieron un silencio comprensivo por dos minutos largos hasta que Ana volvió a mirar a la Torre del Reloj. El sol no estaba tan potente como antes.
—Aunque sea diferente, no tengo dudas de que lo que se avecina para ambos sea difícil... —murmuró Ana con una mueca—. Bueno, ya es difícil... pero podemos sobrellevarlo. Debemos hacerlo.
Harry junto sus palmas en su regazo. Su espalda estaba encorvada.
—¿Le has contado a los demás acerca de tu profecía?
Ana se cruzó de brazos mientras veía las agujas del reloj moverse despacio y sin preocupación. Como si el tiempo fuera eterno para resolver sus problemas.
—No. ¿Tú?
—No... aún.
La brisa hizo que el agua detrás de ellos humedeciera sus espaldas y que sus túnicas hicieran cosquillas a sus rodillas. Harry miró a Ana con derrota en sus ojos, el provenir no parecía traer buenas noticias para ninguno de los dos. La oscuridad se estaba acercando con más rapidez de la que podían soportar.
—Odio esto.
—... Tú y yo.
• • •
El último día en el colegio llegó. La profesora Umbridge se marchó de Hogwarts el día antes de que terminara el curso. Por lo visto, salió con todo sigilo de la enfermería a la hora de comer con la esperanza de que nadie la viera partir, pero, desafortunadamente para ella, se encontró a Peeves por el camino; el fantasma aprovechó su última oportunidad de poner en práctica las instrucciones de Fred, y la persiguió riendo cuando salió del castillo, golpeándola con un bastón y con un calcetín lleno de tizas. Muchos estudiantes salieron al vestíbulo para verla correr por el camino, y los jefes de las casas no pusieron mucho empeño en contenerlos.
Esa misma tarde, Ana quiso subir hacia el escondite que compartía junto a Blaise, pero sus piernas estaban tan débiles que caminar la distancia de un pasillo hacía que sus rodillas se doblaran. Desistió en medio del camino y se escondió en el aula de Runas Antiguas. La profesora Babbling estaba organizando su oficina por lo que la habitación estaba completamente vacía; una sola ventana estaba abierta, el viento entraba y golpeaba contra la pequeña biblioteca y sus libros. Ana se sentó donde la brisa le daba directo.
Estuvo cinco minutos observando el atardecer caer en el cielo en su mezcla de naranjas y rosas, cuando alguien golpeó sus nudillos contra la puerta del aula para llamar su atención. Ana se dio media vuelta y notó a Blaise, su hombro apoyado sobre el marco de la puerta. Su estómago se llenó de mariposas, pero la vergüenza de no haberle hablado durante aquella semana hizo que le sonriera con timidez.
—Hola...
—Me pareció verte venir hacia aquí. Espero no estar interrumpiendo.
Ana negó con la cabeza y volvió a observar el cielo pintado por la ventana abierta. Escuchó los zapatos de Blaise acercarse hacia ella, luego el ruido seco de una silla moverse hacia su lado y el momento en que él se sentó en ella. Lo tenía tan cerca y aun así se sentía tan lejos de su alcance. Pero, tal vez, aquella era otra mentira creada por su mente para hacerle la vida más difícil.
No podía ser ella quien empezara la conversación. Esos últimos días sus sentimientos estaban en la punta de su lengua, preparados para caer en picada de ella. Si abría la boca para explicarse, Ana temía que su corazón cayera de su boca. Roto y gris por el cansancio y el dolor.
—Sé que preguntarte cómo te encuentras suena ridículo... —Blaise suspiró—. Pero, ¿cómo te encuentras realmente?
Ana no supo qué fue lo que pasó primero, si primero su corazón se rompió en mil pedazos o su cansancio hizo que sus hombros cayeran a la par de las lágrimas por sus mejillas. Su cuerpo tembló mientras sollozaba. Todo lo que le había pasado en cuestión de una semana finalmente había llegado con una simple pregunta.
—No... no... —balbuceó ella y lo miró a los ojos con los suyos propios rojos e hinchados. Tenía un nudo en la garganta que no la dejaba respirar—. No... estoy bien...
El sabor salado de sus lágrimas tocó sus labios rotos mientras hacía lo posible para calmarse. No lo logró. Se mordió el labio con tal fuerza que podría hacerlo sangrar, hasta que los brazos de Blaise la atrajeron hacia su pecho, donde escondió su rostro en su uniforme ahora húmedo por sus lágrimas. Mientras más lloraba, más hipo tenía. Se aferró a la camisa blanca de Blaise.
—Mi... mi cuerpo... —tragó un sollozo acompañado de un pequeño hipo—... me está... fallando... y... y...
Trató de tranquilizarse con los suaves círculos que la mano de Blaise hacía en su espalda, pero nada parecía calmar su llanto. Nada parecía estar en camino de mejorar y eso la desgarraba. Hacía días que no sentía paz alguna, era como un infinito infierno del que no podía escapar.
—Y... no... no es como si... esté bien mentalmente... —cerró sus ojos con fuerza hasta que destellos blancos aparecieron en la oscuridad—... estoy tan cansada, Blaise... y recién... he comenzado... No... no sé ni la mitad de las cosas... que tengo que hacer... ¿Qué hago ahora siquiera...?
—¿Ahora? —susurró Blaise en su cabeza—. Ahora espero que solo descanses... Mejor dicho, ¿por qué no tomas un baño en el baño de los prefectos? A mi madre siempre le calmó darse un largo baño...
El cuerpo de Ana, que saltaba cada vez que tenía hip, se separó lentamente del de Blaise (aunque sus manos aún se aferraban de él) y detrás de sus ojos hinchados y cansados, duda pasó por ellos.
—Pero... pero no soy prefecta... ni tú no lo eres...
—Después de lo que ha sucedido con su padre uno pensaría que Malfoy guarda mejor sus secretos... le agrada alardear.
Ana se rió por primera vez en días y volvió a apoyar su cabeza sobre el hueco entre el pecho y el cuello de Blaise. Cerró sus ojos para calmar el dolor de cabeza que se estaba formando. Su hipo había desaparecido.
—Perdón... que no hablemos de... nosotros... —Ana tragó el nudo en su garganta mientras Blaise la acercaba más a él—. Estoy cansada...
La barbilla de Blaise se apoyó sobre su cabeza.
—No tengo problema en eso. Soy paciente y vale la pena esperar por ti —murmuró él tan honestamente que Ana no pudo evitar suspirar con suavidad—. Además, tenemos todo el verano para resolver el asunto.
—Sí... sí.
El silencio volvió a reinar por unos segundos hasta que Blaise volvió a ser el primero en romperlo.
—¿Quieres ir a darte un baño?
Ana pasó una mano sobre sus mejillas húmedas y pegajosas y negó con la cabeza.
—¿Puedo quedarme así por unos minutos más, por favor?
Sintió la sonrisa de Blaise sobre su cuero cabelludo.
—Todos los minutos que sean necesarios.
Al día siguiente, el viaje de vuelta a casa en el Expreso de Hogwarts estuvo lleno de incidentes alrededor de Ana, que lo único que hizo fue ignorar cada hechizo y encantamiento que escuchaba. Solo se sentó al lado de Hermione en su compartimiento y tomó la poción que Mary le había dado aquella mañana para poder dormir cómodamente durante el viaje sin que le molestara su cuerpo.
Cuando la bruja del carrito de comida apareció en el compartimiento, Ana compró un sapo de menta con las últimas monedas que le quedaban de ese curso. Mientras ella desenvolvía el papel metálico de su golosina, Harry y Ron llegaron a la puerta del vagón, Hermione leía El Profeta otra vez, Ginny hacía un crucigrama de El Quisquilloso y Neville acariciaba su Mimbulus mimbletonia.
Ana comía su sapo de menta mientras escuchaba a Hermione leer en voz alta fragmentos de El Profeta. El periódico estaba saturado de artículos sobre cómo repeler a los Dementores y sobre los intentos del Ministerio de localizar a los mortífagos, y de cartas histéricas en las que los lectores aseguraban que habían visto a lord Voldemort pasar por delante de su casa aquella misma mañana.
Era extraño pensar cómo sería el verano luego de que las noticias de Voldemort salieran a la luz. Ana esperaba que no fueran iguales a los últimos veranos que su madre había pasado durante sus días en Hogwarts. Habían estado tan llenos de dolor que temía que se volviera una realidad para ella. No pensaba poder soportar más dolor.
—Esto todavía no ha empezado —comentó Hermione suspirando con pesimismo, y volvió a doblar el periódico—. Pero no tardará mucho...
El resto del viaje, en vez de dormir como le había prometido aquella mañana a Mary, Ana se la pasó con una mano metida en el bolsillo de sus jardineros, donde sus dedos rozaban el sobre de una carta que había llegado durante el desayuno y no había juntado la valentía para leerla. Había un nombre en la firma que no había visto en meses; el nombre de una persona que Ana pensaba que la iba a ignorar para siempre, hasta que aquella misma mañana le había devuelto un poco de la esperanza que había perdido desde febrero. Ahora eran finales de junio. ¿Valdría la pena?
Detrás de las ventanas, y a medida que el tiempo pasaba, el cielo se oscurecía con pinceladas anaranjadas, rosadas y violetas. La carta en el bolsillo de Ana se volvía más arrugada cada vez que su mano la estrujaba con un poco más de fuerza, pero a mitad de camino decidió sacarla de su escondite y abrirla sin más pretextos.
Con el corazón en la boca y un nudo en la garganta comenzó a leer la carta arruinada por su mano.
Querida Ana,
Puede que consideres un acto de cobardía recibir esta carta cinco meses después de enviar una, y estarías en todo tu derecho de hacerlo. No obstante, el simple reconocimiento de que debes estar cerca de llegar a Londres me dio un tiro de valentía para escribir esto. Perdón en anticipación si es que esta carta te ha tomado de sorpresa, ya sea buena o mala, pero siempre fuiste merecedora de recibir una respuesta.
Hubiera deseado hablar de esto en persona, pero por ahora tendré que conformarme con esta carta que espero le des la oportunidad a leer. En febrero me hiciste una pregunta que temía que hicieras; aunque de hecho no me sorprendió que la realizaras. Tarde o temprano lo habrías hecho. Mis sentimientos por ti son realmente obvios, y en los meses que me ha tomado responder, aquello no ha cambiado. La chance que los tuyos lo hayan hecho existe, pero nunca podría poner aquello en tu contra. Lo entiendo a la perfección. Pero si por la más mínima posibilidad de que aún pienses de mí en esa forma, me temo que debo decirte que nada podrá pasar entre nosotras además de una amistad.
Desearía ser lo suficiente resuelta para admitirlo a todo el mundo, pero no todos nosotros somos tan orgullosos y valientes como tú. Desearía poder contarle a mi familia que me gustas y que soy tan lesbiana como me siento, pero eso deberá esperar. Temo en lo que piensen, algo que quizá te sorprenda o tal vez no. Tal vez me acepten, tal vez no, no obstante, no estoy preparada para la respuesta. Lo qué sí sé es que no quisiera mantenerte como un secreto, y ahora, los secretos son lo único que me puedo permitir. Y aunque me encantaría ser egoísta y decirte que me esperes, creo que sería horrible esconder tu orgullo.
Mereces que te quieran con las puertas y ventanas abiertas.
Espero que puedas entender el punto en el que me encuentro y espero que puedas perdonarme por rechazar tu declaración, aunque ambas sepamos ahora cuánto me gustas.
Mi amistad siempre va a tener las puertas abiertas por el tiempo que desees darme la oportunidad. Deseo mantenerla por todo el tiempo que me dejes. Te deseo un retorno seguro y te envío mis mejores deseos.
Con mucho amor,
Dalia
• • •
Cuando el tren empezó a reducir la velocidad al aproximarse a la estación de King 's Cross, la carta de Dalia yacía doblada en su bolsillo. Ana había hecho lo mejor que pudo para sacar las arrugas con las que sus manos habían dañado el papel. Quizá en el presente, la declaración de Dalia no cambiaría nada, pero parte de ella se aliviaba de al menos saber que no había sido ignorada. Después de todo, jamás había perdido la esperanza de que su amistad siguiera a pie luego de su carta. Era lo que más quería.
Una vez fuera del tren, con la canasta de mimbre donde Basil maullaba encima de su baúl y su bastón en la otra mano, Ana extendió su cuello para buscar a su padre entre la multitud de personas que se habían acumulado en el andén. Detrás de ella salieron Hermione, Harry y Ron, con los últimos dos inmediatamente haciendo lo mismo con sus respectivos familiares.
—¿Necesitas que te ayude con la canasta de Basil, Ana? —preguntó Hermione mientras daba codazos para no ser empujada por quienes pasaban entre ellas. Ana negó.
—No... hace falta —jadeó ella y se disculpó con un hombre cuando le pisó el pie con su bastón.
Luego de dar unos pasos más, por el rabillo de su ojo notó a la señora Zabini despidiéndose de quien reconocía como la señora Abbott, que era una mujer regordeta de cabello rubio que llegaba a la mitad de su cuello en mechones rebeldes, ya que Hannah había llegado a su lado. Cuando las dos Abbott desaparecieron de su vista, los labios gruesos y pintados de la señora Zabini se curvaron en una mueca de determinación mientras sus ojos oscuros inspeccionaban las líneas interminables de personas. Resuelta, Ana se disculpó con Hermione antes de ir lo más pronto posible hacia donde la mujer se encontraba y cuando llegó frente suyo, la mirada elegante de la señora Zabini se posó sobre ella.
Ana juró ver el fantasma de una sonrisa en la comisura de los labios de la señora Zabini, pero fue tan rápida que después de unos segundos lo dudó.
—Buenas tardes, Anastasia.
Sus ojos fueron rápidos, pero Ana captó cuando se movieron hacia su bastón. Asintió ante el saludo.
—Hola, señora Zabini...
—He escuchado el arduo final de curso que han tenido, pero me temo que no sé qué la ha traído aquí —dijo la señora Zabini con aquel tono caramelizado y severo de siempre. Ana se aclaró la garganta cuando Basil volvió a maullar.
—Usted... Usted me preguntó a comienzos del curso, cuando visité su mansión durante el verano, si es que iba a seguir los mismos pasos de mi madre, pero no tuve el tiempo de responder hasta ahora...
Se relamió los labios pensando en su respuesta que tanto había dado vueltas por días eternos. La primera persona que le había planteado tal pregunta había sido la señora Zabini, con ojos gatunos y astucia tan presente en su carácter al ver en Ana un dejo de la mujer que alguna vez había conocido de lejos; la segunda persona había sido Bellatrix, tan determinada en demostrarle cuantos pasos más adelante se encontraba que ella misma y tan cruel en sus palabras como su intención; y la tercera persona había sido ella misma, perdida en la locura del recuerdo de su madre y el final trágico que esta la llevó a tener.
—Pero no lo haré, no seguiré sus pasos. Crearé los míos propios y seguiré el camino que construya por mi cuenta.
Durante esa semana se había preguntado si tendría el mismo destino que Faith Ward, si su futuro sería perdido por la locura y la impulsiva terquedad de alguien preparado para morir. Pero luego recordó sus propias palabras una vez habladas junto a Harry y su preocupación del pasado de su padre, y Ana tuvo que tragarse el pesimismo del cansancio y el dolor. Porque al final del día, ella no era Faith Ward, sino que era Ana Abaroa Lupin.
Cansada y adolorida pero siempre ella.
Esta vez, la señora Zabini sonrió haciendo que Ana notara por primera vez los hoyuelos en ambos lados de su rostro. A lo lejos podía escuchar la voz de Hermione llamarla al encontrar a su padre y los demás. Ana mantenía su mirada azul en los ojos oscuros de la señora Zabini, quien asintió ante la respuesta y cuyos ojos brillaron con algo muy parecido al respeto.
—Entonces te deseo suerte, Anastasia Abaroa.
El corazón de Ana latía con rapidez mientras que sus manos picaban de la anticipación; asintió de forma de saludo antes de darse la vuelta para calmar a Basil mientras se movía entre la multitud en busca de su familia. Después de unos segundos, notó cerca de la barrera que escondía a la estación King 's Cross detrás de sus ladrillos que se encontraba toda aquella familia que había acumulado a lo largo de esos últimos años. Todos juntos y preparados para lo que se avecinaba.
Su bastón golpeó el suelo con ruidos secos y determinados. Su cerebro no se permitió pensar en otra cosa más que un simple razonamiento mientras que sus rostros se volvían cada vez más nítidos:
Había esperanza.
• • •
¡hola!
¿cómo están? este fue el último capítulo del tercer acto <3
¿qué les pareció? ¿les gustó este acto? ¡díganme en los comentarios!
espero volver a verles en el próximo acto, cuyo apartado voy a subir pronto :)
muchas gracias por seguir acompañándome, ya sea viejxs lectorxs o nuevxs ! su apoyo significa todo para mí y espero tenerlo hasta el final ♥
¡nos vemos la próxima actualización!
•chauuu•
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