𝐟𝐨𝐮𝐫𝐭𝐲 𝐟𝐨𝐮𝐫
"Querida familia"
8 de abril de 1987
Fue uno de los mejores momentos de la primavera cuando el sol brillante comenzó a descender, dejando de hacer que el asfalto de la calle quemara los pies descalzos de los niños revoltosos, y la refrescante brisa llegó a los campos que rodeaban a St. Asaph que movió a los árboles con suavidad. Aún había rastros de charcos alrededor de los pastizales, causados por la lluvia que había tomado lugar el día anterior y que había tirado uno de los viejos árboles que estaba más cerca de la casa Abaroa. Y era el cual una niña de siete años se encontraba admirando, mientras buscaba caracoles a su alrededor.
La niña era de estatura baja, tanto que aún no alcanzaba lavarse las manos en el lavabo de su casa sin hacer puntas de pie, su cabello marrón oscuro se encontraba peinado en una trenza que estaba a segundos de ser deshecha, y su piel pecosa tenía manchas más grandes que provenían del barro que la había ensuciado luego de saltar en un charco. Se había desviado del camino usual que usaba para ir a su casa luego del colegio, por lo que aún llevaba puesto el uniforme verde y negro que ahora debería ser limpiado por su abuela.
Barro y musgo quedaron atascados en las uñas de la niña cuando bajó de un relieve hacia el arroyo cerca del árbol caído y en segundos, luego de mirar fijamente a un caracol que descansaba tranquilamente a unos centímetros de sus zapatos sucios, su mano quedó pringada de baba.
—¡Te tengo! —exclamó la niña antes de cuidadosamente abrir sus palmas para revelar que el caracol se había refugiado en su pequeña casa—. No tengas miedo, una vez que te muestre y a tus cuatro amiguitos a papá, te dejaré seguir viviendo tranquilamente.
Al recordar que su padre llegaría pronto de su trabajo, la niña subió rápidamente el relieve que previamente había bajado y comenzó a correr. Mientras lo hacía, tanto su trenza como su mochila rebotaron en su espalda, moviéndose de un lado a otro; sus zapatos ya de por sí viejos, se desgastaban y ensuciaban más cada vez que metía sus pies en los charcos y pisaba ramas caídas.
Su respiración comenzó a agitarse una vez que llegó a unos metros donde el comienzo de las casas de ladrillos empezaba, las podía ver en la distancia, a través de los altos árboles verdes. Su casa era una de ellas, era alta, de ladrillos rojos e igual a todas las demás de sus vecinos. Eso era un problema para la niña ya que había pasado más de una vez que se había equivocado de casa y había entrado a casas ajenas en vez de la suya propia. Nunca parecía recordar el número de la suya.
Uno de sus pies se enredó con una raíz de uno de los árboles y tropezó hacia delante, casi cayendo de rostro al suelo —y casi inevitablemente aplastando al caracol en sus manos—, pero su determinación la hizo seguir moviendo sus pies, impulsando y salvándola de comer barro.
Cuando llegó al frente de las casas de ladrillo, saltó la baja pared de piedra llena de enredaderas que separaba la calle de la vereda y se permitió aminorar su velocidad al haber llegado a tiempo de ver a su padre caminar por la vereda, con su traje azul favorito y una maleta moviéndose al lado de sus piernas.
—¡Papá!
El hombre del traje azul, que antes portaba una expresión de cansancio y pesadez, sonrió al escuchar la voz de la niña y pequeñas arrugas se formaron bajo sus ojos cuando estos se entrecerraron. Era un hombre alto, flacucho pero con una pequeña panza formándose lentamente, su cabello oscuro venía despeinado y corto, mientras que su rostro se encontraba recientemente afeitado. Su piel se encontraba salpicada de lunares pequeños, y si no fuese porque un dedo de su mano derecha portara una curita de colores y dibujos que su hija le había dado, no llamaría la atención de nadie.
Al ver que su hija corría hacia él, se arrodilló en el cemento de la vereda y abrió los brazos para rodear su cuerpo en un abrazo. El hombre se irguió y dio una vuelta completa, haciéndola zarandear en el aire.
—¿Cómo estás, Anita?
El hombre dejó a Ana en el suelo y con una suave sonrisa tomó su rostro entre sus manos antes de darle un beso en la frente. No obstante, su sonrisa desapareció, siendo reemplazada por una mueca de preocupación al ver que una de las mejillas de su hija tenía una herida rojiza.
—¿Qué te ha pasado en la cara, Ana? —preguntó pasando su pulgar sobre la zona herida. No pasó por alto el encogimiento de su hija cuando lo hizo.
—Oh, el miércoles accidentalmente me choqué con Teresa y me dijo que no la tocara porque no quería contraer el virus lésbico que tengo —Ana se rascó su mejilla con una mano—. Cuando le dije que las personas lesbianas no tenían ningún virus pero ella sí porque tenía sarampión, me arañó.
El hombre frunció el ceño y su mano tembló mientras volvía a pasar su mano sobre el rasguño que abarcaba la mejilla de Ana; sin embargo, olvidándose del caso, la niña volvió a sonreír nuevamente y levantó un puño para mostrárselo a su padre.
—¡Mira lo que encontré!
Ana abrió su mano y los ojos café de su padre se suavizaron al observar al caracol aún escondido en su amarronada casita. Tomándolo del brazo que no llevaba la carga de su maleta, la niña tiró de él hacia una de las casas.
—Tengo a sus cuatro amigos dentro de casa así que debes enseñarme más palabras —explicó Ana zarandeando la mano que sostenía la de su padre—. ¡Quiero que leas ese libro grande de tu biblioteca!
El hombre rió y la hizo girar en su lugar.
—Te enseñaré latín, pero sólo después de que te bañes. Mamá no te dejará que embarres toda la casa con esos zapatos, menos con toda la suciedad que traes.
Una protesta traicionó a Ana y su cabeza fue hacia atrás mientras una mueca se posaba en sus labios, mostrando a una de sus paletas que se encontraba creciendo.
—Pero no quiero bañarme, ¡me niego a bañarme!
Luego de que Ana terminara de bañarse con su champú de lavanda favorito y estuviese vestida con ropa limpia y fresca que su abuela había dejado lista para ella, arrastró a su papá (que recién había podido terminar su té y cambiarse a algo más cómodo que su traje de trabajo) hacia la pequeña biblioteca que había en la sala de estar de su casa.
No era la gran cosa para quienes no vivían en la casa, pero para ellos lo era todo. Habían libros de cocina que la señora Abaroa había escrito en cada margen, mejorando cada receta que presentaba; libros escolares de Ana que había usado años previos, al igual que sus libros de animales que había sacado de la biblioteca de la escuela y se había olvidado de devolver; y libros de filosofía, autoayuda y latín, todos pertenecientes a su padre. Aquellos, los que enseñaban la lengua muerta, eran los que a Ana le interesaba que su padre le leyera cuando volvía los viernes de su trabajo. Era una tradición: ella juntaba cinco caracoles y su padre le enseñaba frases sueltas; por más que Ana quisiera que le enseñara aún más, él siempre le había dicho que lo haría cuando fuese más grande. Ana nunca se lo dejaba de recordar.
Una vez que ambos se encontraban sentados en uno de los sillones de la sala de estar, con el padre sosteniendo a Ana en su regazo y el libro apoyado en el de ella, él abrió el libro, donde el nombre del dueño se encontraba escrita en el margen de la primera página: Fidel Pablo Abaroa.
Ana pasó sus dedos ahora limpios por la tinta oscura y giró su rostro hacia su papá.
—Papá, ¿qué significa tu nombre?
Fidel sonrió y pasó sus dedos por la escritura tal como había hecho su hija.
—Bueno, Fidel proviene del latín avanzado Fidelis, el que se traduce a fiel; y Pablo proviene del nombre familiar romano Paulus que significa pequeño o humilde. Fue un nombre bastante popular en los principios de la Cristiandad —explicó él mientras daba vuelta las páginas amarillentas del libro—. Tu abuela lo eligió porque era el nombre de su propio abuelo.
—¿La abuela tiene abuelo? —preguntó Ana extrañada—. ¿No es muy grande para tenerlo?
Fidel ahogó una risa y tuvo que evitar mirar a su hija por unos segundos mientras su cuerpo temblaba.
—No dejes que tu abuela escuche eso, por favor —rió él ante el rostro desconcertado de su hija y negó la cabeza, calmándose—. Sí, la abuela tenía un abuelo pero la última vez que lo vio fue cuando era más pequeña que tú. Él se quedó en Chile y ella vino con sus padres aquí a Gales.
Un asombrado «uou» abandonó los labios de Ana y asintió lentamente, recolectando la nueva información en su pequeña cabeza. Decidiendo terminar con el asunto familiar, Ana miró con interés a las páginas que Fidel estaba volteando para encontrar algo apto para enseñarle a una niña de siete años, cuando de repente ella estampó una mano en una página e indicó con un dedo una frase que le había llamado la atención
—¿Qué dice esto?
La frase que Ana estaba señalando estaba escrita en letras capitales, ya que la página completa trataba de ella. Había varias flechas y anotaciones que Fidel había escrito durante sus tiempos como estudiante de la universidad.
—Qui totum vult totum perdit. El que todo quiere, todo pierde —murmuró él en el cabello de Ana, que dejó salir un sonido de descontento.
—¡Hm! Eso es muy aburrido, papá.
Divertido ante su opinión, Fidel la miró desde arriba y encaró una ceja sin poder evitar sonreír.
—¿Por qué es eso? ¿Quieres todo, Ana?
Su ceño cambió a una expresión de emoción y asintió, haciendo que las gotas de su cabello salpicaran al rostro de Fidel.
—¡Sí! Quiero todos los caracoles del mundo —dijo ella señalando la caja en la mesa ratona donde había musgo y plantas, y donde momentáneamente habitaban los cinco caracoles que había colectado—. ¡Y también quiero todo el helado que el señor Emmett tiene!
Su papá rió cálidamente mientras alzaba su rodilla para acomodarla en su lugar. La heladería de Emmett era el lugar favorito de Ana porque vendía su sabor de helado favorito: chocolate con cerezas. Fidel aún recordaba la primera vez que Ana lo había probado, y por apresurarse a comerlo le agarró un congelamiento de cerebro. Había llorado más de media hora.
—¿Pero qué hay de los niños del mundo que no encontrarán más caracoles? ¿O qué será de mí si también quiero el helado de Emmett?
Ana acarició su mentón con una mano, pensándolo profundamente.
—Bueno, puedo compartir los caracoles con quienes quieran verlos —aceptó, pero miró a Fidel de reojo con una sonrisa maliciosa—. ¡Pero el helado es todo mío!
Saltando del regazo de su padre, Ana se encaminó rápidamente hacia donde los caracoles residían y rió al ver el desafío en la mirada de su padre. No queriendo ser atrapada, escapó con rapidez hacia su habitación mientras escuchaba a Fidel reír y exclamar: ¡Veremos acerca de eso!
Riendo por su valentía, Ana entró a su habitación y cerró la puerta detrás suyo, sintiéndose finalmente a salvo de lo que seguramente serían las cosquillas. Y con aquella aventura dada por finalizada, miró los caracoles comiendo la lechuga que les había dado y sonrió. Ahora había otra aventura para ese anochecer.
• • •
Una sonrisa abarcó los labios rosados de Ana cuando observó la tapa dura de un libro de su padre, el cual había sido testigo de excelentes tardes con él enseñándole latín. Definitivamente los mejores recuerdos de su infancia.
Durante el verano, la apariencia de Ana había cambiado, aun cuando su estatura había quedado igual que siempre, manteniendo la maldición de las piernas cortas que había tenido desde chica. Su cabello, que antes le había llegado hasta la mitad de la espalda, ahora se encontraba cortado sobre sus hombros, y también había ganado un poco de peso, lo que demostraba que estaba comiendo mejor pero también demostraba que había hecho menos ejercicio que veranos anteriores. Eso era causa de que desde el final del curso anterior, su cuerpo había costado un poco más en manejar, con cosas tan mínimas como bajar las escaleras, haciéndola cansarse con más rapidez. No obstante, los detalles más interesantes por los que había sobrepasado durante aquellas semanas sin duda eran el mechón azul eléctrico que recorría su cabello y un nuevo arito en su oreja derecha. Ambos cortesía de Dalia Mandel.
Tal vez el arito le había dolido más de lo necesario ya que Dalia de ninguna forma estaba profesionalmente preparada para hacer aquello, sin embargo, el tinte en su cabello la hacía sonreír emocionada cada vez que lo veía. ¿A eso se lo llamaba rebeldía? Aunque si era sincera, si así era entonces muchos problemas no le había traído porque a su abuela le había encantado y su papá lo había halagado.
En fin, no podía estar más contenta con su cambio de apariencia.
—¿Sabré qué es ese libro o tengo que esperar un poco más?
La voz detrás suyo la hizo volver a la realidad y se dio media vuelta para ver a su dueña. Sentada hacía una hora en uno de los sillones de la sala de estar de la casa Abaroa se encontraba Dalia con su pícara sonrisa de siempre.
Dalia había cambiado poco después del verano anterior. Su cabello azul verdoso seguía igual de brillante y desprolijo que siempre, sólo que ahora sus raíces eran más oscuras que el tinte fantasía ya que hacía semanas no se lo trataba; su piel naturalmente bronceada se encontraba aún más luego de un año pasado bajo los rayos del sol, se podían hasta notar pequeñas pecas salpicadas en su rostro. Seguía igual de alta que siempre, lo que Ana envidiaba, y sus ojos almendrados poseían el mismo brillo divertido que había tenido la primera vez que se habían conocido.
Y a Ana, continuado ese día, Dalia le parecía la chica más linda que había conocido.
—Perdón, me desconecté por un minuto ahí —dijo Ana volviéndose roja de la vergüenza, pero Dalia sólo le sonrió.
—Pude notarlo, ¿qué es eso? —inquirió ella señalando el libro gordo que Ana estaba sosteniendo.
—¡Oh! Era de mi papá. Ya sabes que enseñaba latín y griego en una universidad... me enseñaba algunas frases a mí también, cuando tenía tiempo.
Aquel verano, Ana y Dalia habían hablado acerca de todo lo que las postales no podían decir. Cada noche, luego de que abuela se fuese a dormir y su padre no estuviese en la casa para decirle que no debía salir sin un adulto, Ana se escabullía por la ventana alta del baño de arriba y se encontraba con Dalia en el tejado mientras admiraban el cielo oscuro entre susurros. Hablaban de la escuela, de sus amigos y de su familia.
Algo que Ana había descubierto acerca de Dalia, era que no era tan cercana con sus padres como lo era con sus abuelos paternos —la señora y el señor Mandel que vivían al lado de su casa— y que sabía muy poco acerca de la familia de su madre, si es que nada en lo absoluto. Por lo que cada vez que Ana hablaba de cuán cercana era con su propia familia, Dalia siempre escuchaba atentamente.
—¡Eso suena genial! —admitió Dalia, refiriéndose a los recuerdos de Ana.
—Sí, bueno, estoy comenzando a olvidarme de todo lo que me enseñó así que apesta.
Con un suspiro, Ana dejó el libro en el espacio de la biblioteca donde lo iba a guardar con anterioridad y admiró con una mueca el trabajo que había hecho aquella mañana. Se había despertado con la energía para ordenar por colores los libros de biblioteca de la casa y justo ahora se daba cuenta de lo poco útil que aquello era, porque por más estético que quedaba, nada estaba verdaderamente ordenado.
—¿Qué sí recuerdas? —preguntó Dalia antes de que Ana pudiese olvidarse de lo que estaban hablando.
Ana se dio media vuelta y se sentó frente a Dalia, pensativamente.
—Hmm... Qui totum vult totum perdit. El que todo quiere todo pierde.
Dalia sacudió su flequillo mal cortado con una mueca en sus labios.
—Cuán... sombrío —bufó ella con una sonrisa y cruzando los brazos sobre su estómago. Ana rió.
—¡Pensaba lo mismo! —confesó ella, tirando un mechón rebelde detrás de su oreja—. Ahora ya comprendo que se supone que es un tipo de cita inspiradora por la cual vivir pero el momento en que la escuché no veía un problema en tener todo.
—Cuando la vida era mucho más fácil —suspiró Dalia recordando los tiempos donde era una niña pequeña. Luego de unos segundos en silencio, se acomodó en su lugar para darle una cucharada al helado que había traído consigo misma para visitar a Ana esa mañana—. Como sea, tenía pensado que podíamos ir al centro después del almuerzo. Escuché que en los jardines de jubileo habrá una obra de teatro y me preguntaba si querías ir a verla conmigo esta tarde.
A Ana le hubiese encantado ir de paseo con Dalia, sin embargo, había dos obstáculos en el camino:
—Lo siento, Lia, ya sabes cómo está nana. No quiere que me aleje mucho del vecindario sin al menos dos adultos; y además, después iré con mi papá a la vieja casa de mi mamá. Ha querido hacerlo desde el comienzo del verano.
Después de entregarle a su padre la carta que su mamá había dejado para él, a fin de su cuarto año, fue imposible para Ana no fijarse en el cambio por el que él había pasado en cuestión de días. Podía no saber lo que aquella carta había contenido dentro pero un peso parecía haber sido levantado de los hombros de su papá, y aunque los tiempos comenzaran a ser difíciles para todos, él se veía más... relajado.
No obstante, no tanto como para dejarla vagar por Londres por sí sola o sin un adulto con magia. Podía ser que el que tenía el blanco en su cabeza era Harry, pero si la palabra salía de lo que Ana había logrado hacer con Cedric, no sería muy tarde para que a ella la comenzaran a perseguir más que las sombras.
—¡Ugh! Como quisiera que mi madre me llevara a conocer más acerca de su familia —protestó Dalia tendiéndole el pote de helado a Ana, que aceptó gustosamente—. Pero no, ha cortado todo tipo de relación con ellos y si le preguntas se enoja. Es irritante.
Ana asintió, comprendiendo el sentimiento.
—Eso apesta, la familia lo es todo para mí...
Dalia rió y la empujó con su pierna estirada.
—Sí, no me digas, blandengue.
Con falsa ofensa, Ana comenzó a empujar la pierna de Dalia con la suya propia, riendo.
—Por favor, mira quién habla. Sé con certeza que absolutamente adoras a tus abuelos —dijo ella chocando su pie contra el de Dalia.
Dalia rió pero su rostro se suavizó al pensar en sus abuelos paternos, y en un descuido de su parte, Ana le pudo atisbar un golpe tan fuerte que la hizo carcajear con una mueca de dolor.
—¡Auch, me rindo! —riendo, Dalia resguardó sus piernas en su propio asiento y suspiró, apoyando su cabeza contra el respaldo de su sillón—. Pero sí... ellos me entienden, ¿sabes? No importa qué, siempre me cuidan y apoyan, animándome a ser la persona que quiero ser. Y sí, ya sé que mis papás me apoyan pero a veces le erran tan mal que me estresan. Es como que no saben encontrar un punto neutro, o se esfuerzan más de lo necesario o no intentan en lo absoluto. No sé qué hacer con eso. No sé qué quieren que haga con eso.
Luego de conocer a Dalia Mandel por un año, Ana había descubierto que detrás de aquella apasionada y confianzuda máscara que portaba a todos lados, su debilidad sin duda alguna era su familia. Todas sus inseguridades provenían de ella, algo que Ana se sorprendía de poder ver.
Estaba sin duda mejorando al leer a las personas. Le agradaba saber que conocía un poco más a Dalia.
—Puede que no los haya conocido aún, Dalia, pero si de algo estoy segura es que en serio te adoran —admitió Ana atrayendo la mirada de su amiga—. ¿Quién te compró el vinilo de The Rocky Horror Picture Show para tu cumpleaños después de que lo mencionaras sólo una vez por accidente? Tus padres. ¿Quién te cocinó tu comida favorita cuando descubriste que Pandora murió y no se lo dijiste a nadie más que a mí? Tus padres.
»Creo que te conocen y entienden, Lia, sólo tienes que darles un empujón para la dirección que tú quieres que usen para demostrarlo. Y después de eso debes ser paciente.
Cuando Ana terminó de hablar, la sombra de una sonrisa se formó en los labios de Dalia, dándole un toque más pícaro.
—Habla la chica paciente ¿eh?
Mordiendo su labio inferior, Ana le tiró una patada juguetona hacia su sillón, haciendo que Dalia riera.
—Oh, cierra la boca.
• • •
El sol se estaba poniendo en el oeste cuando llegaron a Edimburgo, o mejor dicho, la pintoresca calle Daybury en la cual la familia Ward había residido en el pasado.
Si había una forma de describir la calle, adinerada estaba cerca de serlo pero no capturaba su esencia por completo. Los grandes árboles cuyas hojas eran de varios colores adornaban la calle como si se tratase de una pintura, la sombra que proporcionaban se movía entre las grandes casas que se alzaban en ambos lados de la vereda. Cada una era diferente a la otra, siendo la única similitud entre ellas que debían costar más de treinta hígados cada una.
Todas tenían un jardín delantero, decorado de forma distinta, algunos tenían estatuas y otros tenían estanques con fuentes de todos los tamaños; las casas de dos pisos o tenían nueve ventanas o seis que admiraban la calle, y cada una tenía cercas de diferentes tamaños y materiales (algunas estaban hechas de piedra mientras que otras de hierro). En definitiva, era otra escena a la que Ana estaba acostumbrada.
Y, sin embargo, en la que habían parado luego de media hora de caminar, hacía sentirla como en casa. Era grande y de ladrillo bronceado en vez de rojizo, en algunas partes hasta tapado por enredaderas de todos los tipos; tenía seis ventanas enfrentadas a la calle, cerradas con cortinas blancas y casi translúcidas, el jardín delantero estaba lleno de flora, desde árboles y arbustos de todos los tamaños a flores de todos los colores. La cerca no era ni de piedra ni reja, sino que eran arbustos estratégicamente colocados para que nadie pudiera cruzarlos astutamente; y la única reja que había era en la entrada, justo donde un camino de piedra se hacía ver entre los árboles.
Era una casona hermosa, y por lo que dijo Remus a continuación, Ana se dio cuenta de que sus gustos parecían ser hereditarios.
—Esta era su casa —Remus miró a su alrededor, hacia las otras casas—. Y este vecindario era el hogar de varias familias mágicas.
—Tenían gustos muy adinerados —señaló Ana admirando a una mujer con un sombrero gigante caminando por la vereda de enfrente mientras paseaba a su perro salchicha.
—Bueno, se trataba de familias con dinero de sobra —explicó Remus, también admirando la ajena realidad en la que vivía esta gente.
—¿En dónde están las familias que vivían aquí?
La mirada de Remus se distanció al escuchar aquella pregunta y su expresión cayó lentamente al pensar en la respuesta. El viento chocó contra su vieja gabardina.
—Las Babbling vivían allí —Remus señaló a la casona a la derecha de la previa casa de los Ward. Era un poco más chica que la de su familia—, pero como ya sabes se mudaron luego de un incidente que transcurrió en la Navidad del setenta y seis. Los... los mortífagos habían localizado a la familia Ward en su casa y atacaron esa noche, destruyendo todo y asesinando en el proceso al abuelo paterno de tu madre. Después de eso todo el vecindario enloqueció y se mudó rápidamente para no caer víctima de Voldemort.
Ana se tapó la boca con horror mostrándose en sus facciones y miró nuevamente a la casa de su madre con las cejas alzadas. Parecía estar en perfecto estado, no como si hubiese sido destruida diecinueve años atrás.
—La familia McKinnon vivía allí, en la casa con el árbol de hojas rojas —Remus apuntó su dedo índice hacia una gran casa con el jardín más grande que Ana había visto en esa calle—. Los seis integrantes de la familia fueron asesinados en julio del ochenta y uno, incluyendo la hermana menor de Marlene... sólo tenía trece años.
«Dios»
Era una pesadilla. Aquel precioso vecindario escondía una pesadilla.
—Aunque quise mostrarte este lugar para que conocieras más la historia de tu madre, necesitaba que comprendieras el peligro que significa Voldemort, Ana —Remus apoyó una mano sobre su hombro, el cual temblaba como todo su cuerpo—. Sé que piensas que es injusto que no puedas enviarle cartas a Harry, también sé que te molesta no poder tener mucha libertad este verano, y en definitiva sé que te escabulles con Dalia durante las noches.
Ana miró hacia abajo, avergonzada y no dignándose en mirar a su papá a los ojos. No era una reprimenda lo que le estaba diciendo él, sino que un consejo, una advertencia.
—Aquel monstruo se llevó consigo mismo a demasiados amigos, demasiadas familias... no quiero escuchar tu nombre en su lista de víctimas, Ana, y si debo hacerte irritar con mil y una reglas, lo haré si significa que estarás a salvo.
Abriendo la boca para aceptar la declaración inamovible de su padre, Ana fue interrumpida por una voz acercándose por en frente suyo, justo donde Remus mostraba su espalda.
—Si digo que quiero un hotdog con coberturas de chocolate, ¿entonces quién eres tú para decirme que me va a hacer mal? La que está embarazada aquí soy yo, Samuel.
—Cariño...
Habiendo doblado la esquina donde un gran árbol con flores blancas estaba plantado, una pareja se acercaba a donde Ana y Remus se encontraban. El hombre era alto y rollizo, con piel profunda y oscura; llevaba anteojos ovalados y plateados que hacían que sus ojos se vieran más grandes, también portaba una gran barba oscura y su cabello estaba protegido en faux locs gruesas y estilizadas en un rodete arriba de su cabeza. Por el otro lado, la mujer a su lado era de estatura media de piel marrón medio, con mejillas altas y redondas como su rostro; su cabello natural azabache le llegaba a la punta de las orejas en rizos gruesos, y toda ella brillaba por el calor. No obstante, lo más llamativo en ella era su gran panza de embarazo.
Ambos estuvieron ajenos a la presencia de Ana y Remus, hasta que se acercaron lo suficiente para dejar un sauce llorón atrás de ellos. Cuando la mujer vio a Remus, sus ojos casi salieron de su rostro y su boca se abrió tanto que Ana temió que un mosquito entrara en ella.
—¿¡Remus jodido Lupin!?
Antes de que Remus pudiese explicar qué hacía ahí o siquiera emitir un sonido, la mujer embarazada dio un pique hacia ellos —estresando al hombre detrás de ella al verla moverse más de lo necesario para una embarazada—, y cuando llegó frente a Remus no dudó ni un segundo en darle un puñetazo en el hombro, antes de atraerlo en un fuerte abrazo.
—¡No puedo creer que estás aquí! —exclamó la mujer separándose de él y alzando el rostro para mirarlo bien—. ¡Mierda!
—Me alegro de volver a verte, Alice —sonrió Remus un tanto sorprendido de ver a la mujer en la misma calle que él.
La tal Alice silbó en desconcierto y alzó sus brazos gruesos hacia el rostro de Remus antes de tomarlo entre sus manos. Ana notó que se había puesto de puntas de pie.
—La última vez que escuché de ti fue hace como siete años, idiota. ¿Cómo te ha estado tratando la vida? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué...?
Aquel fue el momento en que Alice se dio cuenta de que detrás de la larguirucha figura de Remus se encontraba la baja figura de Ana. Si antes ella hubiese pensado que los ojos café de la mujer se iban a salir, en esos par de segundos en serio temía que sucediera así. Alice soltó a Remus con las manos temblorosas mientras alzaba una hacia el rostro de Ana.
—Tú... Dios mío, ¿Anita?
Remus sonrió cálidamente y apoyó una mano sobre el hombro de Ana, corriéndose en su lugar para que fuese visible.
—Alice Sommer, te presento a Ana Abaroa, tu sobrina segunda.
El interior de la ex casa Ward y, actualmente, Sommer-Jeanes, era igual de bonita que Ana se la hubiese imaginado. Tal vez un poco más ya que no había tenido en cuenta el hecho de que Samuel Jeanes, el esposo de Alice, era un diseñador de interiores.
Había resultado que Alice había sido la prima paterna de Faith, siendo su madre la hermana de Caden Ward, el abuelo de Ana. Y la ex casa Ward, luego del fallecimiento de Caden y Martha Ward, había pasado a manos de la madre de Alice, quien se la había dado a su hija. Sin duda alguna, la gran casa había pasado a buenas manos.
—No queríamos borrar su esencia principal —explicó Samuel repartiendo tazas sobre la mesa ratona de madera y mármol, una vez que estaban todos sentados a su alrededor—, por lo que aunque cambiamos varias partes de la casa, no descartamos el plan anterior de esta y ahora tenemos una mezcla entre un diseño tradicional y un diseño francés provincial. Mármol pero acompañado de madera desgastada, en palabras cortas.
Ana no tenía ni la menor idea a lo que Samuel se refería pero asintió, aún admirando la hermosa sala de estar, pintada de verde claro y decorada con varias pinturas tradicionales y un piano gigante y blanco detrás de ellos.
—¿Tocan el piano? —inquirió ella aceptando el té que Samuel le ofrecía en una hermosa tetera de porcelana china.
—Ya quisiéramos. Es decoración —rió Alice sacudiendo sus rizos de su frente pero enseguida su risueña expresión fue reemplazada por una mirada de ilusión—. Dios, no puedo creer que estás aquí, Ana. Todos estos años buscándote con mi familia, tú familia, y estás aquí —de repente Alice frunció el ceño y miró a Remus—. ¿Por qué recién nos enteramos? ¿Cómo es que no nos contactaste, Remus? Nosotros la seguíamos buscando estos años...
Pareciendo haber esperado esa pregunta, Remus suspiró y pasó una mano sobre su rostro. Luego de haber llegado a la casona Sommer-Jeanes, su estado se encontraba afligido y agotado, como si haber vuelto a ese lugar le hubiese arrebatado más de lo que le había dado. Se le habían formado marcas de estrés en la frente.
—Yo... no sé, Alice —confesó Remus, encogiéndose en su lugar—. Fueron años demasiados extraños y estresantes...
Alice se cruzó de brazos encima de su gran barriga.
—Para nosotros también, Remus. No escuché de ti hace siete años y aún así continuamos buscando a Ana por nuestra cuenta con mamá, papá, Caden y Serafina. Nunca, nunca nos llegaron las noticias de que ya no debíamos preocuparnos por su paradero.
Al decir eso, Ana notó el tono de agotamiento en la voz de la mujer y comprendió cuánta carga había pasado su familia materna, buscándola aún cuando ya había sido encontrada. Parecía que su búsqueda le había sacado años a sus vidas, las consecuencias marcadas en sus rostros cansados. Ana se sintió mal al ver sus rostros joviales demarcados con los años de estrés, y tenía la sospecha de que si hubiese sabido que tenía familia viva de parte de Faith, le hubiese insistido a su padre de ir a verlos.
Pero como ellos, hasta ese momento no sabía que habían existido.
—Lo sé, y no hay excusa para no haberles dicho —añadió Remus con una sonrisa triste y cansada—. Lo siento
Por un segundo, el aire se había vuelto tenso mientras Remus y Alice se miraban; no obstante, cuando ella dejó salir un suspiro lleno de alivio y la tensión en sus hombros se disipó por completo, una sonrisa tiró de las comisuras de sus labios.
—Estuviste mal pero al final nos encontramos y eso es lo que importa —Alice le dio un sorbo a su té negro y dejó salir un ruido de satisfacción—. Tu bisabuela va a encontrar las noticias de tu aparición de lo más maravilloso, ¡no se lo podrá creer!
—¿Tengo una bisabuela? —preguntó Ana con estupefacción. ¿Cuánta familia aún no conocía?
—¡Sí! —Alice asintió con fervor y dejó su taza en la mesa frente suyo, tratando de no doblar su estómago demasiado—. Tu bisabuela sigue disfrutando de la vida y tiene como... ¿qué? ¿casi cien años? La última vez que hablé con ella creo que fue hace cinco años. El que habla diariamente con ella es mi hermano, ya que fue él quien heredó la magia de la familia.
Cuando escuchó aquello, Ana se sorprendió. Se había olvidado por completo de que su familia materna también era mágica, se trataba de un detalle que había sobrevolado por su cabeza como un avión.
—¿Tienes magia también, Alice?
—¡Ya quisiera! —rió ella y negó, sacudiendo sus joyas—. La magia no es parte del sexo femenino de nuestro lado de la familia; mamá es una squib y como papá es un muggle, eso haría de mí uno también. De nosotros cuatro, Caden es el único con magia, pero antes teníamos a nuestro tío (tu abuelo) que también tenía magia como nuestro abuelo, y luego estaba nuestra abuela que también era muggle...
—¿Dónde está Caden ahora? —preguntó Remus, soplando de su taza humeante.
—Oh, ya sabes, viajando por el mundo, persiguiendo aventuras, evadiendo su hogar —Alice se encogió de hombros pero no había veneno en su voz, simplemente establecía los hechos—. Me ha contado que Serafina es una tutora increíble por más estricta que sea. Le creo, obviamente. Después de todo, la he conocido un par de veces cuando aún estaba aquí y es... pues impactante. No puedo decir que la culpo; perdió a demasiada gente y parece no querer perder a su último pupilo también.
Por unos segundos, el aire que se había vuelto más liviano mientras la conversación lo había sido, aquellas últimas palabras volvieron a pesarle a cada uno de los presentes en la sala de estar. Habían habido demasiadas pérdidas en aquella familia.
—Por lo que es bueno tener un cambio de noticias acerca de ti, Ana —admitió Alice tomando una de las galletas de manteca que Samuel había traído de la cocina—. Hemos tenido demasiadas pérdidas en los últimos veinte años. Tu bisabuelo, mi abuelo, tu madre, sus padres, mi abuela...
El rostro de Alice cada vez iba cayendo más a medida que nombraba a todos los fallecidos en la familia Ward-Ortiz, y tratando de salvar la conversación de la profunda penuria que aún se encontraba en ellos, Remus cambió de tema.
—¿Cómo están Esther y Julian?
Apreciando el intento por cambiar el tema, Alice lo miró cálidamente mientras disfrutaba en silencio su galleta.
—Igual de fuertes que siempre. En el momento están de vacaciones, se fueron a Malí para visitar a la familia de papá y volverán a finales de septiembre —se volvió a Ana luego de terminar de comer—. Tu bisabuela volvió con su familia a Argentina.
El hecho de que su familia volvía a América del Sur, sorprendió a Ana, pero en lo que había dicho Alice, otro detalle le llamó más la atención.
—¿Aún tiene familia?
Alice soltó una carcajada y algunas pequeñas lágrimas se acumularon en sus ojos mientras trataba de calmarse.
—Ay, sí ya sé. Aún me asombra pensar que los magos y brujas tengan una esperanza de vida tan larga. —una vez calmada, Alice volvió a tomar en sus manos la tibia taza de té—. Pero sí, Serafina volvió con su hermana y padres (si mal no recuerdo). Una locura, ¿no? Deben de tener como ciento veinte...
Desde ese punto, la conversación que tuvieron el resto de la tarde fue más liviana de lo que había empezado. Hablaron de que Alice y Samuel se habían casado hacía tres años, conociéndose a través de amigos compartidos, Alice también contó que había comenzado a crear su propia línea de ropa en la que buscaba crear ropa apropiada para gente embarazada ya que detestaba la ropa que se debía comprar; y luego de una larga tarde en donde Ana pudo conocer más a su familia, descubrió que Alice llevaba a gemelas en su vientre. Gemelas que se llamarían Faith e Irene y nacerían en diciembre si todo salía bien.
Cuando ya era la hora de que se despidieran, Samuel les dio a Ana y Remus una bolsa con más galletas para que disfrutaran el día posterior, mientras Alice les acercó un tarro cerca de la chimenea que contenía polvos flu. Y una vez que ambos estaban preparados, Remus se volvió a la mujer que lo miró con una ceja alzada.
—Alice, cuida a tu familia.
—Creo que no hacía falta que me dijeras eso, Remus —dijo ella con una sonrisa de burla posándose en sus labios pero Remus negó, quitándosela.
—Él ha vuelto.
El rostro de Alice no cayó, no hubo temblores, no hubo desmayos; pero lo que sí hubo fue un mutuo entendimiento de lo que aquello significaba. Con un asentimiento serio, Alice se despidió de ambos con un seco gesto de mano, y lo último que Ana escuchó cuando desaparecía por las llamas verdes que explotaron en la chimenea de la casa Sommer-Jeanes fue a Alice decirle a Samuel: Prepara la escopeta, cariño.
Después de que Remus cenara en la casa Abaroa una deliciosa cazuela preparada por Hilda, se despidió con un abrazo fuerte de Ana diciéndole que se cuidara y lo llamara por si surgía un problema, a lo que haría lo posible para llegar lo más pronto posible a ella. Ana lo vio partir por la chimenea hacia su casa donde Sirius lo esperaba para seguir con el duro trabajo que había estado haciendo durante todo el verano y no le había explicado a ella exactamente de qué trataba.
Dándole las buenas noches a su abuela, Ana tomó en sus brazos a Basil del espacio que había robado del sofá, y con Limonada siguiéndola por detrás mientras movía su cola, subió las escaleras para ir a su dormitorio.
Ya cuando se había terminado de preparar para dormir, con su camisón ya puesto y sus dientes lavados con la pasta de menta que le hacía revolver el estómago por su fuerte aroma, Ana se preparó para apagar todas las luces que seguían prendidas alrededor suyo, cuando una lechuza golpeó contra la ventana recién cerrada con su pico.
Extrañada por la repentina aparición del ave, Ana se acercó lentamente hacia el cristal (el cual aún no había tapado con las cortinas) y notó a través de la oscuridad que tenía una carta atada en una de sus patas.
Definitivamente no podía ser Hermione porque con ella se hablaba por teléfono, tampoco podía ser Ron porque había recibido una carta de él en la mañana; y en definitiva no podía ser Harry porque había escuchado que estaba en una especie de aislamiento en la casa de sus tíos maternos. Lo que significaba que tenía prohibido mandar cartas y sólo podía llamarla por el teléfono una vez a la semana (lo que ya había usado el día anterior).
¿Entonces quién quedaba?
Con curiosidad subiendo por su cuerpo, Ana abrió la ventana y le entregó una golosina (la cuál tenía a mano ya que con algo debía alimentar a Pigwidgeon cuando viajaba hacia allí) a la lechuza, una vez que tuvo la carta en sus manos.
Abriendo rápidamente el pergamino sin poder evitar su interés, se llevó una sorpresa cuando leyó lo que estaba escrito en una tinta brillante y negra:
Estimada Abaroa,
A pedido de mi madre, y no pudiendo rechazar su orden, es mi deber darte una invitación para cenar en mi estancia (cuya dirección se encuentra en lo bajo de esta carta) el día viernes 6.
Estás propiamente invitada, y propiamente avisada de que puedes ignorar esta carta.
Nos vemos, o no,
Blaise Zabini.
• • •
¡buen viernes!
¿cómo están? ¿les gustó el comienzo al tercer acto?
no puedo esperar a presentarles a toda la familia de Faith que queda ajsja les amo, me encantaría darles toda la información de la familia Ward pero eso es más para la historia de Faith que aún tengo en borradores o(-< ahí conocerían a todes
ana va a ir o no va a ir a la casa Zabini en el próximo capítulo... lo dejo a su imaginación hasta el viernes que viene <3
¡muchas gracias por su apoyo, les amo!
nos vemoss
•chauuu•
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